A la mañana siguiente produjo gran efecto la llegada a la mansión de Cressay de un jinete con la flor de lis bordada en la manga izquierda y las armas reales en el cuello de la casaca. Lo trataron de «monseñor», y los hermanos Cressay, por un breve billete que requería urgentemente su presencia en Vincennes, creyeron que iban a darles el mando de alguna capitanía o que los habían nombrado senescales.
—No es de extrañar —dijo la señora Eliabel—; al fin se han acordado de nuestros méritos y de los servicios que hemos prestado al reino desde hace doscientos años. ¡Este nuevo rey parece que sabe dónde encontrar hombres valerosos! Vamos, hijos míos; poneos vuestras mejores galas, y cabalgad de prisa. Hay un poco de justicia en el mundo, y ello nos consolará de la vergüenza que nos ha traído vuestra hermana.
Estaba mal recuperada de su enfermedad del verano. Se sentía torpe, había perdido la actividad de antaño, y sólo se mostraba autoritaria importunando a la sirvienta. Había dejado a sus hijos la dirección de su pequeña hacienda, pero no por eso iba mejor.
Los dos hermanos se pusieron, pues, en camino, llenos de ambiciosas esperanzas. El caballo de Pedro tenía tanto huélfago al llegar a Vincennes que se podía pensar que éste sería su último viaje.
—Tengo que hablaros de cosas graves, mis jóvenes sires —les dijo Bouville al recibirlos.
Y les ofreció vino con especias y almendras garrapiñadas.
Los dos muchachos se sentaron en el borde del asiento, como bobos lugareños, y apenas se atrevían a llevarse a los labios los vasos de plata.
—¡Ah! Ahora pasa la reina —dijo Bouville—. Aprovecha un momento de sol para tomar un poco el aire.
Los dos hermanos, latiéndoles fuertemente el corazón, alargaron el cuello para distinguir, a través de las verdosas vidrieras, una forma blanca, cubierta con una gran capa, que caminaba lentamente, escoltada por varios servidores. Luego se miraron, moviendo la cabeza. ¡Habían visto a la reina!
—De vuestra hermana os quiero hablar —prosiguió Bouville—. ¿Estaríais dispuestos a acogerla? En primer lugar, habéis de saber que ha amamantado al hijo de la reina.
Y les explicó, lo más brevemente posible, lo que era indispensable que supieran.
—¡Ah! Tengo que daros también una buena noticia —continuó—. No quiere volver a ver a aquel italiano que la embarazó. Ha reconocido su falta, y que una joven de sangre noble no puede rebajarse a ser la mujer de un lombardo, por muy apuesto que sea. Porque hay que reconocer que es un galán muy agradable y de inteligencia despierta…
—Pero al fin y al cabo no es más que un lombardo —cortó la señora de Bouville, que esta vez asistía a la entrevista—; un hombre sin conciencia y sin fe; bien lo ha demostrado.
Bouville bajó la cabeza.
«¡También a ti, mi amigo Guccio, mi gentil compañero de viaje, tengo que traicionarte! ¿He de acabar mis días renegando de todos los que me han dado pruebas de amistad?», pensaba. Se calló y dejó que su mujer llevara la voz cantante.
Los dos hermanos estaban un poco despechados, sobre todo el mayor. Esperaban algo maravilloso, y sólo se trataba de su hermana. ¿Es que no les iba a ocurrir nada en su vida como no fuera a través de ella? Casi le tenían celos. ¡Nodriza del rey! ¡Y personajes tan elevados como un gran chambelán interesándose por su suerte! ¿Quién lo hubiera podido imaginar?
El parloteo de la señora de Bouville no les dejaba tiempo para reflexionar.
—Es deber del cristiano —decía la señora de Bouville— ayudar al pecador en su arrepentimiento. Comportaos como buenos gentileshombres. ¡Quién sabe si la divina voluntad no dispuso que vuestra hermana diera a luz en este preciso momento, aunque el resultado no fuera feliz, ya que ha muerto el pequeño rey! Pero, en fin, ella aportó su ayuda.
La reina Clemencia, para testimoniar su reconocimiento, concedería al hijo de la nodriza una renta de cincuenta libras anuales. Además le entregaría ahora, como regalo, la suma de trescientas libras de oro. Esta cantidad estaba allí, en una gran bolsa bordada.
Los dos hermanos no supieron ocultar su emoción. Era la fortuna que les caía del cielo, el medio de hacer arreglar el muro que circundaba su destartalada mansión, la seguridad de una mesa bien provista todo el año, la perspectiva, en fin, de comprarse armaduras y de equipar a algunos de sus siervos como escuderos, con el fin de poderse presentar convenientemente en las levas de las mesnadas. Se hablaría de ellos en los campos de batalla.
—Entendedme bien —precisó la señora de Bouville—; estas sumas se donan al niño. Si es maltratado o le ocurre alguna desgracia, la renta, naturalmente, será suprimida. Porque el haber sido hermano de leche del rey le confiere una distinción que debéis respetar.
—Desde luego, desde luego, acepto… Puesto que María se ha arrepentido —dijo con énfasis el hermano barbudo—, y ya que nos solicitan su perdón tan altos personajes como vos, messire, señora… debemos abrirle los brazos. La protección que le dispensa la reina borra su pecado, y si en adelante cualquiera, sea noble o villano, intenta reírse de ella delante de mí, lo degüello.
—¿Y nuestra madre? —preguntó el menor.
—Estoy seguro de que la convenceré —respondió Juan—, desde la muerte de nuestro padre yo soy el jefe de la familia; no hay que olvidarlo.
—Vais a jurar sobre el Evangelio —prosiguió la señora de Bouville— que no prestaréis oídos a lo que vuestra hermana pueda contaros, ni lo divulgaréis, sobre lo que haya visto durante su estancia aquí, ya que son asuntos de la corona que han de permanecer secretos. Por otra parte, ella no ha visto nada. Ha dado de mamar, y basta. Pero vuestra hermana es un poco extravagante y le gusta contar fábulas. ¡Bien lo sabéis…! Hugo, ve a buscar el Evangelio.
El libro sagrado por un lado, la bolsa de oro por otro, y la reina paseando por el jardín… Los hermanos Cressay juraron callar todas las cosas relativas a la muerte del rey Juan I, vigilar, criar y proteger al niño de su hermana, así como impedir que se le acercara el hombre que la había seducido.
—¡Lo juramos de todo corazón! ¡Que aparezca por nuestra casa! —exclamó el mayor.
El pequeño mostraba menos convicción en la ingratitud. No podía dejar de pensar: «De todas formas, si no es por Guccio…».
—Por otra parte, nos informaremos, para saber si sois fieles a vuestro juramento —dijo la señora de Bouville.
Se ofreció a acompañar inmediatamente a los dos hermanos al convento de las Clarisas.
—Es molestaros demasiado, señora —dijo Juan de Cressay—; iremos solos.
—No, no, es necesario que vaya yo. Sin orden mía, la madre abadesa no dejaría salir a María.
La cara del barbudo se ensombreció. Reflexionaba.
—¿Qué os ocurre? —preguntó la señora de Bouville—. ¿Veis alguna dificultad?
—Es que… antes quisiera comprar una mula para nuestra hermana.
Cuando María estaba encinta, la había hecho viajar a la grupa desde Neauphle a París; pero ahora que los enriquecía, quería que su vuelta se efectuara con dignidad. La mula de la que se servía la señora Eliabel había muerto el mes anterior.
—Eso no tiene importancia —dijo la señora de Bouville—; os daremos una. Hugo, haz ensillar una mula.
Bouville acompañó a su mujer y a los hermanos Cressay hasta el puente levadizo.
«Quisiera morir para dejar de mentir y temer», pensaba el pobre hombre, pálido y tembloroso, mientras miraba el bosque marchito.
«¡París, al fin París!», se decía Guccio Baglioni al pasar por la puerta de Saint-Jacques.
París parecía taciturno y frío, como siempre ocurría después de las fiestas de Año Nuevo; el ritmo de la vida parecía haberse detenido, y mucho más aquel enero, debido a la partida de la corte.
Pero el joven viajero que regresaba después de seis meses de ausencia, no veía la niebla que lamía los tejados, ni los pocos transeúntes ateridos de frío; para él la ciudad estaba llena de sol y esperanza, porque aquel «¡al fin París!», que se repetía como si fuera la más alegre canción del mundo, quería decir:
«¡Al fin voy a reunirme con María!».
Guccio llevaba pelliza forrada de pieles y una capa de lluvia de pelo de camello; en la cintura sentía el peso de una bolsa de «cul-de-vilain[25]» llena de buenas libras acuñadas por el papa; se tocaba con un elegante sombrero de fieltro rojo echado hacia atrás, y puntiagudo encima de la frente. No podía pedirse más elegancia para gustar. Tampoco se podían sentir mayores deseos de vivir que los que él experimentaba.
Descabalgó en el patio de la calle de los Lombardos, y, tirando hacia adelante la pierna que continuaba un poco rígida desde el accidente de Marsella, corrió a echarse en brazos de Tolomei.
—¡Mi querido, mi buen tío! ¿Habéis visto a mi hijo? ¿Cómo está? Y María, ¿cómo ha soportado el parto? ¿Qué os ha dicho? ¿Cuándo me espera?
Tolomei, sin decir una palabra, le tendió la carta de María de Cressay. Guccio la leyó dos, tres veces… En la frase: «Sabed que siento gran aversión por mi pecado y que no quiero volver a ver a quien es causa de mi vergüenza. Quiero redimirme de esta deshonra…», exclamó:
—¡No es verdad, esto no es posible! ¡Ella no ha podido escribir esto!
—¿No es su letra? —preguntó Tolomei.
—Sí.
El banquero puso la mano en el hombro de su sobrino.
—De haber podido, te lo hubiera advertido a tiempo —dijo—; pero recibí esta carta anteayer, después de ver a Bouville…
Guccio, con la mirada ardiente y fija, los dientes apretados, no le escuchaba. Pidió la dirección del convento.
—¿El barrio de Saint-Marcel? ¡Allá voy!
Pidió su caballo, al que apenas habían terminado de desensillar; volvió a atravesar la ciudad sin ver, y llamó a la puerta de las Clarisas. Le dijeron que la joven de Cressay había partido la víspera, en compañía de dos gentileshombres, uno de los cuales llevaba barba. Por más que mostró la carta del papa, que echó pestes y escandalizó, no pudo obtener nada más.
—¡La abadesa! ¡Quiero ver a la madre abadesa! —gritaba.
—Los hombres no pueden entrar en la clausura.
Acabaron por amenazarlo con ir a buscar a la ronda.
Desalentado, pálido, demudado el semblante, volvió Guccio a la calle de los Lombardos.
—¡Se la han llevado sus hermanos, los bribones de sus hermanos! —dijo a Tolomei—. ¡Ah! ¡He estado fuera demasiado tiempo! ¡La fe que me juró no ha durado seis meses! Las damas de la nobleza, según dicen, aguardan diez años a que su caballero regrese de la Cruzada. ¡Pero a un lombardo no se le espera! Porque es eso, tío mío, y no otra cosa. ¡Repasad los términos de su carta! No hay más que desprecio e insultos. Podían haberla obligado a no verme más, pero no a abofetearme de ese modo… ¡En fin, tío mío! Tenemos una fortuna de decenas de miles de florines; los más altos barones vienen a implorarnos que les paguemos sus deudas; el mismo papa me ha tenido como consejero y confidente durante el cónclave, ¡y esos andrajosos del campo me escupen en la frente desde lo alto de su destartalado castillo, que se vendría abajo de un empujón! Basta que se le presenten esos dos sarnosos para que su hermana reniegue de mí. ¡Qué engañado vive quien cree que una hija no es de la misma pasta que sus padres!
El pesar de Guccio se estaba convirtiendo rápidamente en cólera, y su resentido orgullo le ayudaba para no caer en la desesperación. Había terminado de amar, pero no de sufrir.
—No lo comprendo —decía, desolado, Tolomei—. Parecía tan enamorada, tan feliz al estar conmigo… Nunca lo hubiera creído… Ahora veo por qué Bouville parecía tan turbado el otro día. Seguramente sabía algo. Y sin embargo, las cartas que recibí de ella… No lo comprendo. ¿Quieres que vaya ·a ver de nuevo a Bouville?
—¡No quiero nada, no quiero nada más! —gritó Guccio—. Ya he importunado bastante a los grandes de la tierra por culpa de esa mentirosa perra. Hasta al mismo papa, a quien solicité protección para ella… ¿Enamorada, dices? A ti te hacía carantoñas cuando se creía rechazada por los suyos y no veía más ayuda que la nuestra. Y estábamos bien casados. Porque no le faltó tiempo para entregarse, pero no sin recibir antes la bendición del sacerdote. Has dicho que estuvo cinco días junto a la reina Clemencia, sirviendo de nodriza. Se le han debido de subir los humos a la cabeza. También yo estuve junto a la reina, y la ayudé de otra manera. La salvé en medio de una tempestad…
No coordinaba las ideas; divagaba furioso y, caminando por la estancia, había recorrido ya su buen cuarto de legua.
—Tal vez si fuera a hablar con la reina…
—¡Ni con la reina, ni con nadie! Que se vuelva a su fangosa aldea, donde te hundes en el estiércol hasta los tobillos. ¡Sin duda le han encontrado un marido, un buen marido a semejanza de sus andrajosos hermanos! ¡Algún caballero velludo y maloliente que le dará otros hijos!… ¡Vendría ahora a arrodillarse a mis pies, y no querría yo saber nada de ella; óyelo bien: no querría saber nada de ella!
—Creo que si viniera, hablarías de otro modo —dijo suavemente Tolomei.
Guccio empalideció y se tapó los ojos con la palma de la mano. «María, mi hermosa María…». La veía en la habitación de Neauphle; la veía muy cerca; distinguía la luminosidad de sus ojos azules. ¿Cómo habían podido aquellos ojos disimular semejante traición?
—Voy a partir, tío mío.
—¿A dónde? ¿Vuelves a Aviñón?
—¡Buen papel haría allí! Anuncié a todos que volvería con mi esposa, a la que adorné con todas las virtudes. El Padre Santo sería el primero que me preguntaría…
—Boccacio me dijo el otro día que los Peruzzi pensaban arrendar el cobro de los impuestos de la senescalía de Carcasona.
—¡No! Ni Carcasona, ni Aviñón.
—Ni París, naturalmente… —dijo Tolomei, apesadumbrado.
Llega a todo hombre, por egoísta que haya sido, un momento, al atardecer de su vida, en que se siente cansado de trabajar únicamente para sí mismo. El banquero, después de haber esperado la presencia en su casa de una bonita sobrina para formar una familia feliz, veía de pronto desvanecerse sus esperanzas y dibujarse, en su lugar, la perspectiva de una larga vejez solitaria.
—Quiero marcharme —dijo Guccio— no quiero saber nada más de esta Francia que engorda a costa nuestra y nos desprecia porque somos italianos. ¿Qué he conseguido en Francia?, te pregunto. Una pierna rígida, cuatro meses de hospital, seis semanas en una iglesia, y para acabar… ¡esto! Ya debía haber comprendido que no me convenía este país. ¡Acuérdate! El día siguiente a mi llegada estuve a punto de hacer caer en la calle al rey Felipe el Hermoso. ¡No era un buen presagio! Eso sin hablar de mis travesías por mar, en las que por dos veces casi no lo cuento, ni del tiempo que pasé, porque creía estar enamorado, en aquel sucio villorrio de Neauphle, cambiando moneda a los villanos.
—Al menos te quedan tus buenos recuerdos —dijo Tolomei.
—¡Bah! A mi edad no se necesitan recuerdos. Quiero volver a mi Siena, donde no faltan hermosas muchachas, las más bellas del mundo, según me dicen cada vez que declaro que soy sienés. En todo caso, menos bribonas que las de aquí. Mi padre me envió a tu lado para que aprendiera; creo que he aprendido bastante.
Tolomei abrió su ojo izquierdo; veía borroso de aquel lado.
—Tal vez tengas razón —dijo—. La pena se te pasará antes, si estás lejos; pero no te lamentes de nada, Guccio; no has hecho mal aprendizaje: vivir, recorrer los caminos, conocer las miserias del pueblo y descubrir las debilidades de los grandes. Te has acercado a las cuatro cortes que dominan a Europa: las de París, Londres, Nápoles y Aviñón. ¡No mucha gente ha tenido ocasión de estar encerrado en el interior de un cónclave! Te has iniciado en los negocios, y tendrás tu parte, lo que supone una bonita suma. El amor te ha hecho cometer algunas tonterías, y como todos los que han viajado mucho, dejas un bastardo en el camino. Y sólo tienes veinte años. ¿Cuándo quieres partir?
—Mañana, tío Spinello, mañana, si os parece bien… ¡Pero volveré! —agregó Guccio con tono rabioso.
—¡Claro! ¡Así lo espero, hijo mío! ¡Espero que no dejaras morir a tu viejo tío sin volverlo a ver!
—Un día regresaré, y me llevaré a mi hijo. Porque, después de todo, es tan mío como de los Cressay. ¿Por qué voy a dejárselo? ¿Para que lo eduquen en su cuadra, como a un perro de mala raza? Se lo quitaré, óyelo, y eso será el castigo de María. Ya sabes lo que se dice en nuestro país: venganza de toscano.
Un gran alboroto proveniente del piso bajo le cortó la palabra. La casa, de vigas de madera, temblaba desde sus cimientos, como si hubiera penetrado en el patio una docena de carromatos. Las puertas vibraban.
Tío y sobrino se dirigieron a la escalera de caracol llena de un ruido como de carga. Tronó una voz.
—¡Banquero! ¿Dónde estás, banquero? ¡Necesito dinero!
Y monseñor Roberto de Artois apareció en los escalones.
—¡Mírame bien, amigo banquero, acabo de salir de prisión! —exclamó—. ¿No lo crees? Mi dulce, mi meloso, mi tuerto primo… el rey quiero decir, porque parece que lo es…, se ha acordado por fin de que me pudría en el calabozo donde me había metido, y me ha sacado de nuevo al aire libre. ¡Qué amable muchacho!
—Sed bien venido, monseñor —dijo Tolomei sin entusiasmo alguno.
Y se inclinó por encima de la escalera, dudando todavía de que tal huracán pudiera ser producido por un solo hombre.
Bajando la cabeza para no dar con el dintel de la puerta, el de Artois entró en el gabinete del banquero y se fue directo a un espejo.
—¡Vaya cara de muerto! —dijo tocándose las mejillas con ambas manos—. Hay que confesar que uno se debilita. Siete semanas, imagínate, viendo la luz sólo a través de una lumbrera cruzada por gruesos hierros. Dos veces al día un bodrio que, incluso antes de comerlo, ya daba cólico. Por suerte, mi Lormet me hacía pasar buenos platos de su estilo; de lo contrario, no viviría a estas horas. Y el dormir no era mejor que la pitanza. Por consideración a mi sangre real, me concedieron una cama. ¡Pero tuve que romper la madera para poder estirar los pies! Paciencia; todo le será tenido en cuenta a mi querido primo.
La verdad era que Roberto no había adelgazado una onza, y que la reclusión había debilitado bien poco su fuerte naturaleza. Si su color era menos vivo, por lo contrario sus ojos grises, color de pedernal, brillaban con mayor malignidad que antes.
—¡Hermosa libertad me han regalado! «Quedáis libre, monseñor —continuó el gigante, remedando al capitán del Châtelet—. Pero… pero no os podéis alejar más de veinte leguas de París, pero la guardia del rey debe conocer vuestra residencia, pero la capitanía de Evreux ha de ser advertida si vais a vuestras tierras». Dicho de otro modo: «Quédate aquí, Roberto, pateando por las calles bajo la mirada de la ronda, o bien vete a enmohecer a Conches. ¡Pero no pongas los pies en el Artois ni en Reims! ¡Sobre todo no queremos verte en la consagración! ¡Podrías entonar algún salmo que no gustaría a todos los oídos!». Ha elegido bien el día para soltarme; ni demasiado pronto, ni demasiado tarde. Se ha marchado toda la corte; nadie en palacio, nadie en casa de Valois… ¡Mi primo me ha dejado bien abandonado! Y aquí me tenéis, en una ciudad muerta, sin un ochavo en la bolsa para cenar esta noche y encontrar una muchacha con quien emplear mi carácter amoroso. Porque son siete semanas, ¡comprendes, banquero…! No, tú no puedes comprender; eso ha dejado de preocuparte. He hecho demasiado el bellaco en el Artois para resignarme ahora a estar en calma durante tanto tiempo; y se está incubando allá abajo un gran número de críos que nunca sabrán que descienden de Felipe Augusto. He comprobado una cosa bien rara, que esas ratas de doctores y filósofos deberían meditar: ¿por qué hay un miembro en el hombre que cuanto más trabajo se le da, más quiere?
Soltó una carcajada, haciendo crujir el asiento de encina en el que se había acomodado, y de repente, pareció darse cuenta de la presencia de Guccio.
—Y a vos, amiguito, ¿cómo os van vuestros amores? —preguntó; lo que en su boca era igual que decirle a uno «buenos días».
—¡Mis amores! ¡Para qué hablar, monseñor! —respondió Guccio, descontento de aquella violencia más ruidosa que interrumpía la suya.
Tolomei quiso indicar con una mueca al conde de Artois que el tema no era el más a propósito.
—¿Pues qué? —exclamó el de Artois con su acostumbrada delicadeza—. ¿Os ha abandonado una hermosa? ¡Dadme en seguida su dirección para correr hacia ella! ¡Vamos, no pongáis esa cara! Todas las mujeres son rameras.
—Cierto, monseñor. ¡Todas!
—¡Entonces!… Divirtámonos al menos con las que no lo ocultan. Necesito dinero, banquero. Cien libras. Y me llevo a cenar a tu sobrino para quitarle de la cabeza esas sombrías ideas. ¡Cien libras!… Sí, ya sé, ya sé que os debo mucho y decís que nunca os pagaré. Estáis equivocado. Dentro de poco, veréis a Roberto de Artois más poderoso que nunca. Felipe puede encasquetarse la corona hasta la nariz; no tardaré en hacérsela saltar. Porque te voy a decir una cosa que vale más de cien libras, y que servirá de garantía a lo que me prestes… ¿Cómo se castiga el regicidio? ¿Horca, degüello, descuartizamiento? Pronto asistiréis a un agradable espectáculo: mi gorda tía Mahaut, en cueros como una ramera, descuartizada por cuatro caballos y con sus villanas tripas mezcladas con el polvo. ¡Y el animal de su yerno le hará compañía! Es lástima que no se les pueda dar suplicio dos veces. Porque los muy perversos han matado a dos. Durante mi estancia en el Châtelet no he querido decir nada, para evitar que una buena noche vinieran a sangrarme como a un cerdo. Sin embargo, he estado al corriente de todo. Lormet… siempre Lormet. ¡Ah, qué buen muchacho!… Escuchadme.
Después de siete semanas de obligado mutismo, el terrible charlatán se desquitaba, y sólo se detenía para tomar aliento y poder seguir hablando.
—Escuchadme bien —prosiguió—. Primero: Luis confisca a Mahaut sus posesiones de Artois, donde se encolerizan mis partidarios; en seguida Mahaut lo hace envenenar. Segundo: Mahaut, para cubrirse, empuja a Felipe a la regencia en contra de Valois, que hubiera apoyado mis derechos. Tercero: Felipe hace aceptar su reglamento de sucesión, que excluye a las mujeres de la corona de Francia, pero no de la herencia de los feudos, fijaos bien. Cuarto: una vez confirmado como regente, Felipe puede levantar un ejército para desalojarme del Artois, que estaba a punto de volver a mis manos por entero. Como no estoy loco, decido entregarme yo solo. Pero la reina Clemencia va a dar a luz; quiere tener las manos libres, y me encarcela. Quinto: la reina alumbra un hijo. ¡Minucias! Cierra a Vincennes, oculta el niño a los barones, les dice que no puede durar, se pone de acuerdo con una comadrona o nodriza a la que asusta o soborna, y mata al segundo rey. Después de esto, va a hacerse consagrar a Reims. Así es, amigos míos, como se obtiene una corona. Todo ello por no devolverme un condado.
Al oír la palabra «nodriza», Tolomei y Guccio cambiaron una rápida mirada de inquietud.
—Son cosas que sospecha todo el mundo —concluyó el de Artois—; pero que, al no haber pruebas, nadie se atreve a proclamar. ¡Solamente yo tengo pruebas! Traeré a una cierta dama que proporcionó el veneno. Y luego habrá que hacer cantar un poco, con los instrumentos de hierro, a esa Beatriz de Hirson, que ha hecho de alcahueta del diablo en ese bonito juego. Es hora de que le pongamos fin, si no, nos matarán a todos.
—Cincuenta libras, monseñor; puedo entregaros cincuenta libras.
—¡Avaro!
—Eso es todo lo que tengo.
—Sea. Me debes, pues, otras cincuenta. Mahaut te pagará todo con intereses.
—Guccio —dijo Tolomei—, ven a ayudarme a contar las cincuenta libras para monseñor.
Y se retiró con su sobrino a una pieza contigua.
—Tío mío —murmuró Guccio—, ¿creéis que es verdad lo que acaba de decir?
—No lo sé, hijo mío, no lo sé; pero me parece que haces bien en marcharte. Nada bueno puede resultar de andar metido en un asunto que huele tan mal. La extraña reacción de Bouville, la repentina fuga de María… No se puede, desde luego, hacer caso de todos los denuestos de ese alocado, pero con frecuencia me he dado cuenta de que, cuando habla de fechorías, como es un maestro en ellas, las huele de lejos. Recuerda el adulterio de las princesas; es él quien lo descubrió, y nos lo había anunciado. Tu María… —dijo el banquero, moviendo su gordezuela mano con gesto de duda— tal vez es menos inocente y sincera de lo que habíamos creído. Ciertamente, hay un misterio en todo esto.
—Después de su traicionera carta, se puede creer todo —dijo Guccio, cuyo pensamiento divagaba.
—No creas nada, no busques nada. Márchate. Es un buen consejo.
Cuando monseñor de Artois recibió las cincuenta libras, se empeñó en que Guccio compartiera con él la pequeña fiesta que iba a ofrecerse para celebrar su liberación. Necesitaba un compañero; se hubiera emborrachado con su caballo antes que quedarse solo.
Tanto insistió que Tolomei acabó por susurrarle a su sobrino:
—Ve; si no, se va a molestar. Pero no dejes suelta la lengua.
Guccio terminó su desesperada jornada en una taberna cuyo dueño pagaba a los oficiales de la ronda para que pasaran por alto sus tapujos de burdel. Por otra parte, de todo lo que se decía allí se informaba a la guardia.
Monseñor de Artois estaba de inmejorable humor; insaciable en la bebida, prodigioso de apetito, alborotador, indecente y desbordante de afecto hacia su joven compañero, levantaba las faldas de las muchachas para mostrar a todos el verdadero rostro de su tía Mahaut.
Guccio, con ganas de emularlo, no resistió mucho tiempo el vino. Con los ojos brillantes, los cabellos en desorden y el gesto indeciso, gritó:
—También yo sé cosas… ¡Ah, si quisiera hablar!
—¡Habla, habla, pues!
A Guccio le quedaba un poco de prudencia en medio de su embriaguez.
—El papa… —dijo—. Sé mucho sobre el papa.
De pronto se echó a llorar de manera incontenible sobre el hombro de una ramera; a la que luego abofeteó porque veía en ella la imagen de la traición femenina.
—¡Pero volveré… y me lo llevaré!
—¿A quién? ¿Al papa?
—¡No, al niño!
La velada iba alborotándose, la vista se nublaba, y las muchachas proporcionadas por el tabernero estaban ya casi sin ropa, cuando Lormet se acercó a Roberto de Artois y le dijo al oído:
—Fuera hay un hombre que nos espía.
—¡Mátalo! —respondió negligentemente el gigante.
—Bien, monseñor.
De esta manera la señora de Bouville perdió uno de sus criados, que había enviado a seguir los pasos del joven italiano. Guccio no sabría nunca que el sacrificio de María le había evitado probablemente acabar panza arriba en las aguas del Sena.
Encenagado en un lecho dudoso, sobre los senos de la muchacha a la que había abofeteado, y que se mostraba compasiva ante la pena del joven, Guccio continuó insultando a María y creyó vengarse de ella maltratando un cuerpo mercenario.
—Tienes razón. Tampoco yo creo en las mujeres; todas son unas embusteras —decía la ramera, de cuyos rasgos Guccio no se volvería a acordar.
Al día siguiente, con el sombrero hundido hasta los ojos, cansado, asqueado de cuerpo y alma, emprendía Guccio el camino de Italia. Llevaba una bonita fortuna en forma de letra de cambio firmada por su tío, que representaba sus beneficios en los asuntos que había atendido durante dos años.
El mismo día, el rey Felipe V, su mujer Juana y la condesa Mahaut, con toda la servidumbre, llegaban a Reims.
Las puertas de la mansión de Cressay se habían cerrado ya tras la hermosa María, que viviría allí, inconsolable, un eterno invierno.
El verdadero rey de Francia iba a crecer allá como un bastardillo. Daría sus primeros pasos en el fangoso patio, entre patos; iría a tumbarse en la pradera de lirios amarillos, a lo largo del Mauldre; en aquella pradera donde María, cada vez que pasara, reviviría sus fugaces y trágicos amores. Ella mantendría su juramento, todos sus juramentos, hacia Guccio y hacia el reino; guardaría su secreto, todos sus secretos hasta el lecho de muerte. Su confesión, un día, conmovería a Europa.