3

Ann se despertó a la mañana siguiente, preguntándose por un instante dónde se hallaba. No cabía duda, la tenue silueta de la ventana debiera haberse hallado a la derecha, no a la izquierda… La puerta, el armario…

Entonces cayó en la cuenta. Había estado soñando; soñando que había vuelto, como una adolescente, a su antigua morada de Applestream. Había vuelto llena de excitación y su madre y una Edith más joven le habían dado la bienvenida. Había corrido por el jardín, lanzando exclamaciones a diestro y siniestro, entrando al fin en la casa. Todo estaba como siempre: el vestíbulo bastante oscuro y la entrada de la sala de estar, cubierta de tejido de malla. Y entonces, cosa curiosa, su madre le había dicho:

—Hoy tomaremos el té aquí.

Y la había conducido a otra habitación nueva y desconocida. Una habitación atrayente, con tapicerías alegres, flores, luz de sol. Y alguien le decía:

—No tenías ni idea que estas habitaciones se hallaban aquí, ¿verdad? ¡Las encontramos el año pasado! Fue una verdadera sorpresa.

Había más cuartos nuevos y una pequeña escalera con más estancias al final de ella. Todo había sido de lo más interesante y maravilloso.

Ahora que se hallaba despierta, seguía todavía en el sueño. Era Ann, la jovencita, una criatura que se encontraba al comienzo de la vida. ¡Aquellas salas no descubiertas! ¿Cuándo las habían encontrado? ¿Últimamente? ¿O hacía años?

La realidad se filtraba despacio a través del estado confuso y agradable del sueño. Todo había sido un sueño, un sueño feliz. Cortado ahora con cierto dolor: el dolor de la nostalgia. Porque no había vuelta. Qué extraño que un sueño acerca de descubrimientos de habitaciones adicionales en una casa ocasionara un placer de éxtasis tan raro. Se sintió triste al comprender que aquellos aposentos no habían existido nunca.

Ann permaneció tendida en la cama, contemplando cómo la silueta de la ventana se volvía más clara. Debía ser bastante tarde, lo menos las nueve. Las mañanas eran muy oscuras ahora. Sarah se despertaría al sol y la nieve de Suiza.

Pero, por alguna razón, Sarah apenas le pareció real entonces. Sarah se hallaba lejos, remota, indistinta…

Lo real era la casa de Cumberland, los visillos, la luz del sol, las flores… su madre. Y Edith, respetuosamente atenta, con aire decididamente desaprobador, como siempre, pese a su rostro joven, sin arrugas.

Ann sonrió y llamó:

—¡Edith!

Edith entró y corrió las cortinas.

—Bien —dijo con tono de aprobación—. Ha tenido usted un buen descanso. No iba a despertarla. No hace un día nada bueno. Yo diría que tendremos niebla.

A través de la ventana se veía todo amarillo.

No era un plan muy atrayente, pero la sensación de bienestar de Ann no desapareció. Siguió echada, sonriendo para sí.

—Tiene el desayuno preparado. Se lo traeré.

Edith se detuvo en el momento de salir, mirando con curiosidad a su señora.

—Tiene aire de estar contenta consigo misma esta mañana. Debió de pasarlo bien anoche.

—¿Anoche? —por un momento Ann se perdió—. Oh, sí, sí. Lo pasé muy bien. Edith, al despertar estaba soñando que había vuelto de nuevo a casa. Estabas allí, era verano y en la casa había aposentos nuevos de los que nunca habíamos tenido noticia.

—Mejor que no los tuviéramos, diría yo. Ya era bastante grande tal y como era. Una casona grande, vieja y destartalada. ¡Cuándo pienso en lo que aquella estufa debía consumir en carbón! Menos mal que entonces era barato.

—Eras muy joven, Edith, y yo también.

—Ah, no podemos volver atrás el reloj, ¿verdad? No, por mucho que queramos. Aquellos tiempos han muerto y se han ido para siempre.

—Muerto e ido para siempre —repitió Ann suavemente.

—Y no es que no me halle satisfecha de como me hallo. Tengo salud y fuerza, aunque dicen que es cuando se llega a la madurez cuando tenemos más de esos bultos internos. Ya lo he pensado un par de veces, últimamente.

—Estoy segura que no tienes nada de eso, Edith.

—Ah, pero es que una no lo sabe. Ni idea hasta que la llevan a una al hospital, le abren y para entonces, por lo general, es demasiado tarde.

Y Edith salió del cuarto con su lúgubre semblante.

Unos minutos después regresó con una bandeja con el desayuno de Ann, compuesto de café y tostadas.

—Aquí tiene, señora. Siéntese y le arrebujaré la almohada por detrás.

—Qué buena eres conmigo, Edith —dijo Ann impulsivamente, mirando a la mujer.

Edith enrojeció violentamente, llena de confusión.

—Sé cómo hay que hacer las cosas, eso es todo. Y además, alguien tiene que cuidar de usted. Usted no es de esas señoras de cabeza dura. Por ejemplo, esa dame Laura… ni el mismo Papa de Roma podría enfrentársele.

—Dame Laura es una gran personalidad, Edith.

—Ya lo sé. La he oído por la radio. Con sólo mirarla se sabe que es alguien. Por lo que he oído, hasta consiguió casarse. ¿Fue el divorcio o la muerte lo que les separó?

—Oh, él murió.

—Mejor para él, diría yo. No es la clase de mujeres que ningún hombre encontraría cómoda para vivir… aunque no puedo negar que algunos hombres prefieren que sea su mujer la que lleve los pantalones.

Edith se dirigió a la puerta, añadiendo entretanto:

—No se dé prisa, queridita. Descanse bien, quédese en la cama, reflexione en sus lindos pensamientos y disfrute de sus vacaciones.

«Vacaciones —pensó Ann divertida—. ¿Así lo llama?».

Y sin embargo, en cierto modo, era verdad. Era un interregno en la trama prefabricada de su vida. Cuando se vive con una criatura a la que se ama, siempre se tiene una ansiedad clavada en el fondo de la mente. «¿Es feliz?». «¿Son A. o B. o C. buenos amigos para ella?». «Algo debió de pasar en el baile de anoche. Me pregunto qué sería».

Nunca se había entrometido ni hecho preguntas. Se daba cuenta de que Sarah debía sentirse libre de guardar silencio o hablar… debía aprender sus propias lecciones de la vida, elegir sus propias amistades. Pero, queriéndola, no podía apartar de la mente sus problemas. Y Sarah podía necesitarla en cualquier momento. Si Sarah se volvía a su madre buscando simpatía, o ayuda práctica, la madre debería estar allí, dispuesta…

A veces Ann se había dicho a sí misma: «Debo estar preparada para ver a Sarah infeliz algún día, y no obstante, no hablar, a menos que ella quiera oírme».

Lo que la preocupaba últimamente era el resentido y quejoso joven, Gerald Lloyd, y el que Sarah se hallara cada vez más absorta en él. Le aliviaba pensar que Sarah estaría separada de él al menos durante tres semanas, conociendo a muchos otros jóvenes.

Sí, con Sarah en Suiza, podía alejarla tranquilamente de su pensamiento y relajarse. Relajarse allí, en su cómodo lecho y pensar en lo que haría ese día. Lo había pasado francamente bien en la fiestecita de la noche anterior. El querido James… tan amable… y sin embargo, tan aburrido, ¡pobrecito! ¡Aquellas inacabables historias suyas! Verdaderamente, los hombres al alcanzar los cuarenta y cinco años deberían hacer el voto de no contar anécdotas ni historietas. ¿Se imaginarían siquiera cómo se sentían los ánimos de sus amigos al empezar: «No sé si os lo he contado alguna vez, pero una cosa divertida le ocurrió a fulanito…» y así de corrido?

Claro que se le podía contestar:

—Sí, James, ya me lo has contado tres veces.

Pero el pobrecito se sentiría herido. No, no podía hacérsele eso a James.

Y el otro hombre, Richard Cauldfield. Era mucho más joven, desde luego, pero seguramente también él se dedicaría alguna vez a repetir largas y aburridas historias…

Se quedó pensando… tal vez… pero no lo creía. No, más propio de él sería ceñirse a la ley, volverse didáctico. Tendría prejuicios, ideas preconcebidas. Habría que tomarle el pelo, tomárselo con suavidad… Puede que a veces fuera un poco absurdo, pero en realidad era un encanto… un solitario… un hombre muy solo… Sintió pena por él. Estaba tan perdido en esta vida moderna y frustrada de Londres… Se preguntó qué clase de trabajo encontraría. No era tan fácil. Seguramente compraría su granja o sus viveros de plantas y se instalaría en el campo.

Se preguntó si volvería a verle. Pronto tendría que invitar a cenar a James. Podría sugerirle que trajera consigo a Richard Cauldfield. Sería una acción simpática… se le veía tan claramente solo. E invitaría a otra mujer. Podrían ir al teatro…

Qué ruido hacía Edith. Se hallaba en la salita contigua, pero parecía como si un ejército de hombres estuviera empaquetando la casa. Portazos, golpes y de vez en cuando el alarido de la aspiradora. Edith debía estar disfrutando.

Al cabo de un rato Edith asomó por la puerta. Tenía la cabeza envuelta con un trapo del polvo y en sus ojos brillaba la mirada exaltada y fanática de una sacerdotisa que practica una orgía ritual.

—Supongo que saldrá a comer. Me he equivocado con la niebla. Va a resultar un buen día. No es que se me haya olvidado el gallo, no. Pero si lo he conservado hasta ahora, puedo guardarlo hasta la noche. No puede negarse que estas neveras conservan las cosas… pero de todos modos les quitan el sabor. Eso es lo que yo digo.

Ann miró a Edith y se echó a reír.

—Bien, bien, saldré a comer.

—Haga lo que quiera, claro, a mí no me importa.

—Sí, Edith, pero no te mates. ¿Por qué no llamas a la señora Hopper para que te ayude, si es que tienes que limpiar el piso de arriba abajo?

—¡La señora Hopper! ¡La señora Hopper! Buena le daría yo. La última vez que vino le dejé limpiar ese cortador de bronce de su mamá y lo dejó lleno de cercos. Limpiar el linóleo es todo lo que esas mujeres saben hacer, y cualquiera puede hacerlo. ¿Recuerda los objetos de acero grabado que teníamos en Applestream? Aquello sí que había que cuidarlo bien. Y yo me enorgullecía de ello, se lo digo. Ah, bueno, usted tiene aquí algunos hermosos muebles que se enceran de maravilla. Es una lástima que haya tantas cosas empotradas.

—Así se ahorra trabajo.

—Para mi gusto se parece demasiado a un hotel. Así que ¿va a salir? Puedo levantar todas las alfombras.

—¿Puedo volver esta noche? ¿O prefieres que me vaya a un hotel?

—Vamos, señorita Ann, no bromee. Por cierto, esa cazuela doble que me trajo de los almacenes no es nada buena. Por un lado es demasiado grande y por otro, tiene una forma difícil para remover por dentro. Quiero una como la vieja.

—Me temo que ya no las hacen, Edith.

—Este gobierno… —dijo Edith, disgustada—. ¿Y qué hay de aquellos platos de porcelana para soufflé de que le hablé? A la señorita Sarah le gusta tomarlo servido de esa forma.

—Se me olvidó que me los habías encargado. Supongo que los encontraré sin dificultad.

—Muy bien. Entonces ya tiene algo que hacer.

—La verdad, Edith —exclamó Ann, exasperada—. Me tratas como a una niñita a la que se le manda a jugar con la cuerda a la calle.

—Como la señorita Sarah está fuera, usted parece mucho más joven, debo admitirlo. Pero sólo le sugería, señora… —Edith se estiró en toda su altura y habló con avinagrada propiedad— si por casualidad pasara usted cerca de alguno de los grandes almacenes…

—Muy bien, Edith. Vete a saltar con tu propia cuerda a la sala.

—Vaya, he dicho la verdad —dijo Edith, ofendida, retirándose.

Los golpes y portazos comenzaron de nuevo y pronto se le añadió otro sonido, la delgada y desentonada voz de Edith, elevándose cantando un himno religioso especialmente lúgubre:

Ésta es la tierra de llanto y penas

sin sol ni luz ni alegría.

Oh, báñanos, báñanos en tu sangre

para que clamemos nuestras faltas.

Ann disfrutó en la sección de porcelana de los almacenes del ejército y la marina. Pensó que, en la actualidad, cuando hay tantas cosas hechas mal y toscamente, daba gusto ver la buena porcelana, cristal o cerámica que el país sabía producir todavía.

Los avisos prohibitivos de «Sólo para exportación» no disminuían su estimación de los artículos expuestos en brillantes hileras. Pasó junto a las mesas que exhibían las piezas rechazadas para exportación, donde siempre solía haber compradoras mirando anhelantes para conseguir alguna pieza interesante.

Hoy, Ann misma tuvo suerte. Había un juego de desayuno casi completo, compuesto por amplias y redondas tazas de cerámica marrón cristalizada con dibujos y muy bonita. El precio era razonable y lo adquirió justo a tiempo. Otra mujer se acercó mientras daba su dirección, y dijo excitada:

—Me quedo con esto.

—Lo siento, señora, me temo que ya está vendido.

—Lo siento mucho —dijo Ann con poca sinceridad, y se alejó muy animada por haber conseguido un buen éxito.

Había hallado también unos preciosos platos para soufflé, del tamaño adecuado pero de cristal, no de porcelana, y esperaba que Edith los aceptaría sin muchas protestas.

Desde la sección de porcelanas cruzó la calle a la de jardinería. La jardinera que tenía colocada en la parte exterior de la ventana de su piso estaba casi desintegrándose y quería encargar otra.

Se hallaba hablando con el vendedor cuando una voz tras ella saludó:

—Vaya, buenos días, señora Prentice.

Se volvió y se encontró con Richard Cauldfield. El placer del hombre ante el encuentro era tan evidente, que Ann no pudo menos de sentirse halagada.

—Qué curioso encontrarla aquí. Realmente es una maravillosa coincidencia. La verdad es que estaba pensando en usted. ¿Sabe? Anoche deseaba preguntarle dónde vivía y si me permitiría visitarla alguna vez. Pero luego pensé que quizás usted lo consideraría una impertinencia por mi parte. Debe usted tener muchas amistades y…

—Claro que debe venir a visitarme —le interrumpió Ann—. Yo había estado pensando en invitar a cenar al coronel Grant y sugerirle que le trajera a usted con él.

—¿Lo dice de veras?

Su ansiedad y alegría eran tan patentes que Ann sintió un latido de simpatía. Pobre hombre, debía de sentirse solo. Aquella feliz sonrisa suya era totalmente juvenil.

—Acabo de encargar una jardinera para mi ventana —le explicó—. Es lo más aproximado a un jardín que se puede tener en un piso.

—Sí, supongo que sí.

—¿Qué hace usted aquí?

—He estado mirando incubadoras…

—Así que sigue empeñado en su idea de criar pollos.

—En cierto modo. He estado mirando el equipo más moderno para aves de corral. Al parecer, ese eléctrico es lo último que ha salido.

Se dirigieron juntos a la salida. Richard Cauldfield soltó precipitadamente:

—Me pregunto… claro que tal vez esté ya comprometida… si querría almorzar conmigo… es decir, si no tiene nada mejor que hacer.

—Muchas gracias. Me gustaría mucho. La verdad es que Edith, mi sirvienta, está en plena orgía de limpieza a fondo y me ha dicho con toda firmeza que no vuelva a comer.

Richard Cauldfield pareció muy sorprendido y nada divertido.

—Eso es muy arbitrario, ¿no?

—Edith tiene privilegios.

—De todas maneras, no se debe dejar que los sirvientes hagan lo que quieran, ¿sabe?

«Me está haciendo un reproche», pensó Ann divertida, y añadió con dulzura:

—No hay muchos servidores a los que dejar que hagan su voluntad. Además, Edith es más una amiga que una sirvienta. Lleva conmigo muchos años.

—Ah, comprendo.

Sintió que le habían corregido con suavidad, pero se quedó con su impresión. Aquella linda y amable mujer se estaba dejando avasallar por una doméstica tirana. No era la clase de mujer que supiera enfrentarse a las cosas. Demasiado dulce y de naturaleza sumisa.

—¿Limpieza a fondo? ¿Es ésta la época adecuada del año? —preguntó con vaguedad.

—Verdaderamente, no. Debería hacerse en marzo. Pero mi hija se ha ido a pasar unas semanas a Suiza, así que es una oportunidad. Cuando está en casa hay demasiado revuelo.

—¿Supongo que la echará de menos?

—Sí.

—Al parecer, a las chicas de hoy no les gusta mucho estar en casa. Imagino que están ansiosas de vivir su propia vida.

—Creo que no tanto como antes. La novedad ha dejado de serlo.

—Oh. Hace un hermoso día, ¿verdad? ¿Le gustaría pasear por el parque, o se cansará?

—No, claro que no. Precisamente iba a sugerírselo.

Cruzaron la calle Victoria y por un estrecho callejón salieron al fin a la estación del parque de St. James. Cauldfield contempló las estatuas de Epstein.

—¿Ve usted algo en ellas? ¿Cómo se puede llamar arte a cosas semejantes?

—Oh, ya lo creo que sí. Decididamente.

—¿No será verdad que le gustan?

—No, personalmente, no. Soy una anticuada y me sigue gustando la escultura clásica y las cosas que me enseñaron a apreciar. Pero ello no significa que mi gusto sea correcto. Creo que uno debe ser educado para apreciar las nuevas formas de arte. Otro tanto ocurre con la música.

—¡Música! No puede usted llamarla música.

—Señor Cauldfield, ¿no le parece que es usted un tanto estrecho de miras?

Richard Gouldfield volvió bruscamente la cabeza para mirarla. Ann estaba sofocada, un poco nerviosa, pero le miró de frente y sin pestañear.

—¿Lo soy? Quizá sí. Supongo que cuando se ha estado lejos mucho tiempo se tiende a regresar al hogar y criticar cuanto no es estrictamente lo que uno recuerda. —De pronto sonrió—. Tendrá que llevarme de la mano.

—Oh, también yo soy terriblemente anticuada —interpuso Ann de prisa—. Sarah se ríe de mí con frecuencia. Pero lo que sí me parece es que es una gran pena… ¿cómo se lo explicaría?… cerrar la mente justo cuando uno va… bueno, envejeciendo. Por un lado, uno se vuelve aburrido… y por otro, tal vez estemos perdiendo algo que tiene importancia.

Richard caminó en silencio un rato. Al fin dijo:

—Suena absurdo oírla hablar de envejecer. Es usted la persona más joven que he conocido en mucho tiempo. Mucho más joven que algunas de esas alarmantes jóvenes. La verdad es que me asustan.

—Sí, a mí también me asustan un poco. Pero siempre las encuentro muy amables.

Habían llegado al parque de St. James. El sol brillaba claro y la temperatura era casi cálida.

—¿A dónde iremos?

—Vamos a ver los pelícanos.

Miraron complacidos las aves, charlando de las distintas especies de fauna acuática. Completamente distendido y tranquilo, Richard era natural como un muchacho, resultaba un compañero encantador. Charlaban y reían juntos y se sentían extraordinariamente dichosos en la recíproca compañía.

—¿Nos sentamos un ratito al sol? —preguntó Richard al cabo de un momento—. No tendrá frío, ¿verdad?

—No. Estoy bien.

Se sentaron en un par de sillas y contemplaron el agua. La escena, con los suaves colores, era como una estampa japonesa.

—Qué bello puede resultar Londres —comentó Ann en voz baja—. No siempre se da uno cuenta.

—No. Es casi una revelación.

Guardaron silencio durante un par de minutos, al cabo de los cuales Richard habló:

—Mi esposa siempre solía decir que Londres era el sitio ideal en donde estar a la llegada de la primavera. Decía que los retoños verdes y los almendros, y por fin las lilas, tenían más significado contra un fondo de ladrillos y cemento. Añadía que en el campo todo se daba en confusión y era todo demasiado grande para observarlo bien. Pero en un jardín urbano, la primavera llegaba de la noche a la mañana.

—Creo que tenía razón.

—Murió… hace mucho —dijo Richard con esfuerzo y sin mirar a Ann.

—Lo sé. El coronel Grant me lo contó.

Richard se volvió a mirarla.

—¿Le dijo cómo murió?

—Sí.

—Es algo que siempre me reprocharé. Siempre me parecerá que yo la maté.

Al cabo de un momento de vacilación Ann habló:

—Comprendo lo que siente. En su lugar sentiría lo mismo. Pero no es cierto, usted lo sabe.

—Es cierto.

—No. No desde su… desde el punto de vista de una mujer. La responsabilidad de aceptar ese riesgo pertenece a la mujer. Va implícita en… en su amor. Ella desea al hijo, recuérdelo. Su mujer… ¿deseaba la criatura?

—Oh, sí. Aline estaba muy dichosa con la idea. También yo. Era una muchacha sana y fuerte. No parecía haber razón alguna para que algo malo sucediera.

Un nuevo silencio.

—Lo lamento… mucho —dijo Ann.

—Ya ha pasado mucho tiempo.

—¿La criatura murió también?

—Sí. En cierto modo me alegro de ello, ¿sabe? Siento que se lo hubiera reprochado a la pobrecita. Habría recordado siempre el precio que hubo que pagar por su vida.

—Hábleme de su esposa.

Allí sentado, bajo el pálido sol invernal, él le habló de Aline. Lo bonita y alegre que había sido. Y los repentinos silencios en que caía, cuando él tenía que preguntarle en qué pensaba y a dónde se alejaba tanto. Hubo un momento en que confesó, como admirado:

—Hace años que no hablo de ella con nadie.

—Prosiga —le animó Ann con dulzura.

Todo había sido tan breve… demasiado breve. Un noviazgo de tres meses, la boda…

—… las ceremonias de siempre; la verdad es que nosotros no queríamos, pero su madre insistió.

Habían pasado la luna de miel recorriendo Francia en automóvil, visitando los castillos del Loira.

—Se ponía nerviosa en un coche, ¿sabe? —añadió sin venir a cuento—. Solía poner la mano en mi rodilla. Parecía darle confianza. No sé por qué se ponía nerviosa. Jamás había sufrido un accidente. —Tras una pausa, siguió—: A veces, cuando todo hubo pasado, solía sentir su mano cuando conducía en Birmania. La imaginaba, ¿comprende? Parecía increíble que se hubiera ido así… alejándose de la vida…

«Sí —pensaba Ann—, así era como se sentía… como algo increíble». Así había sentido ella lo de Patrick. Tenía que estar en alguna parte. Tenía que hacerla sentir su presencia. No podía alejarse de aquella manera, sin dejar nada detrás. ¡Qué abismo tan terrible entre los vivos y los muertos!

Richard proseguía. Le hablaba de la casita que hallaron en una calle sin salida, con un arbusto de lilas y un peral.

Después, cuando su voz brusca y áspera llegó al final de las frases entrecortadas, volvió a decir como asombrándose:

—No sé por qué le he contado todo esto.

Pero lo sabía. Cuando preguntó a Ann con cierto nerviosismo si le parecería bien que comiesen en su club…

—… creo que tienen una especie de anexo para señoras… ¿o prefiere usted un restaurante?

Y cuando ella le respondió que prefería el club, y se levantaron y fueron caminando hacia Pall Mall, lo sabía en el fondo de su mente, aunque no se decidía a reconocerlo aún.

Era su adiós a Aline, aquí, en la belleza fría e irreal del parque en invierno.

Dejaría su recuerdo allí, junto al lago, con las ramas desnudas de los árboles que destacaban sus dibujos contra el cielo.

Por última vez la atrajo a la vida, llena de juventud y fuerza, y con la tristeza de su muerte. Era un lamento, un oratorio, un himno de alabanza… tal vez un poco de todo.

Pero también era un entierro.

Dejó a Aline allí, en el parque y caminó por las calles de Londres con Ann.