Horas más tarde, tendido en un lujoso lecho de respeto decorado con las armas de Francia, Felipe, con un largo vestido de terciopelo rojo, juntas las manos a la altura del pecho, esperaba la llegada de los obispos que debían llevarlo a la catedral.
El primer chambelán, Adán Héron, vestido suntuosamente también, estaba en pie junto al lecho. La oscura mañana de enero extendía por la habitación su lechosa claridad. Llamaron a la puerta.
—¿Por quién preguntáis? —dijo el chambelán.
—Por el rey.
—¿Quién lo llama?
—Su hermano.
Felipe y Adán Héron se miraron sorprendidos y contrariados.
—Bien. Que entre —dijo Felipe, incorporándose ligeramente.
—Disponéis de muy poco tiempo, sire… —observó el chambelán.
El rey le señaló que la entrevista no duraría mucho.
El hermoso Carlos de La Marche llevaba indumentaria de viaje. Acababa de llegar a Reims y sólo se había detenido un instante en el alojamiento del conde de Valois. Su rostro y andares denotaban la mayor irritación.
A pesar de su cólera, la visión de su hermano, revestido de púrpura y tendido en hierática postura, lo impresionó; se detuvo un momento y abrió desmesuradamente los ojos.
«¡Cómo le gustaría estar en mi lugar!», pensó Felipe.
Luego dijo:
—Por fin habéis llegado, mi buen hermano, Os agradezco que hayáis comprendido cuál es vuestro deber y desmintáis así lo que propagaban las malas lenguas, o sea que no estaríais presente en el acto de mi coronación. Os lo agradezco. Ahora, corred a vestiros, ya que así no os podéis presentar. Vais a llegar tarde.
—Hermano mío —respondió La Marche—, primero debo hablaros de cosas importantes.
—¿De cosas importantes o de cosas que os importan? Lo importante ahora es no hacer esperar al clero. Dentro de un instante van a venir los obispos a recogerme.
—¡Pues esperarán! —exclamó Carlos—. Todos encuentran ocasión para hablaros y sacar provecho. Parece que sólo a mí no me tenéis en cuenta. ¡Pero esta vez vais a escucharme!
—Entonces hablemos, Carlos —dijo Felipe, sentándose en el borde del lecho—, pero os advierto que hemos de ser breves.
La Marche movió la cabeza como diciendo: «Veremos, veremos». Tomó asiento y se esforzó en adoptar aspecto de hombre importante.
«¡Pobre Carlos! —pensó Felipe—. Quiere remedar las maneras de nuestro tío Valois; pero le falta madera».
—Felipe —prosiguió La Marche—, os he pedido muchas veces que me confirierais la dignidad de par y aumentarais mi heredad, así como también mis ingresos. ¿Os lo he pedido, sí o no?
—¡Avida familia…! —murmuró Felipe.
—Y siempre os habéis hecho el sordo. Ahora os lo pido por última vez; he venido a Reims, pero no asistiré a vuestra coronación más que sentado entre los pares. Si no, me marcho.
Felipe lo miró durante un instante sin decir nada, y bajo aquella mirada, Carlos se sintió disminuir, hundirse, perder toda la seguridad en sí mismo y toda importancia.
Frente a su padre, Felipe el Hermoso, el joven príncipe, en otro tiempo, había tenido la misma sensación de su propia insignificancia.
—Un momento, hermano mío —dijo Felipe; y, levantándose, fue a hablar con Adán Héron, que estaba en un rincón de la estancia.
—Adán —le preguntó en voz baja—, ¿han regresado los barones que fueron a buscar la sagrada ampolla de la abadía de Saint-Remy?
—Sí, sire, ya están en la catedral con el clero de la abadía.
—Bien. Entonces, cerrad las puertas de la ciudad… como en Lyon. —Y con la mano hizo tres gestos apenas perceptibles que significaban: rastrillos, barras, llaves.
—¿El día de la consagración, sire? —murmuró, asombrado, Héron.
—Justamente, el día de la consagración. Y hacedlo con presteza.
Cuando salió el chambelán, Felipe volvió junto a la cama.
—¿Qué me pedíais, hermano mío?
—La dignidad de par[27], Felipe.
—¡Ah, sí!… la dignidad de par. Pues bien, hermano mío, os la concederé, os la concederé de buen grado; pero no en seguida, ya que habéis voceado demasiado vuestro deseo. Si cediera ahora dirían que no obro por voluntad, sino por imposición, y todos se creerían autorizados a comportarse como vos, y sabed que no se crearán nuevas dotaciones ni se acrecentarán las existentes antes de promulgarse una ordenanza que declare inalienable cualquier parte del patrimonio real[28].
—¡Pero vos ya no necesitáis la dignidad de par de Poitiers! ¿Por qué no me la dais? ¡Convenid en que mi parte es insuficiente!
—¿Insuficiente? —exclamó Felipe, que empezaba a encolerizarse—. Sois hijo y hermano de rey; ¿creéis de verdad que es insuficiente esa parte para un hombre de vuestro cerebro y de vuestros méritos?
—¿Mis méritos? —dijo Carlos.
—Sí, vuestros méritos, que son escasos. Es preciso decíroslo a la cara, Carlos: sois corto, lo habéis sido siempre y no mejoráis con la edad. Cuando erais niño parecíais tan bobo a todos, y de inteligencia tan poco desarrollada que hasta nuestra madre, ¡santa mujer!, os llamaba «el ganso». Acordaos, Carlos: «el ganso». Lo erais y lo seguís siendo. Nuestro padre os hacía sentar frecuentemente en su consejo. ¿Qué aprendisteis en él? Mirabais pasar las moscas mientras se debatían los asuntos del reino, y no recuerdo de vos una sola palabra que no hiciera encogerse de hombros a nuestro padre o a messire Enguerrando. ¿Creéis, pues, que deseo haceros más poderoso por el bonito apoyo que me prestaríais, cuando desde hace seis meses no dejáis de intrigar contra mí? Lo hubierais conseguido todo, obrando de otra manera. ¿Os creéis fuerte y pensáis que vamos a doblegarnos ante vos? Nadie ha olvidado la ridícula figura que hicisteis en Maubuisson cuando os pusisteis a balar: «¡Blanca, Blanca!», y a llorar vuestro ultraje ante toda la corte.
—¡Felipe! ¿Y sois vos quien me dice eso? —exclamó La Marche, levantándose, con el rostro descompuesto—. Sois vos, cuya mujer…
—¡Ni una palabra contra Juana, ni una palabra contra la reina! —cortó Felipe con la mano levantada—. Ya sé que para perjudicarme, o para sentiros menos solo en vuestro infortunio, seguís divulgando vuestras mentiras.
—Habéis exculpado a Juana porque deseabais conservar la Borgoña, porque habéis antepuesto, como siempre, vuestros intereses a vuestro honor. Pero tampoco a mí ha dejado de servirme mi infiel esposa.
—¿Qué queréis decir?
—¡Quiero decir lo que digo! —replicó Carlos de La Marche—. Y os repito a la cara que si queréis verme en la consagración, he de ocupar un asiento de par, o me voy.
Adán Héron entró en la habitación y notificó al rey con un movimiento de cabeza que se habían transmitido sus órdenes.
Felipe le dio las gracias de la misma manera.
—Marchaos, pues, hermano mío —dijo—. Hoy sólo necesito una persona: el arzobispo de Reims. ¿Sois vos arzobispo? Entonces marchaos, marchaos, si os place.
—¿Pero por qué —exclamó Carlos—, por qué nuestro tío Valois obtiene siempre lo que quiere y yo nunca?
Por la puerta entreabierta se oían los cantos de la procesión, que iba acercándose.
«¡Y pensar que, si me muriera, sería regente ese imbécil!», se decía Felipe. Puso la mano sobre el hombro de su hermano.
—Cuando hayáis perjudicado al reino tan largos años como nuestro tío, podréis exigir el mismo trato. Pero, gracias a Dios, vos sois menos diligente en la tontería.
Le señaló la puerta con la mirada, y el conde de La Marche salió, pálido, rabioso e impotente, y tropezando con los miembros del clero que entraban.
Felipe volvió al lecho y se colocó en posición horizontal, con las manos cruzadas y los ojos cerrados.
Golpearon de nuevo a la puerta; esta vez los obispos con sus báculos.
—¿Por quién preguntáis? —dijo Adán Héron.
—Preguntamos por el rey —respondió una voz grave.
—¿Quién lo requiere?
—Los pares obispos.
Se abrieron las hojas de la puerta y entraron los obispos de Langres y de Beauvais, con la mitra en la cabeza y el pectoral colgado al cuello. Se acercaron al lecho, ayudaron al rey a levantarse, le ofrecieron agua bendita y mientras Felipe se arrodillaba en un cojín de seda, dijeron la oración.
Luego Adán Héron puso en los hombros de Felipe un manto de terciopelo escarlata semejante a su vestido, y de repente se suscitó una disputa por cuestión de precedencia. Normalmente, el duque-arzobispo de Laon debía colocarse a la derecha del rey. Ahora bien, en aquel momento la sede de Laon estaba vacante. Al obispo de Langres, Guillermo de Durfort, se le consideraba el más apto para cubrir esta ausencia. Sin embargo, Felipe indicó al obispo de Beauvais que se pusiera a su derecha. Tenía dos motivos para ello: por una parte, el obispo de Langres había acogido con demasiada facilidad en su diócesis a los antiguos Templarios, dándoles puestos de clérigos; por otra parte, el obispo de Beauvais era un Marigny, el tercer hermano, prelado muy hábil, dispuesto siempre a servir al poder a condición de sacar honores y provecho. ¿No lo había demostrado, menos de dos años antes, sentándose al tribunal encargado de condenar a su hermano mayor Enguerrando? Felipe no lo apreciaba; pero sabía que necesitaba tenerlo a su favor.
—Yo soy obispo-duque; a mí me corresponde estar a la diestra —decía Guillermo de Durfort.
—La sede de Beauvais es más antigua que la de Langres —respondía Marigny.
Sus rostros empezaban a enrojecer, bajo las mitras.
—Monseñores, el rey decide —dijo Felipe.
Durfort obedeció y cambió de lugar.
«Un descontento más», pensó Felipe.
Descendieron así entre cruces, cirios y humo de incienso hasta la calle, donde toda la corte, con la reina a la cabeza, estaba ya formada en cortejo, e iniciaron la marcha hacia la catedral.
Al paso del rey se elevaba un inmenso clamor. Felipe estaba bastante pálido y entornaba sus ojos de miope. Le parecía que el suelo de Reims se había hecho de pronto extrañamente duro; tenía la impresión de caminar sobre mármol.
En la puerta de la catedral se detuvieron para rezar de nuevo; luego, en medio del estruendo de los órganos, avanzó Felipe por la nave hacia el altar, hacia el gran estrado, hacia el trono donde finalmente se sentó. Su primer gesto fue para señalar a la reina el asiento preparado a la derecha del suyo.
La iglesia estaba repleta. Felipe no veía más que un mar de coronas, de pechos y hombros bordados de joyas, y de casullas que brillaban con los cirios. Un firmamento humano se extendía a sus pies.
Dirigió la mirada hacia los lugares más próximos, volviendo la cabeza a derecha e izquierda para distinguir a las personas que ocupaban el estrado. Allí estaba Carlos de Valois, y Mahaut, monumental, chorreando brocados y terciopelos; ésta le sonrió. Luis de Evreux se hallaba un poco más allá; pero Felipe no veía a Carlos de La Marche ni tampoco a Felipe de Valois, a quien también su padre parecía buscar con la mirada.
El arzobispo de Reims, Roberto de Courtenay, entorpecido por los ornamentos sacerdotales, se levantó de su trono situado frente al asiento real. Felipe lo imitó y fue a postrarse ante el altar.
Mientras duró el tedeum, Felipe se estuvo preguntando:
«¿Estarán bien cerradas las puertas? ¿Habrán cumplido fielmente mis órdenes? Mi hermano no es hombre para quedarse en una habitación mientras me coronan. ¿Y por qué no ha venido Felipe de Valois? ¿Qué me estarán preparando? Hubiera debido dejar fuera a Galard para poder mandar mejor a sus ballesteros».
Mientras el rey se inquietaba, su hermano menor chapoteaba en un fangal.
Al salir, furioso, de la habitación real, Carlos de La Marche se había dirigido precipitadamente a la residencia de los Valois. No encontró a su tío que había salido ya hacia la catedral; sino sólo a Felipe de Valois, que estaba terminando de vestirse, al que contó, casi sin aliento, lo que calificaba de «felonía» de su hermano.
Muy avenidos, pues eran semejantes por sus gustos y naturaleza, los dos primos se aplicaban a calentarse mutuamente los cascos.
—Si es así, tampoco yo asistiré a la ceremonia. Me voy contigo —declaró Felipe de Valois, orgulloso de afirmar su independencia del rey, de la corte y de su mismo padre.
Dicho esto, reunieron sus escoltas y se dirigieron orgullosamente hacia una de las puertas de la ciudad. Su soberbia tuvo que inclinarse ante los sargentos de armas.
—Nadie puede entrar ni salir, orden del rey.
—¿Ni siquiera los príncipes de Francia?
—Ni los príncipes, orden del rey.
—¡Ah, quiere obligarnos! —exclamó Felipe de Valois, que tomaba ahora el asunto como propio—. Pues bien, ¡saldremos de todos modos!
—¿Cómo quieres salir si están cerradas las puertas?
—Finjamos retirarnos a mi casa, y déjame actuar.
Lo que siguió pareció una calaverada de críos. Los escuderos del joven conde de Valois fueron enviados a buscar escaleras, que levantaron en seguida en un callejón sin salida, en un lugar en que los muros parecían no estar vigilados. Y allá van los dos príncipes, nalgas al aire, metidos a escaladores, sin sospechar que al otro lado se extendían los pantanos del Vesle. Por medio de cuerdas descendieron al foso. Carlos de La Marche perdió pie y cayó en medio del agua fangosa y helada; y se habría ahogado si su primo, que era más alto y de más fuertes músculos, no lo hubiera pescado a tiempo. Luego se adentraron, ciegamente, en los fangales. No podían renunciar; lo mismo era avanzar que retroceder. Se jugaban la vida, y durante tres largas horas estuvieron luchando para salir de aquel lodazal. Los pocos escuderos que los habían seguido chapoteaban alrededor de ellos y no se recataban de maldecirlos en voz alta.
—Si conseguimos salir de aquí —gritaba La Marche para darse ánimos—, sé bien a dónde ir, lo sé bien. ¡A Château-Gaillard!
El joven Valois, chorreando sudor a pesar del frío, puso cara de asombro entre las cañas podridas.
—¿Te sigue interesando Blanca? —preguntó.
—No me interesa, pero puede decirme muchas cosas. Es la única que nos puede aclarar si la hija de Luis es bastarda, y si Felipe es cornudo como yo. Con su declaración podría avergonzar a mi hermano y obligarle a entregar la corona a la hija de Luis.
El tañido de las campanas de Reims, echadas al vuelo, llegó hasta ellos.
—¡Y pensar, y pensar que están tocando por él! —exclamó Carlos de La Marche, con la mitad del cuerpo en el barro y señalando con las manos la ciudad.
En la catedral, los chambelanes acababan de desvestir al rey. Felipe el Largo, de pie ante el altar, no llevaba ya más que dos camisas superpuestas: una de tela fina, la otra de seda blanca, abiertas ampliamente a la altura del pecho y de los sobacos. El rey, antes de ser investido de los atributos de la majestad, se presentaba en la asamblea de sus súbditos como un hombre casi desnudo y tembloroso.
Los atributos de la consagración estaban colocados en el altar, bajo la vigilancia del abad de Saint-Denis, que los había traído. Adán Héron tomó de manos del abad las calzas, largos calzoncillos de seda bordados de flores de lis, y ayudó al rey a pasárselos, así como el calzado, igualmente de tela bordada. Luego, Anseau de Joinville, en ausencia del duque de Borgoña, ató las espuelas de oro a los pies del rey, y se las quitó en seguida. El arzobispo bendijo la gran espada, que decían era la de Carlomagno, y poniéndola en el tahalí, la colocó en la cintura del rey, recitando:
—Accipe hunc gladium cum Dei benedictione[29]…
—Messire condestable, acercaos —dijo el rey.
Gaucher de Châtillon se acercó, y Felipe, deshaciéndose del tahalí, le entregó la espada.
Nunca un condestable en toda la historia de las consagraciones, había sostenido con mayor mérito, para su soberano, la insignia del poder militar. Este gesto representaba para ellos algo más que la ejecución de un rito. Cambiaron una larga mirada. El símbolo se confundía con la realidad.
Con la punta de una aguja de oro, el arzobispo cogió de la sagrada ampolla que le tendía el abad de Saint-Remy, una partícula del aceite que decían era enviado desde el cielo, y con el dedo lo mezcló con el Crisma preparado en una patena. Luego el arzobispo ungió a Felipe tocándole la cabeza, el pecho, entre los hombros y los sobacos. Adán Héron ató las anillas que cerraban las túnicas. Más tarde quemarían la camisa del rey, porque había sido tocada ligeramente con la santa unción.
Entonces pusieron al rey los vestidos que estaban sobre el altar: primero la cota de satén rojo bordada con hilo de plata, luego la túnica de raso azul bordada con perlas y llena de flores doradas de lis, y por encima la dalmática de igual tejido, y todavía un gran manto abrochado al hombro derecho con una fíbula de oro. Felipe sentía cada vez más peso sobre sus hombros; el arzobispo hizo la unción de las manos, deslizó en el dedo de Felipe el anillo real, le puso el pesado cetro de oro en la mano derecha, y la mano de justicia en la izquierda. Después de una genuflexión ante el tabernáculo, el prelado levantó al fin la corona, mientras el gran chambelán comenzaba el llamamiento de los pares presentes:
—Magnífico y poderoso señor, el conde…
En este preciso momento, una voz clara, imperiosa, llenó toda la nave:
—¡Detente, arzobispo! ¡No corones a ese usurpador! ¡Te lo ordena la hija de San Luis!
La asistencia se estremeció. Todas las cabezas se volvieron hacia el lugar de donde había salido la voz. En el estrado se miraron ansiosamente. Las filas de la muchedumbre se apartaron.
Rodeada de algunos señores, una mujer de alta estatura, de rostro todavía hermoso, firme barbilla, ojos claros y coléricos, con la estrecha diadema y el velo de las viudas sobre sus cabellos casi blancos, se dirigía hacia el coro.
A su paso susurraban:
—¡Es la duquesa Agnes! ¡Es ella!
Estiraban el cuello para verla. Se admiraban de que tuviera aún tan bella prestancia y tan firme paso. Como era hija de San Luis se la habían imaginado como perteneciente a la lontananza de los años; la suponían ancestral, vacilante sombra en algún castillo de Borgoña. De repente aparecía tal como era, una mujer de cincuenta años llena todavía de vida y de autoridad.
—Detente, arzobispo —repitió cuando estuvo a unos pasos del altar—. Y vosotros todos, escuchad… ¡Leed, Mello! —agregó dirigiéndose a su consejero, que la acompañaba.
Guillermo de Mello desplegó un pergamino y leyó:
—Nos, muy noble dama Agnés de Francia, duquesa de Borgoña, hija de nuestro sire el rey San Luis, en nombre nuestro y de nuestro hijo, el muy noble y poderoso duque Eudes, nos dirigimos a vosotros, barones y señores aquí presentes, y a los que están por el reino, para prohibir que se reconozca como rey al conde de Poitiers, que no es heredero legítimo de la corona, y pedir que se difiera la consagración hasta que hayan sido reconocidos los derechos de la señora Juana de Francia y de Navarra, hija y heredera del difunto rey y de nuestra hija.
La angustia aumentaba en el estrado, y comenzaban a surgir peligrosos murmullos del fondo de la iglesia. La muchedumbre permanecía en silencio.
El arzobispo parecía embarazado con la corona; no sabía si colocarla de nuevo en el altar o proseguir la ceremonia.
Felipe estaba inmóvil, sin nada en la cabeza, impotente, soportando el peso de cuarenta libras de oro y brocados y en sus manos los símbolos del poder y de la justicia. Nunca se había sentido tan indefenso, tan amenazado, tan solo. Un férreo guantelete le apretaba el pecho. Su calma era asombrosa. Hacer un gesto, abrir la boca en aquel instante, entablar una controversia, era desencadenar un tumulto y sin duda ir al fracaso. Permaneció rígido bajo el peso de sus ornamentos, como si la batalla se desarrollara muy por debajo de él.
Oyó susurrar a los pares eclesiásticos:
—¿Qué hacemos?
El prelado de Langres, que no olvidaba la vejación sufrida poco antes, era de la opinión de suspender la ceremonia.
—Retirémonos y discutamos —propuso otro.
—No podemos, el rey está ungido ya. Es rey; coronadlo —replicó el obispo de Beauvais.
La condesa Mahaut se inclinó sobre su hija Juana y le murmuró:
—¡La muy bribona! Merece reventar.
Con sus párpados de tortuga, el condestable hizo una señal a Adán Héron para que continuara el llamamiento de los pares.
—Magnífico y poderoso señor, el conde de Valois, par del rey —pronunció el chambelán.
Toda la atención se concentró en el tío del rey. Si respondía a la llamada, Felipe había ganado, porque Valois representaba la garantía de los pares laicos, del verdadero poder. Si rehusaba, Felipe había perdido.
Valois no se daba prisa, y el arzobispo esperaba ostensiblemente su decisión.
Felipe bosquejó entonces un gesto; volvió la cabeza en dirección al sitio donde estaba su tío; la mirada que le dirigió valía cien mil libras. Borgoña nunca pagaría tanto.
El exemperador de Constantinopla se levantó, crispado el rostro, y fue a colocarse detrás de su sobrino.
«Qué bien he hecho en mostrarme generoso con él», pensó Felipe.
—Noble y poderosa dama Mahaut, condesa de Artois, par del rey —llamó Adán Héron.
El arzobispo levantó el pesado círculo de oro rematado con una cruz en la parte frontal, y pronunció al fin:
—Coronet te Deus[30].
Uno de los pares laicos debía coger la corona y mantenerla encima de la cabeza del rey, mientras los otros pares ponían sobre ella un dedo, en gesto simbólico. Valois adelantó las manos, pero Felipe, con un movimiento del cetro, lo detuvo.
—Coged la corona vos, madre mía —dijo a Mahaut.
—Gracias, hijo mío —murmuró la giganta.
Con esta espectacular designación recibía las gracias por su doble regicidio. Ocupaba el lugar del primer par del reino y se le confirmaba aparatosamente la posesión del condado del Artois.
—¡Borgoña no se doblega! —exclamó la duquesa Agnés.
Y, agrupando a su séquito, se dirigió hacia la salida mientras Mahaut y Valois conducían lentamente a Felipe a su trono.
Cuando estuvo sentado, con los pies descansando sobre un cojín de seda, el arzobispo se quitó la mitra y besó al rey en la boca, diciendo:
—Vivat rex in aeternum[31].
Los otros pares imitaron su gesto, repitiendo:
—Vivat rex in aeternum.
Felipe se sentía fatigado. Acababa de ganar la última batalla, después de siete meses de constantes luchas, para conseguir el poder supremo que ya nadie le podría disputar.
Las campanas atronaban al aire proclamando su triunfo; fuera, el pueblo gritaba deseándole gloria y larga vida. Todos sus adversarios habían sido domeñados. Tenía un hijo para asegurar su descendencia y una esposa feliz para compartir sus penas y alegrías. El reino de Francia le pertenecía.
«¡Qué cansado estoy! ¡Qué cansado!», se decía Felipe.
Nada en verdad parecía faltarle a aquel rey de veintitrés años que se había impuesto por su tenacidad, que había aceptado los beneficios del crimen y que poseía todos los caracteres de un gran monarca.
El tiempo de los castigos iba a comenzar.