Aquella misma tarde, el conde de Poitiers se encontraba en el castillo de Fontainebleau, donde iba a pernoctar; era su última etapa antes de llegar a París. Acababa de cenar en compañía del delfín de Vienne, del conde de Saboya y de los miembros de su numerosa escolta, cuando le fue anunciada la llegada de los condes de Valois, de La Marche y de SaintPol.
—Que entren, que entren enseguida —dijo Felipe de Poitiers.
Pero no hizo el menor gesto de ir al encuentro de su tío. Cuando éste apareció con su paso marcial, la cabeza erguida y el vestido cubierto de polvo, Felipe se contentó con levantarse y esperar. Valois, un poco desconcertado, permaneció en pie unos segundos junto a la puerta, dirigió una mirada a los presentes y, como Felipe se obstinaba en permanecer inmóvil, no tuvo más remedio que decidirse a avanzar. Todos guardaban silencio, observándolos. Cuando Valois estuvo lo bastante cerca, el conde de Poitiers lo tomó por los hombros y lo besó en ambas mejillas, lo cual podía parecer un gesto de buen sobrino, pero, viniendo de un hombre que no se había movido de su sitio, más bien era gesto de rey.
Esta actitud irritó no sólo a Valois, sino también a Carlos de La Marche, quien pensó: «¿Hemos hecho este camino para recibir tal acogida? Después de todo, estoy en plano de igualdad con mi hermano. ¿Por qué se permite tratarnos con tal altivez?».
Una expresión amarga, celosa, deformaba ligeramente su hermoso rostro de rasgos regulares, pero carente de inteligencia.
Felipe le tendió los brazos. La Marche no pudo hacer otra cosa que cambiar un breve abrazo con su hermano; para darse importancia e intentar él también dar muestras de su autoridad, exclamó, designando a Valois:
—Felipe, ved ahí a nuestro tío, el más antiguo de la corona. Os encarecemos que os sometáis a él y le reconozcáis el gobierno del reino. Porque sería grave riesgo relegarlo a un niño que todavía ha de nacer, incapaz a todas luces de gobernar todavía.
La frase era ambigua y de tal ampulosidad que no podía ser de la cosecha de Carlos de La Marche. Evidentemente, repetía palabras aprendidas. El final de la declaración dejó perplejo a Felipe. No había pronunciado el nombre de regente. ¿No soñaría Valois más aún que en la regencia, en la misma corona?
—Nuestro primo Saint-Pol está con nosotros —prosiguió Carlos de La Marche—, por lo que podéis suponer que así piensan también los barones.
Felipe se pasó lentamente la mano por la mejilla.
—Os agradezco, hermano mío, vuestro consejo —respondió friamente—, y que hayáis recorrido distancia tan larga para hacérmelo saber. Supongo, pues, que debéis estar tan cansado como lo estoy yo, y el cansancio no es buen consejero. Propongo, pues, que nos vayamos a dormir y dejemos nuestra decisión para mañana, en que podremos deliberar con el espíritu despierto y en consejo restringido. Monseñores, buenas noches… Raúl, Anseau, Adán, acompañadme, os lo ruego.
Y abandonó la sala sin haber ofrecido alojamiento a sus visitantes y sin preocuparse en absoluto del lugar y el modo como iban a pasar la noche.
Seguido de Adán Héron, de Raúl de Presles y de Anseau de Joinville, se dirigió a la cámara real. El lecho, que no había sido ocupado desde que el Rey de Hierro había muerto en él, estaba preparado. Felipe deseaba fervientemente ocupar esa cámara; nadie más que él debía ocuparla.
Adán Héron se disponía a despojarlo de sus ropas.
—Creo que no me desvestiré esta noche —dijo Felipe de Poitiers—. Adán, mandaréis a uno de mis bachilleres a messire Gaucher de Châtillon para que mañana a primera hora me espere en París, en la puerta d’Enfer. Enviadme también a mi barbero, pues quiero partir con la cara fresca… y aprestad veinte corceles para la media noche; que los ensillen sin ruido, cuando mi tío se haya acostado. En cuanto a vos, Anseau —añadió dirigiéndose al hijo del senescal de Joinville—, os encargo que pongáis al corriente de mi marcha al conde de Saboya y al delfín para que no se sorprendan y piensen que no me fío de ellos. Permaneced aquí hasta mañana, en su compañía, y cuando mi tío se levante, acompañadlo y entretenedlo todo lo que podáis. Hacedle perder todo el tiempo posible durante el camino.
Se quedó solo con Raúl de Presles, y pareció abismarse en silenciosa meditación, que el legista se abstuvo de turbar.
—Raúl —dijo al fin—, vos permanecisteis junto a mi padre día tras día y lo conocisteis mejor que yo mismo. ¿Cómo hubiera actuado él en esta ocasión?
—Hubiera hecho lo que vos, monseñor; estoy seguro de ello, y no lo digo por adulación, sino porque así lo creo. Quise demasiado a nuestro sire Felipe y he sufrido demasiado desde que murió, para no servir hoy con toda mi devoción a un príncipe que me lo recuerda en todos los aspectos.
—Desgraciadamente, Raúl, bien poca cosa soy a su lado. Él podía seguir el vuelo de su halcón sin perderlo jamás de vista, y yo soy miope. Él torcía sin dificultad una herradura con las manos. No he heredado su fuerza para las armas, ni aquel porte suyo que hacía patente a todos que era rey.
Mientras iba hablando, miraba obstinadamente el lecho.
En Lyon se había sentido regente, con toda seguridad. Pero a medida que se acercaba a la capital, esa seguridad, sin que nada en él lo revelara, lo abandonaba un poco. Raúl de Presles, como si respondiera a preguntas no formuladas dijo:
—No hay precedentes, monseñor, de la situación en que nos hallamos. Hemos estado forcejeando bastante desde hace días. En el estado de debilidad en que se encuentra el reino, el poder será de quien tenga autoridad para tomarlo. Si vos lo conseguís, Francia no padecerá.
Poco después se retiró, y Felipe se tendió, fijando la vista en la pequeña lámpara que colgaba entre las cortinas. El conde de Poitiers no sintió ninguna turbación, ningún malestar, al encontrarse en aquel lecho cuyo último ocupante había sido un cadáver. Por lo contrario, cobraba fuerza en él; tenía la impresión de reencarnarse en la forma paterna, de volver a ocupar su puesto, de abarcar sus dimensiones en la tierra. «Padre, volved a mi», rogaba; y permaneció inmóvil, cruzadas las manos sobre el pecho, ofreciendo su cuerpo a la reencarnación de un alma que había huido hacía veinte meses.
Oyó pasos y voces en el corredor y que su chambelán decía, sin duda a alguien del séquito del conde de Valois, que el conde de Poitiers descansaba. Cayó el silencio sobre el castillo. Poco después llegó el barbero con la bacía, la navaja y los paños calientes. Mientras lo afeitaba, Felipe de Poitiers recordó las últimas recomendaciones, que, en esta misma habitación delante de la familia y de la corte, había recibido Luis de su padre, recomendaciones que había tenido tan poco en cuenta:
«Considerad, Luis, lo que representa ser rey de Francia. Y enteraos cuánto antes del estado de vuestro reino».
Hacia medianoche Adán Héron fue a anunciarle que los caballos estaban preparados. Cuando el conde de Poitiers salió de la habitación, tenía la sensación de que acababan de borrarse veinte meses, y que volvía a tomar los asuntos tal como estaban a la muerte de su padre, como si hubiera recibido directamente la sucesión.
Una luna propicia iluminaba la ruta. La noche de julio, completamente estrellada, semejaba el manto de la Santa Virgen. El bosque exhalaba perfumes de musgo, de humus y de helecho; vivía con el gemido secreto de los animales. Felipe de Poitiers montaba un excelente caballo, cuya poderosa estampa le gustaba. El aire fresco azotaba sus mejillas sensibilizadas por el barbero.
«Sería una lástima —pensaba— dejar tan buen país en malas manos».
El pequeño grupo surgió del bosque, atravesó al galope Ponthierry y se detuvo al hacerse de día en la hondonada de Essonnes, para dar un respiro a los caballos y comer algo. Felipe devoró las provisiones, sentado en un mojón. Parecía feliz. Sólo contaba veintitrés años y su expedición tenía cierto aire de conquista; se dirigía con jubilosa amistad a sus compañeros de aventura. Esta alegría, rara en él, acabó de unirlos.
Llegó a la puerta de París entre la hora prima y tercia, al tiempo que sonaban las campanas de los conventos. Allí lo esperaban Luis de Evreux y Gaucher de Châtillon. El condestable tenía cara de pocos amigos. Invitó al conde de Poitiers a ir inmediatamente al Louvre.
—¿Y por qué no he de ir directamente al palacio de la Cité? —preguntó Felipe.
—Porque nuestros señores de Valois y de La Marche han hecho ocupar el palacio por sus hombres armados. En el Louvre tenéis tropas reales, que me son fieles, es decir a vos, con los ballesteros de messire de Galard… Pero es preciso actuar pronto y resueltamente —agregó el condestable— para adelantarnos al regreso de nuestros dos Carlos. Si me lo ordenáis, monseñor, haré desalojar el palacio.
Felipe sabía que los minutos eran preciosos. Calculaba que llevaba por lo menos de seis a siete horas de adelanto sobre Valois.
—No quiero acometer nada sin saber de antemano si será bien visto por los burgueses y el pueblo de la ciudad —respondió.
Y en cuanto entró en el Louvre, mandó reunir en el Locutorio de los burgueses a maese Coquatrix, maese Gentien y otros notables, y también al preboste Guillermo de La Madeleine, que en marzo había sucedido al preboste Ployebouche.
Felipe les expuso en pocas palabras la importancia que concedía a la burguesía de París, a los hombres que dirigían las artes de fabricación y a los negociantes. Los burgueses se sintieron honrados, y sobre todo tranquilizados, por un lenguaje que no habían oído desde la muerte de Felipe el Hermoso; un rey de quien se habían quejado con frecuencia cuando los gobernaba, pero cuya muerte no cesaban ahora de lamentar.
Le respondió Geoffroy Coquatrix, comisionado para perseguir la moneda falsa, recaudador de subvenciones y subsidios, tesorero de la guerra, abastecedor de las guarniciones, visitador de puertos y pasos del reino y jefe de la Cámara de cuentas. Ocupaba estos cargos desde el reinado de Felipe el Hermoso, quien lo había dotado incluso de una renta hereditaria, como se hacía a los grandes servidores de la corona, y jamás había rendido cuentas de su administración. Temía que Carlos de Valois, hostil siempre a la promoción de los burgueses a los altos puestos, lo destituyera de sus funciones, para expoliarlo de la enorme fortuna adquirida en el desempeño de sus cargos. Coquatrix aseguró al conde de Poitiers, llamándolo diez veces «messire regente», la devoción que por él sentía el pueblo de París. Su palabra tenía mucho valor ya que era todopoderoso en el Locutorio y lo bastante rico para pagar, en caso necesario, a todos los truhanes de la ciudad para enviarlos a una revuelta.
Geoffroy coquatrix, casado primero con María La Marcelle, luego con Juana Gencíen, conservó hasta su muerte, ocurrida en 1321, todos los cargos acumulados durante tres reinados, sin rendir nunca cuentas. El hijo de Carlos de Valois, Felipe vi, exigió estas cuentas después del año 1328 a las herederas de Geoffrey coquatrix; tuvo que renunciar a ello y, finalmente, eximió a las hijas de tener que justificar la administración de su padre, mediante la entrega de la suma de 15.000 libras.
La noticia del regreso de Felipe de Poitiers se había propagado rápidamente. Los barones y caballeros que le eran adictos corrieron al Louvre, comenzando por la condesa Mahaut de Artois, a quien se lo habían notificado personalmente.
—¿En qué estado se encuentra mi dulce señora Juana? —preguntó Felipe a su suegra, abriéndole los brazos.
—Esperamos que dé a luz de un día a otro.
—Iré a verla en cuanto termine.
Luego se reunió con su tío Luis y con el condestable.
—Ahora, Gaucher, podéis marchar contra el palacio. Procurad dejarlo todo listo para mediodía. Pero evitad derramamientos de sangre, en todo lo posible. Usad la amenaza antes que la violencia. No me gustaría entrar en el palacio saltando por encima de cadáveres.
Gaucher fue a colocarse al frente de las compañías de gente armada que había reunido en el Louvre, y se dirigió a la Cité. Al mismo tiempo envió al preboste a buscar, en el barrio del Temple, los mejores carpinteros y cerrajeros. Las puertas de palacio estaban cerradas. Gaucher, que tenía a su lado al gran maestre de los ballesteros, pidió que se le franqueara el paso. El oficial de guardia, asomándose por un ventanillo situado encima de la puerta principal, respondió que no podía abrir sin autorización del conde de Valois o del conde de La Marche.
—Es preciso que me abráis de todos modos —respondió el condestable—, porque quiero entrar y poner el palacio en condiciones de recibir al regente, al que precedo.
—No podemos.
Gaucher de Châtillon se aferró al caballo.
—Entonces abriremos nosotros —dijo.
E hizo una señal para que se acercase el maestro Pedro del Temple, carpintero real, escoltado por sus obreros, que llevaban sierras y gruesas palancas de hierro. Al mismo tiempo los ballesteros recibieron orden de armar. Dieron la vuelta a sus ballestas y pusieron el pie en una especie de estribo de hierro que les permitía tener el arco apoyado en el suelo mientras tensaban las cuerdas, colocaron la flecha en la muesca, y se colocaron en posición de apuntar a las almenas y troneras. Los arqueros y piqueros, juntando sus escudos, formaban un enorme caparazón alrededor y por encima de los carpinteros.
En las calles adyacentes, mirones y chiquillos se apiñaban, a respetuosa distancia, para ver el asedio. Se les ofrecía un hermoso espectáculo del que podrían hablar durante mucho tiempo. «Tal como os digo… yo estaba allí… Vi al condestable sacar su gran espada… ¡Más de dos mil, seguro, había más de dos mil…!».
Por fin, Gaucher, con aquella voz de mando que tronaba en los campos de batalla, gritó con la visera del yelmo levantada:
—¡Messires que estáis ahí dentro! Ved a los maestros carpinteros y cerrajeros dispuestos a hacer saltar las puertas. Ved también a los ballesteros de messire de Galard rodeando el palacio por todas partes. Nadie podrá escapar. Os invito por última vez a abrirnos las puertas, porque si no os rendís a discreción, se os cortará la cabeza por más nobles que seáis. El regente no dará cuartel.
Luego se bajó la visera, lo que indicaba que no iba a porfiar.
Debía de reinar gran pánico en el interior, pues apenas los obreros colocaron las palancas bajo las puertas, éstas giraron solas. La guarnición del conde de Valois se rendía.
—Ya era hora de que os sometierais a la prudencia —dijo el condestable, tomando posesión del palacio—. Volved a vuestra casa o junto a vuestros dueños; no os agrupéis, y no se os hará ningún daño.
Una hora más tarde, Felipe de Poitiers ocupaba las habitaciones reales. Inmediatamente tomó medidas de seguridad. El patio del palacio, abierto ordinariamente a la gente, fue cerrado y guardado militarmente y los visitantes cuidadosamente identificados. A los tenderos que tenían el privilegio de vender en la gran galería se les rogó que aquel día cerraran su negocio.
Cuando los condes de Valois y de La Marche llegaron a París comprendieron que su partida estaba perdida.
—Felipe nos ha jugado una mala pasada —se decían.
Y no teniendo otra salida, se apresuraron a presentarse en palacio a negociar su sometimiento. Allí encontraron, rodeando al conde de Poitiers, una nutrida concurrencia de señores, notables y eclesiásticos, entre éstos al arzobispo Juan de Marigny, siempre dispuesto a colocarse al lado del poder.
Notando con despecho la presencia de Coquatrix, de Gentien y de muchos burgueses, Valois dijo en voz baja a Carlos de La Marche:
—Vuestro hermano no durará; está muy poco seguro de sí mismo, cuando se ve obligado a apoyarse en la burguesía.
No obstante, compuso su mejor semblante para adelantarse hacia Poitiers y presentarle excusas por el incidente de las puertas.
—Mis escuderos de guardia no sabían nada. Habían recibido órdenes severas debido a la reina Clemencia.
Esperaba una violenta repulsa y casi la deseaba, pues así se le ofrecería un pretexto para entrar en lucha abierta con Felipe. Pero éste no le dio la ventaja de una discusión, y le respondió con el mismo tono:
—He tenido que actuar de este modo, y muy a mi pesar, tío mío, en previsión de las intenciones de nuestro primo de Borgoña, a quien vuestra partida había dejado el campo libre. Me informaron de ello anoche, en Fontainebleau, y no quise despertaros.
Valois, para disimular su derrota, fingió admitir la explicación, e incluso se esforzó en poner buen semblante al condestable, a quien consideraba autor de toda la maquinación.
Carlos de La Marche, menos hábil en el disimulo, mantenía los dientes apretados.
El conde de Evreux hizo entonces la proposición que había convenido con Felipe. Mientras éste fingía ocuparse de cuestiones de servicio con el condestable y Miles de Noyers, en un rincón de la sala, Luis de Evreux dijo:
—Mis nobles señores, y todos vosotros, messires: aconsejo, por el bien del reino y para evitar funestos trastornos, que nuestro bienamado sobrino Felipe se haga cargo del gobierno, con el consentimiento de todos, y que desempeñe las tareas reales en nombre de su sobrino que está por nacer, si Dios quiere que la reina Clemencia dé a luz un varón; aconsejo también que se celebre cuanto antes una asamblea de los altos dignatarios del reino, junto con los pares y barones, para aprobar nuestra decisión y jurar fidelidad al regente.
Esto era la respuesta exacta a la declaración hecha la víspera por Carlos de La Marche en Fontainebleau en favor de Valois. Pero esta vez la escena había sido preparada por mejores artistas. Arrastrada por la gente leal al conde de Poitiers, la asistencia aprobó la propuesta por aclamación. Seguidamente Luis de Evreux fue a poner sus manos sobre las de Felipe.
—Os juro fidelidad, sobrino mío —dijo, doblando la rodilla.
Felipe lo hizo levantar y, abrazándolo, le dijo al oído:
—Todo ha ido a las mil maravillas; mil gracias, tío mío.
Carlos de Valois, furioso, gruñó:
—¡El rey… se cree el mismísimo rey!
Pero Luis de Evreux ya se había vuelto hacia él y le decía:
—Perdón, hermano mío, por haber pasado por encima de vuestra antigüedad.
Valois no podía hacer otra cosa que obedecer. Se acercó con las manos extendidas; el conde de Poitiers se las dejó en el aire.
—Me haréis la gracia, tío mío —dijo—, de formar parte en mi consejo.
Valois palideció. La víspera firmaba las ordenanzas y las hacía sellar con sus armas. Ahora se le ofrecía como gran honor un sitio en el consejo al que pertenecía por derecho.
—Nos entregaréis también las llaves del Tesoro —agregó Felipe, bajando la voz—. Sé muy bien que no queda más que polvo, pero deseo que no se esparza.
Valois hizo un ligero movimiento de estupor; lo que le pedían era tanto como deponerlo.
—No puedo, sobrino mío —respondió—. Tengo que poner las cuentas en limpio.
—Me guardaré muy bien de dudar de su limpieza —dijo Felipe con ironía apenas perceptible—. No me obliguéis a haceros la injuria de pedir un examen de las cuentas. Entregadnos, pues, las llaves y damos las cuentas por limpias y exactas.
Valois comprendió el alcance de la amenaza.
—Sea, sobrino mío, recibiréis las llaves en seguida.
Entonces Felipe extendió las manos para recibir el homenaje de su más poderoso rival.
El condestable de Francia se acercó a su vez.
—Ahora, Gaucher —le susurró Felipe—, es preciso que nos ocupemos del Borgoñón.