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Ann volvió a su piso, donde la fiel Edith la saludó con cierta frialdad.

—Le había preparado un buen gallo para comer —le dijo desde la puerta de la cocina—. Y flan de caramelo.

—Lo siento mucho. He comido con dame Laura. Pero te he telefoneado a tiempo para decirte que no vendría a comer, ¿no es así?

—Aún no había preparado el gallo —admitió Edith de mala gana. Era una mujer alta y delgada, con el cuerpo derecho de un granadero y una boca fruncida en gesto de desaprobación—. No es propio de usted el dudar y cambiar de idea. Claro que con la señorita Sarah no me sorprendería. He encontrado los guantes de vestir que andaba buscando cuando ya se había ido y era demasiado tarde. Estaban metidos en la parte de atrás del sofá.

—Qué lástima —Ann cogió los guantes de lana tejidos en colores alegres—. Se ha ido muy contenta.

—Así lo imagino.

—Sí, todo el grupo estaba de lo más animado.

—Puede que no vuelvan tan contentos. A lo mejor con muletas, que es lo más probable.

—Oh, no, Edith, no digas eso.

—Son peligrosos esos sitios de Suiza. Se le rompen a uno los brazos o las piernas y luego no quedan bien. Se gangrenan bajo el yeso y es el fin de uno. Y además con un olor horrible.

—Bueno, esperemos que eso no le pase a Sarah —dijo Ann, muy acostumbrada a las lúgubres predicciones que Edith hacía con patente delicia.

—No nos va a parecer la misma casa sin la señorita Sarah. No vamos ni a reconocerla, de callada que va a estar.

—Te servirá un poco de descanso, Edith.

—¿Descanso? —dijo indignada la mujer—. ¿Y para qué quiero descansar? Es mejor desgastarse que oxidarse, eso es lo que mi madre me decía siempre y lo que he hecho toda la vida. Ahora que la señorita se ha ido y sus amigos no van a estar entrando y saliendo en cualquier momento, puedo hacer una limpieza a fondo. Este sitio lo necesita.

—El piso está limpísimo, Edith.

—Eso es lo que piensa usted. Pero yo lo sé mejor. Hay que quitar todas las cortinas, sacudirlas bien. Y a las arañas de cristal les vendría bien una enjabonada… ¡Oh! Hay un centenar de cosas por hacer.

Los ojos de Edith relucían de placer anticipado.

—Busca a alguien que te ayude.

—¿Quién, yo? Ni hablar. Me gusta que las cosas estén bien hechas y no se puede confiar en muchas de esas mujeres, hoy día. Aquí tiene usted cosas bonitas y las cosas bonitas deben estar bien cuidadas. Pero con tanto cocinar y una cosa y otra nunca puedo dedicarme a lo mío, como debiera.

—Pero cocinas de maravilla, Edith. Y lo sabes muy bien.

Una ligera sonrisa de agradecimiento transformó la habitual expresión de profundo desagrado de Edith.

—Bah, cocinar —dijo como sin darle importancia—. Eso no es nada. No es lo que yo llamo trabajar de verdad, ni mucho menos.

Dirigiéndose a la cocina preguntó:

—¿A qué hora desea el té?

—Oh, todavía no. Hacia las cuatro y media.

—Si yo fuera usted apoyaría los pies en algo y echaría un sueñecito. Así estaría fresca para la noche. Bien puede disfrutar de un poco de paz, ahora que la tiene.

Ann rió. Se dirigió a la salita y dejó que Edith la acomodara bien en el diván.

—Me cuidas como si fuese una niñita, Edith.

—Bueno, no era mucho más que eso cuando entré a trabajar con su mamá, y no ha cambiado mucho. Ha llamado el coronel Grant para decir que no se le olvide que era el restaurante Mogador a las ocho. Ya lo sabe, le he dicho. Pero así son los hombres… dándole demasiada importancia a todo, y los militares son los peores.

—Ha sido muy amable al pensar que me sentiría sola esta noche e invitarme.

—No tengo nada en contra del coronel —dijo Edith juiciosamente—. Sí que es un poco exagerado con las cosas, pero es un verdadero caballero. —Se detuvo y al cabo añadió—: Mirándolo bien, podría usted elegir algo peor que el coronel.

—¿Qué has dicho, Edith?

—He dicho —le devolvió la mirada sin pestañear— que hay otros peores… Oh, bueno, supongo que ahora no veremos mucho a ese señorito Gerry, ahora que la señorita Sarah se ha ido.

—No te gusta, ¿verdad, Edith?

—Bueno, sí y no, no sé si me comprende. Hay algo en él… que no puede negarse. Pero no es de los constantes. Marlene, la hija de mi hermana, se casó con uno así. No conserva un empleo más de seis meses. Y pase lo que pase nunca es su culpa.

Edith salió de la sala y Ann se apoyó contra los almohadones, cerrando los ojos.

El sonido del tráfico llegaba leve y apagado a través de la ventana cerrada; era un zumbido agradable, como el de abejas lejanas. Sobre la mesa, cerca de ella, un florero lleno de junquillos amarillos despedía al aire su dulce fragancia. Se sintió llena de paz y contento. Echaría de menos a Sarah, pero iba a resultar un descanso ser ella misma por cierto tiempo.

Qué pánico tan extraño le había entrado por la mañana.

Se preguntó en qué consistiría la fiestecilla de James, por la noche.

El Mogador era un restaurante pequeño y un tanto anticuado, con buena comida y buen vino y cierto aire de calma.

Ann fue la primera del grupo en llegar y encontrar al coronel Grant sentado en el bar de la recepción, abriendo y cerrando el reloj.

—Oh, Ann —se puso en pie de un salto—. Ya estás aquí. —Su mirada recorrió con aprobación el vestido negro de ceremonia de la mujer y la hilera de perlas que rodeaba su cuello—. Es estupendo que una linda mujer pueda ser puntual.

—Sólo llego con tres minutos de retraso —le sonrió Ann.

James Grant era un hombre alto, con un cierto aire rígido de militar, cabello gris cortado muy corto y una barbilla obstinada. En conjunto, su aspecto era agradable.

Volvió a consultar su reloj.

—Bueno, ¿por qué no aparecerán los demás? Tendremos la mesa lista para las ocho y cuarto, así que primero beberemos algo. ¿Un jerez? Lo prefieres a un combinado, ¿no?

—Sí, por favor. ¿Quiénes son los demás?

—Los Massingham. ¿Les conoces?

—Claro.

—Y Jennifer Graham. Es prima carnal mía, pero no sé si tú la has…

—Creo que la conocí una vez contigo.

—El otro hombre es Richard Cauldfield. Le encontré hace unos días. No le había visto desde hacía años. Ha pasado casi toda la vida en Birmania. Se siente un poco desplazado de regreso en su país.

—Sí, lo supongo.

—Es simpático. Una historia bastante triste. Se le murió la esposa al dar a luz a su primer hijo. La quería mucho. No se recuperó en mucho tiempo. Le pareció que tenía que irse al instante… por eso se marchó a Birmania.

—¿Y la criatura?

—Oh, también murió.

—Qué triste.

—Ah, aquí están los Massingham.

La señora Massingham, a la que Sarah siempre llamaba «Mem Sahib», se les acercó mostrando una dentadura deslumbrante. Era una mujer delgada y tensa, de piel desecada y descolorida por los años vividos en la India. Su esposo era un individuo bajo y fuerte, con un estilo de conversación entrecortado.

—Me alegra volver a verte —dijo la mujer estrechando con calor la mano de Ann—. Y qué agradable salir a cenar vestida como es debido. La verdad es que nunca puedo ponerme un traje de noche. Todos dicen siempre: «No te cambies». ¡Pienso que la vida es monótona hoy día, y la de cosas que una tiene que hacer! ¡Creo que me paso la vida en el fregadero! No creo que podamos quedarnos en este país. Estamos pensando en ir a Kenia.

—Muchas personas están yéndose —añadió el marido—. Hartos. Es ese condenado gobierno.

—Ah, aquí está Jennifer —cortó el coronel—. Con Cauldfield.

Jennifer Graham era una mujer alta, de rostro caballuno, de unos treinta y tantos años, que relinchaba al reír. Richard Cauldfield era un hombre de mediana edad y rostro curtido.

Se sentó junto a Ann, que empezó a darle conversación.

¿Llevaba mucho tiempo en Inglaterra? ¿Qué tal le parecía todo?

El hombre repuso que le costaba habituarse. Todo era tan distinto de antes de la guerra. Había estado buscando trabajo… pero no era fácil, al menos para un hombre de su edad.

—No, creo que es cierto. Y sin embargo, parece mal.

—Sí, después de todo, aún estoy al principio de mi cincuentena —sonrió con aire infantil, como excusándose—. Tengo un pequeño capital. Estoy pensando en comprarme una casita en el campo. Y dedicarme a la jardinería, para vender las flores. O a criar pollos.

—¡Pollos no! —dijo Ann—. Tengo varias amistades que lo han intentado, pero los pollos siempre parecen contraer enfermedades.

—Sí, tal vez la jardinería me iría mejor. Quizá no se consigan grandes beneficios, pero sería una vida agradable. —Suspiró—. Todo parece andar tan revuelto… Tal vez si tuviéramos un cambio de gobierno…

Ann asintió dudosa. Era la panacea habitual.

—Debe ser muy difícil tomar una decisión sobre a qué dedicarse, exactamente. Muy inquietante.

—Oh, yo no me inquieto. No creo en las preocupaciones. Si un hombre tiene fe en sí mismo y auténtica decisión, todas las dificultades se resuelven solas.

Era una afirmación dogmática, y Ann pareció vacilar.

—Me lo pregunto.

—Le aseguro que así es. No aguanto a las personas que siempre están quejándose acerca de su mala suerte.

—Oh, estoy de acuerdo en eso —exclamó Ann con tal fervor que él alzó las cejas, interrogante.

—Parece como si usted tuviera cierta experiencia en el asunto.

—La tengo. Uno de los amigos de mi hija anda siempre viniendo a contarnos su última desgracia. Solía simpatizar con él, pero actualmente se ha vuelto reiterativo y me resulta aburrido.

—Las historias de mala suerte son aburridas —dijo la señora Massingham desde el otro lado de la mesa.

—De quién hablas, ¿del joven Gerald Lloyd? —preguntó el coronel—. Nunca llegará muy lejos.

—¿Así que tiene una hija? —preguntó por lo bajo Richard Cauldfield a Ann—. ¿Una hija lo bastante mayor para tener un amigo?

—Oh, sí, Sarah tiene diecinueve años.

—¿Y la quiere usted mucho?

—Naturalmente.

Vio una momentánea expresión de dolor en la cara de él y recordó la historia que le contara el coronel Grant. Pensó que Richard Cauldfield era un hombre solitario.

—Parece usted muy joven para tener una hija crecida —siguió él en voz baja.

—Eso es lo que se dice a una mujer de mi edad —rió Ann.

—Quizá. Pero lo digo de veras. Su marido está… —vaciló—, ¿muerto?

—Sí, hace mucho tiempo.

—¿Por qué no ha vuelto a casarse?

Pudiera haber sido una pregunta impertinente, pero el auténtico interés de su voz la salvó de cualquier falsa acusación de ese tipo. Ann volvió a sentir que Richard Cauldfield era una persona sencilla. Quería saberlo de verdad.

—Oh, porque… —se detuvo, para añadir luego con sinceridad y veracidad—: Amaba mucho a mi esposo. Cuando murió no volví a enamorarme de nadie más. Y además estaba Sarah, claro.

—Sí. Sí… con usted es exactamente lo que debía de ocurrir.

Grant se puso en pie sugiriendo que pasaran al restaurante. En la mesa redonda Ann se sentó entre su anfitrión y el mayor Massingham. No pudo seguir su téte-á-téte con Cauldfield, que hablaba con cierta languidez con la señorita Graham.

—Tal vez sean el uno para el otro, ¿eh? —musitó el coronel a su oído—. Él necesita una esposa, ¿sabes?

Por alguna razón, la insinuación desagradó a Ann. ¡Jennifer Graham, nada menos, con su voz fuerte y sonora y su risa de relincho! No era en absoluto el tipo de mujer que Cauldfield necesitaba para casarse.

Les sirvieron ostras y el grupo se dispuso a comer y charlar.

—¿Sarah se ha ido esta mañana?

—Sí, James. Espero que tengan unas buenas nevadas.

—Sí, aunque en esta época del año es algo dudoso. De todos modos, espero que se divierta. Es una chica guapa, Sarah. Por cierto, espero que el joven Lloyd no formará parte del grupo.

—Oh, no, acaba de entrar en la sociedad de su tío. No puede marcharse.

—Muy bien. Tienes que cortar todo eso de raíz, Ann.

—No creo que se tenga demasiada autoridad para cortar mucho hoy día, James.

—Hum, imagino que no. Pero al menos la has alejado por una temporada.

—Sí, pensé que sería un buen plan.

—Conque sí, ¿eh? No eres ninguna tonta, Ann. Esperemos que se interese por algún otro muchacho allá.

—Sarah es muy joven todavía, James. No creo que el asunto de Gerry Lloyd fuera nada serio.

—Tal vez no. Pero parecía muy preocupada por él la última vez que la vi.

—Preocuparse es típico de Sarah. Sabe con exactitud lo que cada cual debiera hacer y obliga a que lo hagan. Es muy leal para con sus amigos.

—Es una buena chica. Y muy atractiva. Pero nunca lo será tanto como tú, Ann; es más dura… lo que hoy se dice una chica dura.

—No creo que Sarah sea nada dura —sonrió Ann—. Es la forma de actuar de su generación.

—Tal vez… pero algunas de esas chicas podrían tomar lecciones de encanto de sus madres.

La miraba cariñosamente y Ann pensó para sí, con una oleada de calor poco corriente: «Querido James. Qué amable es conmigo. Verdaderamente me considera perfecta. ¿Seré una tonta al no aceptar lo que me ofrece? Ser amada y querida…».

Por desgracia, en aquel instante, el coronel Grant empezó a contarle la historia de uno de sus subalternos y la esposa de un mayor en la India. Era una anécdota larga, que ya había oído por tres veces con anterioridad.

El cálido afecto murió. Frente a ella vio a Richard Cauldfield, calibrándole. Un poco demasiado confiado en sí mismo, demasiado dogmático… no, se corrigió, no realmente… Sólo era una armadura defensiva que él levantaba contra un mundo extraño y probablemente hostil.

La verdad es que tenía una cara triste. Una cara solitaria…

Pensó que tenía muchas cualidades buenas. Sería amable, honrado y estrictamente justo. Obstinado, con toda probabilidad, y con prejuicios en ocasiones. Un hombre poco acostumbrado a reírse de las cosas o a que se rieran de él. La clase de hombre que se abriría si se sintiera verdaderamente querido…

—… y ¿quieres creerme? —el coronel había llegado al triunfante final de su historieta—. ¡Sayce lo había sabido todo el tiempo!

Con sobresalto Ann volvió de sus dudas inmediatas y rió con la debida proporción.