IX. El hijo del viernes.

Desde el día siguiente, el conde de Poitiers comenzó a preparar la asamblea del viernes. Si triunfaba, ya nadie podría, durante largos años, discutirle el poder.

Despachó mensajeros y jinetes para convocar, como había sido acordado, a todos los altos barones del reino —de hecho, a todos los que no se encontraban a más de dos jornadas a caballo—; lo que permitía, por una parte, que la situación no empeorase y, por otra, eliminar a ciertos grandes vasallos cuya hostilidad temía Felipe, tales como el conde de Flandes y el rey de Inglaterra.

Al mismo tiempo confiaba a Gaucher de Châtillon, Miles de Noyers y a Raúl de Presles la redacción del reglamento de regencia que sería sometido a la asamblea. Basándose en decisiones ya tomadas, se fijaron los siguientes principios: el conde de Poitiers administraría los dos reinos con el título provisional de regente, gobernador y guardián, y percibiría los impuestos reales. Si la reina Clemencia daba a luz un varón, éste sería rey, naturalmente y Felipe conservaría la regencia hasta la mayoría de edad de su sobrino. Pero si Clemencia tenía una hija… Todas las dificultades comenzaban con esta hipótesis.

Porque en tal caso la corona debía recaer normalmente en la pequeña Juana de Navarra, hija de Margarita y de Luis X. ¿Pero era, verdaderamente, hija de Luis? Ésta era la pregunta que toda la corte se planteaba aquellos días.

Sin el descubrimiento, provocado por Isabel de Inglaterra y Roberto de Artois, de los reprobables amores de Margarita, sin la publicidad del escándalo del juicio y de las condenas, no se hubieran discutido los derechos de Juana de Navarra. A falta de un heredero varón, hubiera sido proclamada reina de Francia. Pero pesaban sobre ella grandes sospechas de bastardía, a las que Carlos de Valois y el mismo Luis X habían dado cuerpo con ocasión del segundo matrimonio, y de las que los partidarios de Felipe no dejarían de sacar partido ahora.

—Es hija de Felipe de Aunay —se decía abiertamente.

Así, el asunto de la torre de Nesle, sin haber tenido jamás el carácter abominablemente orgiástico y criminal que le atribuía la imaginación popular, siendo simplemente un asunto de adulterio, planteaba, dos años después de acaecido, un grave problema a la dinastía francesa.

Alguien propuso establecer, desde aquel momento, que la corona pasara de todas maneras al hijo de Clemencia, fuera hembra o varón.

Felipe de Poitiers puso mala cara ante esta sugestión. Ciertamente, las sospechas que recaían sobre Juana de Navarra tenían sólido fundamento, pero se carecía de prueba absoluta. A pesar de las presiones ejercidas sobre Margarita y de los chalaneos intentados, ella nunca había firmado una declaración concluyente que aseverara la ilegitimidad de Juana. La carta fechada la vigilia de su muerte, que fue utilizada en el proceso de Marigny, aseguraba lo contrario. Era bien evidente que ni la anciana Agnès de Borgoña, ni su hijo Eudes IV, el duque actual, suscribirían la evicción de su nieta y sobrina. El conde de Flandes no dejaría de tomar partido por el duque, y sin duda, también el conde de Champaña. Francia corría el riesgo de una guerra civil.

—Entonces —dijo Gaucher de Châtillon—, decretemos por las buenas que las hijas quedarán excluidas del trono. Debe de haber un precedente sobre esto en que apoyarnos.

—¡Ah! —respondió Miles de Noyers—. Ya lo he hecho averiguar, porque también a mi se me ocurrió la idea, pero sin resultado.

—¡Que se busque más! Encargad este trabajo a vuestros amigos los maestros de la Universidad y del Parlamento. Esa gente encuentra costumbres para todo, y en el sentido que se quiera, si se lo toman a pecho. Se remontan a Clovis para aprobar que se os debe cortar la cabeza, quemaros los pies o privaros de lo mejor.

—Es cierto —dijo Miles—, que no he hecho buscar hasta tan lejos. Sólo pensaba en las costumbres establecidas desde Hugo. Habría que buscar más atrás. Pero no creo que tengamos tiempo hasta el viernes.

Obstinado, moviendo su cuadrada barbilla y plegando sus párpados de tortuga, el condestable prosiguió:

—Verdaderamente, sería una locura dejar que una mujer ascendiera al trono. ¿Os imagináis a una dama o doncella mandar los ejércitos, impura todos los meses, y embarazada cada año? ¿Y cómo hacer frente a los vasallos cuando ellas no son capaces ni siquiera de refrenar los ardores de su naturaleza? No, yo no lo concibo, y si esto llegara, entregaría en seguida mi espada. Os lo digo, monseñores, Francia es un reino demasiado noble para convertirlo en rueca y ponerlo en manos de una mujer. ¡Los lises no hilan!

Estas palabras impresionaron profundamente.

Felipe de Poitiers dio su conformidad a una redacción bastante tortuosa, que aplazaba la decisión a sesiones todavía lejanas.

—Hagamos de manera que se planteen las cuestiones, pero sin resolverlas —dijo—. Y dejemos la puerta abierta a las esperanzas de cada uno, puesto que todo depende de algo venidero y desconocido.

Si la reina Clemencia daba a luz una hija, Felipe conservaría la regencia hasta la mayoría de edad de Juana, su sobrina mayor. Y solamente en esta fecha se discutiría la sucesión ya a favor de las dos princesas, que se repartirían entonces Francia y Navarra, ya a favor de una de ellas, que conservaría ambos reinos, o a favor de ninguna si ambas renunciaban a sus derechos, o si la asamblea de los pares, convocada para debatir la cuestión, consideraba que ninguna mujer podía reinar en el trono de Francia. En este caso, la corona iría al pariente varón más próximo del último rey…, es decir, a Felipe. Así, su candidatura era adelantada oficialmente por primera vez, aunque sometida a tantas condiciones previas que parecía una solución eventual de compromiso y arbitraje.

Este arreglo, sometido individualmente a los principales barones favorables a Felipe, obtuvo su aquiescencia.

Sólo Mahaut testimonió una reticencia, bien extraña por cierto, ante un párrafo que, de hecho, preparaba la subida de su yerno y de su hija al trono de Francia. Había algo en la redacción que la desazonaba.

—¿No podríais —dijo— declarar simplemente: «Si las dos hijas renuncian a sus derechos…», sin tener que preguntar a los pares si las mujeres pueden reinar o no?

—¡Oh, madre mía! —le respondió Felipe—. En ese caso, ellas no renunciarían. Los pares, de los que vos formáis parte, constituyen la única asamblea de recurso. En un principio elegían al rey, como los cardenales eligen al papa, o los palatinos al emperador, y de esta forma proclamaron a nuestro antepasado Hugo, que era duque de Francia. Si ahora ya no lo eligen es porque desde hace trescientos años nuestros reyes han tenido siempre un hijo para sucederles en el trono[10].

—¡Es una costumbre que nos llega muy oportuna! —replicó Mahaut—. Vuestro reglamento, que prevé el apartamiento de las mujeres, va a servir precisamente a las pretensiones de mi sobrino Roberto. Ya veréis como no dejará de usarlo para intentar arrebatarme mi condado.

No pensaba en Francia, sino solamente en su querella sucesoria sobre el Artois.

—Costumbre de reino no es costumbre de feudo, madre mía. Y conservaréis mejor el condado si vuestro yerno es regente, o quizá rey, que con argumentos de leguleyos.

Mahaut se sometió sin quedar convencida.

—Ésta es la gratitud de los yernos —dijo poco después a Beatriz de Hirson—. Se les envenena a un rey para dejarles el puesto libre, y en seguida se ponen a actuar a su manera, sin tener nada en cuenta.

—Es que, señora, no sabe exactamente lo que os debe, ni cómo nuestro sire Luis salió con los pies por delante.

—¡Y ni hace falta que lo sepa, señor! —exclamó Mahaut—. Después de todo, era su hermano, y mi Felipe tiene curiosos arranques justicieros. ¡Retén tu lengua, te suplico que retengas tu lengua!

Durante estas mismas jornadas, Carlos de Valois, apoyado por Carlos de La Marche y Roberto de Artois, se movía mucho, diciendo por todas partes y haciendo repetir que era una locura confirmar en la regencia al conde de Poitiers, y más aún designarlo como presunto heredero. Felipe y su suegra se habían creado demasiados enemigos y la desaparición de Luis X favorecía demasiado a sus intenciones, confesadas ahora, para que aquella sospechosa muerte no fuera obra suya. Aliado desde siempre del rey de Nápoles, nadie mejor que él para resolver los problemas referentes a Clemencia y a la casa de Anjou. Como había servido al papado romano, contaba con la confianza de los cardenales italianos, sin los cuales, bien se veía, no se podía elegir un papa, ni aun usando los malos procedimientos empleados de encerrar al cónclave en una iglesia. Los antiguos Templarios recordaban que Valois nunca había aprobado la supresión de la Orden, y los flamencos no ocultaban que desearían negociar con él.

Cuando Felipe conoció esta campaña, encargó a sus adictos responder que era muy extraño ver al tío del rey apoyarse, para reclamar el poder, en las cortes extranjeras, y en los adversarios del reino, y que si querían ver al papa en Roma y a Francia en manos de los angevinos, el Temple resucitado y emancipados los flamencos, no tenían más que ofrecer, sin tardanza, la corona al conde de Valois.

Por fin llegó el viernes decisivo en que debía celebrarse la asamblea. Al amanecer, Beatriz de Hirson se presentó en palacio e inmediatamente fue llevada a la habitación del conde de Poitiers. La doncella de compañía estaba casi sin aliento después de haber llegado corriendo desde la calle de Mauconseil. Felipe se incorporó en los almohadones.

—¿Varón? —preguntó.

—Varón, monseñor, y bien dotado —respondió Beatriz arqueando las cejas.

Felipe se vistió con presteza y se precipitó a la casa de Artois.

—¡Las puertas! ¡Las puertas! ¡Que permanezcan cerradas las puertas! —dijo en cuanto entró—. ¿Se han cumplido mis órdenes? ¿No ha salido nadie, excepto Beatriz? ¡Que nadie abandone la casa durante todo el día!

Luego se lanzó escaleras arriba. Había perdido aquella rigidez y compunción a las que se obligaba ordinariamente.

La «habitación de parto», como era costumbre en las familias principescas, había sido decorada suntuosamente. Grandes tapices de alto lizo de Arrás de vivos colores cubrían enteramente las paredes y el suelo estaba alfombrado de flores: lirios, rosas y margaritas que se aplastaban al caminar sobre ellas. La parturienta, pálida, con los ojos brillantes y el rostro todavía desfigurado, reposaba en un gran lecho blanco rodeado de cortinas de seda, bajo sábanas blancas que se extendían una vara por el suelo.

En los ángulos de la pieza se encontraban dos camas pequeñas, provistas igualmente de cortinas de seda, destinadas una a la comadrona juramentada, y la otra a la cunera de guardia.

Felipe se dirigió directamente a la cuna de lujo y se inclinó mucho para ver bien al hijo que le acababa de nacer. Algo desagradable y, sin embargo, enternecedor, como todo niño en sus primeras horas; rubicundo, arrugado, fija la mirada y lleno de babas, con un insignificante mechón de cabellos rubios apuntando en la pelada cabecita, dormía el bebé, enrollado en cintas estrechamente apretadas que lo envolvían hasta los hombros.

—He aquí, pues, a mi pequeño Luis-Felipe, a quien tanto deseaba y que llega tan a punto —dijo el conde de Poitiers[11].

Sólo entonces se acercó a su mujer, la besó en la mejilla, y con tono de profunda gratitud le dijo:

—Muchas gracias, querida, muchas gracias. Me dais una hermosa alegría, y esto borra de mi pensamiento nuestras disensiones de antaño.

Juana llevó la mano de su marido a los labios y se acarició la cara con ella.

—Dios nos ha bendecido, Felipe; Dios ha bendecido nuestra reconciliación del otoño —murmuró.

Juana llevaba todavía sus collares de coral.

La condesa Mahaut, arremangada hasta el antebrazo sombreado de abundante vello, asistía a la escena con aire de triunfo. Se golpeó el vientre enérgicamente.

—¿Eh, hijo mío? —exclamó—. ¿No os lo dije? ¡Son buenos los vientres de Artois y de Borgoña!

Felipe volvió a la cuna.

—¿No se podría desfajarlo para que yo lo vea mejor? —preguntó.

—Monseñor —respondió la comadrona—, no os lo aconsejo. Los miembros de un niño son muy tiernos y han de estar ligados todo el tiempo que se pueda, para vigorizarlos e impedir que se tuerzan. Pero no temáis, monseñor, ya que lo hemos frotado con sal y miel, y lo hemos envuelto con rosas trituradas para quitar todo humor pegajoso, y por dentro de la boca le hemos pasado el dedo untado con miel, a fin de darle apetito y dulzura; podéis tener la seguridad de que está bien cuidado.

—Y lo mismo vuestra Juana, hijo mío —agregó Mahaut—. La he hecho untar con un buen ungüento mezclado con estiércol de liebre para apretarle el vientre, según la receta del maestro Arnaldo.

—Pero, madre mía —dijo la parturienta—, yo creía que ésa era una receta para las mujeres estériles.

—¡Bah! El estiércol de liebre es bueno para todo —replicó la condesa.

Felipe seguía contemplando a su heredero.

—¿No creéis que se parece mucho a mi padre? Tiene su misma frente alta.

—Tal vez un poco —respondió Mahaut—. A la verdad, a mí me recuerda los rasgos de mi valiente Otón… Deseo a vuestro hijo que tenga la fortaleza de alma y cuerpo que tenían los dos.

—Sobre todo se os parece a vos, Felipe —dijo Juana dulcemente.

El conde de Poitiers se incorporó con cierto orgullo.

—Creo que ahora comprenderéis mejor mis órdenes, madre mía —dijo—, y el motivo por el que os mandé que mantuvierais las puertas cerradas. Nadie debe saber todavía que tengo un hijo porque en este caso se diría que he redactado el reglamento de sucesión expresamente para asegurarle el trono después de mí, si Clemencia no da a luz un varón; y sé de algunos, empezando por mi hermano Carlos, que refunfuñarían al ver perdidas tan pronto sus esperanzas. Si queréis, pues, que este niño tenga un día la oportunidad de convertirse en rey, no digáis ni una sola palabra a nadie hasta después de la asamblea.

—¡Es verdad que hay asamblea! ¡Ese buen mozo me lo había hecho olvidar! —exclamó Mahaut tendiendo la mano hacia la cuna—. Es hora de que me arregle y pruebe un bocado para estar dispuesta al ataque. Me siento vacía después de haberme levantado tan temprano. Felipe, vos me daréis la razón. ¡Beatriz! ¡Beatriz!

Palmoteó y pidió un pastel de esturión, huevos hervidos, queso blanco con especias y confituras de nueces, duraznos y vino blanco de Château-Chalón.

—Hoy es viernes, hay que guardar abstinencia —dijo.

El sol, que aparecía por encima de los tejados de la ciudad, inundó de luz a la feliz familia.

—Come un poco. El pastel de esturión no te hará daño —decía Mahaut a su hija.

Felipe se levantó en seguida para ir a dar el último toque a los preparativos de la reunión.

—Hoy no vendrán a cumplimentaros, amiga mía —le dijo a Juana señalando los cojines dispuestos en semicírculo alrededor del lecho y destinados a los visitantes—. Pero apuesto a que mañana recibiréis a mucha gente.

En el momento en que salía, Mahaut le tiró de una manga.

—Hijo mío, pensad un poco en Blanca, que continúa en Château-Gaillard. Es hermana de vuestra esposa.

—Pensaré en ello, pensaré en ello. Procuraré que tenga mejor suerte.

Y se alejó, llevando en la suela del zapato uno de los lirios.

Mahaut cerró la puerta.

—¡Vamos, cuneras, tararead un poco! —exclamó.