I. La reina blanca.

Las reinas guardaban luto vistiéndose de blanco. Blanca la toca de fina tela que apretaba el cuello, aprisionaba la barbilla hasta el labio y dejaba asomar sólo el centro del rostro; blanco el gran velo que cubría la frente y las cejas; blanco el vestido cerrado en las muñecas y que caía hasta los pies. Tal era el aspecto, casi monacal, que acababa de adoptar, a los veintitrés años, y sin duda para el resto de su vida, Clemencia de Hungría, viuda de Luis X.

De ahora en adelante nadie volvería a ver su admirable cabellera dorada, ni el óvalo perfecto de sus mejillas, ni aquel halo, aquel tranquilo esplendor que había impresionado a cuantos la conocieron y celebraron su belleza. La reina Clemencia había adquirido ya aspecto mortuorio.

Sin embargo, bajo los pliegues de su vestido, se estaba formando una nueva vida, y Clemencia estaba obsesionada por la idea de que su marido no conocería jamás al hijo que esperaba.

«Si al menos Luis hubiera vivido lo bastante para verlo nacer —se decía—. ¡Cinco meses, sólo cinco meses más! ¡Qué alegría hubiera tenido, sobre todo si es un niño!… ¡O que hubiera quedado embarazada la misma noche de bodas!…».

La reina volvió con desmayo la cabeza hacia el conde de Valois, que, con paso de gallo cebado, deambulaba por la habitación.

—¿Pero por qué, tío mío, por qué habrían de envenenarlo vilmente? —preguntó—. ¿No hacía todo el bien que podía? ¿Por qué buscáis siempre la perfidia de los hombres en donde sin duda sólo se manifiesta la voluntad de Dios?

—Sois la única en atribuir a Dios lo que más bien parece pertenecer a los artificios del diablo —respondió Carlos de Valois.

Con su caperuza de gran cresta, que le caía hasta los hombros, gran nariz, mejillas anchas y coloradas, estómago prominente, y vestido con el mismo traje de terciopelo negro adornado con colas de armiño y con broches de plata que había ostentado dieciocho meses antes, en el entierro de su hermano Felipe el Hermoso, monseñor de Valois llegaba de Saint-Denis, donde acababa de asistir a la inhumación de Luis. La ceremonia le había planteado ciertos problemas, ya que, por primera vez desde que fue instaurado el ritual de las exequias reales, los oficiales de la Casa Real, después de gritar: «¡El rey ha muerto!», no habían podido agregar: «¡Viva el rey!», y no habían sabido ante quién rendir el homenaje destinado al nuevo soberano.

—¡Bien! Romperéis vuestro bastón ante mí —había dicho Valois al gran chambelán Mateo de Trye—. Yo soy el más antiguo de la familia.

Pero su hermanastro, el conde de Evreux, protestó contra esta extraña pretensión.

—Si entendéis la antigüedad en un sentido tan lato —dijo el conde de Evreux—, no lo sois vos, Carlos, sino nuestro tío Roberto de Clermont, hijo de San Luis. ¿Olvidáis que vive todavía?

—Sabéis bien que el pobre Roberto esta loco y que no se puede basar nada sobre aquella cabeza perdida —replicó Valois, encogiéndose de hombros.

Finalmente, a la salida del banquete fúnebre servido en la abadía y ante una silla vacía, el gran chambelán había roto las insignias de sus funciones.

Clemencia Continuó:

—¿No daba Luis limosna a los pobres? ¿No conmutaba la pena a muchos encarcelados? Yo puedo testimoniar sobre la generosidad de su alma y sobre su piedad. Si antes había pecado, estaba arrepentido.

Evidentemente, era mal momento para discutir las virtudes con que la reina adornaba la memoria, viva aún, de su esposo. Sin embargo, Carlos de Valois no pudo contener un gesto de malhumor.

—Sobrina mía —respondió—, sé que habéis ejercido sobre él una influencia muy piadosa, y que él se mostró muy generoso… con vos. Pero no se gobierna solamente con oraciones, ni llenando de favores a quienes se ama. Y el arrepentimiento no basta para desarmar los más enconados odios que se han sembrado.

Clemencia pensó: «He aquí… he aquí a quien se atribuía todos los méritos del poder cuando vivía Luis y que ya reniega de él. En cuanto a mí, pronto me reprocharán todos los regalos que Luis me ha hecho. Me he convertido en “la extranjera”.»

Demasiado débil, demasiado cansada por las noches de insomnio y los días de lágrimas para encontrar fuerza para discutir, añadió solamente:

—No puedo creer que hayan odiado a Luis hasta el punto de querer matarlo.

—¡Pues bien, no lo creáis, sobrina mía, pero la verdad es ésa! —exclamó Valois—. La prueba nos la da ese perro que lamió uno de los paños empleados para extraer las entrañas durante el embalsamamiento, que reventó acto seguido.

Clemencia aferró con fuerza los brazos de su asiento para no vacilar ante la visión que le ponían delante. Su rostro estrechado y patético, con los ojos cerrados, se volvió tan pálido como la toca y el velo que lo encuadraban. El cadáver, el embalsamamiento, el perro errante que lamía los ensangrentados paños… ¿Podía referirse todo aquello a Luis, al hombre que había dormido a su lado, durante diez meses?

Monseñor de Valois continuaba desarrollando sus macabras conclusiones. ¿Cuándo se callaría aquel hombre gordo, agitado, autoritario, vanidoso, que vestido ya de azul, ya de rojo o de negro, aparecía en cada momento importante o trágico, desde que ella había llegado a Francia, para sermonearle, ensordecerla con palabras y hacerla actuar contra su voluntad? Desde la mañana de la boda… Y Clemencia se acordó del día de su matrimonio, en Saint-Lye; volvió a ver la ruta de Troyes, la iglesia del pueblo, la habitación del pequeño castillo, acondicionada apresuradamente para cámara nupcial… «¿He sabido disfrutar bastante de mi felicidad? No, no quiero llorar delante de él», se dijo.

—Todavía no sabemos quién es el autor de ese horrible hecho —continuó Valois—; pero lo descubriremos, sobrina mía; os lo prometo solemnemente… si se me dan los medios necesarios, claro está. Nosotros, los reyes…

Valois no perdía nunca la ocasión de recordar que había llevado dos coronas, puramente nominales, pero que, no obstante, lo colocaban en pie de igualdad con los príncipes soberanos.

—… nosotros, los reyes, tenemos enemigos que no lo son tanto de nuestra persona como de las decisiones de nuestro poder; y no falta gente que podía tener interés en haceros enviudar. En primer lugar los Templarios, cuya orden fue una gran equivocación destruir, como dije repetidas veces, los cuales se juramentaron secretamente para perder a nuestro linaje. ¡Mi hermano ha muerto, y ahora le sigue su primogénito! Luego, los cardenales romanos. Recordad que el cardenal Caetani trató de hechizar a Luis y a vuestro cuñado Felipe, con la declarada intención de sacar a los dos con los pies por delante. Caetani bien pudo pretender dar el golpe por otro medio. ¡Qué queréis hacerle! No se echa al papa del trono de San Pedro, como hizo mi hermano, sin sembrar inextinguibles resentimientos. Lo cierto es que Luis está muerto… Tampoco podemos dejar de sospechar de nuestros parientes de Borgoña que vieron mal la reclusión de Margarita, y peor aún, que vos la hayáis reemplazado. Sobre este asunto, ellos se han deshecho en mil villanías…

Clemencia le miró fijamente a los ojos, y Carlos de Valois se turbó y enrojeció ligeramente. Comprendió que Clemencia sabía algo. Pero Clemencia no dijo nada; siempre evitaría ese tema. Se sentía cargada de una culpabilidad involuntaria. Porque aquel esposo, cuya virtuosa alma enaltecía, había hecho estrangular, con la complicidad de Valois y de Artois, a su primera mujer, con el fin de poderse casar con ella, la sobrina del rey de Nápoles.

—Y luego está también la condesa Mahaut, vuestra vecina —se apresuró a añadir Valois—, que no es mujer para retroceder ante un crimen.

«¿En qué se diferencia ella de vos? —pensó Clemencia, sin osar responderle—. Parece que en esta corte no se vacila mucho para matar».

—Y Luis, un mes antes, acababa de confiscarle su condado de Artois para obligarla a someterse.

Por un instante Clemencia se preguntó si, al inventar tantos posibles culpables, no intentaba despistar, y si no era él mismo el autor del asesinato. Este pensamiento, que no podía basarse en nada concreto, le produjo horror. No, no quería sospechar de nadie; quería que Luis hubiera fallecido de muerte natural… No obstante, la mirada de Clemencia se dirigió inconscientemente, por la ventana abierta, sobre la fronda del bosque de Vincennes hacia el sur, en dirección al castillo de Conflans, residencia de la condesa Mahaut… Días antes de la muerte de Luis, Mahaut, en compañía de su hija, la condesa de Poitiers, había hecho una visita a Clemencia. Una visita muy amable. Habían estado admirando los tapices de la habitación…

«Nada envilece tanto como imaginarse rodeada de felones —pensaba Clemencia— y buscar la traición en cada rostro…».

—Por esto, mi querida sobrina —prosiguió Valois—, es preciso que volváis a París en cuanto yo os lo pida. Vos sabéis cuánto os estimo. Vuestro padre era mi cuñado. Escuchadme como lo escucharíais a él, si Dios nos lo hubiera conservado. La mano que ha abatido a Luis puede querer proseguir su venganza con vos y con el fruto que lleváis. No podría dejaros así en medio del bosque, expuesta a las acechanzas de los malvados y no estaré tranquilo hasta que estéis instalada cerca de mí.

Desde hacía una hora, Valois se esforzaba en obtener de Clemencia que volviera al palacio de la Cité, ya que él mismo había decidido trasladarse allí. Esto formaba parte de su plan para imponerse como re gente. Quien dominaba en el palacio adquiría figura real. Pero si se instalaba solo, Valois se arriesgaba a que sus enemigos lo acusaran de golpe de fuerza y de usurpación. Si por el contrario, entraba en la Cité detrás de su sobrina, como su protector y pariente más próximo, nadie podría oponerse válidamente, y el Consejo de los pares se encontraría ante un hecho consumado. El vientre de la reina era, en aquel momento, la mejor garantía y el más eficaz instrumento de gobierno.

Clemencia levantó los ojos, como para pedir ayuda, hacia un tercer personaje, un hombre barrigudo y canoso, que se mantenía en pie junto a ella, el cual, inmóvil y con las manos cruzadas sobre la guarnición de una alta espada, seguía la conversación.

—Bouville, ¿qué debo hacer? —murmuró.

Hugo de Bouville, antiguo gran chambelán de Felipe el Hermoso, nombrado curador del vientre inmediatamente después de la muerte del Turbulento, se había tomado su nueva misión, más que en serio, a lo trágico. Este excelente señor, servidor ejemplar de la casa real, había formado una guardia de veinticuatro gentileshombres cuidadosamente elegidos, que se relevaban por grupos de seis ante la puerta de la reina. Él mismo iba vestido con atuendo de guerra y, debido al calor de junio, sudaba a mares bajo su cota de malla. Murallas, patios y accesos de Vincennes estaban embutidos de arqueros. Cada criado de cocina era escoltado permanentemente por un sargento. Incluso las damas de compañía eran registradas antes de entrar en las habitaciones. Nunca vida humana había sido protegida tan estrechamente como la que dormitaba en el seno de la reina de Francia.

Bouville compartía su carga con el viejo sire de Joinville[1]. Pero el senescal hereditario de Champaña, compañero de San Luis, tenía noventa y dos años, lo cual lo hacía probablemente el decano de la alta nobleza francesa. Estaba medio ciego, y aspiraba sobre todo, como cada verano, a volver a su castillo de Wassy en el alto Marne, donde vivía suntuosamente del ingreso de las dotaciones que le habían concedido los reyes. En realidad pasaba la mayor parte del tiempo dormitando, y todas las tareas recaían sobre Bouville.

Para la reina de Francia, éste representaba sus recuerdos felices. Primero, había sido el embajador que solicitó su mano, luego la escoltó a Francia desde Nápoles; era su confidente y, probablemente, el único amigo verdadero que tenía en la corte.

Bouville comprendió perfectamente que Clemencia no quería moverse de Vincennes.

—Monseñor —dijo a Valois—, puedo asegurar mejor la custodia de la reina en esta mansión estrechamente cercada de murallas que en el gran palacio de la Cité, abierto a todo el que llega. Y si lo que teméis es la vecindad de la condesa de Mahaut, puedo deciros, porque se me tiene informado de todos los movimientos de los aledaños, que en este momento la señora Mahaut hace cargar sus carretas para marchar a París.

Valois no dejaba de estar bastante molesto por la importancia adquirida por Bouville desde que era curador, así como por su insistencia en permanecer allí, plantado junto a su espada, al lado de la reina.

—Messire Hugo —dijo con altanería—, habéis sido encargado de velar por el vientre de la reina y no de decidir la residencia de la familia real, ni de defender vos solo el reino.

Sin turbarse, Bouville respondió:

—¿Debo haceros observar también, monseñor, que la reina no puede mostrarse antes de que hayan pasado los cuarenta días de duelo?

—¡Conozco tan bien como vos las costumbres, amigo mío! ¿Quién os dice que la reina haya de mostrarse? La haremos viajar en carruaje cerrado. En fin, sobrina mía —exclamó Valois volviéndose hacia Clemencia—, no os quiero enviar más allá de los mares, ni Vincennes está a mil leguas de París.

—Comprended, tío mío —respondió débilmente Clemencia—, que Vincennes es el último regalo que recibí de Luis. Me donó esta casa horas antes de su muerte… Me parece que todavía no se ha ido de verdad. Comprended… es aquí donde hemos tenido…

Pero monseñor de Valois no podía comprender nada de las exigencias del recuerdo ni de las imaginaciones del dolor.

—Vuestro esposo, por quien todos rogamos, mi querida sobrina, pertenece desde ahora al pasado del reino. Pero vos, vos lleváis su porvenir. Exponiendo vuestra vida, exponéis la de vuestro hijo. Luis, que os ve desde lo alto, no os lo perdonaría.

La había tocado en lo más vivo, y Clemencia, sin proferir palabra, se hundió un poco más en su asiento.

Pero Bouville declaró que no podía decidir nada sino de acuerdo con sire de Joinville, a quien mandó a buscar mediatamente. Transcurrieron unos minutos; luego se abrió la puerta y esperaron un poco más; al fin, vestido con un traje de seda como en tiempo de las Cruzadas, con los miembros temblorosos, la piel pecosa y semejante a corteza de árbol, los parpados lacrimosos y pálida la pupila, apareció el último compañero de San Luis, arrastrando los pies y sostenido por un escudero casi tan canoso como él. Lo sentaron con todos los miramientos que se le debían, y Valois se encargó de explicarle sus planes con respecto a la reina. El anciano escuchaba, moviendo compungidamente la cabeza y visiblemente satisfecho de tener todavía un papel que desempeñar. Cuando concluyó Valois, el senescal se abismó en una meditación que todos se guardaron de turbar; esperaban el oráculo que iba a salir de su boca. Y de repente preguntó:

—Entonces, ¿dónde está el rey?

Valois cobró una expresión desolada. ¡Tanto esfuerzo hecho en vano, cuando urgía el tiempo! ¿Comprendería el senescal lo que se le iba a decir?

—Veamos, el rey ha muerto, messire de Joinville —dijo el de Valois—, y lo hemos enterrado esta mañana. Vos sabéis que se os ha nombrado curador…

El senescal frunció la frente y pareció reflexionar con gran esfuerzo. Perdía cada vez más el recuerdo de lo inmediato. Desde hacía mucho tiempo adolecía de esta falta; así, al dictar su famosa Historia, cerca ya de los ochenta años, no se había dado cuenta de que repetía casi textualmente hacia el fin de la segunda parte lo que había dicho en la primera…

—Sí, nuestro joven sire Luis —dijo al fin—. Ha muerto… Fue él a quien le presenté mi gran libro. ¿Sabéis que éste es el… cuarto rey que veo morir?

Manifestó esto como si se tratara de una verdadera hazaña.

—Entonces, si el rey ha muerto, la reina es regente —declaró.

Monseñor de Valois enrojeció. Conociendo la decrepitud de uno y la natural dedicación del otro, había creído que manejaría a su antojo a los dos curadores; sus cálculos se volvían contra él. La extrema vejez y el extremo escrúpulo parecían juntarse para crearle dificultades.

—La reina no es regente, messire senescal; está embarazada —exclamó—. Fijaos en su estado, y ved si está en condiciones de cumplir con los deberes del reino.

—Ya sabéis que no veo nada —respondió el anciano.

Con la mano en la frente, Clemencia pensaba solamente:

«¿Pero cuándo acabarán? ¿Cuándo me dejarán en paz?».

Joinville comenzó a explicar en qué condiciones, a la muerte del rey Luis VIII, la reina Blanca de Castilla había asumido la regencia, con gran satisfacción de todos.

—La señora Blanca de Castilla… y esto se decía en voz baja… no era todo pureza, como han querido pintarla. Y parece que el conde Thibaud de Champaña, de quien messire mi padre era compañero, la sirvió hasta en el lecho…

No hubo más remedio que dejarlo hablar. El senescal, que olvidaba fácilmente los sucesos de la víspera, conservaba una gran memoria para las maledicencias que corrían en su primera juventud. Había encontrado un auditorio, y lo aprovechaba. Sus manos, agitadas por un temblor senil, raspaban sin descanso la seda de su vestido, en las rodillas.

—E incluso cuando nuestro santo rey partió para la cruzada, en la que lo acompañé…

—La reina residía en París durante ese tiempo, ¿no es verdad? —cortó Carlos de Valois.

—Sí… sí… —asintió el senescal.

Clemencia fue la primera que habló:

—¡Pues bien, sea, tío mío! Voy a hacer vuestra voluntad: volveré a la Cité.

—¡Ah! He aquí por fin una sabia decisión, que seguramente aprueba messire de Joinville.

—Sí… sí… —dijo el senescal.

—Voy a tomar todas las medidas. Vuestra escolta será mandada por mi hijo Felipe y nuestro primo Roberto de Artois…

—Muchas gracias, tío mío, muchas gracias —dijo Clemencia—; pero ahora suplico que se me deje rezar.

Una hora más tarde, en cumplimiento de las órdenes del conde de Valois, el castillo de Vincennes estaba en plena confusión. Sacaban los carros de las cocheras, restallaban los látigos sobre la grupa de los corpulentos caballos de El Perche, pasaban corriendo los servidores, y los arqueros habían dejado sus armas para echar una mano a los caballerizos. Mientras que desde el duelo todo el mundo se había impuesto el hablar en voz baja, ahora encontraban la ocasión de gritar.

En el interior de la mansión los tapiceros descolgaban los tapices de imágenes, desmontaban los muebles, transportaban los aparadores, estantes y cofres. Los oficiales de la casa de la reina y las damas de compañía se afanaban también en hacer su equipaje. Se contaba con un primer tren de veinte carros, y sin duda, serían precisos otros dos viajes para llevarlo todo.

Clemencia de Hungría, con su largo vestido blanco, al que todavía no estaba acostumbrada, vagaba de pieza en pieza, escoltada siempre por Bouville. Por todas partes el polvo, el sudor, la agitación y la sensación de saqueo que acompañan siempre a las mudanzas. El tesorero, inventario en mano, vigilaba la expedición de la vajilla y de los objetos preciosos, que estaban agrupados y cubrían todo el enlosado de una sala; las fuentes, los jarros, los doce vasos de plata sobredorada que Luis había encargado para Clemencia, el gran relicario de oro que contenía un fragmento de la Vera-Cruz, tan pesado que el hombre que lo llevaba jadeaba penosamente…

En la habitación de la reina, la primera lencera, Eudelina, que había sido la amante de Luis X cuando éste aún no se había casado con Margarita, dirigía el embalaje de los vestidos.

—¡Para qué… para qué llevar todos estos vestidos, si ya no me han de servir de nada! —dijo Clemencia.

También las joyas cuyos estuches se amontonaban en pesadas cajas de hierro, todos los broches, los anillos, y piedras preciosas de que la había colmado Luis durante el breve tiempo de su matrimonio, le parecerían en adelante objetos inútiles. Incluso las tres coronas, repletas de esmeraldas, de rubíes y de perlas, eran demasiado altas y adornadas para que pudiera llevarlas una viuda. Un sencillo cerco de oro de pequeñas flores de lis, colocado por encima del velo, sería la única joya a la que tendría derecho desde ahora.

«Me he convertido en una reina blanca, como mi abuela María de Hungría, y debo ajustarme a ella —pensaba—. Pero mi abuela tenía entonces sesenta años y había dado a luz trece hijos… Mi esposo ni siquiera verá al suyo…».

—Señora —preguntó Eudelina—, ¿debo ir con vos al Palacio? Nadie me ha dado órdenes…

Clemencia miró a aquella mujer rubia, que olvidando los celos, le había prestado tan solícita ayuda los últimos meses y sobre todo durante la agonía de Luis. «Tuvo una hija de ella, que le arrancó y la confinó en un claustro…». Se sentía como heredera de todas las faltas cometidas por Luis antes de conocerla. Dedicaría su vida entera a pagar a Dios, con lágrimas, plegarias y limosnas el gran precio del alma de Luis.

—No —murmuró—, no, Eudelina; no me acompañes. Es preciso que alguien que lo haya amado se quede aquí.

Y luego, alejándose incluso de Bouville, fue a refugiarse en la única pieza tranquila, la única que habían respetado, la habitación en que Luis había muerto.

Las cortinas envolvían la pieza en sombras. Clemencia se arrodilló junto al lecho, y puso los labios sobre la cubierta de brocado.

De repente oyó el arañar de una uña sobre una tela. Experimentó una sensación de angustia que le demostró sus deseos de vivir todavía. Permaneció un momento inmóvil, conteniendo la respiración. Tras de ella continuaba el arañar. Lentamente volvió la cabeza. Era el senescal de Joinville, que dormitaba en una silla de alto respaldo esperando el momento de partir.