Richard Lafargue departía con el representante de una empresa farmacéutica japonesa que había comercializado un nuevo tipo de silicona, corrientemente utilizada en cirugía plástica para la inserción de prótesis de mamas. Escuchaba con atención los elogios que el pequeño burócrata dedicaba a su producto, según él más fácil de inyectar, más manejable… El despacho de Lafargue estaba abarrotado de historiales de intervenciones quirúrgicas y las paredes parecían «decoradas» con fotos de plastias practicadas con éxito… El japonés gesticulaba al hablar.
Llamaron a Richard por teléfono. El semblante del cirujano se ensombreció y su voz adquirió un tono grave, trémulo. Dio las gracias a su interlocutor por la llamada y luego comunicó al representante que se veía obligado a ausentarse, por lo que le pedía excusas. Fijaron otra cita para el día siguiente. Lafargue se quitó la bata blanca y fue corriendo hasta el coche. Anunció a Roger, que lo estaba esperando, que prefería conducir él mismo, así que le dio permiso para que se marchara a casa.
Se dirigió a bastante velocidad hacia la carretera de circunvalación y llegó al ramal de autopista que llevaba a Normadía. Conducía muy deprisa, tocando furiosamente el claxon si un coche no se apartaba de inmediato al carril de la derecha cuando él quería adelantarlo. Tardó menos de tres horas en llegar a la clínica psiquiátrica donde Viviane estaba internada.
Una vez dentro de la finca, se apeó a toda prisa del Mercedes y subió la escalera que conducía a la recepción. La empleada fue a buscar al psiquiatra encargado del tratamiento de Viviane.
Richard entró con él en el ascensor y los dos se encaminaron a la puerta de la habitación. El psiquiatra le señaló la mirilla de plástico.
Viviane sufría un ataque. Se había rasgado la bata y gritaba, pataleaba, se arañaba el cuerpo, marcado ya por rasguños ensangrentados.
—¿Cuándo ha empezado? —preguntó Richard en un susurro.
—Esta mañana. Ya le hemos inyectado unos calmantes, no tardarán en hacerle efecto.
—No…, no debe dejarla en ese estado. Pobre criatura… Aumente la dosis.
Las manos le temblaban convulsivamente. Las apoyó en la puerta de la habitación, donde apoyó también la frente al tiempo que se mordía el labio superior.
—Viviane, pequeña… Viviane… Abra, voy a entrar.
—No es aconsejable: la presencia de otras personas la excita todavía más —dijo el psiquiatra.
Extenuada, jadeante, acurrucada en un rincón de la habitación, Viviane se arañaba la cara hasta hacerse sangre, a pesar de que llevaba las uñas cuidadosamente cortadas. Richard entró, se sentó en la cama y, casi en un susurro, pronunció su nombre. Viviane se puso a gritar otra vez, pero no se movió. Estaba sin aliento y miraba a todas partes con los ojos extraviados y la boca abierta, al tiempo que emitía un sonido sibilante. Poco a poco se fue calmando, aunque sin perder la conciencia. Su respiración se volvió más regular, menos entrecortada. Lafargue pudo tomarla en brazos para acostarla. Sentado junto a ella, le sostenía una mano, le acariciaba la frente, le besaba las mejillas. El psiquiatra permanecía en la entrada de la habitación, con las manos en los bolsillos de la bata. Se acercó a Richard y lo asió de un brazo.
—Vamos… —dijo—, hay que dejarla sola.
Bajaron y dieron juntos un paseo por el jardín.
—Es terrible… —balbuceó Lafargue.
—Sí… No debería venir tan a menudo. No sirve de nada y usted sufre mucho.
—¡Ni hablar! Es preciso… ¡Tengo que venir!
El psiquiatra meneó la cabeza; era evidente que no comprendía la obstinación de Richard en asistir a tan penoso espectáculo.
—Sí —insistió Lafargue—, vendré cada vez que ocurra. Avíseme… Lo hará, ¿verdad?
Se le había quebrado la voz, estaba llorando. Estrechó la mano del médico y se encaminó al coche.
En el camino de vuelta a Le Vésinet, Richard condujo todavía más deprisa. La imagen de Viviane lo atormentaba. La visión de aquel cuerpo magullado y mancillado era una pesadilla real incrustada en su memoria… ¡Viviane! Todo había empezado con un largo grito que se había superpuesto a la música de la orquesta; después, Viviane había aparecido con la ropa desgarrada, los muslos chorreando sangre, la mirada extraviada…
Line estaba de vacaciones. Richard oyó unas notas de piano procedentes del primer piso. Se echó a reír, pegó la boca al interfono y gritó a pleno pulmón:
—¡Buenas noches! ¡Prepárate, vas a distraerme! —dijo.
Debido a la potencia del sonido, los altavoces empotrados en las paredes de la salita vibraron. Richard había subido el volumen al máximo y el estruendo fue insoportable. Sobresaltada, Ève dio un brinco. Aquélla maldita sonorización era la única perversión de Lafargue a la que no se había acostumbrado.
Richard la encontró con el torso apoyado en el piano y las manos sobre los oídos. Se quedó en el umbral, con una sonrisa de satisfacción en los labios, mientras sostenía un vaso lleno de whisky.
Ève se volvió hacia él, horrorizada. Conocía las consecuencias de esas crisis de la enferma, pues en el último año Viviane había sufrido tres accesos de agresividad y auto-mutilación. Richard no podía soportarlo; le causaban un dolor tan profundo que necesitaba vengarse en alguien para amortiguarlo. Ève sólo existía para cumplir esa misión.
—¡Vamos, ven aquí, piltrafa!
Le tendió el vaso de whisky y, ante su resistencia a cogerlo, la agarró del pelo para echarle la cabeza hacia atrás. La joven tuvo que beberse el contenido del vaso de un trago. Richard la sujetó por una muñeca, la llevó a rastras hasta la planta baja y la metió a empujones en el coche.
Eran las ocho de la tarde cuando entraron en el estudio de la calle Godot-de-Mauroy. De una patada en el trasero Richard la hizo caer sobre la cama.
—¡Desnúdate, deprisa!
Ève obedeció. Richard había abierto el armario y sacaba prendas de vestir que iba arrojando sobre la moqueta. De pie frente a él, la joven lloraba en silencio. Él le tendió la falda de cuero, el corpiño, las botas… Ève se los puso.
—¡Llama a Varneroy! —le exigió Richard, señalando el teléfono.
Ève esbozó un gesto de rechazo, una mueca de asco, pero la mirada de Richard era terrible, demoníaca, de modo que no le quedó más remedio que descolgar el aparato y marcar el número.
Tras unos instantes de espera, Varneroy contestó. Reconoció la voz de Ève al instante. Richard permanecía tras la joven, dispuesto a pegarle.
—Querida Ève —dijo una voz nasal a través del auricular—, ¿se ha repuesto de nuestro último encuentro? ¿Necesita dinero? ¡Es todo un detalle que haya llamado al viejo Varneroy!
Ève le pidió que acudiera al estudio. Él, encantado, anunció que tardaría menos de media hora.
Varneroy era un chalado al que Ève había «reclutado» una noche en el Boulevard des Capucines, en la época en que Richard todavía la obligaba a buscar clientes en la calle. Con el tiempo, éstos habían llegado a ser lo suficientemente numerosos para abastecer las sesiones bimensuales que exigía Lafargue; con los que llamaban al estudio, Richard veía satisfecha su necesidad de humillar a la joven.
—Trata de estar a la altura —le aconsejó, riendo.
A continuación salió dando un portazo. Ella sabía que la observaría desde el otro lado del falso espejo.
El trato que Varneroy infligía a Ève exigía que transcurriera cierto tiempo entre sus visitas, de modo que ella sólo lo llamaba después de las crisis de Viviane.
Varneroy comprendía perfectamente los reparos de la joven y, después de que ésta le negara varias veces la entrevista que él le solicitaba con ansia, se había resignado a dejarle un número al que podía telefonearle cuando estuviera dispuesta a someterse a sus caprichos.
Varneroy llegó muy contento. Era un hombrecillo regordete, de tez sonrosada y aspecto aseado y afable. Se quitó el sombrero, dejó cuidadosamente la chaqueta y besó a Ève en las mejillas antes de abrir el maletín que contenía el látigo.
Richard presenciaba satisfecho estos prolegómenos, con las manos crispadas sobre los brazos de la mecedora mientras incesantes tics nerviosos recorrían su rostro.
Siguiendo las indicaciones de Varneroy, Ève ejecutó un grotesco paso de baile. El látigo restalló.
Richard aplaudía riendo a carcajadas mientras la cruel farsa se repetía, pero de repente se sintió asqueado y no pudo seguir soportando ese espectáculo. El sufrimiento de Ève, que le pertenecía porque él había modelado su destino y su vida, lo llenó de repugnancia y de compasión. El rostro sarcástico de Varneroy le indignó tanto que se levantó de un salto e irrumpió en el estudio contiguo.
Desconcertado ante aquella aparición, Varneroy se quedó boquiabierto y con el brazo en alto. Lafargue le arrebató el látigo, lo agarró del cuello y lo arrastró al pasillo. El sádico no entendía nada y, mudo por la sorpresa, bajó a toda prisa la escalera sin pedir explicaciones.
Ève y Richard se quedaron a solas. Ella había caído de rodillas. Richard la ayudó a levantarse y a lavarse. Ève se puso de nuevo el jersey y los téjanos que llevaba cuando el cirujano había comenzado a gritar a través del interfono.
Sin pronunciar palabra, Richard la llevó a la villa y la desnudó antes de tenderla en la cama. Solícito, le untó cuidadosamente las heridas con pomada y le preparó un té bien caliente. Luego se sentó muy cerca de ella y le acercó la taza a los labios para que bebiera la infusión a pequeños sorbos. A continuación la cubrió con la sábana y le acarició el cabello. Había disuelto un somnífero en el té y Ève se durmió enseguida.
Richard salió de la habitación y atravesó el jardín en dirección al estanque. La placidez y serenidad de los cisnes llenó a Richard de admiración y envidia, y se echó a llorar desconsoladamente. Había rescatado a Ève de las manos de Varneroy y ahora comprendía que esa compasión —pues llamó compasión a ese sentimiento— acababa de hacer añicos su odio, un odio ilimitado, irreprimible. Y el odio era su única razón de vivir.
Tarántula jugaba a menudo al ajedrez contigo. Reflexionaba mucho antes de mover una pieza, y siempre te pillaba por sorpresa. En ocasiones, improvisaba ataques sin preocuparse de proteger su juego; su táctica era impulsiva pero infalible.
Un día quitó las cadenas y el camastro, y en su lugar instaló un sofá. Allí dormías y descansabas cómodamente, tumbado entre los sedosos cojines. Sin embargo, la pesada puerta del sótano permanecía firmemente cerrada con candados…
Tarántula te proporcionaba golosinas y tabaco rubio, se interesaba por tus gustos en cuestión de música. Vuestras conversaciones adquirieron un tono festivo, se convirtieron en una charla intrascendente. Te había regalado un reproductor de vídeos y te llevaba películas que veíais juntos. Preparaba té, te servía infusiones y, cuando te notaba deprimido, descorchaba una botella de champán. En cuanto se vaciaban las copas, las llenaba de nuevo.
Ya no estabas desnudo: Tarántula te había regalado un chal bordado, una pieza magnífica que te presentó en un lujoso paquete. Con tus finos dedos, abriste el envoltorio y descubriste el mantón, un regalo que te produjo un gran placer.
Arropado con el chal, te acurrucabas sobre los cojines fumando cigarrillos americanos o comiendo bombones mientras esperabas la visita diaria de Tarántula, que nunca aparecía con las manos vacías.
Su generosidad hacia ti parecía no tener límites. Un día, la puerta del sótano se abrió y entró él empujando con dificultad un paquete enorme, colocado sobre un soporte con ruedas. Sonreía mirando el papel de seda, el lazo rosa, el ramo de flores…
Ante tu sorpresa, te recordó la fecha: 22 de julio. Sí, hacía diez meses que estabas prisionero. Tenías veintiún años… Diste vueltas con afectación alrededor de aquel voluminoso paquete, al tiempo que aplaudías riendo. Tarántula te ayudó a deshacer el lazo. No tardaste en reconocer la forma de un piano: ¡un Steinway!
Sentado en el taburete, desentumeciste tus dedos indecisos y empezaste a tocar. Aunque no estuviste muy brillante, a tus ojos acudieron lágrimas de alegría…
Y tú, Vincent Moreau, el animal de compañía de ese monstruo, tú, el perro de Tarántula, su mono o su cotorra, tú, sí, tú, después de que te hubiera destrozado, besaste su mano riendo a carcajadas.
Por segunda vez, te abofeteó.
Alex se aburría en su escondrijo. Harto de dormir, abotargado, se pasaba el día delante de la tele. Prefería no pensar en el futuro y mataba el tiempo como podía. Al contrario que durante su estancia en la casa de campo, limpiaba y fregaba con una meticulosidad obsesiva. Todo estaba limpio como una patena. Se pasaba horas abrillantando el parquet, frotando cacerolas con el estropajo.
La pierna apenas le molestaba. La cicatrización le producía algunos picores irritantes, pero el dolor había desaparecido casi por completo. Una simple gasa había sustituido al apósito y el vendaje.
Una noche, cuando llevaba unos diez días instalado allí, se le ocurrió una idea genial, o al menos se convenció de que lo era. Estaba viendo un partido de fútbol en la tele. El deporte nunca le había interesado mucho, a excepción del kárate. La única prensa que solía leer eran revistas especializadas en artes marciales. No obstante, aquel día seguía las evoluciones del balón, concienzudamente maltratado por los jugadores… Dormitaba ante este espectáculo mientras apuraba el final de una botella de vino. Cuando el partido acabó, no se molestó en levantarse para apagar el aparato. A continuación emitieron un programa sobre cirugía plástica.
El locutor presentó un reportaje sobre los liftings y la cirugía facial en general. A continuación dieron una entrevista con el jefe del servicio de cirugía plástica de un hospital de París, el profesor Lafargue. Alex escuchó, pasmado.
«La segunda fase —expuso Lafargue, trazando un dibujo para ilustrar su explicación— consiste en lo que llamamos el "legrado" del periostio. Se trata de una etapa importante. Su finalidad es, como ven aquí, dejar que el periostio se adhiera a la capa profunda de la piel a fin de proporcionar consistencia…». Por la pantalla desfilaban fotos de rostros transformados, remodelados, esculpidos, embellecidos. Después de operados, los pacientes resultaban irreconocibles. Alex escuchaba atentamente las explicaciones, irritado por no comprender algunos términos. Cuando salieron los títulos de crédito, Alex anotó el nombre del médico —Lafargue— y el del hospital donde trabajaba.
Su foto en el carnet de identidad, la hospitalidad interesada de su amigo el ex legionario, el dinero escondido en el trastero del chalet, todo iba encajando, sin prisa pero sin pausa.
El tipo de la tele había afirmado que una rinoplastia era una operación de poca importancia, al igual que la reabsorción de los tejidos grasos en determinados puntos de la cara… ¿Una arruga? ¡Era posible borrarla utilizando un bisturí a modo de goma!
Alex fue corriendo al cuarto de baño y se miró en el espejo. Se palpó la cara: esa prominencia ósea en la nariz, las mejillas demasiado llenas, la papada… ¡La solución era fácil! Según el médico se tardaban dos semanas: ése era el tiempo necesario para rehacer una cara, borrar y volver a empezar. No, imposible, no había nada fácil: tendría que convencer a ese cirujano de que lo operara a él, Alex, un delincuente buscado por la policía…, habría que encontrar un elemento de presión lo bastante contundente para que el médico accediera a operarlo y a dejarlo marchar sin informar a la policía. Un elemento de presión… Lafargue debía de tener hijos, mujer…
Alex releyó una y otra vez el nombre que había anotado en el trozo de papel, los datos del hospital… Cuanto más lo pensaba, más acertada le parecía la idea: si cambiaba de aspecto físico, su dependencia del ex legionario se vería considerablemente reducida. La policía buscaría a un fantasma, a un Alex Barny inexistente; de ese modo sería más fácil negociar la salida del país.
Esa noche, Alex no durmió. Al día siguiente se levantó al amanecer, se aseó rápidamente, se cortó el pelo y planchó el traje y la camisa que había encontrado en la casa de campo. El CX estaba en el garaje.
Tarántula se mostraba encantador. Sus visitas eran cada vez más largas. Te llevaba la prensa y comía a menudo contigo. En el sótano hacía un calor sofocante —era agosto—, de modo que compró un frigorífico que llenaba a diario con zumos de fruta. A tu vestuario, que hasta entonces se reducía al chal, se añadieron una bata ligera y unas chinelas.
En otoño, Tarántula empezó a ponerte las inyecciones. Cierto día bajó a verte con una jeringuilla en la mano. Obedeciendo a su orden, te tumbaste en el sofá y te descubriste las nalgas. La aguja se clavó con brusquedad en la carne. El líquido traslúcido y ligeramente rosado que habías visto en el depósito de la jeringuilla estaba ahora dentro de tu cuerpo.
Tarántula se mostraba muy cuidadoso y procuraba no hacerte daño, pero, una vez inyectado, el líquido producía dolor. Al cabo de un rato, cuando se diluía en el músculo, el dolor desaparecía.
No preguntaste a Tarántula la finalidad de este tratamiento. El dibujo y el piano ocupaban todo tu tiempo, y esa intensa actividad artística colmaba tus necesidades anímicas. Las inyecciones carecían de importancia. Tarántula era tan amable…
Hacías rápidos progresos en música. Tarántula, impaciente, pasaba horas buscando partituras en las tiendas especializadas. En cuanto al dibujo, en el sótano se apilaban los manuales y los libros de arte que te servían de modelo.
Un día le confesaste el apodo inquietante que le habías puesto. Fue al terminar una comida que acababais de compartir. El champán se te había subido un poco a la cabeza. Ruborizado y tartamudeando, reconociste tu falta —dijiste «mi falta»—, y él te respondió con una sonrisa de indulgencia.
Las inyecciones se iban sucediendo de forma regular. Sin embargo, eso no era sino una pequeña molestia en tu vida ociosa.
Cuando cumpliste veintidós años, amuebló el sótano. Quitó el foco y en su lugar instaló lámparas que proporcionaban una iluminación suave. Al sofá se añadieron unos sillones, una mesa baja y varios pufs. Cubrió el suelo con una gruesa moqueta.
Hacía tiempo que Tarántula había montado una ducha plegable en un rincón del sótano. Un lavabo de camping completó la instalación, así como un inodoro portátil. Tarántula respetó tu pudor e incluso tuvo el detalle de poner una cortina. Te probaste el albornoz, pero como pusiste mala cara por el color de las toallas, Tarántula las cambió.
Confinado en el recinto cerrado del sótano, soñabas con espacios abiertos y con el viento. Pintaste ventanas en las paredes. A la derecha diseñaste un paisaje montañoso, desbordante de sol y del blanco deslumbrador de las nieves eternas. Un foco halógeno dirigido hacia las cimas proporcionaba una claridad cegadora a esa abertura ficticia a la vida exterior. A la izquierda, embadurnaste el hormigón con pintura azul, un fondo sobre el que perfilaste unas olas espumeantes. Al fondo, en el horizonte, representaste con tonos rojos anaranjados un crepúsculo llameante, muy logrado, que te llenó de orgullo.
Además de las inyecciones, Tarántula te hacía tomar muchos medicamentos: cápsulas multicolores, pastillas sin sabor, ampollas bebibles… Las etiquetas habían sido arrancadas de los envases. Tarántula te preguntó si eso te preocupaba. Te encogiste de hombros y contestaste que confiabas en él. Tarántula te acarició la mejilla. Entonces le tomaste la mano para depositar un beso en la palma. Se puso tenso y por un momento temiste que te pegara otra vez, pero luego su expresión se dulcificó y permaneció pasivo. Te volviste para ocultarle las lágrimas de alegría que asomaron a tus ojos…
Debido a que vivías privado de la luz del sol, tu piel se había vuelto muy blanca. Por este motivo Tarántula instaló en tu aposento un aparato de sol artificial. Te encantó ver que tu cuerpo adquiría un precioso color cobrizo, un bronceado integral, y le mostraste estos cambios espectaculares a tu amigo. Cuando él también dejaba traslucir su satisfacción, te sentías muy feliz.
Transcurrían los días, las semanas, los meses, monótonos en apariencia, pero en realidad colmados de múltiples e intensos placeres. El goce que experimentabas tocando el piano y dibujando te llenaba de alegría.
Tu deseo sexual se había extinguido por completo. Interrogaste a Tarántula al respecto, a pesar de que el tema te hacía sentir muy incómodo. Él explicó que tu comida contenía sustancias que producían ese efecto. Según aseguró Tarántula, lo hacía para evitarte sufrimientos, ya que sólo mantenías contacto con él. Sí…, lo comprendías perfectamente. Te prometió que muy pronto saldrías y, cuando eliminaras estos productos de tu alimentación, volverías a sentir deseo.
De noche, a solas en el sótano, a veces te acariciabas el sexo, fláccido, pero el despecho que experimentabas se desvanecía al pensar que «muy pronto saldrías». Tarántula lo había prometido, así que no tenías de qué preocuparte…