Desde el fondo de sus habitaciones, Clemencia oía el trajín de los señores y altos barones que llegaban a la asamblea, el tumulto de las voces repercutía en los patios y bajo las bóvedas.
La reclusión de cuarenta días que el ritual del duelo imponía a la reina había terminado la víspera, y Clemencia, ingenuamente, había creído que la fecha de la reunión había sido elegida expresamente para permitirle asistir a ella. Así, se había preparado para esta solemne reaparición, con interés, curiosidad, incluso impaciencia, como si volviera a sentir el gusto por la vida. Pero, en el último minuto, un consejo de cirujanos y médicos entre quienes se contaban los médicos personales del conde de Poitiers y de la condesa Mahaut, le habían prohibido una fatiga que juzgaban peligrosa para su estado.
A todos los partidos complacía en verdad esta decisión, ya que nadie se preocupaba de hacer valer los derechos de Clemencia a la regencia. Y sin embargo, ya que se buscaban con tanta porfía en la historia del reino precedentes en los que inspirarse, no pudieron menos de recordar a Ana de Kiev, viuda de Enrique I, que compartió el gobierno con su cuñado Balduino de Flandes, «por la cualidad indeleble que le había conferido la consagración», o más próximamente, a la reina Blanca de Castilla, tan presente en la memoria de todos[12].
Pero el delfín del Viennois, cuñado de Clemencia, que era el más indicado para defender las prerrogativas de la reina, había sido ganado por Felipe de Poitiers.
Carlos de Valois, aunque se presentaba como el gran protector de su sobrina, no pensó más que en trabajar por sí mismo.
En cuanto al duque Eudes de Borgoña, que asistía, como decía él, representando a la sucesión de su hermana Margarita, debía mantenerse hostil en todo a Clemencia.
La permanencia de la bella angevina en el trono había sido muy corta para hacerse notar y para adquirir ascendencia entre los grandes barones, y por ello, éstos ya no la consideraban más que como la superviviente de un breve reinado tumultuoso y, para muchos, nefasto.
—No ha traído suerte al reino —decían de ella.
Y aunque todavía la atendían como futura madre, le habían significado claramente que como reina había dejado de existir.
Encerrada en un ala de palacio, oyó apagarse las voces; la asamblea estaba en sesión en la sala del Gran Consejo, cuyas puertas habían sido cerradas.
«¡Dios mío, Dios mío! —pensaba—. ¡Por qué no me quedé en Nápoles!».
Y comenzó a gemir pensando en su infancia, en el mar azul, en aquel pueblo bullicioso y alegre, lleno de generosidad, compasivo ante el dolor, su pueblo que tan bien sabía amar…
Mientras tanto, Miles de Noyers leía a los barones el reglamento de sucesión.
El conde de Poitiers había tenido buen cuidado de no rodearse de ninguno de los atributos de la majestad real. Su sillón estaba instalado en el centro del estrado, pero se había negado a que le pusieran encima un dosel. Iba vestido de color oscuro y sin ningún adorno. Parecía decir: «Monseñores, estamos aquí en sesión de trabajo». Sencillamente, tres sargentos maceros permanecían en pie detrás de su asiento. Aseguraba el ejercicio de la soberanía, sin pretender investirse de ella. Sin embargo, había preparado cuidadosamente la disposición de la sala, haciendo asignar su asiento a cada uno de los asistentes por medio de los chambelanes, según un ceremonial a la vez bastante arbitrario y rígido, en el que los asambleístas volvían a encontrar las maneras del Rey de Hierro.
Felipe había hecho sentar a su derecha a Carlos de Valois, y junto a éste a Gaucher de Chátillon, para mantener a raya al exemperador de Constantinopla y aislarlo de su clan. Felipe de Valois se sentaba a una distancia de seis sillones con respecto a su padre. A su izquierda, Poitiers había colocado a su tío Luis de Evreux, y a continuación a su hermano Carlos de La Marche; así impedía que los dos Carlos pudieran cambiar impresiones durante la sesión y violaran la palabra que le habían dado cuatro días antes.
No obstante, la atención del conde de Poitiers se centraba principalmente en su primo, el duque de Borgoña, colocado a la vuelta del estrado, y flanqueado por la condesa Mahaut, el delfín del Viennois, el conde de Saboya y Anseau de Joinville.
Felipe sabía que el joven duque iba a hablar en nombre de su madre, la duquesa Agnés, a quien su calidad de última hija de San Luis confería, aun estando ausente, un gran prestigio entre los barones. Todo lo que se relacionaba con el recuerdo de Luis IX, y los raros supervivientes que podían atestiguar haberlo visto o servido, que habían hablado con él o gozado de su afecto estaban investidos de un carácter un poco sagrado.
Le bastaría a Eudes de Borgoña decir: «Mi madre, hija de nuestro sire San Luis, que la bendijo en la frente antes de ir a morir en tierra de infieles…» para emocionar a los asistentes.
Por eso, y con el fin de hacer fracasar la maniobra, Felipe de Poitiers se había sacado de la manga una carta valiosa y totalmente inesperada: Roberto de Clermont, otro superviviente de los once hijos del rey santo, el sexto, el último varón. ¿Deseaban absolutamente la garantía de San Luis? Pues bien, ¡Poitiers la mostraría!
Ahora bien, la presencia de Roberto de Clermont era tanto más valiosa e impresionante cuanto que hacía largo tiempo que no se presentaba en la corte; su última aparición se remontaba casi a cinco años; su existencia estaba medio olvidada, y cuando alguien se acordaba de él, nadie se atrevía a hablar más que en voz baja.
En efecto, el tío-abuelo Roberto estaba loco desde que, a los veinticuatro años, recibió un golpe de maza en la cabeza. Locura frenética, pero intermitente, con largos períodos de calma, lo cual había permitido a Felipe el Hermoso servirse de él, a veces, para misiones decorativas. Este hombre no era peligroso por lo que decía, ya que apenas hablaba; lo era por lo que podía hacer, pues nada indicaba que sus crisis iban a reanudarse y a lanzarlo, espada en mano, contra sus familiares. Ofrecíase entonces el penoso espectáculo de ver a un señor de sesenta años tan majestuoso de aspecto como noble de sangre, romper los muebles, rasgar los tapices y perseguir a las mujeres de la servidumbre, creyendo que eran sus adversarios de torneo[13].
El conde de Poitiers lo había colocado en la otra ala del estrado, junto al duque de Borgoña, y cerca de una puerta. Dos escuderos monumentales permanecían a corta distancia, encargados de sujetarlo al menor atisbo de locura. Clermont dejaba vagar su mirada despreciativamente, fatigada, ausente, que se fijaba de pronto en un rostro con la inquietud dolorosa de los recuerdos desvanecidos; luego se apagaba. Todos lo observaban, y su presencia producía un vago malestar.
Al lado del demente se sentaba su hijo, Luis de Borbón, que era cojo, defecto que, al parecer, siempre le había impedido atacar en los combates, pero no huir, como lo demostró en la batalla de Courtrai. Desgarbado, contrahecho y cobarde, el borbón tenía, como contrapartida, clarividencia, así que acababa de acercarse, como siempre, al partido más fuerte.
De estos dos príncipes, flaco uno de cabeza, otro de piernas, descendería la larga dinastía de los borbones.
Así pues, en aquella asamblea del 16 de julio de 1316 se encontraban reunidas las tres ramas capetinas que iban a reinar en Francia durante cinco siglos. Podían contemplarse en su fin o en su tronco: la directa de los Capetos, que bien pronto se extinguiría con Felipe de Poitiers y Carlos de La Marche; la de Valois, que, con el hijo de Carlos, se prolongaría durante trece reinados; por último, la de los Borbones, que sólo ascendería al trono a la extinción de los Valois, cuando hubo que remontarse una vez más a la descendencia de San Luis para designar un rey. Cada cambio de dinastía iría acompañado de guerras sangrientas y devastadoras. Y cada raza terminaría con tres hermanos.
La combinación de los actos humanos con lo imprevisto del destino será siempre pasmosa. Toda la historia de la monarquía francesa, con su grandeza y sus dramas, había de dimanar durante cinco siglos del reglamento sucesorio que Miles de Noyers, antiguo mariscal del ost y consejero en el Parlamento acababa de leer a los «altos barones del reino» aquel lejano dieciséis de julio.
Alineados en los bancos o apoyados en las paredes, los barones, prelados, grandes oficiales, doctores, juristas y delegados de los burgueses de París escuchaban atentamente. Felipe de Poitiers los miraba cerrando un poco los ojos, para contrarrestar su miopía que confundía los rostros y esfumaba el contorno de los grupos.
«Tengo un hijo, tengo un hijo —se decía con alegría—, y no lo sabrán hasta mañana». Se disponía a contener el ataque del duque de Borgoña; pero el asalto le llegó de otro lado.
Había un hombre en esta asamblea al que nada podía doblegar, a quien la nobleza de sangre no le impresionaba porque él pertenecía a la mejor; que no se inclinaba ante la fuerza, ya que él podía derribar un buey, y que no se había prestado a ninguna combinación, salvo las que él mismo urdía. Este personaje era Roberto de Artois. Fue él quien en cuanto Miles de Noyers acabó la lectura, se levantó para lanzarse al combate sin haberse puesto de acuerdo con nadie.
Como aquel día todos hacían gala de su familia, Roberto de Artois había llevado a su madre, Blanca de Bretaña, una mujer pequeñita, de cara delgada, cabellos blancos y miembros frágiles que parecía constantemente asombrada de haber dado a luz tal maravilla de gigante.
Abiertos los brazos, con los pulgares puestos en su cinturón de plata, Roberto de Artois espetó lo siguiente:
—Me maravilla, monseñores, que se nos ofrezca un nuevo reglamento de regencia redactado palabra por palabra con un fin determinado, cuando existe ya uno dictado por nuestro último rey.
Las miradas se dirigieron hacia el conde de Poitiers, y algunos de los asistentes se preguntaron con inquietud si no se les habría escamoteado parte del testamento de Luis X.
—No sé, primo mío —dijo Felipe de Poitiers—, de qué reglamento habláis. Vos asististeis a los últimos momentos de mi hermano, al igual que muchos de los señores presentes, y nadie me ha hecho saber la existencia de ninguna voluntad respecto a la sucesión.
—Cuando digo, primo mío —replicó Roberto con tono bastante burlón—, «nuestro último rey», no me refiero a vuestro hermano Luis X a quien Dios guarde, sino a vuestro padre, nuestro bien amado sire Felipe el Hermoso… a quien Dios guarde al mismo tiempo. Ahora bien, el rey Felipe había decidido, escrito y hecho prometer a sus pares con juramento que si moría antes de que su hijo fuera lo bastante hombre para ejercer el gobierno, las tareas reales y la carga de la regencia pasarían a su hermano monseñor Carlos, conde de Valois. Por lo tanto, primo mío, como no existe ningún otro reglamento posterior, me parece que sería necesario aplicar éste.
La pequeña Blanca de Bretaña aprobaba con la cabeza, sonreía con su boca desdentada y paseaba a su alrededor su mirada viva y brillante, invitando a sus vecinos a confirmar la intervención de su hijo. No había palabra pronunciada por aquel chillón, ni proceso sostenido por aquel pendenciero, ni violencia, truhanería o violación cometida por aquel mal individuo, que ella no aprobara y admirara como si se tratase de la revelación de un prodigio viviente. El conde de Valois le dio las gracias sólo con un movimiento de los párpados.
Felipe de Poitiers, ligeramente inclinado sobre el brazo del sillón, movió lentamente la mano.
—Me admira, Roberto, me admira —dijo— veros hoy tan diligente en cumplir la voluntad de mi padre, cuando tan poco obedecisteis su justicia mientras él vivía. Los buenos sentimientos os vienen con la edad, primo mío. Tranquilizaos. La voluntad de mi padre es precisamente lo que nos esforzamos en respetar. ¿No es verdad, tío mío? —agregó volviéndose hacia Luis de Evreux.
Luis de Evreux, que desde hacía seis semanas se oponía a las maniobras de Valois y de Roberto de Artois, tomó la palabra.
—El reglamento del que habláis, Roberto, vale como principio, pero no indefinidamente para la persona. Porque si dentro de cincuenta o cien años sobreviene de nuevo a la corona un hecho semejante, no se podrá ir a buscar a mi hermano Carlos para regentar el reino… por mucho que viva, como es mi deseo. Nuestro sire Dios no ha hecho a Carlos eterno para este menester. El reglamento, al establecer que la regencia debe recaer sobre el hermano mayor, designa bien a las claras a Felipe, y por esto le rendimos homenaje el otro día. No pongáis, pues, en discusión lo que ya está zanjado.
Quien creyera que Roberto estaba vencido no lo conocía bien. Inclinó ligeramente la cabeza, ofreciendo a los rayos del sol, que atravesaban los vitrales, sus cabellos color de cobre que le caían en rizos sobre la robusta nuca, y su sombra se extendió por las losas, como una amenaza, hasta los pies del conde de Poitiers.
—Las voluntades del rey Felipe —continuó— nada decían con respecto a las hijas reales; ni que debieran renunciar a sus derechos, ni que la asamblea de los pares tuviera que decidir si habían de reinar.
Un movimiento de aprobación se dejó sentir entre los señores de Borgoña y de Champaña y desde el estrado, el mismo duque Eudes exclamó:
—¡Eso está bien dicho, primo mío, y es precisamente lo que yo mismo iba a exponer!
Blanca de Bretaña lanzó de nuevo alrededor sus miraditas chispeantes. El condestable comenzaba a ponerse nervioso en su asiento. Se le oía gruñir, y los que lo conocían bien preveían que iba a estallar.
—¿Desde cuándo —prosiguió el joven duque de Borgoña, levantándose— ha sido introducida esa novedad en nuestras costumbres? ¡Desde ayer, creo yo! ¿Desde cuándo las hijas, si faltan los hijos, han de ser privadas de las propiedades y coronas de sus padres?
El condestable se levantó también.
—Desde el instante, messire duque —dijo con calculada lentitud—, en que cierta hija deja de ofrecer al reino la garantía de haber nacido del padre de quien se le quiere hacer heredera. Enteraos de una vez de lo que se dice por todo el mundo, lo cual vuestro primo Valois ha repetido muchas veces en el Consejo privado. Francia es un país demasiado grande y hermoso, messire duque, para que se pueda, sin que hayan deliberado Los pares sobre ello, transmitir la corona a una princesa de la que no se sabe si es hija de rey o de escudero.
La asamblea enmudeció. Eudes de Borgoña se puso blanco. Parecía que iba a lanzarse contra Gaucher de Châtillon, que lo esperaba, concentrando sus fuerzas de viejo guerrero. Pero fue sobre Carlos de Valois sobre quien el duque de Borgoña descargó su cólera.
—¿Entonces, sois vos, primo mío —exclamó—, vos, que escogisteis a otra de mis hermanas para darla en matrimonio a vuestro primogénito, sois vos quien ha cubierto de vergüenza a una muerta?
—¡Eh, compañero! —dijo Valois—. Por lo que respecta a cubrirse de vergüenza, vuestra hermana Margarita… a quien Dios le perdone sus pecados… no tuvo necesidad de mi ayuda.
Y a media voz agregó dirigiéndose a Gaucher de Châtillon:
—¡Qué necesidad teníais de meterme en esto!
—Y vos, cuñado mío —continuó Eudes señalando a Felipe de Valois—, ¿aprobáis también las villanías que escucho?
Pero Felipe de Valois, embarazado por su gran estatura, y buscando vanamente con la mirada el consejo de su padre, no hizo más que levantar los brazos con gesto de impotencia, y se limitó a decir:
—Es preciso reconocer, hermano mío, que el escándalo fue grande.
La asamblea comenzaba a ronronear. Del fondo de la sala llegaba el rumor de las disputas; algunos señores consideraban bastarda a Juana y otros legítima. Carlos de La Marche estaba pálido y se sentía a disgusto; bajaba la cabeza, evitando las miradas, como siempre que se tocaba ese desdichado asunto. «Margarita ha muerto, Luis ha muerto —se decía—; pero Blanca, mi mujer, vive, y yo sigo llevando la deshonra en mi frente».
En este momento, el conde de Clermont, a quien ya nadie prestaba atención, comenzó a dar señales de agitación:
—¡Os desafío, messires, os desafío a todos! —gritó de repente.
—Después, padre mío, después iremos al torneo —dijo Luis de Borbón, con voz que quería parecer tranquila y natural. Pero al mismo tiempo hizo una señal a los dos gigantescos escuderos, para que se acercaran y se aprestaran a intervenir en caso necesario.
Roberto de Artois contemplaba, encantado consigo mismo, el tumulto que había provocado.
El duque de Borgoña gritó a Carlos de Valois:
—¡Ciertamente yo deseo que Dios perdone a Margarita sus pecados, si los cometió; pero deseo menos que perdone a sus asesinos!
—Eso son mentiras a las que vos habéis prestado oídos, Eudes —replicó Valois—. Sabéis muy bien que vuestra hermana no murió más que de vergüenza y de remordimiento en la prisión.
Ahora que el conde de Valois y el duque de Borgoña se habían enzarzado tan estrechamente sin posibilidad de que durante mucho tiempo uniesen sus causas, Felipe de Poitiers extendió las manos con gesto de apaciguamiento.
Pero Eudes no quería la paz, sino todo lo contrario.
—Ya he oído hoy ultrajar bastante a Borgoña, primo mío —dijo—. Me opongo a reconoceros como regente y mantengo ante todos los derechos de mi sobrina Juana.
Luego, haciendo señal a los señores borgoñones de que lo siguieran, abandonó la sala.
—Monseñores, messires —dijo el conde de Poitiers—, eso es precisamente lo que nuestros legistas se habían esforzado en evitar, dejando para más adelante, si ha lugar, someter a la decisión del Consejo de los pares la cuestión de las hijas. Porque si la reina Clemencia da un varón al reino, toda esta querella no tiene objeto.
Roberto de Artois seguía ante el estrado, con las manos en las caderas.
—Deduzco, pues, de vuestro reglamento, primo mío —exclamó—, que en adelante, y como costumbre de Francia, queda negado a las mujeres el derecho a la sucesión. Pido, por lo tanto, que se me devuelva mi condado de Artois, entregado indebidamente a mi tía Mahaut. Y hasta que me hagáis justicia no podré presentarme en vuestro Consejo.
Dicho esto, se dirigió a la puerta lateral, seguido de su madre, que trotaba, orgullosa de él y de sí misma.
La condesa Mahaut movió la mano en dirección a Poitiers con un gesto que expresaba: «¡Ved! ¡Ya os lo había prevenido!».
Antes de atravesar la puerta, Roberto, al pasar por detrás del conde de Clermont, le sopló malignamente al oído:
—¡A las lanzas, primo, a las lanzas!
—¡Cortad las cuerdas! ¡Gritad batalla[14]! —voceó Clermont incorporándose.
—¡Puerco maléfico, el diablo te destripe! —dijo Luis de Borbón a Roberto.
Luego a su padre:
—Quedaos con nosotros. Las trompetas no han sonado todavía.
—¡Ah! ¿No han sonado? Pues bien, ¡que suenen! Se hace tarde —dijo Clermont.
Con la mirada en el vacío y los brazos separados, esperaba.
Luis de Borbón se dirigió, cojeando, hacia el conde de Poitiers, y en voz baja le confió que era necesario darse prisa.
Felipe aprobó con la cabeza.
Borbón volvió al enfermo y asiéndolo de la mano, le dijo:
—Ahora el homenaje, padre mío, el homenaje.
—¡Ah, si, el homenaje!
El cojo condujo al demente y ambos atravesaron el estrado.
—Monseñores —dijo Luis de Borbón—, he aquí a mi padre, el más anciano del linaje de San Luis, que aprueba en todo el reglamento, reconoce a messire Felipe como regente y le jura fidelidad.
—Sí, messires, si… —dijo Roberto de Clermont. Y Felipe tembló al pensar lo que iría a decir su tío-abuelo.
«Me va a llamar señora y me pedirá el chal».
Pero Clermont continuó con voz sonora:
—Os reconozco, Felipe, porque según derecho sois el más indicado, y porque sois el más discreto. Que el alma santa de mi padre vele por vos desde el cielo para ayudaros a conservar en paz el reino y defender nuestra santa fe.
Un movimiento de feliz estupefacción recorrió a la asistencia. ¿Qué ocurría, pues, en la cabeza de aquel hombre para que pasara sin transición del delirio a la razón, del ridículo a la grandiosidad?
Se arrodilló con gran lentitud y nobleza ante su sobrino nieto, y extendió las manos; cuando se levantó y dio media vuelta, después de haber recibido el abrazo, sus grandes ojos azules estaban bañados de lágrimas.
La asamblea entera se puso en pie y dedicó una larga ovación a los dos príncipes.
Felipe se encontraba confirmado como regente por todo el reino a excepción de una provincia, Borgoña, y de un solo hombre, Roberto de Artois.