Alex emergió lentamente del sueño. Lafargue aguardaba, atento a su reacción. Se levantó y le abofeteó con fuerza para que recuperara cuanto antes la conciencia.
Alex vio las cadenas, aquel sótano abarrotado de muebles, aquellos trampantojos que hacían de ventanas y representaban el mar, la montaña… Lanzó una amarga risotada. Todo había acabado, pero por más que lo torturaran no confesaría dónde estaba la zorra esa, ya no le importaba morir…
El médico lo observaba sentado en el sillón, bebiendo a sorbos de un vaso. Era whisky, la botella estaba en el suelo. ¡El muy cerdo! Lo había engañado, se había reído en sus narices. Ese maldito matasanos era un tipo listo, no se había acobardado, se había echado un buen farol… Sí, debía admitirlo: él mismo no era más que un pringado.
—Así que Ève está en un sótano, encadenada a un radiador —dijo Lafargue—. Sola.
—Va a palmarla… ¡Nunca descubrirás dónde la he metido! —masculló Alex.
—¿Le has pegado?
—No… Tenía ganas de tirármela, pero preferí dejarlo para más adelante. Debería haberlo hecho, ¿eh? Entérate bien: nadie volverá a cepillársela. Nunca más… Pasarán dos semanas antes de que alguien vaya a la casa donde está. Morirá de hambre y de sed. Y todo por tu culpa… A lo mejor un día encuentras su esqueleto… ¿Follaba bien, por lo menos?
—Cállate —murmuró Lafargue apretando los dientes—. Vas a decirme dónde está.
—¡Nada de eso, gilipollas, aunque me cortes a trozos no te lo diré! Voy a palmarla… Y si tú no me matas, la poli me echará el guante: estoy acabado, ya no tengo nada que perder…
—Vas a hablar, imbécil, ya lo creo que sí…
Richard se acercó a Alex, que le escupió en la cara. Mediante anchas tiras de cinta adhesiva extrafuerte, el cirujano le había pegado el brazo a la pared, con la palma de la mano hacia delante y la muñeca encadenada, de modo que el prisionero no podía hacer ningún movimiento.
—¡Mira! —dijo Richard, señalando el catéter unido a la vena.
Alex, sudoroso, se echó a llorar. ¡El muy cerdo iba a doblegarlo así! ¡Con una droga!
Richard le mostró una jeringuilla y a continuación la aplicó al catéter. Muy despacio, presionó el émbolo. Alex gritó, intentó tirar de las cadenas, pero todo fue en vano.
El líquido estaba ahora en su interior, fluyendo por su sangre. Sintió náuseas, una bruma algodonosa le enturbió poco a poco la mente. Dejó de gritar y de agitarse, pero sus ojos vidriosos seguían distinguiendo el rostro sonriente de Lafargue, la mirada malévola del cirujano.
—¿Cómo te llamas?
Richard le tiraba del pelo para mantenerle la cabeza erguida.
—Barny… Alex.
—¿Te acuerdas de mi mujer?
—Sí…
Al cabo de unos minutos, Alex dio la dirección del chalet de Livry-Gargan.
Una ligera corriente de aire pasa a ras del suelo. Te contorsionas para colocarte de lado, apoyas la mejilla en el suelo y saboreas ese soplo de frescor. Te duele la garganta, la tienes reseca. El esparadrapo que te cubre los labios te estira la piel.
La puerta se abre. La luz se enciende. Es Tarántula. Se precipita hacia ti. Parece alterado, ¿qué le pasa? Te abraza delicadamente, arranca despacio el esparadrapo que te amordaza, te cubre la cara de besos, te llama «mi pequeña»; ahora se centra en las cuerdas, las desata. Cuando la sangre vuelve a circular bruscamente por tus miembros entumecidos, sientes un intenso dolor.
Tarántula te sostiene entre sus brazos, te estrecha cariñosamente. Su mano recorre tus cabellos, te acaricia la cabeza, la nuca. Te levanta del suelo, te saca de ese sótano.
No estáis en Le Vésinet, sino en otra casa… ¿Qué significa todo esto? Tarántula abre una puerta de una patada. Es una cocina. Sin soltarte, busca un vaso, lo llena de agua, te da de beber lentamente, a sorbitos…
Tienes la impresión de haber tragado kilos de polvo. Y qué sensación tan agradable te produce el agua al entrar en tu boca… Nunca habías experimentado nada tan agradable.
Tarántula te lleva a un salón toscamente amueblado. Te acomoda en un sillón, se arrodilla delante de ti, apoya la frente en tu regazo, te rodea la cintura con las manos.
Tú asistes a todo esto como espectadora de un juego absurdo. Tarántula sale un momento y regresa con la colcha que había dejado en el sótano; te envuelve con ella y te saca de la casa. Es de noche.
El Mercedes espera en la calle. Tarántula te instala en el asiento del acompañante y luego se pone al volante.
Empieza a contarte una historia demencial, inverosímil. Apenas lo escuchas. Un delincuente te ha secuestrado y, para obligarlo a confesar… Pobre Tarántula, está loco, ya no es capaz de distinguir la realidad de sus propios desvaríos. No… Pese a la dulzura con que te trata, sabes perfectamente que te hará sufrir para castigarte… Al detenerse ante un semáforo en rojo, se vuelve hacia ti. Sonríe, te acaricia de nuevo el cabello.
Cuando llegáis a Le Vésinet, te acompaña al salón, te instala en un sofá. Sube corriendo a tu habitación, vuelve con una bata, te la pone y desaparece de nuevo… Regresa con una bandeja: comida, bebida… Te da unas pastillas, no sabes de qué, no importa.
Repite que debes tomar algo, insiste en que comas un yogur o un poco de fruta.
Cuando acabas, se te cierran los ojos, estás agotada. Te conduce al primer piso, te acuesta en tu cama: antes de rendirte al sueño, has visto que se sentaba junto a ti, que te sostenía la mano.
Te despiertas… Distingues una claridad difusa, debe de estar amaneciendo. Tarántula duerme muy cerca de ti, en un sillón. La puerta de la habitación está abierta de par en par.
Todavía te duelen las piernas, la presión de las cuerdas era muy fuerte. Te pones de lado para observar mejor a Tarántula. Piensas en esa historia rocambolesca que te ha contado… ¿Una historia de gánsters? ¡Ah, sí!, un delincuente fugitivo exigía que Tarántula le cambiara la cara. Y tú eras el rehén.
No sabes nada más… Vuelve a vencerte el sueño, un sueño poblado de pesadillas. Y siempre las mismas imágenes: Tarántula ríe mientras tú yaces en aquella mesa; el foco, enorme, te deslumbra. Tarántula, ataviado con bata blanca, delantal de cirujano y gorro blanco, asiste a tu despertar riendo a carcajadas.
Oyes esa risa multiplicada, te destroza los tímpanos, quisieras dormir más, pero te resulta imposible; el efecto de la anestesia ya ha desaparecido… Tardas un buen rato en despabilarte del todo, vienes de muy lejos, conservas muy nítidas las imágenes de tus sueños, y Tarántula se ríe a carcajadas… Vuelves la cabeza, tienes el brazo atado; no, tienes los dos brazos atados… Una aguja, unida a un tubo, penetra en la sangradura: el suero va cayendo gota a gota del frasco, que se balancea suavemente sobre tu cabeza, en lo alto… Sientes vértigo y en un momento dado empiezas a notar un dolor creciente en el bajo vientre, unas punzadas en la zona del pubis, y Tarántula sigue riendo sin parar.
Tienes las piernas tan abiertas que te duelen. Las rodillas están dobladas y las pantorrillas, sujetas a unos estribos de acero… Sí, parece una de esas camillas que se utilizan en las consultas de los ginecólogos… ¡Ahí! Ése dolor en la zona genital sube hacia el abdomen; intentas levantar la cabeza para ver qué pasa y Tarántula continúa con su risa.
—Espera, Vincent… Voy a ayudarte…
Tarántula ha ido a buscar un espejo, te sostiene la nuca, te coloca el espejo entre las piernas. No ves nada, sólo un montón de compresas sanguinolentas y dos tubos que van a parar a unos frascos…
—¡Dentro de poco lo verás mejor! —te dice Tarántula, y de nuevo se retuerce de risa.
Sí, ya sabes lo que te ha hecho. Primero las inyecciones, el aumento de los pechos, y ahora eso.
Cuando el efecto de la anestesia desapareció del todo, cuando recuperaste plenamente la conciencia, empezaste a gritar, estuviste mucho rato aullando. Te había dejado allí tendido, en el quirófano, en el sótano, atado a la mesa.
Regresó. Se inclinó sobre ti. Al parecer estaba tan alegre que no podía parar de reír. Te había traído una tarta, una tarta pequeña con una vela. Una sola vela.
—Querido Vincent, vamos a celebrar el primer aniversario de alguien a quien acabarás conociendo bien: Ève.
Señaló tu pubis.
—Ahí ya no hay nada. Verás, voy a explicártelo: ya no eres Vincent; te has convertido en Ève.
Cortó la tarta, tomó un trozo y te lo aplastó en la cara. Tú ya no tenías fuerza ni para gritar. Él, sonriendo, se comió el otro trozo. Descorchó una botella de champán, llenó dos copas. Se bebió la suya y derramó la otra sobre tu cabeza.
—Vamos, Ève, ¿eso es todo lo que vas a decirme?
Le preguntaste qué te había hecho. Era muy sencillo. Empujó la mesa hacia el otro extremo del sótano, el lado donde habías vivido hasta entonces.
—Querida amiga, no he podido sacar fotos de la intervención que acabo de practicarte… Sin embargo, dado que este tipo de cirugía es bastante corriente, voy a explicártela con ayuda de esta película.
Puso en marcha un proyector… En la pantalla colocada contra la pared apareció un quirófano. Una voz que no era la de Tarántula iba comentando los sucesivos pasos.
«Tras haber administrado un tratamiento hormonal durante dos años procederemos a practicar una vaginoplastia al señor X, con quien hemos mantenido numerosas entrevistas previas.
»Después de la anestesia, empezaremos cortando un colgajo de glande de 1,2 centímetros, luego desprenderemos la totalidad de la piel del pene hasta su base. Diseccionaremos el pedículo, también hasta el nacimiento… Repetiremos la maniobra con el pedículo vasculonervioso dorsal del pene. El propósito es retirar la membrana anterior de los cuerpos cavernosos hasta la base del pene…». No podías apartar los ojos de aquel espectáculo, de aquellos hombres de manos enguantadas que manejaban el bisturí y las pinzas, seccionando la carne, tal como Tarántula había hecho contigo.
«La siguiente fase consiste en practicar una incisión escroto-perineal cuyo extremo posterior debe quedar a 3 centímetros del ano. A continuación hay que llevar a cabo la exteriorización del pene a través de esta incisión y continuar con la resección de la piel y del colgajo de glande.
»De este modo se llega a la individualización de la uretra y a la separación de los cuerpos cavernosos en la línea media».
Tarántula reía, reía… De vez en cuando se levantaba para enfocar la imagen, volvía a tu lado y te daba unas palmaditas en la mejilla.
«La tercera fase consiste en la creación de una neovagina entre el plano uretral por delante y el recto por detrás, con un dedo intrarrectal para evitar el desprendimiento.
»Aquí tenemos el desprendimiento de la neovagina, que mide 4 centímetros de ancho por unos 12 o 13 de profundidad… Aquí, cierre del extremo anterior de la vaina del pene e invaginación de la piel del pene en la neovagina…
»El colgajo de glande se exterioriza con objeto de crear un neoclítoris. En la piel de los testículos, que hemos mantenido muy fina, se practica una resección: formará los labios mayores.
»Aquí podemos observar al mismo paciente varios meses más tarde. El resultado es muy satisfactorio: la vagina es de un tamaño adecuado y absolutamente funcional, el clítoris está dotado de sensibilidad, el orificio uretral se encuentra bien situado y no presenta complicaciones urinarias…».
La película había terminado. Sentías un tremendo escozor en el centro del dolor, en los genitales. Tenías ganas de orinar. Se lo dijiste a Tarántula… Te había puesto una sonda, y así fue como experimentaste esa sensación extraña, esa nueva percepción de tu sexo. Gritaste de nuevo…
Era horrible, no conseguías conciliar el sueño, de manera que Tarántula te inyectó calmantes. Más adelante, te desató para que te pusieras de pie. Recorrías la habitación con pasitos muy cortos. La sonda se balanceaba entre tus piernas, y también aquellos tubos conectados a botellas en las que habían hecho el vacío para aspirar tus secreciones. Tarántula sostenía una de ellas, la otra la llevabas metida en el bolsillo de la bata… No tenías fuerza. Tarántula te trasladó del sótano a un pequeño apartamento en la planta superior de la casa. Había una salita, un dormitorio… La luz te deslumbraba. En dos años, era la primera vez que salías de tu prisión. El sol te bañó el rostro. Era agradable.
La «convalecencia» fue larga. Pudiste prescindir de la sonda y las botellas. Entre tus piernas ya no quedaba más que ese agujero. Tarántula te obligaba a llevar un mandril ginecológico en la vagina. Era indispensable, afirmaba, de lo contrario la piel se cerraría. Lo llevaste varios meses, muchos meses. Descubriste un punto muy sensible un poco más arriba: el clítoris.
La puerta de la habitación estaba siempre cerrada. Por las rendijas de los postigos, también cerrados, vislumbrabas un jardín, un pequeño estanque, unos cisnes. Tarántula te visitaba todos los días y pasaba horas contigo. Hablabais de tu nueva vida, del ser en el que te había convertido…
Volviste a tocar el piano, a pintar… Puesto que tenías pechos y ese orificio entre las piernas, no te quedaba más remedio que entrar en el juego. ¿Escapar? ¿Volver a tu casa después de tanto tiempo? ¿Tu casa? ¿El lugar donde Vincent había vivido era realmente tu hogar? ¿Qué dirían las personas que él había conocido? No tenías elección. Maquillaje, vestidos, perfumes… Y un día, Tarántula te llevó al bosque de Boulogne. Ya nada podía afectarte.
Hoy, ese mismo hombre duerme junto a ti. Debe de estar incómodo en esta postura, acurrucado en el sillón. Cuando te encontró en el sótano, te besó, te abrazó. La puerta está abierta. ¿Qué querrá ahora?
Richard abrió los ojos. Le dolían los riñones. Tenía una extraña sensación: toda la noche había velado a Ève, y después percibió algo, el crujir de una tela —la sábana—, o bien Ève despierta, observándolo a la luz matinal… Ella está ahí, en la cama, con los ojos bien abiertos. Richard sonríe, se levanta, se estira, va a sentarse al borde de la cama. Empieza a hablar con ella.
—Ya vas recuperándote —dijo—. Todo ha terminado. Yo… en fin, todo ha terminado, podrás irte, me ocuparé de la documentación, de tu nueva identidad, eso no será difícil, ya verás. Irás a la policía para decir…
Richard resultaba patético: no sabía cómo confesar su derrota. Una derrota total y humillante, que llegaba demasiado tarde para castigar un odio ya extinguido.
Ève se levantó, tomó un baño y se vistió. Bajó al salón. Richard se reunió con ella ante el estanque. Llevaba trozos de pan para echárselos a los cisnes. Ève se agachó al borde del agua y silbó un poco para llamar a los animales. Las aves comieron de su mano, torciendo el cuello para tragar el pan.
Hacía un tiempo espléndido. Echaron a andar y se sentaron los dos en el balancín, muy juntos, al lado de la piscina. Permanecieron así largo rato, sin cruzar palabra.
—Richard… —dijo por fin Ève—, quiero ver el mar…
Él se volvió hacia la joven, la contempló con una mirada que reflejaba una inmensa tristeza y asintió. Se dirigieron a la casa. Ève fue a buscar una bolsa de viaje y metió dentro algunos enseres. Richard la esperaba en el coche.
Tomaron la carretera. Ella bajó la ventanilla y sacó la mano para entretenerse, notando cómo la empujaba el viento. Él le recomendó que no lo hiciera por temor a los insectos y para evitar que alguna piedrecita la hiriera.
Richard conducía muy deprisa, tomando las curvas casi con rabia, y ella le pidió que aminorara la marcha. Los acantilados de la costa no tardaron en aparecer.
La playa de guijarros de Étretat estaba abarrotada. Los turistas se apiñaban a la orilla del mar. Había marea baja. Pasearon por el camino elevado que serpentea a lo largo de la roca y termina en un túnel que desemboca en la playa donde se alza el peñasco llamado l’Aiguille Creuse.
Ève le preguntó a Richard si había leído una novela de Leblanc que trataba de unos bandidos que se escondían en una gruta excavada en el interior del peñasco, una historia demencial. No, Richard no la había leído… Dijo, riendo pero con un dejo de amargura en la voz, que su oficio le brindaba pocas ocasiones para distraerse. Ella insistió. Vamos a ver, ¿y Arséne Lupin?… ¡Todo el mundo lo conoce!
Volvieron sobre sus pasos para dirigirse a la ciudad. Ève tenía hambre y decidieron sentarse en la terraza de una marisquería. Ella pidió una fuente de ostras. Richard eligió un centollo, probó una pata y dejó el resto. Ève terminó de comer sola.
—Richard, ¿qué es eso que me contaste ayer de un gánster?
Él le relató de nuevo lo ocurrido: su regreso a Le Vésinet, la habitación vacía, los cerrojos descorridos, la angustia que lo había asaltado al descubrir su desaparición. Y, finalmente, cómo la había encontrado.
—¿Y has dejado que ese delincuente se vaya? —insistió ella, desconfiada, incrédula.
—No, lo tengo atado en el sótano.
Había respondido en voz baja e inexpresiva. Ève estuvo a punto de atragantarse.
—¡Richard! ¡Tenemos que regresar! ¡No puedes dejarlo morir así!
—Te ha hecho daño. No merece otra cosa.
Ève descargó el puño sobre la mesa para devolver al médico a la realidad. Tenía la impresión de estar representando una escena absurda: el vino blanco en las copas, restos de marisco en el plato y ese diálogo carente de sentido sobre un tipo que estaba pudriéndose en el sótano de la mansión de Le Vésinet. Richard tenía la mirada perdida, del todo ausente. Ella insistió en regresar a la casa. Él aceptó de inmediato. Ève tenía la sensación de que, si le hubiese pedido que se arrojase desde lo alto del acantilado, habría obedecido sin rechistar.
Ya era tarde cuando entraron en la villa. Richard bajó delante de ella la escalera que conducía al sótano. Abrió la puerta, encendió la luz. El tipo estaba allí, de rodillas, con los brazos en cruz, amarrados con aquellas cadenas que tan bien conocía Ève. Cuando Alex levantó la cabeza, la joven profirió un largo grito, un lamento de animal herido que no comprende lo que le está pasando.
Inclinada hacia delante, jadeaba entrecortadamente al tiempo que señalaba al prisionero. Después salió corriendo al pasillo, cayó de rodillas y vomitó. Richard acudió a su lado y le sostuvo la frente.
¡Así que era eso, el último acto! Tarántula se había inventado esa historia del gánster, esa novela delirante, para calmar tu desconfianza. Te había engatusado con su ternura, había cumplido tu capricho de ver el mar para hacerte caer en un horror sin fondo.
Y ese ardid para que encontraras a Alex prisionero, igual que estuviste tú cuatro años atrás, no tenía otro objetivo que destrozarte un poco más, empujarte más hacia la locura, si eso era posible…
¡Sí, ése era su plan! Su propósito al prostituirte después de haberte castrado, despedazado y destrozado, después de haber destruido tu cuerpo para construir otro distinto, un simple juguete de carne, no había sido humillarte. No; todo eso era un simple juego, el preámbulo de su verdadero proyecto: lograr que te sumieras en la locura, como le había ocurrido a su hija… Y en vista de que habías resistido todas las pruebas, ahora jugaba más fuerte.
Paso a paso, se había dedicado a rebajarte. Te hundía la cabeza en las aguas cenagosas y, de vez en cuando, te agarraba del pelo para impedir que te ahogaras del todo, con el único objeto de asestarte finalmente el golpe fatal: Alex.
Tarántula no estaba loco: era un genio. ¿Quién más hubiera ideado una progresión tan inteligente? ¡El muy cerdo! ¡Tenías que matarlo!
A Alex no le sacaría nada, a estas alturas Tarántula debía de saberlo de sobra… Seguro que a él no lo sometería a los mismos tormentos. Alex era un bestia, un bruto; en otros tiempos te divertía, hacías de él lo que querías, te habría seguido a cualquier parte, como un perro.
En este caso Tarántula no conseguiría nada: los refinamientos que te había proporcionado no se los iba a brindar a Alex. ¿Acaso iba a obligarte a…? Sí, Alex estaba encadenado, desnudo como un gusano… ¡Claro, eso era lo que quería Tarántula!
No le bastaba con humillar a uno solo, necesitaba teneros a los dos a su merced. Cuatro años, Tarántula había tardado cuatro años en encontrar a Alex… ¿Qué había hecho Alex durante ese tiempo? Y, sobre todo, ¿cómo había llegado Tarántula hasta él? ¡Tú nunca lo habías mencionado!
Tarántula estaba allí, junto a ti. Te sostenía. El charco de vómito se extendía sobre el hormigón. Tarántula murmuraba palabras tiernas, pequeña mía, cariño, se mostraba solícito, te limpiaba la boca con un pañuelo…
La puerta del otro cuarto estaba abierta. Entraste precipitadamente en el quirófano, tomaste un bisturí de encima de la mesa y regresaste a paso lento hacia Tarántula, apuntándolo con el afilado instrumento.