Aquél lunes, Richard Lafargue se levantó temprano. Le esperaba un día muy ajetreado. Nada más saltar de la cama, dio unas brazadas en la piscina y desayunó en el jardín saboreando el sol matinal mientras leía distraídamente los titulares de la prensa.
Roger lo esperaba al volante del Mercedes. Antes de marcharse, fue a saludar a Ève, que aún dormía. Le dio unos cachetes en las mejillas para despertarla. La joven se incorporó de un salto, aturdida. La sábana había resbalado y Richard observó la graciosa curva de sus pechos. La acarició con la yema del dedo índice, subiendo desde la piel de las costillas hasta la areola.
Ève no pudo contener la risa; le asió la mano y la dirigió hacia su vientre. Richard se apartó instintivamente. Se levantó y salió de la habitación. Ya en la puerta, se volvió. Ève había apartado por completo la sábana y le tendía los brazos. Entonces fue él quien se echó a reír.
—¡Idiota! —dijo Ève con rabia—. ¡Te mueres de ganas!
Él se encogió de hombros, dio media vuelta y se marchó.
Una media hora más tarde, se encontraba en el hospital, en el centro de París. Dirigía el servicio de cirugía plástica, que había alcanzado fama internacional. Pero sólo iba allí por las mañanas; las tardes las reservaba para la clínica de su propiedad, en Boulogne.
Se encerró en su despacho a fin de estudiar la intervención que tenía programada para ese día. Sus ayudantes lo esperaban con impaciencia. Tras haberse tomado el tiempo necesario para reflexionar, se puso las prendas esterilizadas y entró en el quirófano.
Alrededor de la sala había un anfiteatro elevado, que quedaba separado del quirófano por un cristal. Los numerosos espectadores —médicos y estudiantes— oyeron la voz de Lafargue deformada por el altavoz mientras el cirujano exponía el caso.
—Bien, tenemos extensas capas queloideas en la frente y las mejillas, consecuencia de una quemadura provocada por la explosión de un «hervidor químico». La pirámide nasal es prácticamente inexistente y los párpados están destrozados. Como ven, es el caso típico que precisa tratamiento mediante colgajos cilíndricos… Recurriremos a los brazos y al abdomen…
Con ayuda de un bisturí, Lafargue ya había comenzado a cortar grandes rectángulos de piel del vientre del paciente. Por encima de él, los rostros de los espectadores se agolpaban contra el cristal. Una hora más tarde, podía mostrar el primer resultado: trozos de piel, cosidos en forma de cilindro, partían de los brazos y del vientre e iban a aplicarse a la cara, devastada por las quemaduras. Ésa doble ligadura permitiría regenerar el revestimiento facial, totalmente deteriorado.
Cuando se llevaron al paciente, Lafargue se quitó la mascarilla y añadió algunas explicaciones.
—En este caso, el plan operatorio estaba condicionado por la urgencia. Huelga decir que será preciso repetir la intervención varias veces antes de obtener un resultado satisfactorio.
Dio las gracias al auditorio por la atención que le habían prestado y salió del quirófano. Eran más de las doce. Lafargue se dirigió a un restaurante cercano. En el camino, pasó por delante de una perfumería y entró para comprar un frasco de perfume que pensaba regalarle a Ève esa misma noche.
Después de comer, Roger lo condujo en el coche a Boulogne. La consulta empezaba a las dos de la tarde. Lafargue atendió rápidamente a sus pacientes: una joven madre de familia con su hijo, afectado de labio leporino, y varios candidatos a rinoplastias: el lunes era el día de las narices. Las había para todos los gustos: rotas, prominentes, desviadas… Lafargue les palpaba el rostro a ambos lados del tabique nasal y les mostraba fotos de «antes» y «después». La mayoría eran mujeres, pero también acudían algunos hombres.
Cuando la consulta hubo terminado, trabajó a solas estudiando las últimas revistas estadounidenses. Roger fue a recogerlo a las seis.
De regreso en Le Vésinet, llamó a la puerta de los aposentos de Ève y descorrió los cerrojos. Ève estaba sentada al piano, desnuda, y tocaba una sonata sin dar señales de haberse percatado de la presencia de Richard, a quien daba la espalda. El cabello negro y ondulado se agitaba sobre sus hombros cada vez que ella movía la cabeza mientras pulsaba con fuerza las teclas. Richard admiró su espalda, torneada y musculosa, los dos hoyuelos bajo los riñones, sus nalgas… De repente, Ève interrumpió la sonata, ligera y aterciopelada, para atacar los primeros compases de ese tema que Richard tanto odiaba. Canturreó con voz ronca, exagerando los tonos graves: Some day, he’ll come along, The Man I love… De pronto introdujo un acorde disonante para interrumpir la pieza y, con una torsión de la cintura, hizo girar el taburete. Permaneció sentada frente a Richard con las piernas abiertas y las manos sobre las rodillas, en una postura obscena y desafiante.
Durante unos segundos, él no pudo apartar los ojos del vello castaño que cubría su pubis. Ella frunció el entrecejo y, con lentitud, abrió todavía más las piernas, se introdujo un dedo en la hendidura del sexo y se separó los labios, gimiendo.
—¡Basta! —gritó Richard.
Con un ademán desmañado, le tendió el frasco de perfume que había comprado por la mañana. Ella lo miró con una expresión irónica. Richard dejó el paquete sobre el piano, le lanzó una bata y le ordenó que se cubriera.
Tras haber rechazado la bata, Ève se levantó de un salto y se acercó a él deshaciéndose en sonrisas. Le pasó los brazos en torno al cuello y frotó su pecho contra el torso de Richard. El tuvo que retorcerle las muñecas para desasirse.
—¡Arréglate! —ordenó—. Ha sido un día espléndido. Vamos a salir.
—¿Me visto de puta?
Richard se abalanzó sobre ella, le rodeó el cuello con las manos y apretó, manteniéndola a distancia. Repitió la orden. Ève se asfixiaba con una mueca de dolor, de modo que tuvo que soltarla enseguida.
—Perdona —masculló—. Por favor, vístete.
Nervioso, bajó al salón. Decidió calmarse abriendo el correo. Detestaba ocuparse de los detalles materiales de la gestión de la casa, pero la llegada de Ève lo había obligado a despedir a la persona que antes se encargaba de esas tareas administrativas.
Calculó las horas extraordinarias que le debía a Roger y las siguientes vacaciones pagadas de Line, pero se equivocó con las tarifas por horas y tuvo que empezar de nuevo. Aún seguía rodeado de papeles cuando Ève apareció en el salón.
Estaba resplandeciente. Se había puesto un vestido escotado de lame negro y un collar de perlas. Se inclinó hacia él y Richard reconoció en su blanca piel el olor del perfume que acababa de regalarle.
Ella le sonrió y lo tomó del brazo. Richard se sentó al volante del Mercedes y condujo unos minutos antes de estacionar el coche en el bosque de Sain-Germain, lleno de paseantes atraídos por la placidez de la noche.
Ève caminaba a su lado, con la cabeza apoyada en su hombro. Primero avanzaron en silencio; luego, él le contó la operación de la mañana.
—Me aburres… —protestó ella.
Richard se calló, un poco ofendido. Ève le había tomado la mano y lo observaba con expresión divertida. La joven decidió sentarse en un banco.
—Richard…
Él parecía ausente y tuvo que llamarlo de nuevo. Al final se volvió hacia ella.
—Me gustaría ver el mar… Hace tanto tiempo… Me encantaba nadar, ¿sabes? Un día, sólo uno. Después haré lo que tú quieras…
Richard se encogió de hombros y adujo que el problema no era ése.
—Te prometo que no me escaparé…
—Tus promesas no tienen ningún valor. Además, ya haces lo que yo quiero.
Richard esbozó un ademán de fastidio y le pidió que no insistiera. Se levantaron y dieron unos pasos hasta llegar al borde del agua. Unos jóvenes practicaban windsurf en el Sena.
Ella dijo de pronto: «Tengo hambre», y esperó la respuesta de Richard, que propuso llevarla a cenar a un restaurante cercano.
Se sentaron bajo una pérgola y un camarero fue a tomarles nota. Ella comió con apetito; él apenas tocó los platos. Ève se puso nerviosa mientras intentaba quitarle el caparazón a una cola de langosta y, exasperada por su propia torpeza, empezó a hacer muecas infantiles. Richard no pudo evitar echarse a reír. Ella también rió, y de pronto Richard se puso serio. «Dios mío —pensó—, hay momentos en que casi parece feliz. ¡Es increíble! ¡Qué injusticia!».
Ella había captado el cambio de actitud de Lafargue y decidió aprovecharse de la situación. Le indicó que se acercara a ella y le susurró al oído:
—Oye, Richard, aquel camarero no me quita ojo desde que hemos empezado a cenar. Podría quedar con él para más tarde…
—¡Cállate!
—Sí, hombre, voy al baño, le cito en el jardín y me dejo follar entre los arbustos.
Richard se había apartado de ella, pero Ève siguió hablando y riendo cada vez más fuerte.
—¿No? ¿No quieres? Podrías esconderte para verlo todo. Yo me las arreglaría para acercarme a ti. Mira, pero si se le cae la baba…
Él le echó el humo del cigarrillo en plena cara, pero Ève no callaba.
—¿De verdad que no? Sería en un visto y no visto, me subiría el vestido y… Vaya, pues al principio te gustaba mucho así…
«Al principio», efectivamente, Richard llevaba a Ève a un parque —Vincennes o Boulogne— y la obligaba a entregarse a los transeúntes nocturnos mientras él observaba su degradación escondido entre los árboles. Luego, por miedo a una redada policial, que habría sido catastrófica para él, había alquilado el estudio de la calle Godot-de-Mauroy. Desde entonces, prostituía a Ève dos o tres veces al mes. Esa frecuencia bastaba para aplacar su odio.
—Hoy te has propuesto ser insoportable —dijo Richard—. ¡Casi me das lástima!
—No te creo —repuso ella.
«Quiere provocarme —pensó Richard—, pretende convencerme de que se ha instalado cómodamente en el fango donde la obligo a vivir, que disfruta envileciéndose…». Ella proseguía su juego, atreviéndose incluso a dirigir un elocuente guiño al camarero, que se sonrojó hasta las orejas.
—¡Venga, vámonos! —exclamó Richard—. Esto ya ha durado demasiado. Si tanto te preocupa «complacerme», mañana por la noche iremos a ver las citas que tienes, o quizá te pida que hagas un poco la calle…
Ève sonrió y le agarró la mano para no perder el dominio de sí misma. Él sabía lo penosas que le resultaban esas relaciones y lo mucho que sufría cada vez que la obligaba a vender su cuerpo. A veces, durante esos encuentros, Richard veía a través del espejo falso del estudio cómo a Ève se le llenaban los ojos de lágrimas, cómo se contraía su rostro a causa del asco contenido. Y él se regocijaba con ese sufrimiento, que era su único consuelo.
Regresaron a la villa de Le Vésinet. Ève echó a correr por el jardín, se desnudó con presteza y se zambulló en la piscina gritando de contento. Jugueteaba en el agua y se sumergía para salir a la superficie al cabo de un momento.
Cuando salió de la piscina, él la envolvió en una gran toalla y la frotó enérgicamente. Ella le dejaba hacer mientras miraba las estrellas. Luego, Richard la acompañó a sus aposentos, donde, como todas las noches, Ève se tendió sobre la alfombra. El preparó la pipa con las bolas de opio y se la ofreció.
—Richard —murmuró la joven—, eres el tipo más cerdo que he conocido en toda mi vida…
Él la observó con atención para asegurarse de que consumía la dosis diaria de droga. Ya no era preciso obligarla; hacía tiempo que se había convertido en una necesidad para ella.
Después de la sed vino el hambre. A la sequedad de la garganta, a esas piedrecillas de cantos prominentes que te desgarraban la boca, se sumaron dolores profundos y difusos en el vientre; manos que te retorcían el estómago, llenándolo de acideces y calambres…
Llevabas días —sí, para que te doliera tanto tenía que haber transcurrido mucho tiempo— metido en ese cuchitril. ¿Un cuchitril? No…, ahora te parecía que tu prisión era bastante grande, aunque no podías afirmarlo con rotundidad. El eco de tus gritos en las paredes y tus ojos acostumbrados a la oscuridad casi te permitían «ver» los límites de tu celda.
Delirabas sin cesar, a lo largo de horas interminables. Postrado en el camastro, ya no te levantabas. A veces descargabas tu rabia contra las cadenas, mordías el metal profiriendo débiles gruñidos de fiera salvaje.
En una ocasión habías visto una película, un documental sobre la caza, imágenes patéticas de un zorro que, tras haber caído en una trampa, se había mordido la pata, arrancándose la carne a jirones, hasta lograr liberarse y huir mutilado.
Tú no podías morderte las muñecas y los tobillos. Sin embargo, estaban ensangrentados debido al incesante roce del metal contra la piel. Los notabas calientes e hinchados. Si hubieras estado en condiciones de pensar, habrías temido que se gangrenaran, que se infectaran, y que la podredumbre se extendiera desde los miembros hasta acabar invadiéndote todo el cuerpo.
En cambio sólo pensabas en agua, torrentes, lluvia, cualquier cosa que se pudiera beber. Te costaba muchísimo orinar; la micción te provocaba dolores cada vez más intensos en los riñones. Era una larga quemazón que descendía por tu sexo, que liberaba apenas unas gotas calientes. Te revolcabas en tus excrementos, que formaban costras secas sobre tu piel.
A pesar de todo ello, tu sueño era plácido. Dormías profundamente, agotado de cansancio, pero el despertar era atroz, estaba poblado de alucinaciones. Criaturas monstruosas te acechaban en la oscuridad, dispuestas a abalanzarse sobre ti para devorarte. Te parecía oír garras de uñas afiladas rascando el cemento, ratas aguardando en la oscuridad, espiándote con sus ojos amarillos.
Llamabas a Alex, y ese grito se reducía a un carraspeo. Si él hubiera estado allí, habría arrancado las cadenas, habría sabido cómo hacerlo. Alex habría encontrado una solución, un ardid de campesino. ¡Alex! Debía de estar buscándote desde que habías desaparecido. ¿Desde cuándo? ¿Desde cuándo?
Y llegó Él. Un día o una noche, imposible saberlo. Frente a ti se abrió una puerta. Un rectángulo luminoso que al principio te deslumbró.
La puerta se cerró de nuevo, pero Él había entrado, su presencia llenaba el espacio de la prisión.
Tú contuviste la respiración, atento al menor ruido, en cuclillas contra la pared, aterrorizado como una cucaracha sorprendida a plena luz. No eras más que un insecto prisionero de una araña saciada, que te guardaba como reserva para una comida futura. Te había capturado para saborearte con toda tranquilidad cuando le apeteciera degustar tu sangre. Imaginabas sus patas peludas, sus grandes ojos saltones, implacables, su vientre blando, atiborrado de carne, vibrante, gelatinoso, y sus colmillos venenosos, su boca negra que iba a chuparte la vida.
De repente, un potente foco te cegó. Allí estabas, único actor en el escenario de tu muerte inminente, ataviado para interpretar el último acto. Vislumbrabas una silueta sentada en un sillón, unos tres o cuatro metros delante de ti. Pero el contraluz que producía el haz del foco te impedía distinguir los rasgos del monstruo. Había cruzado las piernas y juntado las manos bajo la barbilla, y te contemplaba, inmóvil.
Hiciste un esfuerzo sobrehumano para incorporarte y, de rodillas, en ademán suplicante, rogaste que te diera de beber. Las palabras se enmarañaban en tu boca. Con los brazos extendidos hacia él, implorabas.
Él no se movió. Balbuceaste tu nombre: Vincent Moreau, señor, tiene que ser un error, yo soy Vincent Moreau, ha habido un error… Y te desmayaste.
Cuando recobraste el conocimiento, él había desaparecido. Entonces conociste la desesperación. El foco continuaba encendido. Te viste el cuerpo, la piel salpicada de pústulas, los pliegues llenos de roña, las heridas causadas por las cadenas, las placas de mierda seca pegadas a los muslos.
La luz blanca y deslumbrante te hacía lagrimear. Pasó mucho rato antes de que él volviera. Se sentó de nuevo en el sillón, frente a ti. A sus pies había depositado un objeto que reconociste enseguida: una jarra… ¿Con agua? Estabas de rodillas, a cuatro patas, con la cabeza humillada. Él se acercó y derramó toda el agua de la jarra sobre tu cabeza, de golpe. Bebiste del charco a lametones. Te alisaste el pelo con las manos temblorosas para que el agua se escurriera y así poder lamerla en la palma de las manos.
Él fue a buscar otra jarra y te la bebiste de un trago, con avidez. Entonces, en tu vientre se abrió paso un violento dolor y expulsaste un chorro de excrementos líquidos. Él te observaba. No te volviste hacia la pared para evitar su mirada. Agachado a sus pies, te aliviaste, feliz de haber bebido. Ya no eras nada, tan sólo un animal sediento, hambriento y magullado. Un animal que mucho tiempo atrás se había llamado Vincent Moreau.
Él se echó a reír, con esa risa infantil que ya habías oído en el bosque.
Regresó con frecuencia para darte de beber. En la oscuridad, detrás del foco, te parecía inmenso; su sombra, enorme y amenazadora, invadía la habitación. Sin embargo, como te daba de beber, ya no tenías miedo; el hecho de que lo hiciera, pensabas, sólo podía indicar que su intención era mantenerte con vida.
Después te llevó una escudilla de aluminio, llena de una papilla rojiza en la que flotaban bolitas de carne. Sumergió una mano en la escudilla y te agarró del pelo con la otra para echarte la cabeza hacia atrás. Comiste de su mano, le chupaste los dedos, que chorreaban salsa. Estaba bueno. Te dejó seguir comiendo a cuatro patas, con la cara medio sumergida en la escudilla. Te acabaste toda la comida que tu amo acababa de darte, sin dejar nada.
La papilla era la misma todos los días. El entraba en tu prisión, te daba la escudilla y la jarra, y te observaba mientras tú engullías. Después se iba, siempre riendo.
Poco a poco ibas recuperando las fuerzas. Guardabas parte del agua para lavarte y hacías tus necesidades siempre en el mismo sitio, a la derecha del hule.
La esperanza había renacido insidiosamente: el amo sentía interés por ti…
Alex se sobresaltó. El ruido de un motor turbaba el silencio del campo. Miró el reloj: las siete de la mañana. Bostezó; tenía la boca pastosa y la lengua estropajosa por efecto del alcohol —cerveza y después ginebra— que había tomado durante la noche para conciliar el sueño.
Alcanzó los prismáticos y examinó la carretera. Una familia de turistas holandeses al completo se había amontonado en un Land-Rover, los niños llevaban cubos y palas de plástico… Un día de playa en perspectiva. La joven madre de familia iba en biquini, y sus voluminosos pechos tensaban el fino tejido del bañador. Alex tenía una erección matinal… ¿Cuánto tiempo hacía que no estaba con una mujer? Como mínimo, seis semanas. Sí, la última había sido una granjera. Ya hacía mucho de aquello.
Se llamaba Annie, una amiga de la infancia. La recordaba con sus trenzas rojas en el patio del colegio. Eso ocurrió en otra vida casi olvidada, la vida de Alex el tonto, Alex el cateto. Poco antes de atracar el banco había hecho una visita a sus padres, que seguían currando igual que siempre.
Una tarde lluviosa, había entrado en el patio de la granja con su coche, un Ford cuyo motor producía un potente ronroneo. Su padre lo esperaba en la escalera del porche. Alex se sentía orgulloso de su atuendo, de sus zapatos, de su aspecto de hombre nuevo, liberado del molesto olor de la tierra.
El padre le había puesto mala cara. Hacer de matón del pueblo en los clubes nocturnos no es un oficio honesto. Pero debía de ser rentable, porque el muchacho tenía buen aspecto. Y esas manos, con las uñas cuidadas…, ¡eso había impresionado al padre! Al final, le había dirigido una sonrisa de bienvenida.
Se habían sentado uno frente al otro en la gran sala. El padre había sacado pan, embutidos y vino tinto, y se había puesto a comer. Alex se había limitado a encender un cigarrillo, renunciando a beber el vino servido en uno de esos frascos de mostaza que luego se usan como vasos. La madre permaneció de pie, mirándolos en silencio. Estaban también Louis y René, los empleados. ¿De qué hablar? ¿Del tiempo que hacía, del tiempo que iba a hacer? Alex se levantó y le dio a su padre unas palmadas afectuosas en el hombro antes de dirigirse a la calle principal del pueblo. En las ventanas de las casas, las cortinas se apartaban furtivamente: la gente miraba con disimulo al golfo, al hijo de los Barny…
Alex entró en el Café des Sports y, para impresionar a los presentes, pagó una ronda. Unos viejos jugaban a las cartas y aporreaban la mesa con el puño cada vez que mostraban su juego, mientras dos o tres críos se entretenían con un flipper, Alex estaba orgulloso de su éxito. Estrechó manos y bebió un trago a la salud de todo el mundo.
En la calle se cruzó con la señora Moreau, la madre de Vincent. Había sido una mujer guapa, alta, esbelta, elegante, pero a raíz de la desaparición de su hijo se había hundido de golpe, había envejecido, vestía mal. Encorvada y arrastrando los pies, entró en la cooperativa a hacer la compra.
Todas las semanas, sin excepción, visitaba la gendarmería de Meaux para preguntar cómo avanzaba la investigación del caso de su hijo, pese a que, después de cuatro años, ya no había ninguna esperanza. Ella había publicado anuncios con la foto de Vincent en innumerables periódicos, sin obtener resultado alguno. La policía se lo había dicho: en Francia se producían miles de desapariciones al año y la mayoría de las veces la búsqueda resultaba infructuosa. La moto de Vincent estaba en el garaje; la policía la había devuelto después de haberla examinado. Todas las huellas eran de Vincent. Habían encontrado el vehículo tirado sobre un talud, con la rueda delantera torcida, sin gasolina… En el bosque no habían descubierto ninguna pista…
Alex se había quedado a dormir en el pueblo. Esa noche hubo baile, era sábado. Annie estaba allí, igual de pelirroja que de pequeña y un poco metida en carnes; trabajaba en el pueblo de al lado, en la fábrica de conservas de alubias… Alex había bailado una pieza lenta con ella antes de llevarla al bosque cercano. Habían hecho el amor en su coche, tumbados en los incómodos asientos abatibles.
Al día siguiente, Alex se marchó después de haberse despedido de los viejos dándoles un beso. Una semana más tarde, atracó la sucursal del Crédit Agricole y mató al poli. En el pueblo, todo el mundo debía de haber guardado la primera plana del periódico con la foto de Alex y la del poli y su familia.
Alex retiró el apósito; la cicatriz estaba caliente, los bordes de la herida, rojos. Esparció sobre el muslo los polvos que le había dado su amigo, cambió la gasa y volvió a vendárselo bien fuerte.
Seguía teniendo la verga tiesa, la erección era casi dolorosa. Se masturbó furiosamente pensando en Annie. Nunca había estado con muchas chicas. Tenía que conformarse con las que cobraban. Cuando iba con Vincent, el asunto mejoraba bastante. Vincent sí que sabía ligar. Con frecuencia iban los dos juntos a bailar. Mientras Vincent sacaba a la pista a todas las chicas de los alrededores, Alex se instalaba en el bar y bebía cerveza sin perder de vista a su amigo. Vincent dedicaba a las chicas su encantadora sonrisa. Era la viva imagen de la inocencia. Hacía un gesto cautivador con la cabeza, una especie de invitación, y recorría con las manos la espalda de la joven, desde las caderas hasta los hombros, acariciándolas. Luego la llevaba al bar para presentársela a Alex.
Cuando todo salía bien, Alex se tiraba a la de turno después de Vincent, pero eso no siempre salía bien. Algunas se hacían las estrechas y rechazaban a Alex, que era fuerte, peludo como un oso, robusto, macizo… No, ellas preferían al enclenque, lampiño y frágil Vincent, ¡a Vincent, con su cara de no haber roto nunca un plato!
Alex se masturbaba, sumido en sus recuerdos. Su memoria, vacilante y laboriosa, le mostraba en un desfile acelerado a todas las chicas que habían compartido. «Y Vincent —pensaba—, el muy cerdo me ha abandonado. ¡A lo mejor está en Estados Unidos, cepillándose a actrices de cine!». Junto a la cama, la foto de una mujer desnuda —procedente de un calendario— decoraba la pared encalada. Alex cerró los ojos y el semen, caliente y untuoso, le resbaló por la mano. Se limpió con una gasa y bajó a la cocina para prepararse un café bien cargado. Mientras se calentaba el agua, puso la cabeza bajo el grifo tras apartar las pilas de platos sucios que atestaban el fregadero.
Bebió despacio el contenido del bol humeante mientras masticaba el resto de un bocadillo. Fuera, el calor era sofocante; el sol ya estaba muy alto. Alex puso la radio para escuchar el concurso La Maleta, presentado por Drucker. El programa le traía sin cuidado, pero era divertido oír a aquellos desgraciados que no sabían responder a la pregunta y perdían el dinero prometido y codiciado… Si le traía sin cuidado era porque él no había perdido el dinero. En su maleta —no era una maleta, sino una bolsa— había cuatro millones. Una fortuna. Había contado una y otra vez los fajos, los billetes nuevos, crujientes. Había buscado en la enciclopedia quiénes eran esos tipos cuya cara aparecía en los billetes: Voltaire, Pascal, Berlioz… Resultaba chocante que la cara de uno apareciese en un billete, era algo así como convertirse uno mismo en pasta.
Se tendió en el sofá y continuó con el puzle de más de dos mil piezas que estaba haciendo. El castillo de Langeais, en Turena. Le faltaba poco para acabarlo. El primer día había encontrado en el desván varias cajas de maquetas Heller. Utilizando cola, pintura y calcomanías, construyó Stukas, Spitfire y también un coche, un Hispano Suiza de 1935. Estaban ahí, en el suelo, cuidadosamente pintados y colocados sobre su soporte de plástico. Cuando ya no quedaron más maquetas, Alex construyó con cerillas una reproducción de la granja de sus padres: los dos edificios, las dependencias, la verja… Las cerillas pegadas unas a otras constituían una copia torpe, ingenua y conmovedora. Sólo faltaba el tractor, y Alex lo recortó en cartón. Luego, buscando más a fondo en el desván, había encontrado el puzle.
La casa de campo en la que se escondía era de un amigo al que había conocido en el club nocturno donde trabajaba. Podía pasar allí varias semanas sin temer ninguna visita intempestiva de vecinos curiosos. El amigo le había proporcionado también un documento de identidad, pero la cara de Alex se había hecho famosa y debía de estar expuesta en todas las comisarías del país con una mención especial. Los polis no soportan que maten a uno de los suyos.
Las dichosas piezas del puzle se negaban a encajar. Era un trozo de cielo completamente azul, muy difícil de montar. Las torres del castillo, el puente levadizo, todo eso había sido fácil, ¡pero el cielo! Vacío y sereno, engañoso… Alex se irritaba; mezclaba con torpeza las piezas, intentaba unirlas sin conseguirlo, y vuelta a empezar.
Muy cerca de la tabla de madera sobre la que estaba haciendo el puzle, una araña se paseaba por el suelo. Una araña rechoncha, repugnante. Escogió un ángulo de la pared y comenzó a tejer su tela. El hilo fluía regularmente de su abdomen abultado. La araña iba y venía, atenta y laboriosa. Con una cerilla, Alex quemó el trozo de tela que acababa de fabricar. La araña, asustada, miró a su alrededor, acechando la llegada de un posible enemigo; luego, dado que el concepto cerilla no estaba inscrito en sus genes, se puso de nuevo a trabajar.
Tejía infatigable, anudando el hilo, sujetándolo a las asperezas de la pared, empleando para ello todas las astillas de la madera.
Alex recogió del suelo un mosquito muerto y lo dejó caer sobre la tela recién tejida. La araña se precipitó sobre el intruso y dio vueltas a su alrededor, pero finalmente lo desdeñó. Alex comprendió la razón de esa indiferencia: el mosquito estaba muerto. Cojeando un poco, salió al porche y, con cuidado, capturó una polilla escondida bajo una teja. La arrojó sobre la tela.
Al quedar adherida a los hilos, la mariposa intentó escapar. La araña no tardó en reaparecer y, con sus gruesas patas, hizo girar a su presa antes de tejer en torno a ella un capullo, que por fin guardó en una grieta de la pared en previsión de un futuro festín.
Ève estaba sentada delante del tocador y contemplaba su rostro en el espejo. Un rostro infantil, de grandes ojos almendrados que expresaban tristeza. Con el dedo índice se rozó la piel de la mandíbula, percibió la dureza del hueso, la punta de la barbilla, se palpó el relieve de los dientes a través de la masa carnosa de los labios. Los pómulos eran prominentes, la nariz algo respingona, con una curva perfecta, delicadamente modelada.
Volvió un poco la cabeza, inclinó el espejo, se sorprendió ante la extraña impresión que provocaba su imagen. Un exceso de perfección, un encanto demasiado deslumbrante que producía cierta sensación de malestar. Jamás ningún hombre se había resistido a su atractivo ni había permanecido indiferente a su mirada. No, ningún hombre era capaz de penetrar su misterio: un aura indefinible que acompañaba cada uno de sus gestos, envolviéndolos en una nube de incertidumbre embriagadora. Los atraía a todos hacia ella, captaba su atención, despertaba su deseo, jugaba con su turbación cuando se hallaban en su presencia.
La evidencia de esta seducción la llenaba de un sosiego ambiguo: hubiera querido rechazarlos, ahuyentarlos, apartarlos de ella, provocar repugnancia. Sin embargo, esa fascinación que ejercía sin querer constituía su única venganza, insignificante en su infalibilidad.
Se maquilló y después sacó el caballete, las pinturas, los pinceles, y se puso a trabajar en el cuadro que tenía entre manos. Se trataba de un retrato de Richard, bastante tosco. El hombre estaba sentado en un taburete de bar con las piernas abiertas y una boquilla entre los labios. Iba vestido de mujer, con un traje rosa, liguero y medias negras, además de unos zapatos de tacón alto que le comprimían los pies… Sonreía plácidamente, con una expresión más bien bobalicona. Los pechos, falsos y ridículos, hechos de trapos, le colgaban sobre el vientre fláccido ofreciendo una imagen deplorable. El rostro, pintado con una precisión obsesiva, presentaba zonas de cuperosis, con venitas rojas… Viendo el cuadro, uno no podía dejar de imaginar la voz de ese personaje grotesco, esperpéntico, una voz cascada, ronca, de pescadera derrengada…
No, tu amo no te había matado, pero con el tiempo llegaste a lamentarlo. Había empezado a tratarte mejor. Con una manguera te daba duchas de agua templada y hasta te llevó una pastilla de jabón.
El foco estaba siempre encendido. La noche había sido sustituida por un día deslumbrante, un día artificial, frío, interminable.
El amo iba a verte, se sentaba en un sillón, frente a ti, y escrutaba durante largas horas hasta el más insignificante de tus gestos.
Al principio de estas sesiones «de observación», no te atrevías a decir nada por miedo a despertar su cólera, por miedo a que la noche, la sed y el hambre volvieran a castigarte por esa falta cuya naturaleza seguías ignorando y que, al parecer, debías expiar.
Poco a poco fuiste cobrando valor. Tímidamente, preguntaste qué fecha era para saber cuánto tiempo llevabas encerrado allí. Él te respondió de inmediato, sonriendo: 23 de octubre. Llevabas más de dos meses prisionero. Dos meses pasando hambre y sed. ¿Y cuánto tiempo más seguirías comiendo de su mano, lamiendo la escudilla tendido a sus pies, recibiendo duchas con una manguera?
Lloraste, preguntaste por qué te hacía todo eso. Esa vez permaneció en silencio. Veías su rostro impenetrable, coronado por cabellos blancos, un rostro que emanaba cierta nobleza, un rostro que tal vez habías visto antes en algún sitio.
Él entraba en tu celda y permanecía allí sentado, impasible. Aunque se marchaba, siempre regresaba más tarde. Las pesadillas del principio ya no te acosaban. Quizá te administraba calmantes mezclados con la comida. La angustia persistía, por supuesto, pero se había desplazado: estabas seguro de que te permitiría conservar la vida, de lo contrario, pensabas, ya te habría liquidado… Su objetivo no era someterte a una lenta agonía, hacer que te deterioraras y te consumieras hasta la muerte. Su intención era otra.
Algún tiempo después, el ritual de las comidas también sufrió un cambio. El amo empezó a disponer ante ti una mesa plegable y un taburete. Te daba un tenedor y un cuchillo de plástico, como los que se utilizan en los aviones. La escudilla fue reemplazada por un plato. Y no tardaron en aparecer auténticas viandas: fruta, verdura, queso. Disfrutabas como nunca de la comida, pues los recuerdos de los primeros días no te abandonaban.
Seguías encadenado, pero el amo te curaba las laceraciones producidas por el roce del metal en las muñecas. Tú mismo te untabas las heridas con una pomada y después él te colocaba una venda elástica sobre la piel, bajo la pulsera de hierro.
La situación mejoraba, pero él no decía nada. Tú le contabas tu vida. El escuchaba con gran interés. No soportabas su silencio. Necesitabas hablar, repetir las historias, las anécdotas de tu infancia, embotarte de palabras a fin de demostrarte, y de demostrarle, que no eras un animal.
Pasado cierto tiempo más, tu dieta mejoró de improviso. Empezó a proporcionarte vino y manjares exquisitos que debía de encargar en un establecimiento de comidas preparadas. La vajilla era de lujo. Encadenado a la pared, desnudo en un taburete, te atiborrabas de caviar, salmón, sorbetes y pasteles.
Él se sentaba a tu lado y te servía los platos. Llevaba un reproductor de casetes y escuchabais a Chopin, a Listz…
En lo que se refiere al humillante capítulo de tus necesidades, también se había mostrado más humano. Tenías a tu disposición, al alcance de la mano, un orinal.
Finalmente, un día decidió soltarte de la pared a determinadas horas. Te quitaba las cadenas y te paseaba por el sótano atado con una correa. Tú dabas vueltas, a paso lento, alrededor del foco.
Para que el tiempo transcurriera más deprisa, el amo te trajo libros. Los clásicos: Balzac, Stendhal… En el instituto los detestabas, pero allí, en la soledad de tu agujero, devoraste esas obras sentado sobre el camastro de hule con las piernas cruzadas o apoyado en la mesa plegable.
Poco a poco, tus distracciones iban aumentando. El amo procuraba variar los placeres. Un equipo de música, discos, incluso un ajedrez electrónico; el tiempo pasaba deprisa. Había regulado la intensidad de la luz para que no te deslumbrara. Un pedazo de tela tamizaba el violento haz del foco y el sótano se llenaba de sombras: la tuya, varias veces multiplicada.
Con todos estos cambios —la ausencia de brutalidad por parte del amo y ese lujo que aliviaba gradualmente tu soledad—, llegaste a olvidar el miedo, o al menos quedó soterrado. Tu desnudez y las cadenas que te sujetaban te resultaban incongruentes.
Los paseos, atado con una correa proseguían. Sin embargo, eras un animal culto, inteligente. Tenías lagunas de memoria, en algunos momentos te abrumaba de un modo desgarrador la irrealidad de tu situación, su lado absurdo. Sí, te consumía la necesidad de preguntarle infinidad de cosas al amo, sin embargo él no te alentaba a hacerlo y se limitaba a preocuparse por tu comodidad. ¿Qué deseabas para cenar? ¿Te gustaba ese disco?
Pensabas en tu pueblo, en tu madre. Debían de estar buscándote. Los rostros de tus amigos se difuminaban en tus recuerdos para fundirse en una niebla densa. Ya no conseguías recordar las facciones de Alex, el color de su pelo… Cuando estabas solo, hablabas en voz alta, te sorprendías tarareando canciones infantiles, tu pasado lejano regresaba a ráfagas bruscas y confusas; imágenes de tu infancia olvidadas largo tiempo atrás resurgían de pronto, con una sorprendente claridad, para desvanecerse a su vez en una vaga bruma. Te resultaba imposible determinar si el tiempo se dilataba o se contraía: ¿un minuto, dos horas, diez años?
El amo se percató de este trastorno y, para remediarlo, te dio un despertador. Contaste las horas, observando extasiado el desplazamiento de las agujas. El tiempo era ficticio: ¿eran las diez de la mañana o de la noche, martes o domingo? Eso carecía de importancia, de nuevo podías dar una pauta a tu vida: a mediodía tengo hambre; a medianoche, sueño. Un ritmo, algo a lo que aferrarse.
Transcurrieron varias semanas.
Entre los regalos del amo encontraste un bloc, lápices, una goma. Dibujaste, torpemente al principio, luego cada vez mejor hasta acabar recuperando tu antigua habilidad. Bosquejabas retratos sin rostro, bocas, paisajes caóticos, el mar, acantilados inmensos, una mano gigantesca que provocaba olas. Pegabas los dibujos en la pared con cinta adhesiva para olvidar el cemento desnudo.
Para tus adentros le habías puesto un nombre al amo, aunque no te atrevías a emplearlo en su presencia, por supuesto. Lo llamabas Tarántula en recuerdo de tus terrores pasados. Tarántula, un nombre femenino, un nombre de animal repugnante que no encajaba ni con su sexo ni con el extremo refinamiento que demostraba en la elección de sus regalos.
Tarántula, sí, porque era igual que la araña: lento y misterioso, cruel y feroz, ávido e incomprensible en sus designios, oculto en algún lugar de esa morada donde te tenía secuestrado desde hacía meses, esa tela de lujo, esa jaula dorada cuyo carcelero era él y tú el prisionero.
Habías renunciado a llorar, a lamentarte. En el aspecto material, tu nueva vida no suponía ningún sacrificio. En aquella época del año —¿febrero?, ¿marzo?— deberías estar en el último curso del instituto, y en cambio te encontrabas allí, cautivo en aquel cubo de hormigón. Tu desnudez se había convertido en un hábito. El pudor había desaparecido. Tan sólo las cadenas resultaban insoportables.
Probablemente en mayo, si tus cálculos son fiables, aunque quizás ocurriera antes, se produjo un acontecimiento extraño. El despertador marcaba las dos y media. Tarántula bajó a verte. Se sentó en el sillón, como de costumbre, para observarte. Estabas dibujando. Él se levantó y se acercó a ti. Tú te pusiste en pie para estar a su altura.
Vuestras caras casi se tocaban. Veías sus ojos azules, únicos elementos móviles en un rostro impenetrable, petrificado. Tarántula levantó una mano para posarla en tu hombro. Con dedos temblorosos, fue resiguiendo la línea de tu cuello. Te tocó las mejillas, la nariz, te pellizcó delicadamente la piel.
El corazón te latía descompasadamente. Su mano, caliente, bajó hacia tu pecho; suave y diestra, te recorrió las costillas, el vientre. Te palpó los músculos, la piel lisa y lampiña. Sin duda te equivocaste al interpretar el significado de sus gestos. En efecto: cuando a tu vez intentaste acariciarle el rostro con gesto desmañado, Tarántula te abofeteó brutalmente, apretando los dientes. Te ordenó que te volvieras de espaldas y, de un modo metódico, prosiguió su examen, que se prolongó varios minutos.
Cuando hubo terminado, te sentaste masajeándote la mejilla, que aún te escocía por el bofetón recibido. Él meneó la cabeza riendo y te alisó el pelo. Sonreíste.
Tarántula salió. No sabías qué pensar de ese nuevo contacto, una verdadera revolución en vuestras relaciones. Sin embargo, reflexionar sobre ello representaba un esfuerzo angustioso y exigía una energía mental de la que carecías hacía ya tiempo.
Te pusiste de nuevo a dibujar sin pensar en nada.