IV. «Puesto que es necesario decidirnos por la guerra…»

Nadie se explicó, y menos Gaucher de Châtillon, el cambio de Felipe en los asuntos del Artois. El regente, desaprobando de pronto a sus enviados, declaró inaceptable la conciliación que habían preparado y exigió la redacción de nuevos acuerdos más favorables a Mahaut. El resultado no se hizo esperar. Se rompieron las negociaciones, y quienes las llevaban en nombre del Artois, que representaban el elemento moderado de la nobleza, se unieron en seguida al clan de los exaltados. Su indignación era grande; el condestable los había engañado vilmente, su único recurso era la fuerza.

Triunfaba el conde Roberto.

—¿No os había dicho que no se podía tratar con esos felones? —repetía a todos.

Seguido de su ejército de insurgentes, marchó de nuevo sobre Arrás. Gaucher, que se encontraba en la ciudad con sólo una pequeña escolta, apenas tuvo tiempo de huir por la puerta Péronne, mientras Roberto entraba por la puerta Saint-Omer a banderas desplegadas y al son de trompetas. Por un cuarto de hora no cayó en sus manos el condestable de Francia. Esta aventura ocurría el 22 de septiembre. El mismo día, Roberto dirigía a su tía la carta siguiente:

A la muy alta y noble señora Mahaut de Artois, condesa de Borgoña, de Roberto de Artois, caballero. Como os habéis arrogado injustamente mi derecho al condado del Artois, lo cual mucho me perjudica y todos los días me pesa, y no estando dispuesto a tolerarlo más, por ésta os hago saber que voy a poner las cosas en orden y a recuperar mi bien lo antes que pueda.

Roberto no tenía mucha facilidad para redactar, los matices no eran su fuerte; pero él estaba muy satisfecho con su epístola, ya que expresaba perfectamente lo que quería decir.

El condestable, cuando llegó a París, no mostraba un talante muy risueño y no se mordió la lengua ante el conde de Poitiers. La persona del regente no le intimidaba; había visto nacer a aquel joven y mojar los pañales. Le habló con toda claridad, y le dijo que era una forma desconsiderada de tratar a un servidor y fiel pariente que llevaba veinte años mandando los ejércitos del reino, enviarlo a pactar sobre seguridades que luego no se cumplían.

—Hasta ahora, monseñor, me consideraban hombre leal, cuya palabra no podía ponerse en duda. Vos me habéis hecho desempeñar el papel de embustero y de ladrón. Cuando apoyé vuestro derecho a la regencia, pensaba encontrar en vos algo de mi rey, vuestro padre, a quien dabais muestra de pareceros. Veo que me equivoqué cruelmente. ¿Tanto habéis caído bajo tutela de mujer que cambiáis de opinión como de cota?

Felipe se esforzó en calmar al condestable, acusándose de haber juzgado mal, desde un principio, el asunto, y de haber dado instrucciones erróneas. De nada servía transigir con la nobleza del Artois mientras Roberto no fuera abatido. Roberto constituía una amenaza para el reino, y un peligro para el honor de la familia real. ¿No era él el instigador de aquella campaña de calumnias que señalaba a Mahaut como la envenenadora de Luis X?

Gaucher se encogió de hombros.

—¿Y quién cree esas tonterías? —exclamó.

—Vos no, Gaucher, vos no —dijo Felipe—; pero otros prestan oídos, contentos de poder perjudicarnos; y mañana dirán que yo, que vos mismo, hemos participado en esa muerte que quieren convertir en sospechosa. Pero Roberto acaba de dar el paso en falso que yo esperaba. Ved lo que escribe a Mahaut…

Tendió al condestable una copia de la carta del 22 de septiembre, y prosiguió:

—Roberto rechaza por ella la resolución que mi padre hizo dictar en 1309 por el Parlamento. Hasta hoy no hacía más que apoyar a los enemigos de la condesa, pero ahora entra en rebeldía contra la ley del reino. Vais a marchar de nuevo al Artois.

—¡Ah, no, monseñor! —exclamó Gaucher—. ¡Ya me he deshonrado demasiado! He tenido que huir de Arrás como viejo jabalí ante la jauría, sin tiempo siquiera de orinar. Hacedme la gracia de elegir a otro que se ocupe de ese asunto.

Felipe se llevó la mano al mentón. «¡Si supieras, Gaucher —pensaba—, si supieras lo que siento engañarte! ¡Pero si te confesara la verdad, me despreciarías aún más!». Prosiguió, obstinado:

—Vais a marchar de nuevo al Artois, Gaucher, por afecto a mí y porque yo os lo ruego. Llevaréis con vos a vuestro pariente messire Miles, y esta vez os acompañará una fuerte tropa de caballeros y gentes de los pueblos, que engrosaréis en Picardía; y requeriréis a Roberto para que comparezca ante el Parlamento a rendir cuentas de su conducta. Al mismo tiempo, entregaréis apoyo de dinero y hombres armados a los burgueses de las ciudades que han permanecido fieles a nosotros. Y si Roberto no se somete, decidiré entonces el modo de obligarlo de otra forma… Un príncipe es como cualquier otro hombre, Gaucher —prosiguió Felipe, poniéndole las manos sobre los hombros—; puede equivocarse al principio, pero mayor error sería obstinarse. El oficio de la corona se aprende, como todo oficio, y yo tengo que aprender todavía. Perdonadme el mal papel que os he obligado a hacer.

Nada emociona tanto a un hombre de edad como la confesión de inexperiencia hecha por un joven, sobre todo si éste es su superior jerárquico. Bajo sus párpados de tortuga, la mirada de Gaucher se veló un poco.

—¡Ah! Me olvidaba —continuó Felipe—. He decidido que seáis tutor del futuro hijo de la señora Clemencia…, de nuestro rey, si Dios quiere que sea varón… y su segundo padrino, después de mí.

—Monseñor, monseñor Felipe… —dijo el condestable muy emocionado.

Y se lanzó en brazos del regente, como si él hubiera sido el equivocado.

—En cuanto a la madrina, hemos decidido con la señora Clemencia —dijo Felipe— que sea la condesa Mahaut, a fin de cortar las murmuraciones.

Ocho días después, el condestable reemprendía la ruta del Artois.

Roberto, como era de prever, rehusó someterse a la intimación y continuó haciendo estragos a la cabeza de su horda de corazas. Pero el mes de octubre no le fue propicio. Era violento guerrero, pero mal estratega; lanzaba sus expediciones sin orden ni concierto, un día al norte, el siguiente al mediodía; según la inspiración del momento. Soldado entre soldados, condotiero entre condotieros, estaba mejor dotado para ponerse al servicio de alguien que para dirigirse él mismo. En aquel condado, que consideraba suyo, se comportaba como en territorio enemigo, y llevaba por fin la vida salvaje, peligrosa y frenética que tanto le complacía. Disfrutaba con el temor que inspiraba su proximidad, pero no se daba cuenta del odio que dejaba a su paso. Jalonaban su ruta demasiados cuerpos colgados de los árboles, demasiados decapitados, demasiada gente enterrada viva en medio de crueles risotadas, demasiadas jóvenes violadas que conservaban en la piel la marca de las cotas de malla, demasiados incendios. Las madres amenazaban a sus hijos, para que se portaran bien, con llamar al conde Roberto; pero si se anunciaba su presencia en los alrededores, cargaban con su chiquillería y en seguida corrían al bosque más cercano.

Las ciudades construían barricadas, los artesanos, aleccionados por el ejemplo de los pueblos flamencos, afilaban sus cuchillos, y los regidores estaban en contacto con los emisarios de Gaucher. A Roberto le gustaban las batallas en campo abierto; detestaba la guerra de asedio. ¿Que los burgueses de Saint-Omer y de Calais le daban con la puerta en las narices? Se encogía de hombros, y decía:

—¡Volveré otro día y os haré reventar a todos!

Y se iba a retozar a otra parte.

Pero el dinero comenzaba a escasear. Valois no contestaba a las peticiones, y sus escasos mensajes sólo contenían buenos sentimientos y exhortaciones a la prudencia. Tolomei, el querido banquero Tolomei, también se hacía el sordo. Estaba de viaje; sus empleados no tenían autorización… El mismo papa intervino en el asunto; escribió personalmente a Roberto y a varios barones del Artois recordándoles sus deberes… Luego, una mañana de finales de octubre, el regente declaró en consejo, con aquella gran tranquilidad que acompañaba a sus decisiones:

—Nuestro primo Roberto se ha burlado demasiado tiempo de nuestro poder. Puesto que es necesario decidirnos por la guerra, tomaremos contra él la oriflama en Saint-Denis, el último día de este mes, y como está ausente messire Gaucher, el ost, que conduciré yo mismo, será puesto bajo el mando de nuestro tío…

Todas las miradas se dirigieron hacia Carlos de Valois, pero Felipe continuó…

—… de nuestro tío, monseñor de Evreux. De buen grado habríamos confiado esta tarea a monseñor de Valois, quien ha dado pruebas de ser un gran capitán, si no tuviera que ir a sus tierras del Maine para percibir allí las anatas de la iglesia.

—Os lo agradezco, sobrino mío —respondió Valois—, porque bien sabéis que quiero a Roberto y que, aun desaprobando su rebelión, que considero una gran tontería de hombre obstinado, me hubiera disgustado llevar las armas contra él.

El ejército que reunió el regente para marchar contra el Artois no se parecía en nada al desmesurado que, dieciséis meses antes, había enfangado su hermano en Flandes. Este de ahora se componía de tropas permanentes y de levas hechas en los dominios reales. Las soldadas eran elevadas: treinta sueldos diarios al jefe de mesnada; quince sueldos al caballero; y tres al hombre de a pie. No solamente llamaron a los nobles sino también a los plebeyos. Los dos mariscales, Juan de Corbeil y Juan de Beaumont, señor de Clichy, reunieron las mesnadas. Los ballesteros de Pedro de Galard estaban ya movilizados. Hacía dos semanas que Geoffroy Coquatrix había recibido secretamente instrucciones para proveer transportes y alimentos.

El 30 de octubre, Felipe de Poitiers tomó la oriflama en Saint-Denis. El 4 de noviembre estaba en Amiens, desde donde envió a su segundo chambelán, Roberto de Gamaches, escoltado por algunos escuderos, para hacer llegar al conde de Artois la última intimación.