Desde hacía veinticuatro horas, la condesa Mahaut no podía calmar su cólera.
Ante Beatriz de Hirson, que le ayudaba a vestirse para asistir al bautismo del rey, dio suelta a su rabia y su despecho.
—¡Cabía pensar que, tal como se encontraba, Clemencia no daría a luz! Otras más fuertes abortan. ¡Pues no! ¡Ha resistido los nueve meses! ¡Podía haber alumbrado un hijo muerto! ¡Pues nada! Su retoño vive. ¡Al menos podía haber sido una niña! ¡Tampoco! Ha tenido que ser niño. ¿Valía la pena, mi pobre Beatriz, correr tan serios peligros, que todavía no han acabado, para que el destino nos juegue esta mala pasada?
Porque Mahaut estaba ahora profundamente convencida de que había asesinado al Turbulento sólo para dar a su yerno la corona de Francia. Casi lamentaba no haber matado a la mujer al mismo tiempo que al marido, y su odio se volvía contra el recién nacido, a quien todavía no había visto; contra el bebé del que dentro de un momento sería madrina y cuya existencia, apenas empezada, frenaba sus ambiciones.
Aquella mujer, poderosa entre las poderosas, riquísima, despótica, tenía verdadera naturaleza de criminal. El asesinato era su medio predilecto para torcer el destino en su provecho. Le gustaba acariciar el proyecto y regalarse con el recuerdo; de él extraía la emoción de la angustia, la delectación de la astucia, y la alegría de los triunfos secretos. Si el asesinato no daba todo el resultado apetecido, comenzaba por acusar al destino de injusto, se compadecía a si misma, y tranquilamente se ponía a buscar la nueva cabeza que obstaculizaba sus deseos y a la que ella pudiera abatir.
Beatriz de Hirson, anticipándose a los pensamientos de la condesa, dijo suavemente, bajando sus largas pestañas:
—Conservo, señora, un poco de aquella buena harina que la pasada primavera nos sirvió tan bien para las almendras garrapiñadas del rey.
—Has hecho bien, has hecho bien —respondió Mahaut—; vale más estar provista siempre. ¡Tenemos tantos enemigos!…
Beatriz, a pesar de su buena estatura, tuvo que levantar los brazos para sujetarle el sombrero y ponerle la capa sobre los hombros.
—Vais a tener al niño en brazos, señora. Tal vez no dispongáis de mejor ocasión… —continuó—. Ya sabéis que sólo es un poco de polvo que apenas se ve en el dedo.
Hablaba con voz suave, tentadora, y como si se tratara de una golosina.
—¡Ah, no! —exclamó Mahaut—. ¡Durante el bautizo no! ¡Nos traería mala suerte!
—¿Creéis? Es un alma sin pecado que devolvéis al cielo.
—Además, Dios sabe cómo se lo tomaría mi yerno. No he olvidado la cara que puso cuando le abrí los ojos respecto al fin de su hermano, ni la frialdad con que me trata desde entonces… Hay demasiada gente que me acusa en voz baja. Ya es bastante un rey por año; aguantaremos un poco al que acaba de nacer.
Una pequeña cabalgata, casi clandestina, partió hacia Vincennes para bautizar a Juan I; los barones, que habían preparado sus atuendos, esperando ser convocados a una gran ceremonia, hicieron un gasto inútil.
La enfermedad de la reina, el hecho de que el nacimiento hubiera acaecido fuera de París, la tristeza del invierno, la poca alegría, en fin, que sentía el regente por tener un sobrino, todo ello se concertaba para que el bautizo se hiciera rápidamente como un acto de simple formalidad.
Felipe llegó a Vincennes acompañado de su esposa Juana, de Mahaut, de Gaucher de Châtillon y de algunos escuderos. Se había olvidado de avisar al resto de la familia. Por otra parte, Valois estaba recorriendo sus feudos para recolectar fondos, Evreux seguía en Amiens con el fin de liquidar el asunto del Artois, y en cuanto a Carlos de La Marche, Felipe había tenido la víspera un vivo altercado con él. La Marche, para festejar el nacimiento del rey, pidió a su hermano la dignidad de par y un aumento de sus rentas.
—¡Eh!, hermano mío, ¡que no soy más que el regente! —le contestó Felipe—. Sólo el rey podrá concederos la dignidad de par… a su mayoría de edad.
Las primeras palabras de Bouville, al recibir al regente en el patio exterior de la mansión, fueron para preguntar:
—¿Lleva alguno armas, monseñor? ¿Llevan daga, estilete o puñal?
No se sabía si este recelo lo provocaba la gente de la escolta o los mismos padrinos.
—Bouville —respondió el regente—, no acostumbro a hacerme acompañar por escuderos desarmados.
El curador, tímido y obstinado a la vez, rogó a los escuderos que se quedaran en el primer patio. Tan prudente celo comenzó a molestar al regente.
—Aprecio, Bouville —dijo—, el cuidado que pusisteis en la custodia del vientre de la reina, pero ya no sois curador; ahora nos pertenece al condestable y a mí velar por el rey. Os transmitimos la tarea, pero no abuséis de ello.
—¡Monseñor! ¡Monseñor! —balbució Bouville—. No era mi deseo ofenderos; pero se dicen tantas cosas en el reino… En fin, sólo quiero que veáis la fidelidad con que me ciño a mi tarea, y que la cumplo con toda honradez.
Era poco hábil en el disimulo. No podía dejar de mirar a Mahaut a hurtadillas, apartando en seguida la vista.
«Decididamente, todos sospechan y desconfían de mí», pensó la condesa.
Juana de Poitiers fingió no darse cuenta de ello. Gaucher de Châtillon, que nada sabía, calmó la tensión diciendo:
—Vamos, Bouville, que nos vamos a helar; entremos.
No fueron a la cabecera de la reina. Las noticias que dio la señora de Bouville eran muy alarmantes: la fiebre continuaba devorando a la enferma, que se quejaba de atroz dolor de cabeza y tenía náuseas a cada instante.
—Su vientre se hincha de nuevo como si no hubiera dado a luz —explicó la señora de Bouville—. No puede conciliar el sueño, suplica que cesen las campanas que le suenan en los oídos, y continuamente nos habla, como si se dirigiera no a nosotros, sino a su abuela, la señora de Hungría o al rey Luis. Da pena ver cómo pierde la razón, y no poder hacerla callar.
Veinte años de oficiar como chambelán junto a Felipe el Hermoso habían dado al conde de Bouville gran experiencia en las ceremonias reales. ¡Cuantos bautizos no había preparado!
Fueron distribuidos los objetos rituales a los asistentes. Bouville y dos gentileshombres de la guardia se sujetaron al cuello largas servilletas blancas, cuyas extremidades se extendían ante ellos tapando, el primero un recipiente lleno de agua bendita; el segundo, otro vacío; y el tercero una copa que contenía sal.
La comadrona que había asistido al alumbramiento cogió el capillo con el que se cubriría la cabeza del niño después de la unción.
Luego avanzó la nodriza llevando al rey en sus brazos.
«¡Oh, qué hermosa joven!», pensó el condestable.
La señora de Bouville había encontrado para María un vestido de terciopelo rosado con adornos de piel en el cuello y los puños, y había hecho repetir muchas veces a la joven las maniobras que debía hacer. El bebé iba envuelto en una capa dos veces más larga que él, y encima llevaba un velo de seda color violáceo que llegaba hasta el suelo, como una cola.
Se dirigieron a la capilla del castillo. Abrían la marcha escuderos con cirios encendidos. El senescal de Joinville iba el último, sostenido, y a pesar de ello vacilante. Sin embargo, se mostraba menos torpe que de costumbre debido a la alegría que tenía porque el recién nacido se llamaba Juan, como él.
La capilla estaba llena de tapices; y la pila bautismal, adornada con terciopelo morado. A un lado se veía una mesa cubierta con una piel, y encima de ella un mantel fino y cojines de seda. Los braseros que había no bastaban para caldear el húmedo ambiente.
María puso al niño sobre la mesa para desnudarlo. Prestaba gran atención a su trabajo para evitar errores; el corazón le latía con fuerza y estaba tan emocionada, que apenas distinguía las caras que había a su alrededor. ¡Cómo hubiera podido imaginar, hija repudiada por su familia, que desempeñaría un papel tan importante en el bautizo de un rey, entre el regente de Francia y la condesa de Artois! Emocionada por aquel cambio de fortuna, se sentía agradecida a la señora de Bouville, a quien ya había pedido perdón por su rebeldía de la víspera.
Mientras quitaba los pañales, oyó cómo el condestable preguntaba su nombre y procedencia; se sintió enrojecer.
El capellán de la reina sopló cuatro veces en el cuerpo del recién nacido, como si fueran los cuatro extremos de la cruz, para expulsar de él al demonio por la virtud del Espíritu Santo; luego escupió en su índice, y untó con saliva las ventanas de la nariz y las orejas del niño, para significar que no debía escuchar la voz del diablo, ni respirar las tentaciones del mundo y de la carne.
Felipe y Mahaut levantaron al pequeño rey, uno por las piernas y el otro por los hombros. El regente, con sus ojos miopes, observaba con insistencia el minúsculo sexo del niño, aquel rosado gusanillo que hacía fracasar su sabia combinación sucesoria, aquel irrisorio símbolo de la ley de los varones, ínfimo pero infranqueable obstáculo entre él y la corona.
«De todas maneras —pensaba para consolarse—, seré regente durante quince años, y en quince años pueden ocurrir muchas cosas. ¿Estaré vivo dentro de quince años? ¿Vivirá el niño hasta entonces?».
Pero la regencia no es la realeza.
El niño seguía en completa calma, e incluso somnoliento durante los ritos preliminares. Sólo dejó oír su voz cuando lo sumergieron por entero en el agua fría; entonces gritó con toda su fuerza, casi hasta ahogarse. Por tres veces, mientras los padrinos y madrinas[20], Gaucher, Juana de Poitiers, los Bouville y el senescal, extendían las manos por encima del pequeño cuerpo desnudo, fue sumergido primero con la cabeza en dirección a Oriente, luego al norte, después al sur, para representar el dibujo de la cruz.
Juan I se calmó en cuanto lo sacaron del glacial baño[21], y aceptó apaciblemente el Santo Crisma con el que le ungieron la frente. Lo pusieron sobre los cojines, donde María de Cressay empezó a secarlo, mientras los asistentes se acercaban lo más posible a los braseros.
De repente, la voz de María de Cressay llenó toda la capilla.
—¡Tiene convulsiones!
—Mucho se ha revuelto el demonio antes de salir de su cuerpo —dijo el capellán.
—No es nada frecuente —explicó la comadrona— que a los niños se les presenten las convulsiones tan pronto. Es porque se le han aplicado los hierros; a veces ocurre esto. Además le ha faltado durante varias horas la leche de la nodriza…
María de Cressay se sintió culpable. «Si en lugar de disputar con la señora de Bouville, hubiera acudido en seguida…», pensó.
Nadie, evidentemente, lo atribuyó a la inmersión en agua fría, ni a ninguna de las taras hereditarias: demencia, cojera y epilepsia que reaparecían bastante regularmente en la familia.
—¿Creéis que sufrirá más ataques? —preguntó Mahaut.
—Me temo que sí, señora —respondió la comadrona—. Nunca se sabe cuándo llega este mal, ni cómo acaba.
—¡Pobre pequeño! —dijo Mahaut en voz alta.
Llevaron al rey al castillo, y la reunión se disolvió sin alegría.
Felipe de Poitiers no abrió los labios durante el trayecto de vuelta. En cuanto llegó a palacio, dejó que lo siguiera su suegra y se encerrase con él.
—Ha faltado poco hace un momento para convertiros en rey, hijo mío —dijo Mahaut.
Felipe no respondió.
—La verdad es que, después de lo que hemos visto, nadie se extrañaría de que el niño muriera uno de estos días —prosiguió.
El regente continuaba en silencio.
—Aunque desapareciera, os veríais obligado a esperar la mayoría de edad de Juana de Navarra.
—¡Ah, no, madre mía! ¡Eso no! —respondió vivamente Felipe—. En lo sucesivo no estamos ligados con el reglamento de julio. La sucesión de Luis se ha cerrado; y la que se abriría sería la del pequeño Juan. Entre mi hermano y yo habría habido un rey, y yo sería el heredero de mi sobrino.
Mahaut lo miró con admiración: «¡Lo ha estado rumiando durante el bautizo! …».
—Vuestro sueño siempre ha sido llegar a rey, confesadlo, Felipe. ¡Ya de niño cortabais ramas para haceros cetros con ellas!
Felipe levantó la cabeza y sonrió. Se produjo un silencio y luego, el conde de Poitiers dijo gravemente:
—¿Sabéis, madre mía, que la dama de Fériennes ha desaparecido de Arrás así como los hombres que envié para raptarla y evitar que hablara? Parece que está custodiada secretamente en un castillo del Artois, y dicen que vuestros barones alardean de ello.
Mahaut buscó en su mente el alcance de aquella información. ¿Quería solamente prevenirla contra los peligros que corría? ¿Quería demostrarle que se ocupaba de ella? ¿Era una manera de confirmar la prohibición que le había hecho de recurrir al veneno? O bien, por el contrario, al hacer alusión a la proveedora, ¿le daba a entender que tenía las manos libres?
—Un nuevo ataque podría llevárselo —insistió Mahaut.
—Dejemos hacer a Dios, madre mía, dejemos hacer a Dios —dijo Felipe, dando fin a la conversación.
«¿Dejar hacer a Dios… o dejarme hacer a mí? —pensó la condesa de Artois—. Lleva su prudencia hasta evitar ensuciarse el alma, pero me ha comprendido bien… El que me va a causar más molestias es ese gordo y bobo de Bouville».
Desde aquel instante su imaginación comenzó a trabajar. Mahaut tenía un crimen en perspectiva; y que la futura víctima fuera un recién nacido la excitaba lo mismo que si se tratara del adversario más feroz.
Emprendió una cuidadosa y pérfida campaña. «El rey no ha nacido con mucha vida», decía a todos, y describía con lágrimas en los ojos la penosa escena del bautizo.
—Todos creímos que se nos moría, y faltó bien poco para que fuera verdad. Preguntad al condestable, que también estaba allí; nunca he visto a messire Gaucher, que es tan valiente, empalidecer de aquella manera… Todos podrán ver la debilidad del pequeño rey cuando sea presentado a los barones, como ha de hacerse. A saber si ha muerto ya, y nos lo ocultan. Porque esta presentación tarda demasiado, y no nos han dado ninguna razón. Messire de Bouville parece oponerse, porque la desgraciada reina… ¡Dios la proteja!… empeoraría. Pero, en fin, la reina no es el rey.
Los familiares de Mahaut cuidaron de propagar el rumor.
Los barones comenzaron a alarmarse. En efecto, ¿por qué se difería tanto la solemne presentación? El precipitado bautizo, las pretendidas dilaciones de Bouville, el impenetrable silencio de Vincennes, todo ello tenía carácter de misterio.
Circulaban rumores contradictorios. Se decía que el rey estaba enfermo, y no querían mostrarlo; que el conde de Valois lo había sacado secretamente para ponerlo en lugar seguro. ¿La enfermedad de la reina? ¡Fingida! Ella y su hijo viajaban ya para Nápoles.
—Si ha muerto, que lo digan —murmuraban algunos.
—El regente lo ha hecho desaparecer —aseguraban otros.
—¿Quién dice eso? El regente no es de esta clase. Lo que pasa es que desconfía de Valois.
—No es el regente, es Mahaut. Está preparando alguna maquinación, si no la tiene ya en marcha. ¡Va pregonando con demasiada insistencia que el rey no puede vivir!
Mientras por la corte corrían estos rumores, enervando a sus miembros con odiosas conjeturas y sospechas de infamias en las que cada uno se sentía salpicado, el regente permanecía impenetrable. Estaba entregado a la administración del reino, y si iban a hablarle de su sobrino respondía: «Flandes», «Artois» o «cobranza de impuestos».
La mañana del 19 de noviembre, habiendo aumentado la irritación, numerosos barones y maestros del Parlamento fueron en delegación a entrevistarse con Felipe, y le pidieron con energía, casi le intimaron, a que consintiese en la presentación del rey. Los que esperaban una respuesta negativa, o dilatoria, tenían ya un malévolo brillo en los ojos.
—Deseo, monseñores, deseo tanto como vosotros esa presentación —dijo el regente—. A mí mismo me hacen oposición; es el conde de Bouville quien se niega a ello.
Luego, volviéndose hacia Carlos de Valois, llegado la antevíspera de su condado del Maine con sus finanzas rehechas, le preguntó:
—¿Sois vos, tío mío, quien por interés de vuestra sobrina Clemencia, impedís a Bouville que nos muestre al rey?
El exemperador de Constantinopla, que no comprendía a qué se debía aquella brusca ofensa, se puso colorado y exclamó:
—¡Por Dios, sobrino mío, qué cosas decís! ¡Nada le he impedido, ni tengo intención de hacerlo! No he visto a Bouville, ni he recibido ningún mensaje de él desde hace varias semanas, y precisamente he regresado para esa presentación. Por el contrario, tengo gran interés en que se haga y en que se vuelva a obrar según las costumbres de nuestros padres, lo cual, por cierto, se hace esperar demasiado.
—Entonces, monseñores, —dijo el regente— todos estamos de acuerdo. ¡Gaucher!, vos, que asististeis al bautizo de mi hermano, ¿no es la primera madrina quien ha de presentar el niño real a los barones?
—Cierto, cierto, es la madrina —respondió Valois, vejado de que sobre un punto del ceremonial solicitaran otra opinión que no fuera la suya—. Yo estuve en todas las presentaciones, Felipe; en la vuestra, que fue breve, ya que erais el segundo, así como en la de Luis y en la de Carlos. Siempre la madrina.
—Entonces —prosiguió el regente—, voy a hacer saber a la condesa Mahaut que ha de cumplir inmediatamente esta formalidad, y daré orden a Bouville para que nos abra Vincennes. Partiremos a caballo al mediodía.
Para Mahaut era la ocasión esperada. No quiso que la ayudara a vestir nadie más que Beatriz, y se puso una corona; el asesinato de un rey bien lo merecía.
—¿Cuánto tiempo crees que necesitan estos polvos para hacer efecto en un niño de cinco días?
—No lo sé, señora —respondió la primera doncella—. Para los ciervos de vuestros bosques bastó una noche, pero el rey Luis resistió cerca de tres días…
—Para cubrirme, siempre me quedará el recurso —dijo Mahaut— de esa nodriza que vi el otro día, hermosa en verdad; pero cuya procedencia nadie sabe, ni quién la ha puesto allí. Sin duda los Bouville…
—Os comprendo, señora —dijo Beatriz sonriendo—. Si la muerte no les parece natural, podrían acusar a esa joven y hacerla descuartizar…
—Mi reliquia, mi reliquia —dijo Mahaut con inquietud, tocándose el pecho—. ¡Ah, sí, aquí está!
Cuando salía de la habitación, Beatriz le murmuró al oído:
—Sobre todo, señora, procurad no utilizar vuestro pañuelo.