En su ascensión real, Felipe el Largo no había pasado sólo sobre dos cadáveres, dejaba también tras de sí otros dos destinos aniquilados, dos mujeres destruidas, una de ellas reina y la otra de oscura familia.
Al día siguiente de las exequias fúnebres del falso Juan I en Saint-Denis, la señora Clemencia de Hungría, de quien todos creían que iba a entregar el alma, volvió lentamente a recuperar sus sentidos y la vida. Alguno de los remedios que le daban había resultado eficaz; la fiebre y la infección abandonaban aquel cuerpo, como para dar lugar a otras penas. Las primeras palabras que pronunció la reina fueron para pedir su hijo, a quien apenas había visto. Su recuerdo sólo le traía la imagen de un cuerpecito desnudo al que friccionaban con agua de rosas y ponían en la cuna…
Cuando le notificaron, con mil cuidados, que no se lo Podían mostrar en seguida, murmuró:
—Ha muerto, ¿verdad? Lo sabía. Lo presentía en medio de la fiebre… También debía ocurrir eso…
No tuvo la reacción aterradora que todos temían. Quedó postrada, pero sin lágrimas; su rostro mostraba la expresión de trágica ironía que adoptan ciertas personas después de un incendio, ante las humeantes cenizas de su casa. Sus labios se abrieron como para reír, y durante unos instantes creyeron que había enloquecido.
La desgracia se había encarnizado con ella; había zonas muertas en su alma, y aunque el destino redoblara sus golpes no podría causarle más sufrimiento.
Bouville, ante ella, se veía condenado a una engañosa misión de consolador ineficaz. Cada palabra de afecto que le dirigía la reina lo atormentaba de remordimiento.
«Su hijo vive, y no puedo decírselo. ¡Y pensar que está en mi mano darle una alegría tan grande!…».
Por piedad, e incluso por simple honradez, estuvo cien veces a punto de hablar. Pero la señora de Bouville, que conocía su tierno corazón, no lo dejaba nunca solo con la reina.
Al menos pudo desahogarse a medias, acusando a Mahaut, la verdadera culpable.
La reina se encogió de hombros. ¿Qué le importaba la mano de la que se habían servido las fuerzas del mal para abatirse sobre ella?
—He sido piadosa y buena; al menos así lo creo —decía—, me he esforzado en cumplir los mandamientos de la religión y en corregir a los que me eran queridos. Nunca he deseado mal a nadie. Y Dios me ha castigado más que a ninguna de sus criaturas, por otra parte, veo triunfar en todo a los malos.
No se rebelaba ni blasfemaba tampoco; simplemente atestiguaba una especie de monumental error.
Sus padres habían muerto de peste cuando ella contaba apenas dos años. Mientras todas las princesas de su familia se casaban o se comprometían antes de alcanzar la edad núbil, ella había tenido que esperar hasta los veintidós años. El partido inesperado que se le presentó parecía el mejor del mundo. Había acudido a aquel matrimonio con el rey de Francia deslumbrada, rendida de amor exaltado y llena de las mejores intenciones. Aun antes de llegar a su nuevo país había estado a punto de perecer en el mar. Al cabo de unas semanas descubría que se había casado con un asesino y que sucedía a una reina estrangulada. A los diez meses quedaba viuda y encinta. Alejada en seguida del poder, la tenían secuestrada con el pretexto de protegerla, y acababa de luchar durante ocho días entre la vida y la muerte para saber, apenas salida de aquel infierno, que su hijo había muerto, envenenado, sin duda, como su marido.
—La gente de mi país cree en la mala suerte. Tienen razón. Yo tengo mala suerte —dijo—. Me debo prohibir emprender nada más y fiarme de nadie, ni aun del mismo Dios.
Amor, caridad, esperanza… Había agotado todas las reservas de virtud que poseía, y al mismo tiempo perdía la fe.
Durante su enfermedad había sufrido tales torturas y había sentido tan cerca la agonía, que encontrarse viva, respirar sin dificultad, alimentarse, posar la mirada en las paredes, muebles y rostros, le parecía sorprendente y le procuraba las únicas emociones de que era capaz su alma medio destruida.
A medida que avanzaba en su lenta convalecencia y recobraba su legendaria belleza, la reina Clemencia comenzó a adquirir gustos de mujer madura y caprichosa. Parecía que bajo aquella admirable apariencia, bajo aquellos cabellos de oro, aquel rostro de retablo, aquel noble pecho, aquellos miembros perfectos que día a día recuperaban su seducción, habían transcurrido de golpe cuarenta años. Con un cuerpo suntuoso, una vieja viuda reclamaba a la vida sus últimas alegrías. Las reclamaría durante once años.
Frugal hasta entonces, tanto por religiosidad como por indiferencia, la reina mostró en seguida extrañas exigencias de manjares raros y costosos. Colmada por Luis X de joyas que ella había desdeñado al recibirlas, se exaltaba ahora ante sus cofres, apasionada en contar las piedras, en calcular su valor, y en apreciar la talla o el brillo. Decidió de pronto transformar las monturas y convocó a sus orfebres a interminables reuniones. Pasaba también largas horas con las lenceras, hacía comprar las más caras telas de Oriente y encargaba excesiva cantidad de exóticos perfumes.
Aunque para aparecer en público vestía el blanco atuendo de las viudas, en sus habitaciones, los íntimos quedaban sorprendidos, e incluso molestos al verla, junto a la chimenea, envuelta en velos de excesiva transparencia.
Su generosidad de antaño perduraba ahora en forma alocada de absurdas liberalidades. Los mercaderes hicieron correr la voz entre ellos, pues sabían que no se les discutiría el precio. La codicia se apoderaba del personal. Ciertamente, la reina estaba bien servida. En las cocinas se disputaban el honor de prepararle su manjar preferido; por un postre bien presentado, por una leche de avellanas, por un plato recientemente descubierto en el que el romero y las especias estaban bien maceradas en jugo de granada, la reina abría la mano llena de monedas.
Pronto quiso oír voces agradables que le cantaran y le recitaran cuentos, endechas y novelas. Su fría mirada sólo quería posarse en rostros jóvenes. Cualquier trovador de buena apariencia y voz cálida, que la hubiera distraído durante una hora, y cuya mirada se había turbado al entrever el cuerpo de la reina bajo los velos de Chipre, recibía lo suficiente como para divertirse en las tabernas durante un mes.
Bouville estaba alarmado de aquella prodigalidad; pero él mismo no había podido negarse a ser uno de los beneficiarios.
El 1 de enero, que era el día de las felicitaciones y regalos aunque el año oficial empezaba por Pascua, la reina Clemencia entregó a Bouville un saquito bordado que contenía trescientas libras en oro. El antiguo chambelán exclamó:
—¡No, señora, por favor, no lo merezco!
Pero no se le puede rehusar un obsequio a una reina, aunque se sepa que se está arruinando[24].
Aquel mismo día 1 de enero, Bouville recibió la visita de maese Tolomei. El banquero encontró al antiguo chambelán asombrosamente adelgazado y pálido. Bouville flotaba en sus vestidos; sus mejillas estaban hundidas, su mirada inquieta y su atención desfalleciente.
«Este hombre —pensó Tolomei— está minado por una enfermedad secreta y no me sorprendería que dentro de poco se encontrara a las puertas de la muerte. Tengo que darme prisa para solucionar el asunto de Guccio».
Tolomei conocía bien las costumbres. Con ocasión del año nuevo llevaba una pieza de tela a la señora de Bouville.
—… para agradecerle —dijo— todo lo que ha hecho por esa joven que acaba de dar un hijo a mi sobrino…
Bouville quiso rechazar también este obsequio.
—Aceptadlo, aceptadlo —insistió Tolomei—. Quisiera, por otra parte, hablaros un poco de este asunto. Mi sobrino va a regresar de Aviñón, donde nuestro Santo Padre el papa…
Bouville se persignó.
—… lo ha retenido trabajando en las cuentas de su tesorería. Ahora viene a buscar a su mujer y a su hijo…
Bouville se quedó helado.
—Un momento, maese, un momento… —dijo—. Hay un mensajero que me está esperando y debo darle una contestación urgente. Hacedme el favor de esperar.
Y con la pieza de tela bajo el brazo, desapareció a recabar consejo de su mujer.
—El marido vuelve —dijo.
—¿Qué marido? —preguntó la señora de Bouville.
—¡El marido de la nodriza!
—¡Si no está casada!
—¡Lo está! ¡Hay que creerlo! Tolomei está aquí. Toma, te ha traído esto.
—¿Qué quiere?
—Que la joven salga del convento.
—¿Cuándo?
—No lo sé todavía. Pronto.
—Entonces, deja que lo piense. No prometas nada y vuelve a verme.
Bouville se presentó de nuevo ante su visitante.
—¿Decíais…, maese Tolomei?
—Os decía que llega mi sobrino para sacar del convento, donde tuvisteis la bondad de encontrarles refugio a su mujer y a su hijo. Ahora ya no tienen nada que temer. Guccio trae una recomendación del Santo Padre y creo que se establecerá en Aviñón, al menos por un tiempo… Me hubiera gustado tenerlos conmigo. ¿Sabéis que todavía no he visto a ese sobrino-nieto que me ha nacido? Estaba de viaje, en visita a mis sucursales y sólo supe la novedad por una jubilosa carta de su joven madre. Anteayer, en cuanto regresé quise ir a verla; pero en el convento de las Clarisas no quisieron abrirme.
—Es que en las Clarisas rige una regla muy severa —dijo Bouville—. Y además, a petición vuestra, dimos órdenes tajantes.
—¿No habrá ocurrido nada malo?
—No, maese; nada que yo sepa. Os hubiera informado en seguida —respondió Bouville, que estaba sobre ascuas—. ¿Cuándo llega vuestro sobrino?
—Lo espero para dentro de dos o tres días.
Bouville lo miró despavorido.
—Os ruego de nuevo que me perdonéis —dijo—; ahora recuerdo de repente que la reina me ha pedido una cosa y no se la he llevado. En seguida vuelvo.
Se eclipsó de nuevo.
«Seguramente anda mal de la cabeza —pensó Tolomei—. ¡Pues sí que da gusto hablar con un hombre que desaparece a cada momento! ¡Con tal de que no se olvide de que estoy aquí!…».
Se sentó sobre un cofre, y estuvo largo rato lustrando la piel que adornaba su manga.
—Aquí estoy —dijo Bouville levantando un tapiz—. ¿Qué me decíais de vuestro sobrino? Ya sabéis que lo tengo en gran aprecio. Fue un gentil compañero en nuestros viajes a Nápoles. ¡Nápoles!… —repitió enterneciéndose—. ¡Si yo hubiera sabido…! ¡Pobre reina, pobre reina…!
Se dejó caer en el cofre, al lado de Tolomei, y se enjugó con las manos las lágrimas que le arrancaban los recuerdos.
«¡Vamos! ¡Ahora se me echa a llorar!», pensó el banquero.
Luego en alta voz dijo:
—No he querido mencionaros todas esas nuevas desgracias; presiento lo mucho que os afligen. Me he acordado mucho de vos…
—¡Ah, Tolomei, si supierais!… Ha sido peor de lo que podéis imaginaros; el demonio se ha mezclado en esto…
Se oyó una tosecilla seca detrás de los tapices, y Bouville se detuvo de golpe sobre la pendiente de las peligrosas confidencias.
«¡Vaya, nos escuchan!», pensó Tolomei, quien se apresuró a añadir:
—En fin, al menos nos queda un consuelo en esta aflicción: tenemos un buen rey.
—Cierto, cierto —respondió Bouville sin gran entusiasmo.
—Temía —prosiguió el banquero, esforzándose en alejar a su interlocutor de la sospechosa tapicería—, temía que el nuevo rey nos tratara mal a nosotros los lombardos. Pues nada de eso. Incluso parece que, en ciertas senescalías, ha confiado el cobro de impuestos a gente de nuestras compañías… Por lo que se refiere a mi sobrino, que os aseguro que ha trabajado bien —debo decirlo—, me gustaría que sus afanes se vieran recompensados encontrando a su hermosa y a su heredero instalados en mi casa. Ya he hecho preparar la habitación de esos gentiles esposos. Se habla mal de los jóvenes de nuestro tiempo. No se les cree capaces de sinceridad ni de amor fiel. Éstos se quieren de verdad, os lo aseguro. Basta leer sus cartas. Si el matrimonio no se efectuó según todas las reglas, ¿qué importa?; volveremos a celebrarlo y os pediré, si ello no os ofende, que seáis testigo.
—Será un gran honor, por lo contrario, un gran honor, maese —respondió Bouville, mirando al tapiz como si buscara una araña—. Pero está la familia.
—¿Qué familia?
—La familia de la nodriza.
—¿La nodriza? —repitió Tolomei, que no comprendía nada.
Por segunda vez se oyó la tosecilla detrás del tapiz. A Bouville se le demudó el rostro, tartajeó, tartamudeó.
—Es que, maese… quería decir… sí, quise informaros en seguida, pero, con tanto trabajo se me olvidó. ¡Ah, sí! Ahora es preciso que os lo diga… Vuestra… A la mujer de vuestro sobrino, puesto que según me aseguráis están casados, le rogamos… Bien, estábamos sin nodriza, y ante el ruego de mi mujer, nos hizo el favor, el gran favor de amamantar al pequeño rey… el poco tiempo, ¡ay!, que vivió.
—¿Entonces, vino aquí; la hicisteis salir del convento?
—¡Y en él está de nuevo! Hubiera querido decíroslo… pero el tiempo urgía. Además, ¡todo sucedió con tanta rapidez!
—Messire, no os avergoncéis por ello. Habéis obrado bien. ¡Esa hermosa María! ¿Así que amamantó al rey? Es una noticia sorprendente y muy honrosa. La pena es que no haya podido seguir criándolo —dijo Tolomei, que lamentaba ya haber perdido las ventajas que podía haber sacado de tal situación—. Entonces ¿os sería fácil hacerla salir de nuevo?
—¡No! Para que salga definitivamente es necesario el consentimiento de los suyos. ¿Habéis vuelto a ver a su familia?
—Jamás. Sus hermanos, que la trajeron con tanto alboroto, parece que se quedaron muy tranquilos al desembarazarse de ella, y no han vuelto a aparecer.
—¿Dónde viven?
—En su casa de Cressay.
—¿Cressay…? ¿Dónde está eso?
—Cerca de Neauphle, donde tengo una sucursal.
—Cressay… Neauphle… muy bien.
—Permitidme que os diga, monseñor, que sois un hombre extraño —dijo Tolomei—. Os confío una joven, os explico su caso, vais a buscarla para que críe al hijo de la reina, vive aquí ocho, diez días…
—Cinco —precisó Bouville.
—Cinco días —prosiguió Tolomei—, y no sabéis de dónde procede ni casi cómo se llama.
·-Sí, lo sé, lo sabía —dijo Bouville, poniéndose colorado— pero a veces se me va la memoria.
No podía ir por tercera vez en busca de su mujer. ¿Por qué no venía a ayudarle en lugar de permanecer escondida detrás de los tapices, para interrumpirle, en cuanto iba a cometer una tontería? Ella tenía sus motivos, sin duda.
—Tolomei es el único hombre al que temo en este asunto —le había dicho a su esposo—. Si te ve solo, como eres bobo, desconfiará menos, y yo podré solucionar mejor las cosas.
«Como eres bobo… Tiene razón, me estoy convirtiendo en un bobo —se decía Bouville—. Sin embargo, en otro tiempo sabía cómo hablar a los reyes y llevar sus asuntos. Negocié el matrimonio de la señora Clemencia. Tuve que ocuparme del cónclave y usar mis astucias con Duèze…». Este pensamiento lo salvó.
—¿Decís que vuestro sobrino trae una carta del Padre Santo? —prosiguió—. Bien, eso lo arregla todo. Guccio es quien ha de ir a buscar a su mujer, presentando esa carta. Así estamos a cubierto, y no tendremos ni reproches, ni proceso. ¡El Santo Padre! ¡Para qué más…! Regresa dentro de dos o tres días, ¿verdad? Deseemos que todo salga a pedir de boca. Y muchas gracias por vuestra hermosa tela; estoy seguro de que mi buena esposa la apreciará mucho. Hasta la vista, maese; sigo siendo vuestro servidor.
Se sentía más agotado que si hubiera tomado parte en una carga de caballería.
Al salir de Vincennes, pensó Tolomei: «O me miente por alguna razón que ignoro, o bien vuelve a la infancia. En fin, esperemos a Guccio».
La señora de Bouville no perdió el tiempo. Hizo enganchar su litera y corrió al barrio de Saint-Marcel. Se encerró con María de Cressay. Después de haber causado la muerte de su hijo, venía ahora a exigirle que renunciara a su amor.
—Jurasteis sobre el Evangelio guardar el secreto —decía la señora de Bouville—. ¿Pero seréis capaz de guardarlo con ese hombre? ¿Podréis vivir con vuestro esposo?…
Ahora adornaba a Guccio con esa cualidad.
—… ¿haciéndole creer que es padre de un niño que no le pertenece? ¡Es pecado ocultar tan grave cosa al cónyuge! Y cuando podamos hacer triunfar la verdad y vengan a buscar al rey para que ascienda al trono, ¿qué le diréis entonces? Sois una muchacha demasiado honrada y vuestra sangre es demasiado noble para hacer semejante villanía.
Centenares de veces en sus horas de soledad se había planteado María esas preguntas. No pensaba en otra cosa, y ello la enloquecía. ¡Conocía bien la respuesta! Sabía que en cuanto estuviera de nuevo en brazos de Guccio, le sería imposible fingir y callar, no porque fuera pecado, como decía la señora de Bouville, sino porque el amor le prohibiría la atrocidad de una mentira semejante.
—Guccio me comprenderá, me perdonará. Creerá que todo ha pasado contra mi voluntad; y me ayudará a llevar esta carga. Guccio no dirá nada, señora. ¡Puedo jurarlo por él y por mí!
—Sólo se puede jurar por uno mismo, hija mía. Además, es un lombardo. Sería incapaz de callar, querría sacar provecho del secreto.
—¡Señora, lo estáis insultando!
—No, no lo insulto, amiga mía; conozco el mundo. Habéis jurado no hablar ni siquiera en confesión. Es al rey de Francia al que tenéis bajo vuestra custodia; y vuestro juramento os será levantado a su debido tiempo.
—¡Por favor, señora, llevaos al rey y dejadme en libertad!
—No soy yo quien lo ha entregado, sino la voluntad de Dios. ¡Tenéis un depósito sagrado! ¿Hubierais traicionado a nuestro Señor Jesucristo si os hubieran encargado de su custodia durante la matanza de los Inocentes?… Este niño debe vivir. Es necesario que mi esposo os tenga a los dos bajo su vigilancia, que sepa en todo momento dónde encontraros, y que no os marchéis a Aviñón, como parece que se proyecta.
—Conseguiré de Guccio que nos instalemos donde queráis; os aseguro que no hablará.
—¡No hablará, porque no lo volveréis a ver!
La lucha, entrecortada sólo por la lactancia del pequeño rey, duró toda la tarde. Las dos mujeres se batían como fieras caídas en una trampa. Pero la pequeña señora de Bouville tenía las uñas y los dientes más afilados.
—Entonces, ¿qué pensáis hacer conmigo? ¿Vais a encerrarme aquí para toda la vida? —gimió María.
«Eso querría yo —pensaba la señora de Bouville—; pero el otro va a llegar con la carta del papa…».
—¿Y si vuestra familia consintiera en acogeros? —propuso—. Creo que messire Hugo conseguiría convencer a vuestros hermanos.
Volver a Cressay, vivir con la hostilidad de la familia y en compañía de un hijo que sería considerado como fruto del pecado, siendo como era el más digno de honor entre todos los niños de Francia… Renunciar a todo, callar, envejecer no pudiendo hacer otra cosa que contemplar la monstruosa fatalidad y el desesperante fracaso de un amor que no hubiera debido alterarse por nada. ¡Cuántas ilusiones perdidas!
María se encolerizó; volvió a encontrar la fuerza que la había lanzado en contra de la ley y de su familia en brazos del hombre elegido. De repente, se negó a aceptar.
—¡Volveré a ver a Guccio, seré suya, viviré con él! —exclamó.
La señora de Bouville tamborileó lentamente en el brazo de su asiento.
—No volveréis a verlo —respondió—, porque si se acerca a este convento, o a cualquier otro lugar en que podamos encerraros, y os habla aunque sólo sea un momento, nunca más volverá a hacerlo. Ya sabéis que mi esposo es hombre enérgico y temible cuando se trata de la salvaguardia del rey. Si tanto deseáis ver a Guccio, lo veréis; pero con un puñal clavado en la espalda.
María se desplomó.
—Ya es bastante con el niño, para que matéis también al padre —murmuró.
—El rey sólo os tiene a vos —dijo la señora de Bouville.
—No creía que en la corte de Francia valiera tan poco la vida de la gente. ¡Hermosa corte, respetada en el reino! Tengo que deciros, señora, que os odio.
—Sois injusta, María. Mi tarea es pesada y yo os defiendo contra vos misma. Escribiréis lo que os voy a dictar.
Vencida, desamparada, ardiéndole las sienes y enrojecidos los ojos por el llanto, trazó María penosamente las frases que jamás hubiera creído poder escribir. La carta sería llevada a casa de Tolomei, para que éste la entregara a su sobrino.
María declaraba sentir gran vergüenza y horror por el pecado que había cometido; quería consagrarse al hijo de ese pecado, no volver a caer en los extravíos de la carne, y despreciaba a quien la había seducido. Prohibía a Guccio que fuera a buscarla, donde quiera que ella se hallara.
Para terminar, quiso añadir: «Os juro que no tendré en mi vida otro hombre que vos, ni daré a nadie más mi fe». La señora de Bouville se negó.
—No ha de suponer que lo seguís queriendo. Vamos, firmad y dadme la carta.
María ni siquiera vio salir a la pequeña mujer.
«¡Me odiará, me despreciará, y nunca sabrá que lo he hecho para salvarlo!», pensó al oír cerrar la puerta del convento.