Juan I, rey de Francia, hijo póstumo de Luis X el Turbulento, nació la noche del 13 al 14 de noviembre de 1316, en la mansión de Vincennes.
La noticia se extendió rápidamente, y los señores se pusieron sus vestidos de seda. En las tabernas, los truhanes y borrachines, para quienes cualquier acontecimiento daba ocasión para beber, comenzaron desde el mediodía a levantar el codo y a gritar; y los comerciantes en objetos finos, orfebres, mercaderes de sederías, fabricantes de ricos paños y pasamanería, vendedores de especias, de peces raros y productos de ultramar, se frotaban las manos pensando en la venta para los señores.
Las calles estaban de fiesta y la gente se saludaba como reunida, exclamando:
—¡Vaya, compadre, tenemos rey!
La alegría penetró hasta en los conventos, donde abades y priores anunciaban y comentaban el acontecimiento.
En la hospedería del convento de las clarisas, María de Cressay, cuatro días antes, había traído al mundo un robusto niño que pesaba sus ocho libras, prometía ser rubio como su madre y, con los ojos cerrados, mamaba con la voracidad de un cachorro.
A cada momento, las novicias, encapuchadas de blanco, entraban en la celda de María para ver cómo cambiaba los pañales o para contemplar su rostro radiante mientras daba de mamar, para mirar aquel pecho rosado, abundante, dilatado; admirar, ellas que estaban destinadas a una virginidad definitiva, el milagro de la maternidad de forma distinta a las imágenes de los vitrales.
Porque, aunque alguna vez una monja caía en falta, ello no era con la frecuencia que aseguraban los versificadores laicos en sus canciones, y un recién nacido, en verdad, no era frecuente en un convento de clarisas.
—El rey se llama Juan, como mi hijo —decía María—. Siempre fue costumbre en mi familia llamar así al primogénito.
Veía en esta coincidencia un feliz presagio. Una nueva generación de niños iba a llamarse como el rey, cosa tanto más sorprendente cuanto el nombre era nuevo en la monarquía. A todos los pequeños Felipes, a todos los pequeños Luises, sucederían una infinidad de pequeños Juanes en todo el reino. «El mío es el primero», pensaba María.
El temprano crepúsculo de otoño comenzaba a caer cuando entró en la celda una joven monja.
—Señora María —dijo—, la madre abadesa os llama al locutorio. Alguien os espera.
—¿Quién?
—No lo sé, no he visto a nadie. Pero creo que vais a partir.
A María se le colorearon las mejillas.
—¡Es Guccio, es Guccio! Es el padre… —explicó a las novicias—; seguro que es mi esposo que viene a buscarnos.
Se cerró el corpiño, se alisó el cabello mirándose en el cristal de la ventana que le servía de oscuro espejo, se echó la capa sobre los hombros, y vaciló un momento ante la cuna colocada en el suelo. ¿Bajaría al niño para dar a Guccio la maravillosa sorpresa?
—Mirad cómo duerme el angelito —dijeron las novicias—. ¡No lo despertéis, no hagáis que se enfríe! Corred, nosotras lo cuidaremos.
—¡No lo saquéis de la cuna, no lo toquéis! —rogó María.
Al bajar por la escalera sintió una especie de inquietud maternal. «¡Con tal de que no jueguen con él y lo dejen caer!…». Pero sus pies volaban hacia el locutorio, y se asombraba de sentirse tan ligera.
En la blanca sala, decorada solamente con un crucifijo, e iluminada por dos cirios que duplicaban cada objeto, cada forma, en una sombra inmensa, la madre abadesa, con las manos cruzadas en las mangas, hablaba con la señora de Bouville.
Al ver a la mujer del curador, María experimentó algo más que una decepción; tuvo la certeza inmediata, inexplicable, absoluta, de que aquella persona entera, de rostro surcado por arrugas verticales, le traía la desgracia.
Cualquiera menos María se hubiera contentado con pensar que no le gustaba la señora de Bouville; pero en María de Cressay los sentimientos adquirían un aspecto apasionado, y concedía a sus simpatías o aversiones la fuerza de signos del destino. «Estoy segura de que viene a hacerme mal», se dijo.
Con mirada penetrante, sin benevolencia, la señora de Bouville la examinó de pies a cabeza.
—¡Hace solamente cuatro días que habéis dado a luz —exclamó— y estáis fresca y bella como una rosa! Os felicito; se diría que estáis dispuesta a volver a comenzar. Dios, en verdad, trata con mucha bondad a las que desprecian sus mandamientos, y parece reservar las penas para las más virtuosas. Porque creeréis, madre mía —continuó la señora de Bouville, volviéndose hacia la abadesa—, ¿creeréis que nuestra pobre reina ha sido presa de los dolores durante más de treinta horas? Todavía tengo metidos sus gritos en los oídos. El rey no se ha presentado bien, y ha habido que aplicarle los hierros. Poco faltó para que el rey y la madre se fueran al otro mundo. Todo se debe a la congoja que ha sentido la reina por la muerte de su marido, y todavía me parece un milagro que el niño haya nacido vivo. Pero cuando se está de desgracia, no hay nada que no se tuerza. He aquí que Eudelina, la lencera… vos ya sabéis…
La abadesa afirmó discretamente con la cabeza. Ella guardaba en el convento, entre las pequeñas novicias, una niña de once años que era hija natural del Turbulento y de Eudelina.
—… le prestaba gran ayuda a la reina, y la señora Clemencia la requería sin cesar a su cabecera —continuó la señora de Bouville—. Pues bien, Eudelina se rompió el brazo al caer de un escabel, y tuvieron que llevarla al hospital. Y ahora, para completar el cuadro, la nodriza que teníamos preparada desde hacía una semana se ha quedado sin leche. ¡Hacernos esto en semejante momento! Porque, naturalmente, la reina no puede amamantar; está con fiebre. Mi pobre Hugo da vueltas, busca por todas partes, se desgañita y no sabe qué hacer, porque no son asuntos de hombre. En cuanto a sire de Joinville, al que no le queda ni vista ni memoria, lo único que se puede desear es que no expire en nuestros brazos. Dicho de otra manera, madre mía, que estoy sola para cuidar de todo.
María de Cressay se preguntaba por qué la hacían confidente del drama real, cuando la señora de Bouville, prosiguiendo su charla, dijo acercándosele:
—Felizmente tengo buena memoria, y me he acordado de que esta joven que traje aquí debía de haber alumbrado ya… Supongo que vos criais bien; y vuestro hijo debe de aprovechar, ya se ve.
Parecía reprochar a la joven madre su buena salud.
—Veámoslo de más cerca —añadió.
Y con mano experta, como hubiera sopesado la fruta en el mercado, palpó los senos de María. Ésta retrocedió con repulsión.
—Podéis criar muy bien a dos —continuó la señora de Bouville—. Vendréis pues, conmigo, mi buena muchacha, para dar vuestra leche al rey.
—¡No puedo, señora! —exclamó María, sin saber cómo justificar su negativa.
—¿Y por qué no? ¿Debido a vuestro pecado? A pesar de ello seguís perteneciendo a la nobleza, y además el pecado no os impide tener abundante leche. Será una forma de redimiros.
—¡Yo no he pecado, señora, estoy casada!
—¡Sois la única en afirmarlo, mi pobre pequeña! En primer lugar, si fuera verdad lo que decís, no estaríais aquí. Además, no se trata de eso; nos hace falta una nodriza…
—No puedo, porque precisamente espero a mi esposo, que ha de venir a recogerme. Me ha hecho saber que pronto estaría aquí, y el papa le ha prometido…
—¡El papa!… ¡El papa!… —exclamó la mujer del curador—. ¡Esta joven ha perdido la cabeza, palabra! ¡Cree que está casada, cree que el papa se preocupa de ella…! Dejad de contarnos vuestras tonterías, no deshonréis el nombre del Santo Padre. Vais a venir a Vincennes inmediatamente.
—No, señora; no iré —replicó María con firmeza.
La pequeña señora de Bouville se encolerizó y, cogiendo a María por el vestido, la sacudió.
—¡Mirad, la ingrata! Se corrompe, se deja embarazar; después me cuido de ella, la salvo de la justicia, la coloco en el mejor convento, y ahora cuando la vengo a solicitar para nodriza del rey de Francia, la necia se niega. ¡Buena pieza sois! ¿Sabéis que se os ofrece un honor que se disputarían las más grandes damas del reino?
—¿Por qué no os dirigís, entonces, a esas grandes damas que son más dignas que yo? —le espetó a la cara María.
—¡Porque las muy tontas no han faltado en el momento oportuno! ¡Ah, qué cosas me hacéis decir! Ya hemos hablado bastante; ahora vais a venir conmigo.
Si tío Tolomei o el conde de Bouville le hubieran hecho a María de Cressay, la misma proposición, seguramente habría aceptado. Era de corazón generoso, y no se hubiera negado a criar a ningún niño que lo necesitara, y menos aún al hijo de la reina. El orgullo e incluso el interés la habría movido a la aceptación, tanto como su bondad. Siendo nodriza del rey, y Guccio paje del papa, se solucionaban sus dificultades, y su fortuna estaba asegurada. Pero la mujer del curador no había enfocado bien el asunto. Debido a que era tratada no como madre feliz, sino como delincuente, no como mujer digna sino como sierva, y debido a que seguía viendo en la señora de Bouville una mensajera de la mala suerte, María no quería reflexionar y se obstinaba. Sus grandes ojos azul oscuro brillaban de temor y de indignación.
—Guardaré mi leche para mi hijo —exclamó.
—¡Eso ya lo veremos, pécora! Ya que no queréis obedecerme de buen grado, voy a llamar a mis escuderos, que os llevarán por la fuerza.
Intervino la madre abadesa. El convento era un asilo y ella no podía tolerar la violencia.
—No os digo que apruebe la conducta de mi parienta —dijo—; pero ha sido puesta bajo mi custodia…
—¡Por mí, madre! —exclamó la señora de Bouville.
—Eso no es razón para violentarla en esta casa. María sólo saldrá si quiere o por mandato de la Iglesia.
—¡O del rey! Éste es convento real, madre, no lo olvidéis. Actúo en nombre de mi esposo; si queréis una orden del condestable, que es tutor del rey y que acaba de regresar a París, o bien una carta del mismo regente, messire Hugo irá a buscarla. Ello nos hará perder tres horas, pero me obedeceréis.
La abadesa llevó aparte a la señora de Bouville para hacerle saber, en voz baja, que lo que María había dicho respecto al papa no era completamente falso.
—¡Y qué me importa! —dijo la señora de Bouville—. He de hacer que viva el rey, y mi único recurso es ella.
Salió, llamó a sus hombres de escolta y les ordenó prender a la rebelde.
—Sois testigo, señora —dijo la abadesa—, de que no he dado mi conformidad a este rapto.
María, forcejeando a lo largo del patio, entre dos escuderos que la arrastraban, gritaba:
—¡Mi hijo! ¡Quiero a mi hijo!
—Tiene razón —dijo la señora de Bouville—. Hay que dejarle llevar a su hijo. Al rebelarse de esta forma, nos lo ha hecho olvidar.
Minutos más tarde, María, después de recoger apresuradamente unas ropas y apoyando contra el pecho a su hijo, atravesó sollozando la puerta del convento.
—¡Vamos! —exclamó la señora de Bouville—. ¡La vienen a buscar en litera como si fuera una princesa, y se pone a gritar y a resistirse!
En medio de la noche, sacudida por el trote de las mulas durante más de una hora, en una caja de madera y tapicería con las cortinas echadas, por entre las que se filtraba el frío de noviembre, María agradecía a sus hermanos haberla obligado a coger su gran capa cuando salieron de Cressay. ¡Qué calor había pasado entonces con aquella gruesa vestimenta, al llegar a París! «¿De todas partes he de salir con dolor y lágrimas? —se decía—. ¿He merecido tal encarnizamiento?».
El mamoncete dormía envuelto en los gruesos pliegues de la capa. Sintiendo aquella pequeña vida, inconsciente y tranquila, anidada junto a su pecho, María se serenaba lentamente. Iba a ver a la reina Clemencia, le hablaría de Guccio, le mostraría el relicario. La reina era joven, bella y caritativa con los desgraciados… «¡La reina… voy a criar al hijo de la reina!», pensaba María mientras afrontaba aquella extraña e inesperada aventura que la agresiva autoridad de la señora de Bouville le había mostrado sólo bajo un aspecto odioso…
El rechinar de un puente levadizo, el sordo paso de los caballos sobre el maderamen, luego el ruido seco de sus cascos sobre el empedrado de un patio… María fue invitada a bajar, pasó entre soldados armados, siguió por un corredor de piedra mal iluminado, y por último vio aparecer a un hombre grueso en cota de malla, a quien reconoció como el conde de Bouville. Cerca de María se cuchicheaba; oyó pronunciar varias veces la palabra «fiebre». Le indicaron por señas que caminara de puntillas; separaron un cortinaje.
A pesar de la enfermedad, se habían respetado las costumbres en la «habitación de parto». Pero, como había pasado la época de las flores, no habían podido extender por el suelo más que un tardío follaje amarillento, que empezaba a pudrirse ya bajo las pisadas.
Alrededor del lecho se habían colocado asientos para los visitantes que no vendrían. Una comadrona se frotaba las manos con hierbas aromáticas. En la chimenea hervían sobre trébedes grisáceas cocciones.
De la cuna, situada en un ángulo, no llegaba ningún ruido.
La reina Clemencia estaba tendida de espaldas con las piernas separadas por el dolor; y movía las sábanas continuamente. Tenía los pómulos enrojecidos y los ojos brillantes. María se fijó principalmente en la larga cabellera de oro esparcida sobre los cojines, y en aquella ardiente mirada que parecía no ver lo que contemplaba.
—Tengo sed, tengo mucha sed… —gemía la reina.
La comadrona susurró al oído de la señora de Bouville:
—Ha estado temblando durante una hora; le castañeteaban los dientes y sus labios tenían un color violáceo como la cara de los muertos. Creímos que se moría. Le friccionamos todo el cuerpo y ha empezado a sudar, tal como veis. Ha sudado tanto que deberíamos cambiarle la ropa, pero no encontramos las llaves del cuarto ropero, que tenía Eudelina.
—Voy a dároslas —respondió la señora de Bouville.
Llevó a María a una habitación contigua, calentada también por el fuego.
—Os instalaréis aquí —dijo.
Trajeron la cuna real. Apenas se veía al rey entre tanta ropa blanca que lo envolvía. El niño tenía una nariz minúscula, párpados grandes y cerrados, y dormía, enclenque, con una extraña inmovilidad. Había que acercarse mucho para comprobar que respiraba. De vez en cuando una ínfima mueca, una dolorosa contracción, daba cierto realce a sus rasgos.
Ante aquel pequeño ser, cuyo padre había muerto y cuya madre iba tal vez a morir, y que presentaba tan pocas señales de vida, María de Cressay sintió una intensa piedad. «Lo salvaré; lo haré grande y fuerte», pensó.
Y, como sólo había una cuna, acostó a su hijo junto al rey.