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Ann Prentice, erguida en el andén de la estación Victoria, agitaba la mano a modo de saludo.

El tren que iba hacia el transbordador se alejó en medio de fuertes sacudidas, la cabeza morena de Sarah desapareció y Ann Prentice volviose, caminando despacio por el andén hacia la salida.

Experimentaba esa extraña mezcla de sensaciones que ocasiona la marcha de un ser querido.

Querida Sarah… cuánto iba a echarla de menos… Claro que no serían más que cuatro semanas… Pero el piso iba a parecer tan vacío… Ella y Edith solas, dos aburridas mujeres de mediana edad…

Sarah era tan inquieta, tan llena de vitalidad, tan segura de todo… Y sin embargo, no era más que una chiquilla muy querida de cabello oscuro…

¡Qué horrible! ¡Qué forma de pensar! ¡Cómo se molestaría Sarah! Lo único en que Sarah —y todas las chicas de su edad— parecía insistir era en una actitud de indiferencia casual por parte de sus padres. «Sin aspavientos, madre», decía, ansiosa.

Claro que todas aceptaban tributos en especie. El que se les llevara la ropa a la tintorería y se fuera a recogerla después, teniendo que pagarla a menudo. Difíciles llamadas telefónicas. «Si llamaras tú a Carol, mamá, sería todo mucho más sencillo». El ordenar el constante desorden. «Cielo, ya pensaba haber recogido todo, pero es que tengo que salir pitando».

«Cuando yo era joven», pensaba Ann…

Volvían los recuerdos. Su hogar había sido chapado a la antigua. Su madre contaba ya más de cuarenta años cuando ella nació, y su padre tendría unos quince o dieciséis años más que la esposa. La marcha de la casa había sido dictada a gusto del padre.

Allí nadie había dado el cariño por descontado, sino que todos lo expresaban.

«Ésta es mi niña querida». «¡El encanto de papá!». «¿Puedo traerte alguna cosa, mamaíta?».

La limpieza de la casa, los recados, las cuentas de las tiendas, las invitaciones y los escritos sociales habían sido hechos con la colaboración de Ann, con la mayor naturalidad. Las hijas estaban para servir a los padres, no al revés.

Al pasar junto al quiosco de libros, Ann se preguntó de pronto: «¿Qué sería lo mejor?».

Cosa sorprendente, la respuesta no parecía sencilla.

Al recorrer con la mirada las publicaciones expuestas, en busca de algo que leer aquella tarde ante la chimenea encendida, llegó a la conclusión inesperada de que en realidad carecía de importancia. Era todo cuestión de convenciones, nada más. Como hablar en argot. En un momento determinado se decía que las cosas eran «superiores», más tarde que eran «divinas» o «maravillosas», o que «no podría estar más de acuerdo contigo» y que esto o lo otro gustaba «con locura».

Los hijos atendían a los padres o los padres atendían a los hijos… no suponía diferencia alguna en la subyacente y vital relación de una persona con otra. Entre ellas dos existía, Ann estaba convencida, un cariño profundo y auténtico. ¿Y entre ella y su propia madre? Al volver atrás en el pensamiento pensó que bajo la ternura y el afecto superficiales había habido, en realidad, la misma indiferencia amable y casual que estaba ahora de moda fingir.

Sonriendo para sí, Ann compró un libro de bolsillo, una obra que recordaba haber leído hacía algunos años y que le había gustado. Tal vez ahora le resultara algo sentimental, pero no tenía importancia, ya que Sarah no estaría allí…

«Voy a echarla de menos —pensó Ann—, ya lo creo que la echaré en falta… pero en cambio tendré bastante paz…».

«Para Edith también supondrá un descanso —siguió pensando—. Se molesta siempre que se cambia de planes o se alteran las comidas».

Y es que Sarah y sus amistades estaban siempre yendo y viniendo, telefoneando y cambiando de plan. «Mamá, cielo, ¿te importa que hoy comamos temprano? Queremos ir al cine». «¿Eres tú, mamá? Te llamo para decirte que por fin no voy a comer».

A Edith, fiel servidora después de veinte años, que hacía ahora el triple de lo que una vez esperara, tales interrupciones de la rutina normal la exasperaban.

Edith, según frase de Sarah, se amargaba con frecuencia.

Y no es que Sarah no se saliera con la suya siempre que quería. Edith podía reñir y refunfuñar, pero adoraba a Sarah.

Iba a haber mucho silencio a solas con Edith. Paz, pero mucho silencio… Un extraño escalofrío estremeció a Ann… Reflexionó: «Ya nada sino tranquilidad… Una tranquilidad que irá alargándose vagamente cuesta abajo hacia la vejez y la muerte. Nada que esperar con ilusión. Pero ¿qué deseo? —se preguntó—. Lo he tenido todo. Amor y felicidad con Patrick. Una hija. He tenido cuanto deseaba de la vida. Ahora… se acabó. A partir de ahora Sarah continuará donde yo me detengo. Se casará, tendrá hijos. Seré abuela».

Sonrió para sí. Disfrutaría siendo abuela. Se imaginaba nietos guapos y vivarachos. Chiquillos traviesos con el pelo negro y rebelde de Sarah, niñas regordetas. Les leería… les contaría cuentos…

Seguía sonriendo ante la idea… pero la sensación de frío permanecía. Si al menos viviera Patrick… Volvió a surgir en ella el viejo dolor rebelde. Hacía tanto tiempo ya… cuando Sarah contaba sólo tres años… tanto tiempo que la sensación de esta pérdida y la angustia se habían curado. Ahora podía pensar en Patrick con dulzura, sin dolor. El joven e impetuoso marido al que tanto amara… tan lejos ahora… tan lejano en el pasado.

Pero hoy la rebeldía brotaba de nuevo. Si Patrick estuviera aún con vida, Sarah se alejaría de ellos… a Suiza, a practicar deportes invernales, hacia un marido y un hogar, a su debido tiempo… y ella y Patrick se quedarían aquí juntos, más viejos, más tranquilos, pero compartiendo la vida y sus altibajos. No estaría sola…

Ann Prentice salió al atestado vestíbulo de la estación. «Qué aire tan siniestro tienen todos esos autobuses rojos —pensó—, formados en filas, como monstruos que esperan que se les alimente». Era increíble su aspecto de poseer una vida sensible propia… una vida que tal vez fuera parte del alma de su hacedor, el Hombre.

Qué mundo tan ajetreado, ruidoso, abarrotado, todos entrando y saliendo, apresurándose, corriendo, hablando, riendo, quejándose, lleno de saludos y despedidas.

Y de pronto, una vez más, sintió aquel frío latido… de soledad.

«Ya era hora de que Sarah se fuera… me estoy volviendo demasiado dependiente de ella —siguió pensando—. Y quizá le esté volviendo a ella demasiado dependiente de mí. No debo hacerlo. No hay que aferrarse a los jóvenes… impedirles que vivan su propia vida. Eso estaría mal… muy mal…».

Debía irse borrando, mantenerse bien en segundo plano, animar a Sarah para que hiciera sus propios planes… sus propias amistades.

Y entonces sonrió, pues la verdad es que Sarah no necesitaba que le dieran ánimos. Sarah tenía muchos amigos y siempre estaba haciendo planes, apresurándose de acá para allá con la mayor confianza y disfrutando de todo. Adoraba a su madre, pero la trataba con una especie de paciencia cariñosa, como a alguien a quien se excluye de toda comprensión y participación, debido a su avanzada edad.

Para Sarah cuarenta y un años eran una edad avanzada, mientras que a Ann le resultaba un verdadero esfuerzo considerarse a sí misma como alguien de mediana edad. Y no es que intentara mantener a raya al tiempo. Apenas se maquillaba y su ropa tenía aún el aire ligeramente rural de una joven matrona que visita la ciudad: chaquetas y faldas sencillas y una pequeña sarta de perlas auténticas.

—No comprendo por qué soy tan tonta —se dijo en voz alta, suspirando—. Supongo que es el hecho de despedir a Sarah.

¿Cómo decían los franceses? Partir c’est mourir un peu

Sí, es verdad… Sarah, arrebatada por el importante y ruidoso tren, había muerto para su madre, por el momento. «Y yo para ella. Es curioso… la distancia. Separación en el espacio…».

Sarah vivía una vida. Ella, Ann, otra… Tenía una vida propia.

Una sensación ligeramente placentera sustituyó al frío interior del que se había sentido consciente con anterioridad. Ahora podría escoger cuándo levantarse, qué haría… podría planificar su jornada. Podría acostarse temprano, y cenar en una bandeja… o ir al teatro o al cine. O tomar un tren e ir a vagar por el campo… caminando por bosques desnudos mientras el cielo azul asomaba entre el dibujo complicado y recio de las ramas…

Desde luego, podía hacer todo aquello siempre que se le antojara. Pero cuando dos personas viven juntas hay tendencia a que una de ellas trace el molde. Pensándolo bien, Ann había disfrutado mucho con las vivaces entradas y salidas de Sarah.

No cabía duda de que ser madre era muy entretenido. Era como volver a vivir la propia vida… sin muchas de las agonías de la juventud. Al saber ahora lo poco que importaban ciertas cosas, uno podía sonreír con indulgencia ante las crisis que surgían.

«De verdad, mamá —decía Sarah con intensidad—, es de una enorme importancia. No sonrías. ¡Nadie cree que todo su futuro está en juego!».

Pero a los cuarenta y un años se sabía que la vida de uno está en juego muy raras veces. La vida era mucho más elástica y resistente de lo que a uno le gustaba creer.

Mientras prestaba sus servicios con una ambulancia, durante la guerra, Ann se dio cuenta por vez primera de lo mucho que importaban las pequeñas cosas de la vida. Las pequeñas envidias y celos, los pequeños placeres, el roce de un cuello, sabañones dentro de un zapato demasiado prieto… todo aquello resultaba de una importancia inmediata mucho mayor que el gran hecho de que se podía morir en cualquier instante. Éste debiera haber resultado un pensamiento solemne, abrumador, pero la verdad es que uno se acostumbraba a él en seguida… y las pequeñeces se afianzaban, incluso parecían mayores por su insistencia, sólo porque, en el fondo, quedaba el pensamiento de que el tiempo era muy breve. También aprendió algo acerca de las extrañas inconsistencias de la naturaleza humana, de lo difícil que resultaba clasificar a las personas en «buenas» o «malas», como se sintiera inclinada a hacer en los tiempos de su dogmatismo juvenil. Había presenciado un valor increíble para salvar a una víctima… y luego, el mismo individuo que arriesgara su vida descendía hasta robar cualquier menudencia del individuo que acababa de salvar.

Las personas, de hecho, no estaban hechas de una sola pieza.

Mientras permanecía indecisa en la acera, el sonoro bocinazo de un taxi sustrajo a Ann de sus especulaciones abstractas hacia consideraciones más prácticas. ¿Qué haría ahora, en ese instante?

Por la mañana no había pensado sino en que Sarah se iba a Suiza. A la noche cenaría con James Grant. El querido James, siempre tan amable y considerado. «Vas a sentirte un poco tristona cuando Sarah se haya ido. Sal y vamos a festejar algo». Ciertamente, James era un encanto. Sarah se burlaba y llamaba a James «tu amigo pukka Sahib, cariño». Pero James era una persona muy querida. Cierto que a veces resultaba algo difícil mantener la atención fija cuando contaba una de sus larguísimas e intrincadas anécdotas, pero disfrutaba tanto diciéndolas… Y además, cuando se ha conocido a una persona durante más de veinticinco años, lo menos que se puede hacer es escucharle con amabilidad.

Ann echó un vistazo a su reloj. Podría acercarse a los almacenes del ejército y la marina. Edith necesitaba algunos artículos para la cocina. Aquella decisión solucionó su problema inmediato. Pero mientras examinaba cazos y preguntaba los precios (¡realmente fantásticos ahora!), se sentía consciente de aquel extraño pánico en el fondo de su mente.

Por fin, dejándose llevar de un impulso, se acercó a una cabina telefónica y marcó un número.

—¿Puedo comunicarme con dame Laura Whitstable, por favor?

—¿De parte de quién?

—De la señora Prentice.

—Un momento, señora.

Hubo una pausa y luego una voz profunda y sonora preguntó:

—¿Ann?

—Oh, Laura, ya sé que no debería llamarte a estas horas del día, pero acabo de despedir a Sarah y me preguntaba si estarías muy ocupada hoy…

La voz anunció con decisión:

—Será mejor que comas conmigo. Pan de centeno y requesón. ¿Te parece bien?

—Cualquier cosa me parecería bien. Eres un ángel.

—Te espero. A la una y cuarto.

Faltaba un minuto para la una y cuarto cuando Ann despidió el taxi en la calle Harley y tocó el timbre.

El competente Harkness abrió la puerta, le sonrió dándole la bienvenida y dijo:

—Suba directamente, señora Prentice. Dame Laura tardará aún unos minutos.

Ann subió las escaleras con ligereza. El comedor de la casa había sido convertido en sala de recibir, mientras que el piso superior de la elevada casa quedaba cómodamente independiente. En la salita habían dispuesto una pequeña mesa con la comida. La habitación parecía más propia de un hombre que de una mujer. Sillas grandes y un tanto destartaladas pero cómodas, cantidad de libros, algunos sobre las sillas, y cortinas de terciopelo de buena calidad y rico colorido.

Ann no esperó mucho tiempo. Dame Laura, precedida por su voz que sonaba escaleras arriba como un triunfal contrabajo, entró en la sala y besó a su invitada con afecto.

Dame Laura Whitstable contaba sesenta y cuatro años. De ella emanaba ese aire que tienen la realeza o los personajes públicos bien conocidos. Todo en ella era de tamaño algo mayor que natural: su voz, su busto, parecido a una estantería, la masa recogida de cabello color gris hierro, la nariz como un pico de ave.

—Estoy encantada de verte, niña. Estás preciosa, Ann. Veo que te has comprado un ramito de violetas. Muy acertado por tu parte. Es la flor a que más te pareces.

—¿La humilde violeta? La verdad, Laura…

—Dulzura otoñal, bien oculta entre las hojas.

—Eso no es propio de ti, Laura. ¡Por lo general eres tan brusca!

—Me produce dividendos, pero a veces es un auténtico esfuerzo. Vamos a comer inmediatamente. Bassett, ¿dónde está Bassett? Ah, aquí está. Para ti hay lenguado, Ann, supongo que te alegrará saberlo. Y un vaso de vino blanco.

—Oh, Laura, no debías haberte molestado. Requesón y pan de centeno me hubieran bastado.

—Sólo hay requesón para mí. Vamos, siéntate. ¿Así que tu hija Sarah se ha ido a Suiza? ¿Por cuánto tiempo?

—Tres semanas.

—Qué bien.

El anguloso Bassett había salido de la estancia.

Mientras tomaba su requesón con aire de gustarle, dame Laura indagó con astucia:

—Y la vas a echar de menos. Pero no me has telefoneado ni venido aquí a decirme eso. Vamos, vamos, Ann, cuéntamelo. No tenemos mucho tiempo. Ya sé que me quieres, pero cuando la gente me llama y quiere verme al instante, por lo general la atracción está en mi sabiduría superior.

—Me siento terriblemente culpable —aclaró Ann en tono de disculpa.

—Tonterías, querida. La verdad es que resulta un cumplido.

—Oh, Laura —se lanzó Ann apresuradamente—, soy una tonta redomada, ¡lo sé! Pero me había entrado una especie de… de pánico. ¡Allí, en la estación Victoria, entre todos los autobuses! Me sentía… me sentía tan enormemente sola…

—Sí, ya veo…

—No era sólo el hecho de que Sarah se iba y la echaría de menos. Era algo más que eso…

Laura Whitstable asintió con la cabeza, en tanto que sus astutos ojos grises observaban a Ann desapasionadamente.

—Porque —siguió la última, despacio—, después de todo, uno siempre está solo… en realidad…

—¿Así que acabas de descubrirlo? Así sucede, en verdad, más pronto o más tarde. Y lo curioso es que resulta un golpe, por regla general. ¿Cuántos años tienes, Ann? ¿Cuarenta y uno? Muy buena edad para efectuar tu descubrimiento. Si lo dejas para más tarde puede resultar devastador. Si lo descubres cuando eres demasiado joven… hace falta mucho valor para aceptarlo.

—¿Te has sentido verdaderamente sola alguna vez, Laura? —preguntó Ann con curiosidad.

—Oh, sí. A mí me llegó cuando tenía veintiséis años… de hecho, en medio de una reunión familiar de lo más cariñosa. Me sorprendió y atemorizó… pero lo acepté. No hay que negar nunca la verdad. Hay que aceptar el hecho de que sólo tenemos una compañía en este mundo que está con nosotros desde la cuna hasta la tumba… nosotros mismos. Si llegas a un acuerdo con dicha compañía… aprendes a vivir contigo misma. Ésa es la respuesta. Pero no siempre es fácil.

Ann suspiró.

—La vida carece absolutamente de sentido… te lo estoy contando todo, Laura… no son sino años que van prolongándose, sin nada con que llenarlos. Bah, supongo que no soy sino una mujer tonta e inútil…

—Vamos, vamos, mantén el sentido común. Durante la guerra ejecutaste una tarea muy buena y eficiente, aunque no espectacular; has educado a Sarah con buenos modales y enseñándole a disfrutar de la vida, y a tu manera, tranquila, también tú disfrutas de ella. Todo ello es muy satisfactorio. En realidad, si vinieras a mi sala de consulta te despacharía sin cobrarte siquiera… y eso que soy una vieja avarienta.

—Laura, querida, eres un gran consuelo. Pero supongo que, a decir verdad, me preocupo demasiado por Sarah.

—¡Bobadas!

—Temo siempre tanto convertirme en una de esas madres posesivas y obsesivas que devoran realmente a sus retoños.

—Se habla tanto de madres posesivas —pronunció con sequedad Laura—, que muchas mujeres temen demostrar un afecto normal hacia sus hijos.

—¡Pero el ser posesivo es malo!

—Claro que sí. Me lo encuentro a diario. Madres que tienen a sus hijos amarrados a las cintas de su delantal, padres que monopolizan a sus hijas. Pero no siempre es culpa de ellos. Una vez tuve en mi habitación un nido de pájaros, Ann. A su debido tiempo los pequeñuelos dejaron el nido, pero uno no quería marchar. Quería seguir en el nido, que lo alimentaran, negándose a enfrentarse al esfuerzo de dejarse caer por el borde. La madre se angustió mucho. Le enseñaba, volaba una y otra vez desde el borde del nido, le piaba, agitaba las alas. Luego se negó a alimentarlo. Le traía comida en el pico, pero se quedaba en el extremo opuesto del cuarto, llamándolo. Bien, hay seres humanos que son así. Niños que no quieren crecer, que no desean enfrentarse a las dificultades de la vida adulta. No es la educación que han recibido. Son ellos mismos.

Hizo una pausa antes de proseguir.

—Existe el deseo de ser poseído igual que el de poseer. ¿Se trata de una madurez tardía? ¿O es cierta carencia inherente de la calidad de ser adulto? Aún sabemos muy poco de la personalidad humana.

—De todos modos —cortó Ann, poco interesada en generalidades—, ¿no te parece que soy una madre posesiva?

—Siempre he pensado que la relación entre tú y Sarah es de lo más satisfactoria. Diría que entre vosotras hay cierto amor natural —añadió pensativa—: Claro que Sarah es joven para su edad.

—A mí siempre me ha parecido que es mayor para su edad.

—Yo no diría eso. Me da la impresión de que no tiene mentalidad de diecinueve años.

—Pero es muy positiva, tiene gran seguridad. Y es muy compleja. Llena de ideas propias.

—Llena de las ideas en boga, querrás decir. Pasará mucho tiempo antes de que tenga ideas que puedan llamarse propias realmente. Y hoy día todos los jóvenes parecen positivos. Necesitan que se les dé seguridad, ésa es la razón. Vivimos en una época de incertidumbre en la que todo es inestable y los jóvenes lo sienten, Ahí radica la mitad de los problemas de hoy día: en la falta de estabilidad. Hogares destrozados. Carencia de valores morales. Una planta joven, sabes, tiene que estar sujeta a una estaca muy firme. —Laura sonrió de pronto—. Como todas las viejas, aunque yo sea una muy distinguida, suelto un sermón. —Terminó con el requesón.

—¿Sabes por qué tomo esto?

—¿Porque es sano?

—¡Bah! Me gusta. Desde una vez que pasé mis vacaciones en una granja en el campo. Y otra razón es para ser diferente. Uno adquiere posturas. Todos lo hacemos. Tenemos que hacerlo. Y yo más que la mayoría. Pero gracias a Dios sé que lo hago. Pero, hablando de ti, Ann, créeme no te pasa nada malo. Estás lanzándote al segundo vuelo, eso es todo.

—¿Qué es eso de mi segundo vuelo, Laura? No querrás decir… —vaciló.

—No quiero decir nada físico. Hablo en términos mentales. Las mujeres tienen suerte, aunque el noventa y nueve por ciento no lo sabe. ¿A qué edad se lanzó santa Teresa a reformar monasterios? A los cincuenta. Y podría citar muchos casos más. De los veinte a los cuarenta las mujeres se hallan absortas biológicamente… y con toda razón. Se preocupan de los niños, los maridos, los amantes… las relaciones personales. O subliman todas estas cosas y se lanzan a una carrera, de forma típicamente femenina y emocional. Pero la segunda floración natural es de la mente y el espíritu y su edad cuando una alcanza la madurez. Según van envejeciendo, las mujeres se interesan más en cosas impersonales. Los intereses masculinos se reducen, los de las mujeres se amplían. A los sesenta un hombre se repite, por lo general, como un gramófono. A la misma edad, una mujer, si tiene cierto individualismo, es un ser interesante.

Ann pensó en James Grant y sonrió.

—Las mujeres se proyectan hacia algo nuevo. Oh, también cometen grandes tonterías a esa edad. A veces se sienten esclavizadas por el sexo. Pero la edad madura es una edad de grandes posibilidades.

—¡Qué consoladora eres, Laura! ¿Crees que debería ocupar mi tiempo libre en algo? ¿Algún trabajo social determinado?

—¿Cuánto amas a tus semejantes? —preguntó Laura Whitstable con gravedad—. Las obras de poco sirven sin el fuego interior. No hagas cosas que no deseas hacer para que te den luego palmaditas en la espalda por hacerlas. Nada, si se me permite decirlo, produce un resultado más odioso. Si disfrutas visitando a ancianas enfermas o llevando a chiquillos feos y maleducados a la playa, hazlo, desde luego. A muchos les gusta. No, Ann, no te obligues a ciertas actividades. Recuerda que toda tierra tiene que permanecer alguna vez en barbecho. Hasta ahora tu cosecha ha sido la maternidad. No puedo imaginarte como una reformista, una artista o un exponente de los servicios sociales. Eres una mujer corriente, Ann, pero muy agradable. Espera. Limítate a esperar tranquila con fe y esperanza, y verás. Algo que valga la pena surgirá para llenar tu vida.

Vaciló para seguir al instante:

—Nunca has tenido un amorío, ¿verdad?

—No —enrojeció Ann—. ¿Crees… crees que debería?

Dame Laura lanzó una especie de terrible resoplido, un amplio sonido explosivo que sacudió visiblemente los vasos en la mesa.

—¡Toda esa fraseología moderna! En tiempos victorianos temíamos al sexo, ¡incluso forrábamos las patas de los muebles! Ocultad todo lo que sea sexual, haced que desaparezca de la vista. Era fatal. Pero hoy hemos llegado al extremo opuesto. Tratamos las cuestiones sexuales como algo que se encarga en la farmacia. Está a la altura de las medicinas con el azufre y la penicilina. Muchas jóvenes vienen a preguntarme: «¿Cree que debería tener un amante?». «¿Le parece que debería tener un hijo?». Casi da la impresión que el acostarse con un hombre en vez de placer es un deber sagrado. Tú no eres una mujer apasionada, Ann. Eres una mujer con una muy profunda capacidad de afecto y ternura. Eso puede incluir el sexo, pero lo sexual no es primordial en ti. Si me pides que profetice te diré que a su debido tiempo volverás a casarte.

—Oh, no, no creo que pudiera hacerlo.

—¿Por qué te has comprado hoy un ramillete de violetas y te lo has prendido en la ropa? Sueles comprar flores para las habitaciones, pero por lo general no te pones ninguna. Esas violetas son un símbolo, Ann. Las has comprado porque, muy dentro de ti, sientes la primavera… tu segunda primavera se aproxima.

—Querrás decir el veranillo de San Martín —replicó Ann, de mala gana.

—Sí, si quieres llamarlo de ese modo.

—La verdad, Laura, es que es una idea muy bonita, pero sólo he comprado las violetas porque la mujer que las vendía tenía el aspecto de estar helada y triste.

—Eso es lo que tú crees. Pero no es sino la razón superficial. Profundiza en los motivos reales, Ann. Aprende a conocerte. Es lo más importante de la vida… intentar llegar a conocerse a sí mismo. Cielos, son más de las dos. Debo darme prisa. ¿Qué harás esta tarde?

—Voy a cenar con James Grant.

—¿El coronel Grant? Sí, ya. Un tipo agradable. —Le relucieron los ojos—. Hace mucho que anda detrás de ti, Ann.

Ann Prentice rió y se ruborizó.

—Oh, no es más que simple hábito.

—Te ha pedido varias veces que te cases con él, ¿no?

—Sí, pero no son sino bobadas. Oh, Laura, ¿no crees que… tal vez… debería? Si los dos nos encontramos solos…

—¡En el matrimonio no hay «deberías» que valgan, Ann! Y la compañía inadecuada es peor que carecer de ella. Pobre coronel Grant… y no es que me apiade de él, en verdad. Un hombre que está siempre pidiendo a una mujer que se case con él y no consigue hacerle cambiar de parecer, es un hombre que disfruta en secreto con las causas perdidas. Si hubiera estado en Dunkerke hubiera disfrutado… ¡pero me atrevo a decir que mejor le hubiera sentado la carga de la Brigada Ligera! ¡Cómo nos gustan en este país las derrotas y errores… y qué vergüenza nos dan siempre nuestras victorias!