XI. Los prometidos juegan al gato y el ratón.

Abandonar ostensiblemente una reunión política, para indicar abiertamente el desacuerdo, no impide al protestatario sentarse luego a la mesa con sus adversarios.

A pesar de su estallido de la mañana, el duque de Borgoña, instado convenientemente, aceptó asistir al banquete de familia que el conde de Poitiers ofrecía aquel mismo día en la mansión de Vincennes.

La familia real de Francia, incluidos primos y dignatarios, comprendía más de cien personas, que se trasladaron a Vincennes, entre altas y bajas vísperas, es decir, sobre las cinco de la tarde, y se sentaron ante las mesas de caballetes, cubiertas con grandes manteles blancos.

La presencia del duque de Borgoña hizo más notable la ausencia de Roberto de Artois.

—Mi hijo, al salir de palacio, ha caído enfermo, debido a las cosas que ha oído —dijo Blanca de Bretaña.

—¿Ha caído enfermo verdaderamente? —respondió Felipe de Poitiers—. Espero que no se haya lastimado al caer de tan alto.

Nadie se extrañó, por lo contrario, de no ver al conde de Clermont, a quien su hijo se había apresurado a recluir en su residencia, en cuanto rindió homenaje. Felicitaron a Luis de Borbón por la buena impresión que había producido su padre, y deploraron que la enfermedad de éste —noble enfermedad, por otra parte, ya que se debía a un accidente de armas— no le permitiera una participación más frecuente en los asuntos del reino.

La comida empezó así con relativo buen humor. El condestable y el duque de Borgoña habían sido colocados a tal distancia que no pudiera reavivarse el fuego. Valois peroraba por su cuenta.

Lo más asombroso de esta comida era la cantidad de niños que asistían. Como Eudes de Borgoña había puesto como condición para su asistencia que estuviera presente la pequeña Juana de Navarra, en reparación del ultraje que la asamblea le había hecho, el conde de Poitiers tuvo que llevar a sus tres hijas; el conde de Valois, a sus retoños más jóvenes; el conde de Evreux a su hijo e hija que estaban todavía en edad de jugar a muñecas; el delfín del Viennois, a su pequeño Guigues, prometido de la tercera hija del regente, y Luis de Borbón a sus hijos en edad de andar… No podían entenderse por sus nombres propios. Blancas e Isabeles, Carlos y Felipes se confundían; cuando alguien gritaba: «¡Juana!», seis cabezas se volvían a la vez.

Todos estos primos estaban destinados a casarse entre sí, para servir a las combinaciones políticas de sus padres, quienes, a su vez, habían sido casados de la misma forma, en la más cercana consanguinidad. ¡Cuántas dispensas habría que solicitar del papa, para anteponer los intereses territoriales a las leyes de la religión! ¡Cuántos cojos y dementes en perspectiva! La única diferencia entre la descendencia de Adán y la de Capeto era que en ésta aún se evitaba la reproducción entre hermanos y hermanas.

El delfinito y su prometida, la pequeña Isabel de Poitiers, que pronto no sería llamada más que por el nombre de Isabel de Francia, ofrecían un espectáculo de la más emocionante armonía. Comían en el mismo plato; el delfinito elegía para su futura esposa los mejores trozos de guisado de anguila y se los metía a la fuerza en la boca, embadurnándole toda la cara. Los otros niños les envidiaban su situación de pareja; iban a construirles en el interior de la casa del regente un palacete particular con su palafrenero, lacayo y sirvientas.

Juana de Navarra no comía nada. Todos sabían que su presencia en el banquete había sido impuesta, y como los niños son rápidos en adivinar los sentimientos de sus padres y en exagerar sus demostraciones, todos volvían la espalda a la infeliz huérfana. Juana era de los más pequeños, sólo tenía cinco años. Con la única diferencia de que era rubia, en todos sus rasgos comenzaba a parecerse mucho —frente prominente, pómulos salientes— a su madre. Era una niña solitaria que no sabía jugar y vivía entre domésticas en las vacías habitaciones del palacio de Nesle. Nunca había visto tanta gente reunida ni oído tanto ruido de voces y vajilla; y miraba con una mezcla de admiración y espanto aquella sucesión de víveres que se depositaban sin cesar sobre las inmensas mesas rodeadas de grandes comilones. Se daba perfecta cuenta de que no la querían; cuando hacía una pregunta, nadie le contestaba. A pesar de su corta edad, tenía el juicio suficientemente desarrollado para pensar: «Mi padre era rey, mi madre era reina; pero han muerto, y ahora ya nadie me habla». Jamás olvidaría aquella comida en Vincennes. A medida que subía el tono de las voces y se generalizaban las risas en aquel banquete de gigantes, se hacían más intensas la tristeza y la angustia de la pequeña Juana. Luis de Evreux, que desde lejos la vio a punto de echarse a llorar, ordenó a su hijo:

—Felipe, ocúpate un poco de tu prima Juana.

El pequeño Felipe quiso imitar al joven delfín, y llevó a la boca de su prima un trozo de esturión con salsa de naranja, que ella escupió desdeñosamente sobre el mantel.

Como los coperos servían sin cesar los vinos a todos los convidados, se hizo evidente que ésta chiquillería vestida de brocado iba a indisponerse, y antes de comenzar el sexto plato la enviaron a jugar a los patios. A estos hijos de reyes les ocurrió, pues, lo que a todos los niños del mundo en los banquetes: se vieron privados de sus platos preferidos, los dulces y los postres.

En cuanto terminó el festín, Felipe de Poitiers tomó del brazo al duque de Borgoña y le dijo que deseaba hablar con él privadamente.

—Vamos a comer los dulces a solas, primo mío. Venid con nosotros, tío —añadió, volviéndose hacia Luis de Evreux.

Llamó también a Guillermo de Mello, consejero del duque para que las partes estuvieran en igualdad. Llevó a los tres hombres a una pequeña sala contigua y, mientras les servían el vino azucarado y los dulces, comenzó por expresar su gran interés en llegar a un acuerdo, y cuáles eran las ventajas del reglamento de regencia.

—Como sé que ahora los ánimos están muy exaltados —dijo—, me ha parecido conveniente postergar la decisión final hasta la mayoría de edad de Juana. Para entonces habrán pasado diez años y, vos sabéis, tan bien como yo, que en diez años las opiniones cambian bastante, aunque sólo sea porque los que profesan las más violentas pueden haber muerto. Creía, pues, serviros, primo mío, al actuar como lo he hecho y me parece que habéis comprendido mal mis propósitos. Puesto que vos y Valois no podéis por ahora poneros de acuerdo, tratad cada uno de entenderos conmigo.

El duque de Borgoña seguía enfurruñado; no era hombre inteligente; siempre temía que querían engañarlo, lo cual no evitaba que lo fuera frecuentemente. La duquesa Agnés, a quien no cegaba el amor maternal, le había hecho antes de su marcha severas recomendaciones:

—Ten cuidado de no dejarte engañar. Piensa bien las cosas antes de hablar, y si no se te ocurre nada, cállate y deja hablar a messire de Mello que tiene inteligencia más despierta que la tuya.

Eudes de Borgoña, a los veintidós años, investido de los títulos y funciones de duque, vivía aún bajo el temor de su madre, y temblaba porque debería justificarse ante ella. No se atrevió a responder abiertamente a las propuestas de Felipe.

—Mi madre os ha hecho llegar una carta, primo mío, en la que os decía… ¿qué decía esa carta, messire de Mello?

—La señora Agnés solicitaba que la señora Juana de Navarra fuera puesta bajo su custodia, y le extraña, monseñor, que todavía no le hayáis contestado.

—¿Pero cómo podía hacerlo, primo mío? —respondió Felipe, dirigiéndose a Eudes como si Mello no desempeñase entre ellos más que el papel de intérprete—. Es una decisión que toca a la regencia. Ahora es cuando puedo dar satisfacción a esa solicitud. ¿Quién os dice, primo, que pienso denegarla? Os llevaréis con vos, creo yo, a vuestra sobrina.

El duque, sorprendido de encontrar tan poca resistencia, miró a Mello, y su semblante parecía decir: «¡Eh aquí un hombre con quien uno se puede entender!».

—A condición, primo mío —continuó el conde de Poitiers—, a condición, naturalmente, de que vuestra sobrina no se case sin mi consentimiento. La cosa es evidente; se trata de un asunto que interesa demasiado a la corona, y vos debéis contar con nuestra opinión para dar esposo a una joven que un día puede convertirse en reina de Francia.

La segunda parte de la frase hizo pasar la primera. Eudes creyó de verdad que la intención de Felipe era hacer coronar a Juana si la reina Clemencia no daba a luz un hijo.

—Desde luego, desde luego, primo mío —dijo—; sobre este punto estamos completamente de acuerdo.

—Entonces, nada nos separa; ya podemos firmar nuestro compromiso —dijo Felipe.

Sin esperar, hizo llamar a Miles de Noyers, que tenía la mejor pluma para redactar esta clase de pactos.

—Messire Miles —le dijo—, vais a escribir sobre vitela lo siguiente: «Nos, Felipe, par y conde de Poitiers, regente de los dos reinos por la gracia de Dios, y nuestro bienamado primo, magnífico y poderoso señor Eudes IV, par y duque de Borgoña, juramos sobre las Sagradas Escrituras prestarnos servicio y leal amistad…». Ésta es la idea general que os doy messire Miles… «y por esta amistad que nos juramos, hemos decidido en común que la señora Juana de Navarra…».

Guillermo de Mello tiró al duque de la manga y le dijo una palabra al oído, por lo que el duque comprendió que estaba a punto de dejarse cazar.

—¡Eh, primo mío! —exclamó—. ¡Mi madre no me ha autorizado a reconoceros como regente!

Habían llegado a un punto muerto. Felipe sólo consentía ceder el cuidado de la niña si el duque aceptaba el reglamento de regencia. Ofreció diversas garantías. Pero el otro se obstinaba; era sobre los derechos a la corona, sobre lo que exigía un compromiso formal.

«Si no tuviera a ese Mello, que es astuto —se decía el conde de Poitiers—, Eudes ya habría capitulado». Fingiendo estar cansado, extendió sus largas piernas, cruzó los pies y se frotó la barbilla.

Luis de Evreux lo observaba y se preguntaba cómo iba a salir del apuro. «Veo agitarse bien pronto las lanzas por la parte de Dijon», pensaba aquel hombre prudente. Estaba a punto de aconsejar: «Vamos, cedamos en los derechos sobre la corona», cuando Felipe preguntó de pronto al Borgoñón:

—Veamos, primo mío, ¿no deseáis casaros?

El otro abrió unos grandes ojos redondos, creyendo en primer lugar, ya que no era inteligente, que Felipe quería prometerlo a Juana de Navarra.

—Puesto que acabamos de jurarnos eterna amistad —prosiguió Felipe, como si se hubiera redactado y firmado el acuerdo—, y por ella, mi querido primo, me prestáis gran apoyo, quisiera, a mi vez, corresponderos; y me agradaría reforzar nuestro afectuoso lazo, bellamente, con un parentesco más estrecho. ¿No tomaríais en matrimonio a Juana, mi hija mayor?

Eudes IV miró a Mello, luego a Luis de Evreux, después a Miles de Noyers, que esperaba con la pluma en alto.

—Pero, primo, ¿qué edad tiene vuestra hija? —preguntó.

—Tiene ocho años, primo mío —respondió Felipe, quien, tras una pausa, agregó—: Puede tener también el condado de Borgoña, heredado de su madre.

Eudes levantó la cabeza como un caballo que huele la avena. La unión de las dos Borgoñas, el ducado y el condado, constituía el sueño de los duques hereditarios desde el tiempo de Roberto I, nieto de Hugo Capeto.

Juntar la corte de Dole a la de Dijon, unir los territorios que iban desde Auxerre a Pontarlier y desde Maçon a Besançon, tener una mano en Francia y otra en dirección al Santo Imperio, ya que el condado era palatino, ese espejismo se hacía de pronto realidad. Se abría la ruta del Imperio, con su viejo prestigio carolingio…

Luis de Evreux no pudo menos de admirar la audacia de su sobrino; en un juego que parecía perdido daba un gran paso adelante. Pero considerando la proposición de más cerca, el razonamiento de Felipe se veía claro: al fin y al cabo lo único que proponía era las tierras de Mahaut. Habían concedido a ésta el Artois, a expensas de Roberto, para que dejara el condado; por dote de su mujer el condado había pasado a Felipe, con el fin de que pudiera postular la elección imperial. Ahora Felipe codiciaba la corona de Francia o al menos la regencia por diez años; el condado le interesaba, pues, menos, a condición de que sólo fuera a parar a un vasallo, como era el caso.

—¿Podría ver a la señora vuestra hija? —preguntó Eudes sin vacilar, sin pensar siquiera en notificarlo a su madre.

—Acabáis de verla en la comida, primo mío.

—Cierto, pero no bien… quiero decir, no la he considerado bajo este aspecto.

Enviaron a buscar a la hija mayor del conde de Poitiers, que estaba jugando al gato y el ratón con sus hermanas y los otros niños[15].

—¿Qué quieren? ¡Déjenme jugar! —dijo la niña, que perseguía al delfinito al lado de los establos.

—Monseñor vuestro padre os reclama —le dijeron.

En cuanto cogió al pequeño Guigues y gritó «¡Tate!», pegándole en la espalda, siguió, mohína, descontenta, al chambelán que la asía de la mano.

Sofocada, con las mejillas arreboladas, el cabello tapándole la cara y su vestido de brocado lleno de polvo, se presentó ante su primo Eudes, que tenía catorce años más que ella. Era una niña ni fea ni guapa, todavía delgadita, que no podía darse perfecta cuenta de que su destino se confundía en este instante con el de Francia… Hay niñas que dejan adivinar el aspecto que tendrán de adultas; en ésta no se distinguía nada. Lo único que se veía era el condado de Borgoña, como aureola.

Una provincia es algo hermoso; pero es preciso que la mujer no sea deforme. «Si tiene las piernas derechas, acepto», se decía el duque. Tenía razones para temer sorpresas de esta clase, ya que su hermana segunda, menor que Margarita y casada con Felipe de Valois, no tenía los talones a la misma altura. ¡En la animosidad presente de los Valois hacia los Borgoña, esta cojera, que no aparecía en el contrato, tenía mucho que ver! El duque pidió, pues, sin que ello extrañara a nadie, que levantaran las faldas a la niña para apreciar la forma de sus piernas[16]. La pequeña tenía las pantorrillas y los muslos delgados, como su padre; pero no había deformación.

—Tenéis razón, primo mío —dijo el duque—. Ésta será la mejor manera de sellar nuestra amistad.

—¡Veis! —exclamó Poitiers—. ¿No vale más esto que querellarse? De ahora en adelante quiero llamaros yerno.

Le abrió los brazos; el yerno tenía sólo treinta meses menos que el suegro.

—Vamos, hija mía, besad a vuestro prometido —dijo Felipe a la niña.

—¡Ah! ¿Es mi prometido? —preguntó la pequeña.

Y se irguió orgullosamente.

—¡Pero si es mayor que el delfinito!

«¡Qué buena idea tuve el mes pasado —se decía Felipe— al darle al delfín mi tercera hija, y en cambio conservar esta otra, que podía disponer del condado!».

El duque de Borgoña tuvo que levantar a su futura esposa para que pudiera darle en la mejilla un gran beso mojado. Tan pronto la dejó en el suelo, la niña se echó a correr en dirección al patio para anunciar orgullosamente a los otros niños:

—¡Estoy prometida!

Se interrumpieron los juegos.

—Y no un prometido pequeño como el tuyo —dijo a su hermana, señalándole al hijo del delfín—. El mío es mayor, como nuestro padre.

Luego, viendo a la pequeña Juana de Navarra, que estaba mohína y un poco apartada le dijo:

—Ahora voy a ser tu tía.

—¿Por qué mi tía? —preguntó la huérfana.

—Porque seré la esposa de tu tío Eudes.

Una de las hijas del conde de Valois, que sólo tenía siete años, pero que estaba enseñada para repetirlo todo, se precipitó al castillo, buscó a su padre, que conspiraba en compañía de Blanca de Bretaña y de otros señores de su partido, y le contó lo que acababa de oír. Carlos se levantó derribando el asiento, y se lanzó, erguido, hacia la pieza en que se encontraba el regente.

—¡Ah, mi querido tío, sed bien venido! —exclamó Felipe de Poitiers—. Precisamente iba a haceros llamar para que fuerais testigo de nuestro acuerdo.

Y le tendió el acta que Miles de Noyers acababa de redactar de esta manera: «… para firmar aquí con todos nuestros parientes las convenciones que acabamos de realizar con nuestro buen primo de Borgoña, y por las cuales estamos de acuerdo en todo».

Amarga semana para el exemperador de Constantinopla, que no tuvo más remedio que capitular. Después de él, Luis de Evreux, Mahaut de Artois, el delfín del Viennois, Amadeo de Saboya, Carlos de La Marche, Luis de Borbón, Blanca de Bretaña, Guy de Saint-Pol, Enrique de Sully, Guillermo de Harcourt, Anseau de Joinville y el condestable Gaucher de Châtillon estamparon su firma al pie de las convenciones.

El tardío crepúsculo de julio caía sobre Vincennes. La tierra y los árboles estaban impregnados todavía del calor de la jornada. La mayor parte de los invitados se había marchado.

El regente fue a dar un paseo bajo las encinas en compañía de sus familiares más adictos, que lo habían seguido desde Lyon y habían asegurado su triunfo. Bromeaban un poco acerca del árbol de San Luis que no lograban encontrar. De pronto, el regente dijo:

—Monseñores, guardo una dulce alegría en el corazón; mi buena esposa ha dado hoy a luz un hijo.

Respiró profundamente, con felicidad, con delicia, como si el aire del reino de Francia le perteneciera verdaderamente.

Se sentó en la hierba. Con la espalda apoyada en un tronco, contemplaba las hojas de los árboles que se recortaban sobre el cielo rosado, cuando Gaucher de Châtillon llegó a grandes pasos.

—Monseñor, vengo a traeros una mala noticia —dijo.

—¿Ya? —exclamó el regente.

—Vuestro primo Roberto acaba de ponerse en camino hacia el Artois.