Los cardenales son peces gordos que no pueden ser confundidos con la morralla del bajo clero. El conde de Poitiers había ordenado que se les reservase para los funerales de Luis X, la iglesia del convento de los padres dominicos, llamada iglesia de los Jacobinos, que era la más hermosa y amplia después de la primada de San Juan, y también la mejor fortificada[8]. Los cardenales sólo vieron en esta elección un lógico homenaje rendido a su dignidad. Ninguno faltó a la ceremonia. Aunque no eran más que veinticuatro, la iglesia estaba llena, ya que cada cardenal iba escoltado por toda su casa: capellán, secretario, tesorero, clérigos, pajes, criados y portadores de antorchas; una masa de medio millar de personas en total, reunidas entre los pesados pilares blancos.
Pocos funerales se habrán celebrado con tan escaso recogimiento. Por primera vez desde hacía muchos meses, los cardenales, que vivían por grupos en residencias separadas, se encontraban todos juntos. Algunos de ellos no se habían visto desde hacía casi dos años. Se vigilaban unos a otros, se espiaban y se estudiaban.
—¿Habéis visto? —se susurraban—. Orsini acaba de saludar al menor de los Frédol… Stefaneschi ha estado hablando un rato con Mandagout. ¿Se acercará a los provenzales?… Duèze tiene mal aspecto; está muy envejecido…
En efecto, Jacobo Duèze, cuyo paso ligero y saltarín sorprendía habitualmente en un hombre de su edad, avanzaba a paso lento y arrastrado y respondía vagamente a los saludos, con aspecto de cansancio y agotamiento.
Guccio Baglioni, vestido de paje, formaba parte de su séquito. Se dijo que sólo hablaba italiano y que había llegado directamente de Siena.
«Tal vez hubiera hecho mejor —se decía Guccio— colocándome bajo la protección del conde de Poitiers. Sin duda hoy volvería a París con él, y podría preguntar por María, de la que estoy sin noticias desde hace mucho tiempo. Mientras que ahora dependo en todo de este viejo zorro, a quien he prometido un préstamo de mi tío, y que no hará nada por mí hasta que lo reciba. Y mi tío no me contesta… y se dice que París está todo revuelto. ¡María, María, mi hermosa María!… ¿Creerá que la he abandonado? ¿Me estará odiando ya? ¿Qué le habrán hecho?».
La veía secuestrada por sus hermanos en Cressay o en algún convento para jóvenes arrepentidas. «Si pasa otra semana así, me escaparé a París».
Llegado a su sitio, en las sillas del coro, inclinado sobre sí mismo, Duèze vigilaba discretamente a sus vecinos y volvía a veces su cansado rostro hacia el fondo de la iglesia. Dos sillas más allá, Francisco Caetani, con su cara delgada, cortada por una larga nariz respingona, y su cabello rodeando como llamas blancas el rojo solideo, no ocultaba su alegría; y sus miradas, que iban del catafalco a las gentes de su séquito, eran miradas de victoria. «Ved, monseñores —parecía decir a la concurrencia—, lo que sucede a quienes se atraen la cólera de los Caetani, poderosos ya en tiempos de Julio César. El cielo favorece nuestra venganza».
Los Colonna, con su prominente barbilla redonda partida por un hoyuelo vertical, semejantes a dos guerreros disfrazados de prelados, lo miraban con hostilidad manifiesta.
Al ordenar los funerales, el conde de Poitiers no había economizado chantres. Un buen centenar hacían retumbar sus voces, sostenidas por los órganos, cuyos fuelles eran manejados con ambos brazos por cuatro hombres. Una música atronadora, real, rodaba bajo las bóvedas, saturaba el aire de vibraciones y envolvía a la muchedumbre. Los clérigos podían charlar impunemente entre sí, y los pajes reírse, burlándose de sus dueños. Era imposible discernir lo que se decía a tres pasos, y menos aún lo que pasaba en las puertas.
Terminó la ceremonia. Enmudecieron los órganos y los cantores; se abrieron las hojas de la puerta principal. Pero en la iglesia no penetró luz alguna.
Hubo un instante de sobrecogimiento, como si durante la ceremonia, por algún milagro, se hubiera oscurecido el sol; luego, los cardenales comprendieron, y se produjo un furioso clamor. Una recia pared, fresca aún, taponaba la puerta; el conde de Poitiers, durante los oficios, había hecho tapiar todas las salidas. Los cardenales estaban prisioneros.
Un movimiento de pánico se apoderó de toda la concurrencia; prelados, canónigos, sacerdotes y criados, olvidada toda dignidad y reverencia, entremezclados unos con otros, corrían en todos los sentidos como ratas cogidas en una trampa. Los pajes, trepando unos en los hombros de otros, se habían encaramado hasta las vidrieras y gritaban:
—¡La iglesia está cercada por hombres armados!
—¿Qué vamos a hacer, qué vamos a hacer? —gemían los cardenales—. ¡El regente nos ha traicionado!
—¡Por eso nos regalaba con tan ensordecedora música!
—¡Es un ataque corporal a la Iglesia! ¿Qué vamos a hacer?
—¡Excomulguémoslo!
—¡Ya es hora! ¡Nos va a asesinar!
Ya los dos hermanos Colonna y la gente de su partido se habían armado de pesados candelabros de bronce, de bancos y de estandartes de procesión, dispuestos a vender cara su vida. Ya los italianos y los gascones comenzaban a llenarse mutuamente de improperios.
—Colpa vostra, colpa vostra —gritaba un italiano dirigiéndose a los franceses—. Si os hubierais negado, como nosotros, a venir a Lyon… Nosotros bien sabíamos que nos harían una mala jugada.
—Si hubierais elegido uno de los nuestros no nos encontraríamos en esta situación —replicaba un gascón—. ¡La culpa es vuestra, malos cristianos!
Sólo una puerta no había sido enteramente murada; por ella podía pasar un hombre, pero la estrecha abertura estaba erizada de picas sostenidas por guanteletes de hierro. Las lanzas se levantaron, y el conde de Forez, cubierto con su armadura, seguido de Bermond de la Voulte y de algunas otras corazas, penetró en la iglesia. Fueron acogidos con una explosión de injurias.
Con los brazos cruzados sobre la empuñadura de su espada, el conde de Forez esperó a que se calmara la agitación. Era hombre fuerte y valeroso, tan insensible a las amenazas como a las súplicas, profundamente ofendido por el ejemplo de desunión, venalidad e intriga que daban los cardenales desde hacía dos años, que aprobaba plenamente al conde de Poitiers en su intento de poner fin a tal escándalo. Su rudo rostro, surcado de arrugas, aparecía por la abertura del yelmo.
Cuando los cardenales y sus gentes se hubieron desgañitado, su voz se elevó clara y segura, propagándose por encima de las cabezas hasta el fondo de la nave.
—Monseñores, estoy aquí por orden del regente de Francia, para notificaros que de ahora en adelante tengáis a bien dedicaros únicamente a la elección de papa, y haceros saber que no saldréis de aquí hasta que hayáis cumplido esa tarea. Cada uno de los cardenales sólo conservará a su lado un capellán y dos pajes o clérigos de su elección para su servicio. Todos los demás pueden retirarse.
Esta declaración suscitó una indignación unánime.
—¡Es una felonía! —gritó el cardenal de Pélagrue—. El conde de Poitiers nos había hecho juramento de que ni siquiera entraríamos en clausura, y con esta promesa aceptamos volver a Lyon.
—El conde de Poitiers —respondió Juan de Forez— mantenía entonces la palabra del rey de Francia. Pero el rey de Francia ya no existe, y ahora os traigo la palabra del regente.
El furor unió entonces a los miembros de los tres partidos, cuyas invectivas se mezclaban en italiano, francés y provenzal. El cardenal Duèze se había recogido en un confesonario, la mano sobre el corazón, como si su avanzada edad no pudiera soportar tal golpe, y fingía asociarse a las protestas por medio de inaudibles murmullos. Arnaldo de Auch, cardenal Albano, el mismo que había ido a París a pronunciar la condenación de los Templarios, avanzó hacia el conde de Forez y le dijo en tono amenazador:
—Messire, no se puede elegir papa en tales condiciones, ya que violáis la constitución de Gregorio X que obliga al cónclave a reunirse en la ciudad donde murió el papa.
—Hace dos años os encontrabais allí, monseñor, y os dispersasteis sin haber nombrado papa, lo cual contraviene la constitución. Pero si deseáis por ventura ser conducidos de nuevo a Carpentras, os haremos llevar bajo buena escolta, en carros cerrados.
—¡No podemos reunirnos bajo amenaza!
—Precisamente por esto hay fuera setecientos hombres armados, monseñor, para vuestra custodia, proporcionados por las autoridades de la ciudad, con el fin de asegurar vuestra protección y aislamiento… tal como lo prescribe dicha constitución. Sire de la Voulte, que está presente y que es de Lyon, es el encargado de la vigilancia. Messire el regente os hace igualmente saber que si al tercer día no habéis logrado poneros de acuerdo, sólo recibiréis un plato de comida diario, y a partir del noveno día estaréis a pan y agua… como igualmente se previene en la constitución de Gregorio. Y por último, que si la luz no os llega por el ayuno, hará quitar la techumbre para que descienda sobre vos directamente del cielo.
Berenguer Frédol el mayor intervino:
—Messire, someternos a tal tratamiento es lo mismo que convertiros en homicida, ya que entre nosotros hay quienes no lo podrán soportar. Ved a monseñor Duèze, que está desfallecido y necesita de cuidados.
—¡Ah! Ciertamente, ciertamente —dijo débilmente Duèze—, no lo podré soportar.
—No perdáis el tiempo —exclamó entonces Caetani—. Nos las tenemos que haber con bestias hediondas y feroces; pero sabed, messire, que en lugar de nombrar papa vamos a excomulgaros, a vos y a vuestro perjurio.
—Si celebráis sesión de excomunión, monseñor Caetani —respondió con calma el conde de Forez—, el regente podría dar a conocer al cónclave los nombres de algunos hechizadores y brujos que convendría llevar a la hoguera.
—No veo —dijo Caetani, batiéndose en retirada—, no veo la relación que tiene la brujería con esto, pues lo que debemos tratar es lo referente al papa.
—¡Ah, monseñor! Nos entendemos bien. Haced salir, pues, a la gente que no sea necesaria, porque no habría bastantes víveres para alimentar a tantos.
Los cardenales comprendieron que sería yana toda resistencia y que aquella coraza que con voz cortante les transmitía las órdenes del conde de Poitiers, no iba a ceder. Siguiendo a Juan de Forez, comenzaron a entrar uno a uno los hombres armados, pica en mano, y a desplegarse por el fondo de la iglesia.
—Procederemos con astucia, ya que no podemos actuar con la fuerza —dijo a media voz Caetani a los Italianos—. Finjamos someternos, puesto que por ahora no podemos hacer otra cosa.
Cada cardenal eligió tres servidores de su escolta, los que creyeron más hábiles, más fieles o los más aptos para los servicios materiales en las difíciles condiciones en que iban a encontrarse. Caetani conservó a su lado al hermano Bost, a Andrieu y al sacerdote Pedro, es decir, los hombres que habían participado en el hechizo de Luis X; prefería verlos encerrados con él a arriesgarse a que hablaran, por dinero o por la tortura. Los Colonna retuvieron a cuatro pajes que eran capaces de matar a un buey con las manos.
Canónigos, clérigos y portadores de antorchas comenzaron a salir de uno en uno ante la fila de hombres armados. Sus dueños, al pasar, les susurraban recomendaciones:
—Haced saber a mi hermano el obispo… Escribid en mi nombre a mi primo… Partid inmediatamente para Roma…
En el momento en que Guccio Baglioni se disponía a unirse con los que salían, Juan Duèze extendió su delgada mano fuera del confesonario donde estaba hundido y, cogiendo al joven italiano por la cota, le murmuró:
—Quedaos, pequeño, quedaos a mi lado. Estoy seguro de que me seréis de utilidad.
Duèze sabía que el poder del dinero no es despreciable en ninguna circunstancia y pensó que era interesante tener a su lado a un representante de las bancas lombardas.
Una hora después, sólo quedaban en la iglesia de los Jacobinos noventa y seis hombres obligados a permanecer allí tanto tiempo como les costase a veinticuatro de ellos ponerse de acuerdo para elegir uno solo. La gente armada, antes de retirarse, había echado brazadas de paja para formar, en la misma piedra, el lecho de los más poderosos prelados del mundo; y les llevaron algunas bacías, así como grandes jarras llenas de agua. Luego los albañiles, bajo la mirada del conde de Forez, acabaron de tapiar la última salida, dejando solamente a media altura un pequeño hueco cuadrado, una lumbrera que permitía el paso de los platos pero insuficiente para que pudiera deslizarse un hombre. Alrededor de la iglesia, los soldados ocuparon su puesto de guardia, dispuestos de tres en tres toesas[9] * y en dos filas, una adosada al muro y mirando hacia la ciudad, y la otra vuelta hacia la iglesia vigilando las vidrieras.
A mediodía, el conde de Poitiers partió hacia París. Llevaba en su séquito al delfín del Viennois y al pequeño delfín, quien en adelante viviría en la corte, con el fin de familiarizarse con su prometida de cinco años.
A aquella hora los cardenales recibieron su primera comida; como era día de vigilia, no les dieron carne.