I. La llegada del conde Roberto.

Una docena de caballeros, llegados de Doullens y conducidos por un gigante con cota de mallas del color de la sangre, atravesaron al galope el pueblo del Bouquemaison y se detuvieron en el punto más alto del camino. Desde allí se divisaba una amplia llanura de trigales, cortada por ondulaciones del terreno y hayales, que descendía en mesetas hacia un horizonte de bosques lejanos.

—Aquí comienza el Artois, monseñor —dijo uno de los hombres, sire Juan de Varennes, dirigiéndose al jefe de la tropa.

—¡Mi condado! Eh aquí, por fin, mi condado —dijo el gigante—. ¡Eh aquí una buena tierra, que no he pisado desde hace catorce años!

El silencio del mediodía se extendía por los campos llenos de sol. Se oía el resoplido de los caballos después del esfuerzo realizado, y el revoloteo de los abejorros ebrios de calor.

Roberto saltó bruscamente de su montura, lanzó la brida a su criado Lormet, trepó por el talud pisando la hierba, y entró en el primer campo. Sus compañeros permanecieron inmóviles, respetando la intimidad de su alegría. Roberto avanzó con su paso de coloso por entre las espigas, ya granadas y doradas que le llegaban hasta el muslo. Las acariciaba con la mano, como si fueran la gualdrapa de un dócil caballo o los cabellos de una amante rubia.

—¡Mi tierra, mi trigo! —repetía.

De repente se echó cuan largo era en el campo, revolcándose, rodando locamente entre las gramíneas como si quisiera confundirse con ellas; mordía las espigas con todos sus dientes para encontrar en el corazón del grano el sabor lechoso que tiene un mes antes de la cosecha; ni siquiera se daba cuenta de que se lastimaba los labios con las aristas del trigo candeal. Se embriagaba de cielo azul, de tierra seca y del perfume de los tallos, haciendo él solo tantos estragos como una manada de jabalíes.

Se levantó, soberbio, completamente restregado, y se reunió con sus compañeros blandiendo un puñado de espigas arrancado brutalmente.

—Lormet —ordenó a su criado—, desabrocha mi cota, desenlaza mi broigne[17].

Cuando Lormet cumplió la orden, deslizó el puñado de trigo bajo su camisa, junto a la piel.

—Juro ante Dios, monseñores —dijo con voz potente—, que estas espigas no saldrán de mi pecho hasta que haya reconquistado el último campo, el último árbol de mi condado. ¡Ahora, a la guerra!

Montó en su caballo y lo lanzó al galope.

—¿No te parece, Lormet —gritó en plena carrera—, que aquí la tierra suena mejor bajo los cascos de nuestros caballos?

—Desde luego, monseñor —respondió el asesino de corazón tierno, que compartía todas las opiniones de su dueño—. Pero lleváis suelta la cota; no corráis tanto y os la podré ajustar.

Cabalgaron así un momento. Luego la llanura descendía bruscamente y Roberto descubrió una masa de mil ochocientas corazas alineadas en una pradera, centelleantes bajo el sol, que acudían a recibirlo. Nunca hubiera creído encontrar tan numerosos partidarios en esta Cita.

—¡Ah, Varennes! ¡Buen trabajo, compadre mío! —exclamó Roberto, maravillado.

En cuanto lo reconocieron los caballeros de Artois, un inmenso clamor se elevó de sus filas.

—¡Bien venido sea nuestro conde Roberto! ¡Larga vida a nuestro gentil señor!

Y los más entusiastas lanzaron los caballos a su encuentro; las rodilleras de hierro chocaban, las lanzas oscilaban cual la mies en el campo.

—¡Ah, ahí veo a Caumont y a Souastre! Os reconozco por vuestros escudos, compañeros míos —dijo Roberto.

Por el ventalle levantado del casco, los caballeros mostraban sus caras chorreando sudor, pero radiantes por la alegría bélica. Muchos de ellos, simples sires del campo, llevaban viejas armaduras anticuadas, heredadas de sus padres o de sus tíos-abuelos, que ellos mismos habían ajustado mal a su medida. Antes de anochecer, esas armaduras harían daño por las junturas y su cuerpo estaría cubierto de costras sangrantes. En previsión de esto todos llevaban en los equipajes de sus escuderos de armas un bote de ungüento preparado por sus mujeres y trozos de tela para curarse.

Ante Roberto se presentaban todos los ejemplares de la moda militar de un siglo, todas las formas de yelmos y cimeras; algunas de estas cotas de mallas y gruesas espadas habían participado en la última cruzada. Los elegantes provincianos se empenachaban con plumas de gallo, faisán o pavo real; otros iban coronados con un dragón dorado, y hasta uno de ellos había llegado a colocarse en el casco la figura de una mujer desnuda, que atraía las miradas de muchos.

Todos habían pintado de nuevo sus cortos escudos, donde resplandecían en colores chillones sus blasones, sencillos o complicados según la antigüedad de cada linaje. Los más sencillos generalmente pertenecían a las familias más antiguas.

—He aquí a Saint-Venant, Longvillers, Nedonchel —decía Juan de Varennes, presentando los caballeros a Roberto.

—Vuestro leal, monseñor, vuestro leal —decía cada uno al momento de citar su nombre.

—Leal Nedonchel…, leal Bailiencourt…, leal Picquigny… —respondía Roberto al pasar ante ellos.

A unos jovenzuelos, erguidos y orgullosos de entrar en liza por primera vez, Roberto les prometió armarlos caballeros él mismo, si mostraban valor en los próximos lances.

Luego decidió nombrar inmediatamente dos mariscales, como en el ost real. En primer lugar eligió a sire de Hautponlleu, que había contribuido activamente a agrupar aquella nobleza alborotada.

—Y ahora voy a elegir, veamos… ¡a ti, Beauval! —anunció Roberto—. El regente tiene por mariscal a un Beaumont; yo tendré a un Beauval.

Los pequeños señores a quienes complacían los juegos de palabras y los retruécanos aclamaron riendo a Juan de Beauval, que había sido designado debido a su nombre.

—Ahora, monseñor Roberto —dijo Juan de Varennes—, ¿qué ruta queréis seguir? ¿Vamos primero a Saint-Pol, o bien nos dirigimos directamente a Arrás? El Artois es todo vuestro; no tenéis más que elegir.

—¿Qué ruta lleva a Hesdin?

—La que vos pisáis, monseñor, que pasa por Frévent.

—Pues bien, quiero ir primero al castillo de mis padres.

Un movimiento de inquietud se observó entre los caballeros. Realmente era de lamentar que el conde de Artois, apenas llegado, quisiera dirigirse hacia Hesdin.

Sire Souastre, el que llevaba sobre el casco la figura de una mujer desnuda, que se había hecho notar mucho en los tumultos del último otoño, dijo:

—Temo, monseñor, que el castillo no esté en condiciones de recibiros.

—¿Cómo? ¿Sigue acaso ocupado por sire de Brosse, que fue mandado allí por mi primo el Turbulento?

—No, no; hicimos huir a Juan de Brosse, pero destrozamos también un poco el castillo.

—¿Destrozado? —dijo Roberto—. ¿No lo habéis quemado?

—No, monseñor, no; los muros siguen en pie.

—Pero lo debisteis de saquear un poco, ¿verdad? Bien; si no es más que eso, habéis hecho bien. Cuanto sea de Mahaut la cerda, Mahaut la bribona, Mahaut la ramera, os pertenece, monseñores. Yo os hago partícipes de todo.

¡Cómo no querer a un señor feudal tan generoso! Los aliados vitorearon de nuevo a su gentil conde Roberto, deseándole larga vida, y el ejército de la rebelión se puso en marcha hacia Hesdin.

Al atardecer llegaron ante las catorce torres de la plaza fuerte de los condes de Artois, en la que sólo el castillo ocupaba la superficie de doce «medidas», o sea casi cinco hectáreas.

¡Cuantos impuestos, penas y sudores había costado a la gente humilde de la comarca aquel fabuloso edificio destinado, según les habían dicho, a protegerlos de las desgracias de la guerra! Las guerras se sucedían, pero la protección se mostraba poco eficaz, y como siempre se luchaba por la posesión del castillo, la población prefería encerrarse en sus casas de adobe, rogando a Dios que el alud pasara de largo.

En las calles no había mucha gente para festejar la llegada del señor Roberto. Los habitantes, acobardados por el saqueo de la víspera, se escondieron.

Los alrededores del castillo no eran muy agradables a la vista; la guarnición real, colgada en las almenas, comenzaba a oler a carroña. En la puerta grande, llamada puerta de los pollos, el puente levadizo no había sido levantado. El interior ofrecía un espectáculo de desolación; de las bodegas corría el vino de las cubas destrozadas; por todas partes se veían aves de corral muertas; de los establos llegaba el quejumbroso mugido de las vacas, y en los ladrillos que pavimentaban los patios interiores, raro lujo en aquella época, se leía la historia de la reciente carnicería en largos hilos de sangre seca.

Las habitaciones de la familia de Artois comprendían cincuenta piezas, ninguna de las cuales había sido respetada por los buenos aliados de Roberto. Todo lo que no se pudieron llevar para decorar las mansiones vecinas había sido destrozado en el mismo lugar.

Desapareció de la capilla la gran cruz de plata sobredorada y el busto de San Luis que contenía un fragmento de hueso y algunos cabellos del rey. Desapareció el gran cáliz de oro, del que se apropió Ferry de Picquigny, que poco más tarde se pudo encontrar en venta en una tienda de París. Desaparecieron los doce volúmenes de la biblioteca y el ajedrez de jaspe y calcedonia. Con los vestidos, peinadores y lencería de Mahaut, los señores se habían abastecido de buenos regalos para sus amantes. Hasta se llevaron de las cocinas las reservas de pimienta, jengibre, azafrán y canela[18].

Caminaban sobre vajilla destrozada y brocados hechos trizas; sólo se veían cortinas de lecho rasgadas, muebles quemados y tapices arrancados. Los jefes de la revuelta, un poco confusos por el destrozo que habían hecho, seguían a Roberto en su visita; pero el gigante, a cada descubrimiento que hacía, estallaba en una risa tan amplia, tan sincera, que pronto se sintieron envalentonados.

En la sala de los escudos, Mahaut había hecho erigir, adosadas a las paredes, estatuas de piedra que representaban a los condes y condesas del Artois desde su origen hasta ella misma. Todos los rostros se parecían un poco, pero el conjunto ofrecía buen aspecto.

—Aquí, monseñor —dijo Picquigny—, no quisimos tocar nada.

—Pues hicisteis mal, compadre —respondió Roberto—, porque entre estas figuras veo una al menos que no me gusta. ¡Lormet, una maza!

Empuñó la pesada maza de guerra que le tendió su criado, la hizo voltear tres veces por encima de su cabeza y descargó un descomunal golpe sobre la efigie de Mahaut. La estatua vaciló en su pedestal, la cabeza se desprendió del cuello y fue a estrellarse contra las losas.

—¡Que le ocurra lo mismo a la verdadera cabeza, después de que todos los aliados del Artois se hayan orinado encima de ella! —exclamó Roberto.

Para quien gusta de destrozar, todo es cuestión de empezar; la maza de guerra erizada de puntas, se balanceaba, amenazadora, en la mano del gigante.

—¡Ah, bribona tía! Me despojasteis del Artois porque este que me engendró…

E hizo saltar la cabeza de la estatua de su padre, el conde Felipe.

—… cometió la tontería de morir antes que éste…

Y decapitó a su abuelo el conde Roberto II.

—¿Iba a vivir yo entre estas imágenes que hicisteis modelar para que os otorgaran un honor al que no teníais derecho? ¡Abajo! ¡Abajo mis antepasados! Volveremos a comenzarlo todo.

Las paredes temblaban, los trozos de piedra se diseminaban por el suelo. Los barones del Artois permanecían en silencio con la respiración cortada por aquel furor que superaba en mucho a su propia violencia. ¡Cómo, en verdad, cómo no obedecer apasionadamente a un jefe así!

Cuando terminó de descabezar a su estirpe, el conde Roberto III lanzó la maza por las vidrieras de una ventana y, estirándose, dijo:

—Ahora podemos hablar cómodamente… messires compañeros míos, mis leales, quiero que en todas las ciudades, prebostazgos y castellanías que vayamos a liberar del yugo de Mahaut, se registren las quejas que cada uno formule contra ella, y que dicho registro recoja con toda exactitud sus maldades, con el fin de enviar un informe concreto a su yerno messire Puertas Cerradas… porque lugar que pisa ese hombre, lugar que cierra: ciudades, cónclave, Tesoro… a messire Corto-de-Vista, nuestro señor Felipe el Tuerto[19], que se proclama regente, y por causa del cual nos quitaron, hace catorce años, este condado, para que él pudiera enriquecerse con la Borgoña. ¡Que reviente esa bestia, con la garganta atada con sus tripas!

El pequeño Gerardo Kierez, el hombre hábil en pleitos y procedimientos, que había defendido ante el rey la causa de los barones contra Mahaut, tomó entonces la palabra y manifestó:

—Hay algo grave, monseñor, que no solamente atañe al Artois, sino a todo el reino y apuesto a que no sería indiferente al regente que se supiera cómo murió su hermano Luis X.

—¡Por el mismo diablo, Gerardo! ¿También tú sospechas lo mismo que yo? ¿Tienes pruebas de que en este asunto mi tía ha puesto también su maligna mano?

—¡Pruebas, pruebas, monseñor, eso se dice pronto! Pero sí tengo una fuerte sospecha, que puede ser apoyada con testimonios. Conozco en Arrás a una señora que se llama Isabel de Fériennes y a su hijo Juan, vendedores ambos de objetos de magia, que proporcionaron a cierta joven de la familia Hirson, la Beatriz…

—Algún día, compañeros míos, os regalaré a esa Beatriz —dijo Roberto—. La he visto varias veces, y adivino, por su aspecto, que tiene unos reales muslos.

—Los Fériennes le vendieron, para la señora Mahaut, veneno para matar ciervos, dos semanas antes de morir el rey. Lo que podía servir para los ciervos bien pudo servir también para el rey.

Los barones demostraron con sus risitas que apreciaban el juego de palabras, a su altura.

—De todos modos, se trataba de veneno para cornúpetas —exclamó Roberto—. ¡Dios guarde el alma de mi cornudo primo Luis!

Las risas subieron de tono.

—Y ello parece tanto más cierto, messire Roberto —prosiguió Kierez—, cuanto que la señora Fériennes se jactó el año pasado de haber fabricado el filtro que hizo las paces entre messire Felipe, a quien llamáis el Tuerto, y la señora Juana, hija de Mahaut…

—… ramera como su madre, y a quien hicisteis mal, barones míos, de no ahogar como si fuera una víbora cuando la tuvisteis a vuestra merced, aquí mismo, el pasado otoño —dijo Roberto—. Necesito a esta Fériennes y a su hijo. Prendedlos en cuanto lleguemos a Arrás. Ahora vamos a comer, porque esta jornada me ha abierto mucho el apetito. Que maten el buey más gordo de los establos, y que lo asen entero; que vacíen el estanque de las carpas de Mahaut, y que nos traigan el vino que no os acabasteis de beber.

Dos horas más tarde, al caer el día, toda aquella compañía estaba completamente borracha. Roberto mandó a Lormet, que se mantenía bastante bien en pie, a dar una batida por la ciudad, con una buena escolta, a fin de proporcionar las mujeres necesarias para contentar el humor alegre de los barones.

Lormet no se detuvo en averiguar si eran doncellas o madres de familia aquéllas a quienes sacaba de la cama; con sus soldados empujó hacia el castillo a un rebaño en camisón que balaba de espanto. En las saqueadas habitaciones de Mahaut se organizó un sabroso combate. Los alaridos de las mujeres enardecían a los caballeros, quienes se lanzaban al asalto como si cargaran contra infieles, rivalizando en proezas seductoras, y abatiéndose hasta tres a la vez sobre el mismo botín. Roberto cogió por los cabellos a los bocados mejores, sin preocuparse mucho en desnudarlas. Como pesaba más de doscientas libras, sus conquistas casi perdían la respiración y no podían gritar. Mientras tanto, Souastre, que había perdido su hermoso casco, estaba encorvado, con los puños sobre el corazón y vomitando como gárgola durante una tormenta.

Luego, aquellos valientes empezaron a roncar; un hombre hubiera bastado entonces para degollar sin dificultad a toda la nobleza del Artois.

Al día siguiente, un ejército de piernas flojas, lenguas espesas y cerebros brumosos se puso en camino hacia Arrás. Sólo Roberto parecía tan fresco como un lucio sacado del río, lo que le ganó definitivamente la admiración de sus tropas. Hicieron varios altos en el camino, porque Mahaut poseía en aquellos parajes otros castillos, cuya vista despertó el valor de los barones.

Pero cuando, el día de Santa Magdalena, se instaló Roberto en Arrás, buscaron en vano a la señora Fériennes; había desaparecido.