IX. La víspera de la consagración.

Las puertas de Reims, coronadas con los blasones reales, habían sido pintadas de nuevo. Las calles estaban engalanadas con llamativas colgaduras, tapices y sedas, las mismas que habían servido dieciocho meses antes para la consagración de Luis X. Junto al palacio arzobispal acababan de instalar a toda prisa tres grandes salas de carpintería: una para comedor del rey, otra para el de la reina, y la tercera para los altos cargos, con el fin de agasajar a toda la corte.

Los burgueses de Reims, que estaban obligados a los gastos de la consagración, encontraban la carga un poco pesada.

—Si se les ocurre a los reyes morir tan deprisa —decían— pronto comeremos sólo una vez al año, y para eso aún tendremos que vendernos la camisa. ¡Caro nos está costando que Clovis se hiciera bautizar aquí, y que Hugo Capeto escogiera este sitio para recibir la corona! Si cualquier ciudad del reino nos quiere comprar la ampolla sagrada, en seguida haremos trato.

Al problema financiero se añadía la dificultad de reunir, en pleno invierno, el costoso avituallamiento requerido para tantas bocas. Los burgueses tenían que agenciarse ochenta y dos bueyes, doscientos cuarenta carneros, cuatrocientos veinticinco terneros, setenta y ocho cerdos, ochocientos conejos y liebres, ochocientos capones, mil ochocientos veinte gansos, más de diez mil gallinas y cuarenta mil huevos; sin hablar de los barriles de esturiones que habían de traer de Malinas, de los cuatro mil cangrejos pescados en agua fría, de los salmones, lucios, pencas, bremas, percas y carpas y de las tres mil quinientas anguilas destinadas a la elaboración de quinientos pasteles. Se disponía de dos mil quesos y se esperaba que trescientos toneles de vino, que afortunadamente se cosechaba en el país, bastarían para calmar la sed de tantos gaznates resecos, que iban a banquetearse allí durante tres días o más.

Los chambelanes, que habían llegado con anticipación para organizar los festejos, tenían peregrinas exigencias. ¿No habían decidido que se presentaran en un solo servicio trescientas garzas asadas? Aquellos oficiales se parecían mucho a su dueño, a aquel rey impaciente que ordenaba la celebración de su consagración una semana antes, como si se tratara de una misa de dos ochavos a la intención de una pierna rota.

Hacía días que los pasteleros estaban dedicados a montar sus castillos de pastel de almendra pintados con los colores de Francia.

¡Y la mostaza! ¡No se había recibido la mostaza! Hacían falta treinta y un sextarios. Además los invitados no iban a comer en la mano. Había sido una equivocación vender a bajo precio las cincuenta mil escudillas de madera de la consagración anterior; hubiera sido mejor lavarlas y guardarlas. Los cuatro mil cántaros habían sido rotos o robados. Las lenceras repulgaban a toda prisa dos mil setecientas anas de manteles, y se podía calcular el gasto total en cerca de diez mil libras.

A decir verdad, los habitantes de Reims no perderían nada, ya que la consagración atraía a gran número de mercaderes lombardos y judíos que pagarían un impuesto sobre sus ventas.

La coronación, como todas las ceremonias reales, se desarrollaba en un ambiente de verbena. En esos días se ofrecía al pueblo un ininterrumpido espectáculo, y acudía mucha gente de lugares distantes a presenciarlo. Las mujeres se ponían vestidos nuevos y las elegantes exhibían su joyería; bordados, ricas telas y pieles se vendían con toda facilidad. Los listos hacían fortuna y los tenderos que se daban un poco de prisa en servir a la clientela podían conseguir en una semana los beneficios de cinco años.

El nuevo rey se alojaba en el palacio arzobispal, ante el que estaba permanentemente estacionada la muchedumbre para ver aparecer a los soberanos o para embelesarse ante el carruaje de la reina, un carruaje tapizado de escarlata roja.

La reina Juana, rodeada de las damas de su séquito, presidía, con emoción de mujer feliz, el acto de desembalar los doce baúles y cuatro cofres, más el de los zapatos y el de las especias. Sin duda alguna, su guardarropa era el más rico que jamás hubiera poseído una dama francesa. Le habían previsto un vestido para cada día, y casi para cada hora, de aquel viaje triunfal.

La reina hizo su solemne entrada en la ciudad con una capa de palio dorado forrada de armiño, mientras a lo largo de las calles se ofrecía a los reales esposos representaciones, misterios y otras diversiones. En la cena de la víspera de la consagración, que iba a tener lugar inmediatamente, la reina aparecería con un vestido de terciopelo violeta bordeado de marta cebellina. La mañana de la coronación luciría un vestido de paño dorado de Turquía, un manto escarlata y una cota roja; en la comida, un vestido bordado con las armas de Francia; y en la cena, otro de paño dorado y dos mantos diferentes de armiño.

Al día siguiente llevaría una «robe[26]» de terciopelo verde, y luego otro de camocán azulado, con esclavina de petigrís. Nunca se presentaría en público con la misma vestimenta ni con las mismas joyas.

Estas maravillas estaban expuestas en un aposento cuya decoración había sido igualmente traída de París: tapices de seda blanca bordados con mil trescientos veintiún papagayos de oro, y en el centro, las grandes armas de los condes de Borgoña con un león en campo de gules; el cielo del lecho, la colcha y los cojines estaban adornados con siete mil tréboles de plata. Cubrían el suelo alfombras con las armas de Francia y del condado de Borgoña.

Juana entró varias veces en la habitación de Felipe para que admirara la belleza de una tela o la perfección del trabajo.

—¡Qué feliz me hacéis, mi querido, mi bien amado sire! —exclamaba.

Aunque era poco inclinada a las demostraciones efusivas, no podía impedir que se le humedecieran los ojos. Su suerte la deslumbraba, sobre todo cuando recordaba los días no muy lejanos pasados en prisión, en Dourdan. ¡Qué prodigioso cambio de fortuna en menos de año y medio! Pensaba en Margarita ya muerta y en su hermana Blanca de Borgoña, encerrada todavía en Château-Gaillard… «¡Con lo que le gusta el boato a la pobre Blanca!», pensaba, mientras se probaba una pretina de oro incrustada de rubíes y esmeraldas.

Felipe estaba preocupado, y el entusiasmo de su mujer más bien lo entristecía; estaba examinando las cuentas con su tesorero.

—Me alegro, amiga mía, de que os complazca todo esto —acabó por decir—. Ya veis, obro siguiendo el ejemplo de mi padre, quien, como vos sabéis, restringía mucho sus gastos personales pero no regateaba cuando se trataba de la majestad real. Exhibid bien esos hermosos vestidos, ya que son tanto para vos como para el pueblo que os los da con su trabajo; y llevadlos con cuidado, pues tardaréis en tener otros semejantes. Después de la consagración, será preciso restringir los gastos.

—Felipe —preguntó Juana— ¿no haréis nada en este día por mi hermana Blanca?

—Ya lo he hecho, ya lo he hecho. Ahora recibe trato de princesa a condición de que no salga de las murallas que la rodean. Es necesario que haya diferencia entre ella, que pecó, y vos, Juana, que fuisteis pura y acusada falsamente.

Pronunció estas últimas palabras dirigiendo a su mujer una mirada en que se adivinaba más la preocupación por el honor real que por la seguridad de su amor.

—Además —agregó—, en este momento no me resulta agradable pensar en su marido. Mi hermano se porta mal conmigo.

Juana comprendió que era inútil insistir y que no debía volver a mencionar este tema. Se retiró, y Felipe volvió al estudio de las largas hojas llenas de cifras que le presentaba Geoffroy de Fleury.

Los gastos no se limitaban a los atuendos del rey y de la reina. Ciertamente Felipe había recibido algunos regalos; así, Mahaut le había ofrecido el paño jaspeado para los vestidos de las princesitas y del pequeño Luis Felipe. Pero el rey había tenido que vestir de nuevo a sus cincuenta y cuatro sargentos de armas y a su jefe, Pedro de Galard, que lo era también de los ballesteros. Los chambelanes Adán Héron, Roberto de Gamaches y Guillermo de Seriz, habían recibido cada uno diez anas de paño de Douay para que se hicieran imponentes vestiduras. Los monteros Enrique de Moudon, Furant de la Fouville y Juan Malgeneste tuvieron un nuevo equipo, e igualmente todos los arqueros. Y como después de la consagración iban a ser armados veinte caballeros, tuvo que dar veinte vestiduras más. Estos presentes constituían las acostumbradas gratificaciones, y la tradición exigía también que el rey regalase al relicario de Saint-Denis una flor de lis de oro constelada de esmeraldas y rubíes.

—¿Cuánto en total? —preguntó Felipe.

—Ocho mil quinientas cuarenta y ocho libras, trece sueldos y once dineros, sire —respondió el tesorero—. Tal vez podíamos pedir una contribución por vuestra jubilosa subida al trono.

—Mi ascensión al trono será más jubilosa si no impongo nuevas tasas. Haremos frente a ello de otra manera —dijo el rey.

En este momento anunciaron al conde de Valois. Felipe levantó las manos.

—He aquí lo que nos habíamos olvidado de incluir en las sumas. ¡Ya veréis, Geoffroy, ya veréis! Mi tío me va a costar más caro que diez consagraciones. Viene a obligarme a tomar una determinación. Dejadme a solas con él.

¡Ah!, ¡estaba espléndido monseñor de Valois! Bordado, galoneado, duplicado su volumen por las pieles que se extendían sobre un vestido recamado de piedras preciosas. Si los habitantes de Reims no hubieran sabido que el nuevo soberano era joven y delgado, habrían tomado a este señor por el mismo rey.

—Mi querido sobrino —comenzó—, estoy con pena… con gran pena por vos. Vuestro cuñado de Inglaterra no viene.

—Hace mucho tiempo, tío mío, que los reyes del otro lado de la Mancha no asisten a nuestras consagraciones —respondió Felipe.

—Cierto, pero se hacen representar por algún pariente o gran señor de la corte que ocupa su lugar de duque de Guyena. Sin embargo, Eduardo no ha enviado a nadie y con ello confirma que no os reconoce. El conde de Flandes, a quien creíais haber atraído con vuestro tratado de septiembre, tampoco está aquí, ni el duque de Bretaña.

—Lo sé, tío mío, lo sé.

—Y no hablemos del duque de Borgoña; sabemos que en contra vuestra. Por lo contrario, su madre, nuestra Agnés, acaba de llegar hace poco, y creo que no precisamente para prestaros su apoyo.

—Lo sé, tío mío, lo sé —repitió Felipe.

Esta imprevista aparición de la única hija de San Luis inquietaba a Felipe más de lo que aparentaba. En principio creyó que la duquesa Agnés venía a negociar. Pero ella no se daba prisa en definirse, y él estaba decidido a no dar el primer paso. «¡Si el pueblo que me aclama cuando aparezco ante él, supiera las hostilidades y amenazas que me rodean!…», decía.

—De los seis pares laicos que debían sostener mañana vuestra corona —continuó Valois—, no ha venido ninguno.

—Sí, tío mío; os olvidáis de la condesa de Artois… y de vos mismo.

Valois se encogió de hombros violentamente.

—¡La condesa de Artois! —exclamó—. Una mujer sosteniendo la corona, cuando vos mismo, Felipe, vos mismo habéis logrado vuestros derechos por la exclusión de las mujeres.

—Sostener la corona no es ceñírsela —dijo Felipe.

—Es necesario que Mahaut os haya ayudado a ser rey para que la elevéis de tal manera. Vais a hacer que la gente dé más crédito a las mentiras que circulan. No quiero revolver lo pasado; pero, en fin, Felipe, ¿no es Roberto quien debería figurar por el Artois?

Felipe fingió no prestar atención a las últimas palabras de su tío.

—De todas formas los pares eclesiásticos están ahí.

—Están, están… —dijo Valois moviendo sus anillos—. Por de pronto no son más que cinco de los seis. ¿Y qué creéis que van a hacer estos pares eclesiásticos cuando vean que por parte del reino se levanta una sola mano —¡y qué mano!— para coronaros?

—Tío mío, ¿no os contáis vos para nada?

Ahora le tocó a Valois pasar por alto la pregunta.

—Vuestro mismo hermano os muestra resquemor —dijo.

—Es que, sin duda —respondió Felipe suavemente—, Carlos no conoce, mi querido tío, nuestro mutuo buen acuerdo, y tal vez cree ayudaros sirviéndome mal… Pero tranquilizaos; ha anunciado que mañana estará presente.

—¿Por qué no le conferís en seguida la dignidad de par? Vuestro padre lo hizo conmigo, y vuestro hermano Luis con vos. Así me sentiría menos solo para apoyaros.

«O menos solo para traicionarme», pensó Felipe, que le espetó:

—¿Habéis venido a abogar por Roberto, por Carlos, o bien deseáis hablarme de vos mismo?

Valois hizo una pausa, se acomodó bien en el asiento y miró el diamante que brillaba en su índice.

«¿Cincuenta… o cien mil? —se preguntaba Felipe—. Los otros no me importan; pero éste me es necesario, y él lo sabe. Si se niega y promueve escándalo, corro el peligro de tener que aplazar mi consagración».

—Sobrino mío —dijo finalmente Valois—, ya veis que no he puesto mala cara, y he hecho grandes gastos en vestidos y todo lo demás para honraros. Pero al comprobar que los otros pares estarán ausentes, creo que debo retirarme. ¿Qué dirían si me vieran solo a vuestro lado? Sencillamente, que me habíais comprado.

—Lo sentiré mucho, tío mío, lo sentiré mucho. Qué le vamos a hacer, no puedo obligaros a lo que no os place. Tal vez ha llegado el momento de renunciar a esa costumbre que obliga a los pares a levantar la mano junto a la corona…

—¡Sobrino mío! ¡Sobrino mío! —exclamó Valois.

—… y si es preciso el consentimiento para ser elegido —agregó Felipe—, solicitarlo no a seis grandes barones, sino al pueblo, tío mío, que proporciona hombres para los ejércitos y subsidios para el Tesoro. Éste será el papel de los «estados» que voy a convocar.

Valois no se pudo contener y, saltando de su asiento, empezó a gritar:

—¡Blasfemáis, Felipe, o no sabéis lo que estáis diciendo! ¿Se ha visto alguna vez a un monarca elegido por sus súbditos? ¡Hermosa novelería la de vuestros estados! Procede directamente de la cabeza de Marigny, que había nacido del pueblo, y tan perjudicial fue a vuestro padre. Os digo que si se comienza así, antes de cincuenta años el pueblo nos dejará de lado y elegirá rey a cualquier burgués, a cualquier doctor de parlamento o cualquier tendero enriquecido con sus latrocinios. No, sobrino mío, no; esta vez estoy decidido; no sostendré la corona de un rey que no lo es por sí mismo y que, encima, quiere entregarla en manos de los villanos.

Caminaba a grandes pasos, rojo de ira.

«¿Cincuenta mil… o cien mil? —seguía preguntándose Felipe—. ¿Qué cantidad se necesita para darle la estocada?».

—Sea, tío mío, no sostengáis nada —dijo—; pero entonces permitidme que llame ahora mismo a mi tesorero.

—¿Para qué?

—He de modificar la lista de las donaciones que, para celebrar mi jubilosa coronación, iba a firmar mañana, a la cabeza de las cuales os encontrabais vos… con cien mil libras.

La estocada dio en el blanco. Valois se quedó asombrado, con los brazos abiertos.

Felipe comprendió que había ganado y, a pesar de lo costosa que le resultaba aquella victoria, tuvo que esforzarse para no sonreír al ver la cara que ponía su tío. Éste, por otra parte, no tardó mucho en salir del aprieto. Había quedado interrumpido en un momento de cólera; siguió encolerizado. La cólera era para él un medio de intentar embrollar el razonamiento ajeno, cuando el suyo se debilitaba.

—Todo el mal proviene de Eudes —empezó a perorar—. ¡Repruebo su actitud, y se lo gritaré a la cara! ¿Qué necesidad tenía el conde de Flandes y el duque de Bretaña de tomar partido por él y rehusar vuestra convocatoria? ¡Cuando el rey ordena sostener su corona, hay que venir! ¿No estoy yo aquí? Esos barones exageran sus derechos. Así es como la autoridad corre el peligro de ir a parar a los pequeños vasallos y a los burgueses. En cuanto a Eduardo de Inglaterra, ¿qué se puede esperar de un hombre que se comporta como mujer? Estaré, pues, a vuestro lado para darles una lección. Y desde ahora acepto, en nombre de la justicia, sobrino mío, lo que pensáis darme. Porque es justo que quienes son fieles al rey sean tratados de distinto modo que los que lo traicionan. Vos gobernáis bien. ¿Cuándo… cuándo vais a firmar esa donación con la que me manifestáis vuestra estima?

—Ahora, tío mío, si lo deseáis… pero con fecha de mañana —respondió el rey Felipe V.

Por tercera vez, y siempre por medio del dinero, había puesto el bozal al conde de Valois.

—Ya es hora de que me coronen —dijo Felipe a su tesorero, cuando hubo salido Valois—; porque si tengo que discutir de nuevo, habré de vender el reino.

Y como Fleury se asombrara de la enormidad de la suma prometida, agregó:

—Tranquilizaos, tranquilizaos, Geoffroy; todavía no he señalado cuándo le será entregada esa suma. La cobrará sólo en pequeñas cantidades… Pero él podrá tomar prestado sobre ella… Ahora, vamos a cenar.

El ceremonial exigía que después de la cena, el rey, rodeado de sus oficiales y del cabildo, hiciera una visita a la catedral para recogerse en oración. La iglesia estaba ya preparada, con los tapices colgados, los centenares de cirios ya colocados y levantado el gran estrado en el coro. El rezo de Felipe fue breve, pero se quedó bastante tiempo informándose por última vez del desarrollo de los ritos y de los gestos que debía hacer. Comprobó el cierre de las puertas laterales, revisó los dispositivos de seguridad, y preguntó qué lugar ocuparía cada uno.

—Los pares laicos, los miembros de la familia real y los grandes oficiales estarán en el estrado —le explicaron—. El condestable, a vuestro lado; el canciller, junto a la reina. Este trono, frente al vuestro, es el del arzobispo de Reims, y los asientos dispuestos alrededor del altar mayor son para los pares eclesiásticos.

Felipe recorría el estrado a paso lento, y desarrugó con la punta del pie el extremo levantado de una alfombra.

«¡Qué extraño es esto! —se decía—. Estuve aquí, en este mismo sitio, el año pasado, para asistir a la consagración de mi hermano… y no me fijé en todos estos detalles».

Se sentó un momento, pero no en el trono real; un temor supersticioso le impedía ocuparlo todavía. «Mañana, mañana seré rey de verdad». Pensaba en su padre, en la sucesión de antepasados que lo habían precedido en aquella iglesia; pensaba en su hermano, eliminado por un crimen del que se sentía inocente pero cuyas consecuencias aprovechaba; pensaba en otro crimen, en el del niño, que tampoco había ordenado pero del que era cómplice silencioso… Pensaba en la muerte, en su propia muerte, y en los millones de hombres súbditos suyos, en los millones de padres de hijos y de hermanos que gobernaría.

«¿Son todos ellos, como yo, criminales si se les presenta la ocasión, inocentes sólo en apariencia y dispuestos a obrar mal para satisfacer su ambición? Sin embargo, cuando estaba en Lyon, sólo tenía deseos de justicia, ¿estoy seguro de esto…? ¿Es tan detestable la naturaleza humana, o es la realeza la que nos vuelve así? ¿El tributo que se debe pagar para reinar es verse uno mismo tan impuro y sucio? ¿Por qué nos ha hecho Dios mortales, ya que lo que nos hace detestables es la muerte, tanto por el miedo que le tenemos como por el uso que hacemos de ella…? Tal vez intentarán matarme esta noche».

Veía grandes sombras, moviéndose sobre los muros, entre los pilares. No sentía arrepentimiento, sino sólo falta de alegría.

«He aquí lo que se llama hacer oración. Por eso nos aconsejan acudir a la iglesia la noche antes de la consagración».

Se juzgaba, lúcidamente, tal como era: un mal hombre dotado para ser un gran rey.

Como no tenía sueño, se quedó allí durante largo rato, meditando sobre sí mismo, sobre el destino humano, sobre el origen de nuestros actos, y planteándose las únicas grandes preguntas de la vida, las que jamás pueden resolverse.

—¿Cuánto durará la ceremonia? —preguntó.

—Dos horas largas, sire.

—Bien, entonces es preciso que nos esforcemos en dormir. Debemos estar preparados para mañana.

Pero cuando volvió al palacio arzobispal, entró en la habitación de la reina y se sentó al lado del lecho. Habló a su mujer de cosas sin interés: de los asientos en la catedral, de su preocupación por los vestidos de sus hijas…

Juana estaba ya medio dormida. Hacía esfuerzos para mantenerse atenta; adivinaba en su marido una tensión nerviosa y una especie de angustia contra la que buscaba protección.

—Amigo mío —preguntó—, ¿queréis dormir conmigo?

Él pareció vacilar.

—No puedo; no he avisado al chambelán —respondió.

—Sois rey, Felipe —dijo Juana sonriendo—; podéis dar a vuestro chambelán las órdenes que gustéis.

Felipe tardó un tiempo en decidirse. Aquel joven que sabía, con las armas o con el dinero, meter en cintura a sus más poderosos vasallos, se sentía turbado ante la perspectiva de tener que informar a uno de sus servidores de que, por deseo imprevisto, iba a compartir el lecho de su mujer.

Finalmente llamó a una de las camareras que dormían en la pieza contigua y le ordenó avisar a Adán Héron que no le esperase, ni se acostara aquella noche, atravesado, a su puerta.

Luego, entre los tapices con dibujos de papagayos y los tréboles de plata del cielo del lecho, se desnudó y se deslizó entre las sábanas. Y aquella gran angustia de la que no podían defenderle todas las tropas del condestable, porque era angustia de hombre y no de rey, se aplacó al entrar en contacto con el cuerpo de su mujer, junto a sus piernas firmes, su vientre dócil y su cálido pecho.

—Amiga mía —murmuró Felipe, con los labios junto a los cabellos de Juana—; amiga mía, respóndeme: ¿me engañaste alguna vez? Responde sin miedo, porque, aunque me hayas traicionado, estás perdonada.

Juana estrechó los costados secos y robustos de Felipe, cuya osamenta sentían sus manos.

—Nunca, Felipe, nunca, te lo juro —respondió ella—. Estuve tentada de hacerlo, te lo confieso, pero nunca cedí.

—Gracias, amiga mía —susurró Felipe—. Ahora nada falta a mi realeza.

No le faltaba nada a su realeza porque era igual que todos los hombres de su reino: necesitaba una mujer, y que ésta fuera completamente suya.