Aquel día le había pedido que fueran a comer.
—Hace mucho tiempo que no comemos juntos —comentó Owen.
Insistió en ello más que de costumbre; a Miranda le habría encantando aceptar, pero ya tenía un compromiso. Polvo y punto. Un compromiso de polvo y punto al otro lado de Londres.
—Me siento un poco indispuesta, así que… será mejor que no, pero gracias de todos modos.
Owen se lo pidió encarecidamente. Ella respondió que no se sentía nada bien y que iba a tener que guardar cama todo el día. Él dijo que le había ocurrido de repente y ella afirmó que así era.
—¿De qué se trata?
—No lo sé.
—¿Quieres que vaya a buscarte algo?
—No.
—¿Seguro?
—Seguro. Tú vete a trabajar, puedo morirme tranquilamente.
Owen se fue a trabajar; cuando avanzaba por la calle, Miranda levantó la mano para despedirse con gesto enfermizo.
Entonces se duchó y se vistió. Tardó hora y media en llegar a Headstone. Nunca había estado en aquel lugar, nunca había oído hablar de él, ni conocía a nadie que lo hubiera hecho, y además no pensaba volver allí jamás. Se encontraba allí porque dos días antes había conocido a un actor en paro. Entre otras cosas, habían hablado de ordenadores; él tenía uno que quería vender, y Miranda quería comprar uno. «Pásate por mi casa a echarle un vistazo», le había dicho el actor. Pero él sabía que no haría la venta, y ella que no iba a comprar. Por mucha confianza que hubiera, nadie decía: «Pásate por mi casa a las once y media y nos damos un revolcón como está mandado».
De todos modos, Miranda echó un vistazo al ordenador. Lo vio desde la cama mientras se lo hacía a cuatro patas, hasta que el placer le nubló la vista. Disfrutó a más no poder, pese a que el actor se paró en un par de ocasiones para dar órdenes a su abogado sobre una demanda contra un director que no le había dado trabajo y otra contra uno que sí se lo había dado.
Cuando Miranda se fue del piso, se encontró con Owen, que salía en aquel preciso momento del de enfrente. Owen nunca había estado en aquel lugar, nunca había oído hablar de él, no iba a volver nunca y había tardado una hora en llegar allí desde su oficina para ver a un cliente. Para colmo, el actor salió corriendo vestido con unos calzoncillos rojos a darle su sujetador, que se le había olvidado.
—Iba a pedirte que te casaras conmigo —fue todo lo que dijo Owen.
¿Qué probabilidades había? No sabía sumar muy bien, pero las matemáticas siempre la habían fascinado. En el Gran Londres había siete millones de personas, y eso sin contar los turistas, los ilegales, la gente que iba todos los días a la capital a trabajar y los intrusos no identificados. ¿Qué probabilidades había? ¿Una entre doscientos millones? ¿Una entre quinientos millones? ¿Una entre dos mil millones? Había sido todo un golpe de suerte. Un billete de lotería ganador pero sin sorteo.
No pasó vergüenza porque ella nunca pasaba vergüenza. Pero lo sintió por Owen y lamentó haberle hecho daño. Pocos hombres entendían el rollo de la pareja como él. Owen no contaba con que ella le esperase sentada pacientemente en casa con la comida caliente mientras él se tiraba a todas las mujeres que podía. Y su afán por encontrar pareja no era, como suele ocurrir, producto de la desesperación («ya nadie volverá a hablarme», etcétera). Era guapo, inteligente, divertido y atento, tenía un polvazo y recibía tantas invitaciones para fiestas que no sabía qué hacer con ellas. Afirmaba que vivir juntos y hacer sacrificios suponía un esfuerzo, y no lo decía porque sí. Hasta le gustaba fregar los platos.
Miranda se daba cuenta de que había sido egoísta, de que no se merecía a Owen, de que éste era capaz de transmitir alegría en cualquier otra parte. Estar con él era como usar un jarrón de la dinastía Ming a modo de cenicero, todo un desperdicio; o, por utilizar otro símil, como si a un vegetariano le regalaran ternera de primera calidad durante toda la vida, es decir, innecesario.
Tras lo ocurrido en Headstone, Miranda llegó a tres conclusiones. En primer lugar, si todo el mundo disfrutara en la cama tanto como ella, no existiría la civilización. En segundo lugar, todos los londinenses habían tenido algún lío en Headstone. Y en tercer lugar, era un error vivir con alguien que te gustaba, algo que no pensaba volver a hacer jamás.
Miranda se había pasado toda la tarde ocupada, tratando de encontrar una definición de humor y pensando en cómo debía sostener el micrófono. Como vivían en el tercer piso, mientras reflexionaba asomada a la ventana vio que Tony volvía a casa y tuvo tiempo de sobra para regresar a la cama y hacerse la perezosa. Lo hizo por dos motivos: porque, si la encontraba acostada al llegar a casa, tendía a pensar que no había movido un dedo en todo el día (esta indolencia imaginada realmente lo sacaba de sus casillas) y porque no quería que ni él ni ningún otro supiera el enorme esfuerzo que le suponía hacerlo.
La encontró en el dormitorio.
—¿Un día difícil?
—MMM…
—¿No te habrás olvidado de que vamos a salir?
—Mmm… —Y respondió tapándose con el edredón.
Tony se refugió en la cocina. Al cabo de unos minutos, ella fue arrastrando los pies hasta el servicio, donde se dio un baño exasperantemente largo. Nada le impedía ser puntual, pero los retrasos ponían a Tony tan frenético que no podía resistirse a no serlo. Mientras salpicaba por allí y chapoteaba por allá, Miranda podía percibir cómo Tony se tragaba las advertencias y reprimía el impulso de echarse a andar de un lado a otro de la habitación.
En esto sale ella envuelta en una toalla.
—¿No habrás visto mis pinzas por casualidad? —pregunta.
—¿No están en el cuarto de baño?
—Las pinzas del cuarto de baño son una porquería —replica ella—. Estoy buscando las buenas.
—Pues no puedo ayudarte. Ya que estás aquí, ¿podría decir, sin la menor intención de meter prisa, rezongar o molestar, que deberíamos salir dentro de diez minutos?
—¿Crees que sirve de algo decir eso?
—En tal caso, no he dicho nada —responde Tony; Miranda observa cómo finge estar leyendo una revista y no esperándola a ella. Sin levantar la vista, repite—: No he dicho nada.
No es la primera vez que Miranda piensa en la manía que le tiene a Tony. Tony el Poni, fiable, manejable y olvidable. Pero ¿por qué vive con él, pues? ¿Por qué los hombres no se portarán como hombres? ¿Por qué Tony no le arrea una bofetada para que vaya a cenar con un ojo morado? La idea le hace gracia, pero entonces se acuerda de que el único hombre que le ha puesto un ojo morado (un fontanero irlandés con mujer e hijos en Irlanda que la emprendió a golpes con ella cuando le dijo que se había quedado embarazada sin querer y prefería abortar para no ser una madre soltera) tuvo que saltar por la ventana desde un primer piso mientras se enfundaba los pantalones para que no le alcanzara el cuchillo de cocina que ella se disponía a lanzarle.
Miranda vuelve al cuarto de baño y coge las pinzas de pega; venían en el estuche de belleza gratuito que le regalaron hace unos años. Cumplen su cometido, pero no producen ninguna satisfacción. Con las otras, cuando te arrancas un pelo, da la sensación de que te lo arrancas para siempre.
Miranda se pone el vestido negro, se quita unos hilos y tarda en pasarse la seda dental muchísimo más tiempo del que recomendaría el dentista más exigente en un momento de mal humor.
—¿Qué opinas?
Da una vuelta para que pueda juzgar. Tony sabe que no tiene nada que hacer; en eso consiste la prueba. Diga lo que diga, el resultado será negativo. ¿Opondrá resistencia aun siendo consciente de que ya ha perdido?
—Estupenda. Estás estupenda.
—Lo dices sólo para complacerme.
—No tendría mucho sentido tratar de complacerte, ¿no crees?
Por un instante Miranda piensa que va a empezar a despotricar, pero Tony se pone el abrigo y sale de casa con determinación, como si quisiera decir: «¿Vienes o no vienes?». Es una muestra de dignidad, pero resulta tan ridícula que no alcanza a despertar admiración.
La gente no cambia, piensa Miranda al subir al coche. Una vez que has observado con atención el fondo de una persona, ya no caben las sorpresas; la gente es imprevisible, pero no cambia. Un tren puede descarrilar, pero eso no lo convierte en un canguro. Ahí reside el verdadero problema.
—Tenemos detrás a un hombre de lo más impaciente —comenta Tony, confirmando a Miranda en sus ideas.
Era una frase típica de Tony, aunque a veces también decía: «Tenemos detrás a una mujer de lo más impaciente». O, si la visibilidad era mala: «Tenemos detrás a un conductor de lo más impaciente». Por lo general, lo que tenía detrás era un motorista impaciente, pues iba a todas partes a entre cincuenta y cincuenta y cinco kilómetros por hora. Miranda se dijo para sus adentros que aquélla sería la última vez que le permitía llevarla a ninguna parte. Ya no lo soportaba más. Lo que la sacaba de quicio no era que su récord de velocidad fuera aproximadamente de cincuenta kilómetros por hora, ya que, con la cantidad de tráfico que había, casi nunca surgía la oportunidad de rebasar ese límite; lo que la irritaba era su indolencia. Si lo hiciera empujado por un celo excesivo en el cumplimiento de la ley, no le parecería tan mal. Lo insoportable era que Tony no comprendía que conducía mucho más lento que el resto de la gente, y que el mundo no estaba lleno de personas impacientes, sino que era él quien las creaba cuando iba en el coche.
Empezó a ponerse tensa poco antes de llegar. Tony tenía otra frase para cuando se acercaba el momento de aparcar: «Este sitio es demasiado pequeño». Cualquier sitio era demasiado pequeño a menos que cupieran en él tres coches cómodamente. Lo alucinante era que había un trecho de acera vacío en el que entraba todo un camión. Miranda tuvo que remontarse a su infancia para acordarse de un sitio para aparcar de ese tamaño; ahora daba la impresión de que ya no hacían las aceras con los bordillos habituales, sino con coches pegados.
Miranda pensó en las arañas domésticas. ¿Dónde vivían antes de que hubiera casas? Habían aparecido millones de años antes que el hombre. ¿Acaso los arácnidos habían recurrido a la humanidad simplemente para que les protegiera de la lluvia? ¿Y qué pensar del rumor de que en algunas partes de Londres los exterminadores habían descubierto que los ratones sólo comían hamburguesas de McDonald’s? El queso, la fruta, el chocolate, el muesli y todo lo demás lo despreciaban. ¿Era ése el verdadero propósito de la abominación urbana, proporcionar comida basura a los roedores? Todo eso tenía algún significado. Entonces se acordó de dos zorros que había visto hacía unos días, mientras tomaba el sol en el jardín trasero de casa. Tras advertir su presencia, habían mostrado tal indiferencia que Miranda se había sentido molesta. Felices y relajados, llevaban la vida en la ciudad con más calma que cualquier persona que ella conociera. Retozaban perezosamente, como si estuvieran de vacaciones en la playa. El hombre no soporta la gran ciudad y la fauna se pitorrea. Eso tenía algún significado.
A pesar de que eran amigos de Tony, Miranda disfrutaba con la compañía de Heather e Imran. Lily y Damien también habían sido invitados. Lily, que trabajaba con Heather, era una auténtica maravilla como público, pues se reía de todo. «Buenas noches», «¿Qué te apetece beber?», «Estas patatas están buenísimas»… Soltaba una carcajada por cualquier motivo. Miranda ya la conocía, y le caía mal, mayormente porque se daba cuenta de que era como ella: vivía para follar. Era molesto porque Lily sólo tenía diecinueve años.
Antes de llegar a esta conclusión acerca de lo único que contaba en la vida, Miranda ya había visto mucho mundo. Había consumido drogas, tanto de las permitidas como de las otras; había estudiado (aunque de mala manera); había ido a infinidad de psiquiatras; y había hecho todo tipo de viajes. La postura que defendía ahora la había adoptado después de uno de esos viajes. Veintisiete años le había costado tomar la decisión. Lo único que significaba que Lily se abriese de piernas era pasarse la vida entera en la misma casa.
Damien no estaba mal. Era mucho mayor que Lily, andaba por la edad de la crucifixión, y si bien gozaba de una intensa vida sexual (saltaba a la vista cuando una pareja se lo montaba bien o no en la cama), por otro lado, se sentía un tanto incómodo por estar liado con la guarra de la oficina.
—Tengo entendido que eres cómica, Miranda.
—A veces no tengo ninguna gracia.
—¿Y te ganas la vida con eso?
Damien era tasador de siniestros y, como a casi todas las personas convencionales con trabajos bien pagados, medianamente seguros y en el fondo aburridos, le espantaba la idea de que alguien con una profesión en principio emocionante, llena de glamour y desprovista además de red de seguridad tuviera la osadía de ganar dinero. Lo que él quería oír es que tenía que trabajar de camarera o de guarda jurado para ganarse el pan. En ese momento Tony podría haber dicho en broma que, con independencia de cómo se ganara la vida, la mayoría de las facturas las pagaba él. Miranda nunca se preocupaba de pagar el alquiler, el gas, la electricidad, el agua o la comida, aunque no le importaba gastarse su dinero en ropa. Sin embargo, Tony guardó silencio. No por consideración. Tony era un poni, y ese poni contaba con que ella le diera luego su ración de avena loca.
—Por el momento…
Era entonces cuando la gente empezaba a temerse que disfrutaba de un enorme éxito y simplemente le costaba hablar sobre el tema. En más de una ocasión le habían preguntado si era famosa, probablemente para que, en el caso de que la respuesta fuese afirmativa, su interlocutor pudiera apuntar sus datos por si le hacían falta en el futuro. No se le había ocurrido ninguna réplica buena para esa pregunta. Cabía suponer que, dado que tenían que hacérsela, no existía una réplica realmente buena. Luego estaba la otra pregunta que le hizo Damien («¿Has salido ya por televisión?»), que en muchos aspectos equivalía a la primera. Para la mayoría de la gente la televisión era el no va más, la forma de hacerse un nombre, la diferencia entre existir y no existir. Esto era en parte verdad y en parte mentira: solía dar lo mismo.
Pruebas: Catford Stan («Debería haber nacido en Stanmore, pero no hubo suerte»). Del puñado de humoristas que había en el gremio, sólo él conocía el éxito, aunque algunos de sus colegas no sabían quién era; por supuesto, nadie ajeno a la profesión lo conocía, aunque quizá lo hubiera visto. No acordarse de él no significaba olvidarse de sus chistes. Eran tan guarros que uno temía que el techo se viniera abajo de asco. También contaba chistes viejos, tan viejos que a la gente ni siquiera le sonaban. Como él decía: «No soy gracioso; cuento chistes». Era un chistoso que ganaba prácticamente más dinero que cualquiera, y eso que lo llamaban sobre todo para despedidas de solteros. A menos que uno actuara en Wembley, no lograría ganar más pasta que Stan. En el fondo la fama no compensaba. En el circuito la gente podía no tener éxito y destrozarse a base de mala leche, odio y cualquier otra toxina de la que pudiera echar mano, o bien triunfaba pero no paraba de dar el coñazo sobre la duración del siguiente vuelo que iba a tomar o la posibilidad de que no le quedara ningún amigo de verdad.
Stan era feliz. Estaba forrado, no pagaba impuestos («Cobro en efectivo y nadie ha oído nunca hablar de mí»), se acostaba con la mayoría de las bailarinas que hacían striptease en su espectáculo y nunca se preocupaba de si iba a durarle el chollo, ya que tenía también mucha demanda como restaurador de muebles, actividad con la que disfrutaba mucho más que contando chistes. Seguía viviendo en Catford, en un piso de una sola habitación que encima no era nada del otro mundo, lo cual tenía intrigada a la gente, aunque corría el rumor de que era dueño de una isla en Cornualles.
—Di algo divertido —le sugirió Lily, mientras soltaba una risilla porque Tony le había pedido que le pasara la sal.
—Algo divertido —replicó Miranda.
Pero Lily no se rió. Después de aquello Miranda no se molestó en hablar. Ya no actuaba en cenas; a menos que le pagaran por ser entretenida, ella no montaba el numerito. Pasó el pie por la pantorrilla de Damien. Él logró mantenerse imperturbable. Tony habló de algunas de sus ideas para conseguir que los ciudadanos británicos se conmovieran, se sintieran culpables y donaran dinero a su organización benéfica, que trabajaba para niños con enfermedades incurables.
Esta vez Miranda movió el pie por la pierna de Damien con un estilo descaradamente erector, para que quedara claro que no se trataba de uno de esos accidentes que ocurrían debajo de la mesa. Tenía curiosidad por ver qué hacía; sus pechos habían sido objeto de generosas miradas y, a menos que resoplara y piafase, ya no podía hacerle señales más evidentes.
Damien se puso a sudar. Le preocupaba que Tony o Lily se dieran cuenta. Qué tonto: pasados cincuenta años no importaría si los había estrangulado con un garrote, y menos aún si los había molestado o disgustado. Miranda intentó estirarse para alcanzarle el paquete, pero, por desgracia, no lo consiguió. A él le importaba lo que pensaran los demás; a ella no. ¿Quién estaba mejor de los dos?, se preguntó. Al final se cansó del juego.
—Subo un momento —anunció, al tiempo que se dirigía al cuarto de baño.
Lo bueno habría sido que Damien la siguiera. Así habrían podido echar un polvo y sus gritos habrían salido amplificados por los azulejos mientras los que permanecían sentados a la mesa hacían como si no pasaba nada. Pero Damien no estaba por la labor.
Como sus ideas habían sido aplaudidas y ella no lo había humillado, Tony volvió a casa de buen humor y con ganas de marcha. La idea de dar de comer al Poni no le ponía, pero, de la misma manera que un campeón ha de ser capaz de rendir incluso cuando se encuentra indispuesto o asediado por la prensa, Miranda le estrujó el cerebro. Mientras el Poni soltaba sus últimos relinchos antes de dormirse, ella se quedó tumbada en medio de la abrumadora oscuridad, pensando en una portada que había diseñado para su diario a los dieciocho años. La portada rezaba así:
No hay vida en la otra vida.
Nadie te ayudará.
Estás completamente sola.
Siempre lo estarás.
Era sencillo como una ecuación, y ella creía que era verdad, pero al cabo de un mes la tiró porque le resultaba deprimente. Era su verdad, pero le servía de tanto como una delgada capa de petróleo en un incendio forestal. Saber la verdad era parecido a tener un poco de chocolate fundido dentro del bolsillo (estaba ahí sin más; no prestaba la menor utilidad) o a llevar calcetines azules en vez de amarillos cuando una se había arrojado de lo alto de un rascacielos.
Nadie iba a prestarle ayuda, y sin embargo ella la necesitaba. Tenía que dejarse de imágenes y de metafísicas.
Como había perdido demasiado tiempo buscando las pinzas buenas, había acabado por comprarse unas nuevas. No había sido fácil, pues las tiendas parecían disfrutar vendiendo basura.
—¿De dónde saldrán los chistes? —preguntó Miranda—. ¿Te has parado alguna vez a pensar en ello? No me refiero al refrito sacado de la televisión, sino al chiste redondo, con inicio, nudo y desenlace. La rúbrica a un acontecimiento; ocurre algo en el mundo y ya hay un chiste al respecto. Nadie sabe a quién se le ha ocurrido, nadie sabe de dónde ha surgido, pero da la vuelta al mundo igual que el Sol.
—¿Significa esto que no quieres venir? —replicó Tony, al tiempo que miraba la hora.
—Creo que es Dios. Ésa es la razón de que todo se haga pedazos en el mundo, de las hambrunas, las masacres, las plagas, los terremotos. Está demasiado ocupado con las agudezas y las salidas divertidas. Somos su público y nos tiene cautivos.
—Miranda, si no quieres venir, dilo y punto. No tienes ninguna obligación.
¿Estaría espabilándose Tony? Esta vez no estaba tomándole el pelo, pese a que uno de sus juegos favoritos era dejar que se preparara para salir y luego soltarle que prefería quedarse en casa. Entonces esperaba a que se quitara la chaqueta, se descalzara de mala manera, abriera una cerveza y se pusiera cómodo delante del televisor para decirle que volvía a tener ganas de salir. Él apagaba el televisor, volvía a dejar la cerveza en la nevera, se ponía otra vez los zapatos y echaba mano de las llaves… sólo para oírla decir una vez más que no tenía ganas de salir. Su récord estaba en siete cambios de canal.
Cuando bajaban se encontraron con Regina, la vecina del piso de abajo, que, provista de escoba y recogedor, limpiaba a gatas las alfombras en el hueco de la escalera. Su madre, plantada de pie a su lado, la vigilaba. A Miranda le habían contado unas amigas suyas que a veces sus madres aparecían y les sacaban la ropa sucia, les ordenaban los cajones de la cubertería, se subían a una escalera para ver si había polvo encima de los armarios e incluso se metían a escondidas en sus pisos cuando ellas estaban de vacaciones y los pintaban de un color más de su gusto, aunque esto sólo había ocurrido de forma excepcional. Si ya era un trabajo duro sirviéndose de una aspiradora debía de ser horrible hacerlo a mano. Se trataba de una de esas faenas que supuestamente debían compartirse en una casa, de modo que, por supuesto, jamás llegaba a hacerse.
—Es un horror la suciedad que hay aquí —comentó la madre de Regina cuando pasaron.
Regina era de Bolton, y su madre estaba claramente convencida de que la capital había corrompido a su hija y de que una señal evidente de ello era su indiferencia hacia las pelusas, los pedazos de barro, la ceniza y los fragmentos de hojas que montaban una fiesta en el hueco de la escalera. Regina sonrió alegremente. Saltaba a la vista que, para tratar con su madre, había optado por la táctica de llevarle la corriente con la tranquilidad de saber que sólo iba a quedarse un día más. Regina tocaba el arpa, y la preocupación de su madre por las partículas ilegales que menoscababan el bienestar de su hija resultaba absurda, ya que Regina se ganaba la vida principalmente trabajando en una agencia de señoritas de compañía. No se consideraba guapa, pero, según decía, «los bronceados de pega y los top escotados funcionan». Miranda se había mostrado de acuerdo con ella. Por regla general, los hombres eran más fáciles de manejar que los periquitos. O que su calentador. El aparato tenía tres mandos, y manipularlos le daba más quebraderos de cabeza que la mayoría de los hombres.
Regina se había especializado en hombres de negocios del norte que sólo querían que alguien les riera los chistes, coincidiese con ellos en lo espantoso que era Londres, los acompañara a bailar a la pista, tuviera pinta de prostituta joven y fuera con ellos hasta la habitación del hotel para que los considerasen hombres voluptuosos aficionados a las emociones fuertes. A lo más que llegaba Regina era a hacerles una paja a los clientes menores de cuarenta años que se portaban bien, algo que le agradecían profundamente.
Al final, Miranda no fue al acto de Islington. La bronca por la recaudación de fondos estalló cuando salían del andén del metro. Le daba un poco de vergüenza haberse metido con Tony por su trabajo; era un camino demasiado fácil y trillado. Debería haber inventado un nuevo instrumento de tortura, pero había conseguido hacerle perder los estribos al indicarle que todo el dinero que recaudaba su organización benéfica era desviado hacia bancos suizos o déspotas de poca monta que vivían en los países a los que él estaba tratando de ayudar.
—¡Tienes razón! —gritó Tony—. Tratar de ayudar a la gente suele ser una pérdida de tiempo. Se roba dinero. Los desastres generan más desastres. Se envía a la gente menos indicada. La situación llega a ponerse tan jodida que a veces uno piensa que le va a estallar la cabeza. Puede que lo que haga no le evite ni un segundo de dolor a un niño. Tal vez. Pero al menos intento hacer algo por los demás. Deberías probar, aunque sólo fuera una vez, por la experiencia.
La ira de Tony le impresionó, pero disimuló. ¿Acaso estaría aguijoneándolo para que tuviera más carácter? Lo dudaba. Los trenes no se convertían en canguros. Miranda dejó que Tony desapareciera en la noche hecho una furia. No le apetecía pasarse una hora en una sala llena de personas acomodadas que acababan de comprarse una halagüeña imagen de sí mismas como administradoras de justicia. El Poni volvería al establo por sí solo, pensando en el morral de avena loca que ella le tenía preparado. Se dirigió al Soho y, para matar el tiempo, se tomó un café, indicó mal el camino a unos turistas y llamó al Top Dog con voces distintas (matrona polaca, geóloga estadounidense, ciclista italiana, ecologista militante galesa, roadie de Glasgow y, su favorita, dentista iraquí) para preguntar por la fabulosa Miranda Piano. ¿A qué hora actuaba aquella noche? ¿Quedaban entradas?
Tenía dos horas que matar, pero al final se las ingenió para llegar tarde. Aunque tampoco merecía la pena llegar temprano. Había que sentarse en el camerino, donde una alimentaba celos y odio con los demás artistas hablando de los ausentes, mientras Annette, la camarera equivocada, les servía la bebida equivocada. Annette era del interior de Australia, y resultaba especialmente admirable que alguien hubiera recorrido semejante distancia para incordiar a la gente en Londres. ¿Que le pedías una cerveza amarga? Te servía una rubia. ¿Que le pedías una caña? Te servía una botella. ¿Que le pedías un whisky? Te servía un coñac. ¿Que le pedías un café? Te servía un té. Miranda probó una vez a pedirle coñac porque le apetecía un whisky, pero ni por ésas. No había manera. En una ocasión se quejó y Annette le dio un sopapo. Todos se habían puesto de acuerdo y habían escrito lo que querían en un papel. «¿Os creéis que soy estúpida?», exclamó. «¿Pensáis, colgaos, que no soy capaz de acordarme de que me han pedido un par de copas? ¿De quién ha sido la idea?». Se produjo un silencio espeso y varios se miraron los cordones de los zapatos. Annette se negó a servirles hasta que Miranda se hubiera comido el papel y todo el mundo le hubiera pagado una copa. Fue un escarmiento.
Como la sala estaba abarrotada, Miranda prefirió evitarse el esfuerzo de abrirse paso hasta el camerino y se quedó al acecho entre la clientela. Estaba buscando un sitio donde sentarse (no había muchas sillas; la dirección del local no era muy optimista) cuando un fideo con un jersey de cuello alto que estaba sentado charlando acaloradamente con una chica se fijó en ella, se inclinó hacia los de la mesa de al lado y los convenció para que liberaran una silla de sus obligaciones de perchero. Luego levantó la silla y se la alcanzó. Miranda se quedó sorprendida de su gentileza y preocupada por él. Llevaba gafas, y, aun cuando unas gafas podían ser modernas y elegantes, en su caso no lo eran. Las suyas, al igual que todo lo relacionado con su persona, transmitían un único mensaje: dame una paliza. Estaba claro que en su colegio era él el primero al que pateaban, como lo estaba que la atractiva chica que lo acompañaba no iba a acostarse con él. Miranda le hubiera dicho que no se preocupara tanto por los demás, que no se expusiera de semejante manera, pero sabía que no serviría de nada. Le hizo un gesto con la cabeza en señal de agradecimiento.
El capitán Inútil ya había empezado su actuación. Miranda la había visto media docena de veces. Una podía ver un mismo número media docena de veces y pasárselo cada vez mejor; pero eso no sucedía con el capitán. Tenía fama porque dos años antes se le había muerto una persona del público durante un bolo. Era imposible demostrar que había fallecido de una sobredosis de alegría, ya que la gente se moría de ataques cardiacos a todas horas: en iglesias, en comisarías, en hospitales, dormida, en conferencias… Pero también era inútil aparentar indiferencia ante el hecho de haberse cargado a una persona del público.
En cualquier caso, el capitán era incomparablemente más gracioso que la estrella del espectáculo, Arthur Leech. Leech era un cómico de culto; o sea: no era divertido en absoluto. Cuando Miranda había entrado en el circuito, se había quedado asombrada de ver que algunos números no tenían la menor gracia. Y esto no se debía a una mala noche, a un material mal preparado o a un público difícil. No tenían gracia y punto. Luego, pensándolo mejor, se dijo que, si había abogados que no sabían nada de derecho, médicos que no sabían nada de medicina y hombres de negocios que no sabían nada negocios, ¿por qué no iba a haber humoristas sin pizca de gracia? Leech llevaba mucho tiempo en el mundillo, y si seguían contratándolo era porque nunca se le había ocurrido a nadie no hacerlo y porque era un diligente lameculos.
Leech también le cansaba porque era escocés. Lo que a Miranda le aburría de los escoceses eran los rollos que largaban siempre sobre lo afeminados que eran los londinenses y los ingleses, sobre lo mal que jugaban al fútbol y sobre lo maravillosa que era Escocia, todo ello mientras permanecían apoyados contra la barra de un pub de Londres.
Cuando, en medio de un aplauso unánime, Miranda salió a escena, se dio cuenta de que no le apetecía actuar y de que no quería que Leech (que salía a continuación) tuviera público. Decidió echarlo de la sala. Acabar con él.
Eran unas treinta personas y se habían animado con el capitán Inútil.
—Antes de empezar… —comenzó Miranda—. Lo siento, pero he de saber si tengo el público adecuado. No pienso actuar para cualquier hijo de vecino. Esto es humor de altos vuelos, apropiado sólo para seres humanos sensibles.
La gente se rió.
—No quiero estúpidos entre el público.
Se acercó a una joven de la primera fila que estaba pasándoselo en grande y animando a los demás a divertirse.
—Tú, ¿cuánto es diecisiete por veintitrés?
Miranda no tenía ni idea de cuánto era. Para eso le habían servido los dos años de matemáticas en la Universidad de Middlesex. La joven hizo un gesto de negación. Miranda llamó a Mussa, el gorila que vigilaba la entrada. Era senegalés y médico, y Miranda sabía que en Railton Road lo habían atracado dos niñas de doce años. «Tenemos doce años y vamos a atracarte», le habían dicho. Mussa insistía en que las chicas estaban muy mayores para su edad e iban armadas con un objeto metido en una bolsa de papel de estraza que, según le habían dicho, era una pistola que soltaba descargas eléctricas. Dado que no tenía ni idea de cómo eran esas pistolas ni del aspecto que podían tener dentro de una bolsa de papel de estraza, se lo creyó. De todos modos, Mussa medía uno noventa y daba el pego, aunque sonreía en exceso. Al ver que Miranda insistía, acompañó a la chica fuera de la sala, siguiéndole la corriente. El público se quedó encantado. Incluso a la chica pareció hacerle gracia.
Miranda intentó ponerse completamente seria.
—Voy a hablaros de la vida, del universo y de todo lo demás. El universo está para proporcionarme pollas duras y curvas. ¿La vida? Os vais a enterar de cómo es la vida… Vais a ver. Aparece y te pregunta qué quieres: ¿fama?, ¿riqueza?, ¿follar?, ¿felicidad? Y luego dice:
»Fama: “Vale, te doy la fama si me pagas con dinero contante y sonante en mil plazos”.
»Y tú dices: “¿Que me das la fama si te pago con dinero contante y sonante en mil plazos?”.
»Y la vida responde: “No, lo que te ofrezco es media fama si me pagas con dinero contante y sonante en dos mil plazos”.
»Y tú replicas: “Espera un momento, has dicho que me dabas la fama si te pagaba con dinero contante y sonante en mil plazos”.
»Y la vida te suelta: “No me estás escuchando; he dicho que te doy un cuarto de fama si me pagas con dinero contante y sonante en cuatro mil plazos”.
»Y tú dices: “Bueno, vale. Acepto”. Pero la vida se ha ido. Y eso es todo. No hay más.
Miranda rebaja a un hombre a la categoría de burro. El hombre no para de rebuznar, y el público parece divertirse más con eso que con lo que ella está haciendo. Miranda ha acabado con él, pero no de la manera que deseaba. Dos personas de la primera fila se han encogido hasta ponerse casi en posición fetal.
—Qué gente. Os reís de cualquier cosa.
Miranda fue a la barra y buscó una guía telefónica. Se puso a leer. El público se echó a reír. Había encontrado un filón de humor puro. A veces una tardaba diez, veinte, cuarenta años en aprender a valorar ciertos momentos, pero ella se había dado cuenta inmediatamente de que aquél era el mejor público que iba a tener nunca. No era una buena ocasión, ya que no quedaría ningún testimonio de ello. Todo lo que tenía eran treinta personas dispuestas a que las llevara a cualquier parte.
Su siguiente táctica consistía en hacerles pasar vergüenza. Existía la idea de que remover la vida personal, descubrir sus recovecos y adentrarse en ellos era una inigualable fuente de material, pero sólo había demanda de un determinado tipo de confesiones maquilladas. Casi todo el mundo trabajaba a destajo, casi todo el mundo estaba jodido y, cuando salía por la noche y pagaba una entrada, lo que quería era reírse. Quería mondarse de risa, igual que una patata. Daba mal rollo expresar amargura porque a una la había abandonado el marido por una mujer mayor, con menos dinero y los dientes en peores condiciones, o porque su hermana pequeña había muerto de mala manera a causa de una enfermedad incurable. La gente no quería oír semejantes cosas, y no sólo porque buscara entretenerse, sino porque no quería que se le recordase que podía ser objeto de compasión.
—Tengo un problema —anunció Miranda, convencida de que podía arrancarles la sonrisa de la boca—. He ido a un montón de psiquiatras. Mi madre se suicidó cuando yo tenía doce años. Mi problema es el siguiente: la echo de menos. ¿Alguien puede ayudarme? ¿Hay alguien aquí lo bastante inteligente como para resolver mi problema?
Miranda era capaz de palpar el ánimo del público como si de una pieza de fruta se tratara. La fruta del público tenía una superficie que le permitía saber al instante si crecía la impaciencia o la diversión, una superficie tan clara que incluso en un público de treinta personas era posible ver si había alguien adormilado o a disgusto. El público dejó encantado la parte humorística del espectáculo, impaciente por ver adónde le llevaba Miranda a continuación.
—Me lo imaginaba —añadió, tras un largo silencio—. Daría veinte años de mi vida por pasar cinco minutos con ella.
Miranda se marcha entonces del escenario. Acompañan su mutis unos aplausos aislados, pero de pronto estalla una ovación y la mitad de la sala se pone en pie. Leech ha salido del local, lo que resulta significativo. El capitán Inútil hace una mueca como queriendo decir: «No sé qué leches ha hecho, pero, en cualquier caso, ha sido magnífico».
Fuera, la chica expulsada aguardaba impaciente.
—¿Puedo volver a entrar? —pregunta.
El típico tío del Soho años noventa, rapado, gafas elegantes y chaqueta de cuero negro, logró abrirse paso hasta Miranda y le pidió misteriosamente su número de teléfono; como no tenía ningún motivo para dar su número a un gilipollas no identificado, ella se negó. No cobró su dinero. No porque no pagaran, sino porque no ponían las cosas nada fáciles. Jack, el promotor, no había huido del país, pero era imposible encontrarlo en cinco kilómetros a la redonda. Siempre andaba por allí al principio de la velada, para que los recién llegados creyeran que iba a pagarles la pasta al final, pero para entonces ya se había esfumado. Miranda lo pescaría al día siguiente, a la hora de comer.
Algo había aprendido: lo único que tenía que hacer ahora era averiguar de qué se trataba.
—Si estás utilizando las pinzas para alguna extraña actividad sexual, puedes contármelo —dijo Miranda en tono apremiante.
—No, no estoy utilizando las pinzas para ninguna actividad sexual extraña o del tipo que sea.
Tony estaba intentando leer un documento sobre recaudación de fondos, y ella tenía intención de impedírselo.
Aunque sólo necesitaba concentrarse durante un cuarto de hora para acabarlo, ella no iba a permitírselo.
—Si confiesas ahora que eres homosexual, te perdono.
—No soy homosexual.
—Salta a la vista, Tony. Andas metido en un desfalco del copón, ¿verdad?
Tony tiró bruscamente los papeles; se daba cuenta de que había llegado el momento de presentar batalla. De pronto, Miranda se sintió culpable por los niños desafortunados, por los huérfanos moribundos que podían quedar desamparados a causa de sus impertinencias. Pero ahora no podía dar marcha atrás. Pega duro, pelea sucio…
—Nunca he visto que intentaras acostarte con otras mujeres.
Tony se tambaleó, completamente descolocado por la injuriosa acusación. Pero volvió a dar la cara.
—¿Y por qué no me buscas tú un rollo? —replicó. Estaba aprendiendo a encajar los golpes—. Podrías mirar.
—Pero si eres tú quien no para de dar la matraca con lo del verdadero amor, Tony —dijo ella con retintín, a ver si perdía el equilibrio.
—Y tú quien no para de dar la matraca con lo del sexo. Da igual cómo lo plantees, no hay nada más importante que la fidelidad.
—Follar.
—Ése es un placer pasajero.
—No te falta razón, Tony —respondió Miranda otra vez con retintín—, pero si reúnes el número suficiente de placeres pasajeros y los pones uno al lado del otro, se convierten en un placer constante. No te importo nada; Damien se pasó toda la noche mirándome las tetas y tú no hiciste nada.
—Tienes unas tetas preciosas.
—Creo que Damien se siente atraído por mí.
—¿Y por qué no iba a sentirse atraído por ti? Eres muy atractiva. Siempre estoy diciéndote lo guapa que eres, pero no te da la gana creerme.
—Eso es porque tienes una fijación perversa.
—Supongo que en eso consiste el amor —gritó Tony al tiempo que daba una patada a la mesa, sin hacer ningún bien a ninguna de las partes.
En aquel momento sonó el teléfono, lo que les obligó a tomarse un descanso. Había puesto a Tony en su sitio, y de eso se trataba. La llamada era de un hombre que la había visto la noche anterior y al que al parecer había dado su número de teléfono.
—No, yo no se lo di. ¿Quién es usted?
—Ja, ja… —respondió el hombre.
Se había reído de verdad. A continuación le explicó que era un productor de televisión y que quería verla.
—Bobo, debes de ser más estúpido de lo que me imaginaba si piensas que voy a picar.
—No me llamo Bobo, me llamo…
Miranda llegó a la conclusión de que era cierto. La voz resultaba demasiado aburrida. Era la voz de alguien que se ha pasado toda la vida trabajando en la oficina del paro. Bobo se habría delatado, se habría pasado de original y amanerado, se habría pensado demasiado los motivos y le habría contado una historia rebuscada. Desde luego, no habría dicho algo tan sencillo como «Pásate por mi oficina».
Se fijó en Tony, que estaba examinando la mesa por si había sufrido algún desperfecto. Hay que ver, pensó. Hago un número que no tiene nada de divertido y una persona de quien no me acuerdo me propone trabajar en televisión precisamente cuando estoy intentando que el Poni se suba a la bicicleta estática a hacer ejercicio. Voy a tener que ir a la biblioteca a ver si se ha escrito algo sobre este tema.
—Tú… eres mi dueño y señor —dijo tratando de poner un tono lastimero, mientras señalaba a Tony y se sacaba el seno izquierdo, segura de conseguir en menos de medio minuto que el Poni dominara la furia, superase la sensación de impotencia y se entregase a un frenesí venéreo.
Tony sabía que estaba siendo irónica, pero no tenía ni idea de cuánto. No había hombre en el mundo que no percibiera un atisbo de sinceridad en semejante afirmación.
Salió en Oxford Circus y se distrajo buscando un lugar donde comprar unas buenas pinzas, sin dejar de preguntarse si ya era lo bastante buena como para salir por televisión. La definición de humor, que llevaba tres años buscando, le resultaba tan escurridiza como siempre. En su intento de volver del revés las leyes de la comicidad, había destripado miles de chistes, pues sabía que, en cuanto conociera tales leyes, tendría en su poder una fábrica capaz de producir una infinidad de chistes sobre cualquier tema. Pero no había dado con la fórmula correcta. Puede que no fuera graciosa. Esta preocupación ensombrecía sus perspectivas continuamente. Nunca había hablado de ello con nadie, porque, si se escapaba una idea de la cabeza, cabía la posibilidad de que se propagara. Desde luego, muy graciosa no era; lo era menos de lo que acabaría siéndolo, pues todavía estaba aprendiendo el oficio. Pero no era menos divertida que la mayoría de la gente que salía por la tele.
Miranda avanzó por Oxford Street, sin oír ni una palabra en inglés salvo las pronunciadas por rostros sumamente estúpidos.
Dudaba que uno de cada cincuenta peatones supiese explicarle siquiera qué era la electricidad, y menos aún el rollo ese de la lógica booleana. Cuanto más avanzadas eran las máquinas, menos se pensaba. La gente sólo era capaz de apretar botones. Clic, clic… Eran una nación que hacía clic con máquinas de hacer clic fabricadas en países remotos. Dentro de poco sólo nos quedará nuestro acento, pensó, o el que creemos tener, ya que en Estados Unidos no querrían comprar la mezcla de argot, dialecto y rap cutre que se habla en realidad. Nos pasearemos entre árboles de hormigón y nos entretendremos con juegos de ordenador infinitamente superiores a los jugadores.
Bajando por Wardour Street, Miranda vio a su hermana en la acera de enfrente. Estuvieron cinco minutos sonriéndose la una a la otra, mientras esperaban a que se interrumpiera la procesión de coches y mensajeros. Al ver que se abría un hueco, Miranda vaciló: ¿debía cruzar o aguardar a que lo hiciera su hermana? Decidió que el mero hecho de pensarlo constituía ya una debilidad, de modo que dejó pasar un camión y dio un firme paso hacia delante.
—Hará unos tres años —estimó Patricia.
Miranda hizo cálculos.
—Cuatro —concluyó; se le daban bien las fechas.
Estuvieron un cuarto de hora charlando tranquilamente. Miranda reconoció para sus adentros que ignorar dónde vivía su hermana estaba fatal. Una cosa era no hablarse y otra muy distinta no saber dónde no hacerlo.
—¿Sabes algo de Dan? —preguntó Patricia.
—Sí.
Miranda recibía noticias de Dan esporádicamente. Era su hermano, y en la familia lo llamaban Dan Calamidad casi desde el día de su nacimiento. A ella le había dado motivos para pasar una infancia desgraciada e ideas para algunos de sus mejores números. Casualmente, había pensando en utilizar alguna anécdota suya en la prueba con el productor, cuya oficina se encontraba a la vuelta de la esquina. Todas las historias fallan tarde o temprano, pero las de Dan eran lo más cercano a la infalibilidad que había en el mundillo del humor.
El currículum de calamidades de Dan era dilatado. A los catorce años incendia partes importantes de su colegio (sin querer, pues adrede no habría tenido nada de especial); a los diecisiete destroza el coche de la familia, hazaña que repite al año siguiente, y a los diecinueve deja embarazada a la primera chica con la que se acuesta y cae enfermo de una dolencia tan rara que se convierte en tema de congresos (unas erupciones con la forma del Reino Unido que aparecen y desaparecen caprichosamente). A los veinte años, tras pasarse dos en paro, se las ingenia para conservar un puesto de trabajo durante tres horas, pero destroza el coche del director, que le habían confiado para que lo aparcara. A los veintiuno anuncia que Inglaterra está podrida y que está harto de ver cómo su vida queda sepultada bajo los infectos desechos de un país en descomposición, de modo que se marcha a Estados Unidos; cuando apenas ha pasado una semana, ya ha destrozado un coche de alquiler y los estadounidenses lo han metido en la cárcel porque están convencidos de que lleva un pasaporte falso y es un conocido falsificador, malentendido que queda aclarado al cabo de unos días, aunque para entonces ya ha contraído una hepatitis sin tener seguro médico.
De ahí a Fiji, donde conoce a la mujer más bella que ha visto en su vida. Por razones nunca aclaradas, la mujer accede a irse con Dan a su habitación de hotel (conduce ella). Dan se hace ilusiones, lo cual es comprensible, ya que «habría sido la primera vez que me acostaba con una mujer que me parecía atractiva». Se despojan de sus vestiduras, Dan contempla el cuerpo desnudo que yace en su cama, y aún le queda tiempo para pensar que «en esto y no otra cosa consiste la vida» antes de que un meteorito del tamaño de una canica atraviese la pared a toda velocidad, le abra una humeante brecha en la pierna izquierda, continúe su trayectoria por el suelo y se aloje en una prensa plancha-pantalones de la habitación de abajo. Si hubiera recogido el meteorito, Dan habría podido ganar algo de dinero, pero se lo quedó el hotel, y encima le cobraron por dos personas. Tampoco esta vez tenía seguro médico.
Tras este episodio su vida queda envuelta en cierto misterio, ya que alguien le adelanta doscientas mil libras para abrir una tienda de equipos de alta fidelidad. Y si de algo sabe Dan —probablemente sea lo único de lo que sabe— es de bailes. Dan abre su paraíso sónico en Kuwait capital tres días antes de que comience la invasión del ejército iraquí; la angustia que le produce el saqueo de las existencias hace que la terrible experiencia de convertirse en escudo humano resulte casi tolerable.
Como no podía ser de otra manera, Dan regresa a casa. Pero lo hace con cinco kilos de la mejor heroína afgana pegados al cuerpo. Cuando el avión empieza a descender sobre Heathrow, se le concede de pronto un momento de inoportuna clarividencia: tiene la posibilidad de conocer su verdadera naturaleza. Se da cuenta de que el hombre al que su hermana llama «el rey don Chapuzas I» es él. La combustión causada por el pitillo que se fumaba a escondidas tras el cobertizo de las bicicletas del colegio había costado millones de libras. Cuando los dinosaurios dominaban la Tierra, un asteroide procedente de la otra punta del universo había decidido darle un escarmiento. Con dinero de su propio bolsillo había proporcionado sonidos melodiosos a los oficiales iraquíes. Habían montado cementerios de automóviles con los coches que él había destrozado. ¿Qué le hacía pensar que podía ser camello?
Le entra un pánico tan intenso que se siente incapaz de hacer nada excepto hipar desaforadamente y gemir de vez en cuando. En el control de pasaportes sufre un desmayo y le dan un vaso de agua. Incapaz de comprender por qué no lo detienen, dobla la esquina y, encogido, se dirige a la aduana para entregarse. Aguarda allí dos minutos a la espera de que lo arresten, pero no ve a nadie. Poco a poco se da cuenta de la pinta de estúpido que tendría si apareciera un oficial de aduanas. Se marcha arrastrando los pies.
Es la mejor mañana de su vida con diferencia. La lluvia y la grisura de Londres son una maravilla. En el metro aplaude al peor guitarrista del mundo, que ha hecho de la línea de Piccadilly su sala de conciertos, y se ríe cuando le pisan los dedos de los pies nutridas familias indias y cuando unos daneses le dan la oportunidad de estamparse la nariz contra sus mochilas. Luego va a Old Kent Road a entregar el cargamento y busca las señas que ha memorizado.
Ahora se da cuenta de la vida que ha llevado. Ha tenido que pagar un precio altísimo precisamente para poder llevar a cabo impunemente lo que se dispone a hacer. Le han dado la oportunidad de aprovechar su buena suerte.
En la esquina hay un pub. Lleva años sin beberse una pinta de cerveza amarga como es debido, conque entra a celebrarlo. Ha demostrado que estaban todos equivocados. Jura hacer algo por los niños sordos, o algo por el estilo. Mientras se bebe su pinta, se le acerca un desharrapado y le ofrece material de calidad. A Dan casi le da la risa: lleva en una bolsa cinco kilos de un caballo sublime y un fracasado con pinta de escorbútico pretende endosarle una birria a un precio desorbitado. En un gesto de generosidad, Dan le da disimuladamente un billete de diez libras a cambio de un ácido.
La policía encuentra a Dan encogido de miedo dentro de una cabina telefónica, sollozando sobre el auricular: «Mi heroína es tan maravillosa, tan maravillosa… Que no la cojan los marcianos, que van armados de meteoritos. Por favor, manden ayuda». Mientras habla, la operadora trata de consolarlo. La policía le ofrece su protección, y la grabación de su llamada es incluida en la recopilación navideña de los servicios de urgencias.
Miranda va a visitarlo, no porque tenga muchas ganas de verlo, sino porque nunca ha estado en una cárcel. «Delata a todo el mundo», le aconseja. Dan se declara culpable de posesión de drogas, pero larga el típico rollo del hombre-misterioso-que-le-pide-en-un-pub-que-le-haga-un-trabajito y sólo dice vaguedades sobre cualquier cosa que pueda interpretarse como un detalle o un dato. Asombrosamente, lo ponen en libertad a cambio de una fianza de cien mil libras porque su padre está enfermo. De lo primero que se entera al salir es de que, sin que él haya dicho ni una palabra sobre ellos, todos sus jefes turcos han sido detenidos. Dan teme por su bienestar.
La última vez que Miranda lo había visto, Dan estaba mirando atentamente un atlas. Con una ingenuidad inaudita, se había imaginado que su hermano estaba haciendo planes de futuro tras la temporada que había pasado en la cárcel.
—Tengo tres ideas. Las islas Scilly, Ciudad de México y Turquía.
—¿Las islas Scilly?
—¿Conoces a alguien que haya estado allí? Dime, ¿conoces a alguien?
—No.
—Pues eso. He pensado también en las Hébridas Exteriores, pero son muy deprimentes y los escoceses me sacan de quicio. El único problema de los sitios pequeños es que, por muy alejados que estén, si van a buscarme, me encontrarán. De ahí que haya elegido Ciudad de México, que es tan grande que resulta imposible encontrar a nadie.
—¿Y qué pinta Turquía en todo esto?
—Doble farol. El último sitio donde a los turcos se les ocurriría buscarme es en el salón de su casa.
—Eso no es doble farol; es un farol y punto.
—Es doble porque es una jodida pasada. ¿Qué te parece?
Era la primera vez que Dan le pedía su opinión.
—Me parece que no deberías haberte metido ese ácido en Old Kent Road.
Dan desapareció. Fuera o no influido por la franqueza de Miranda, el caso es que se largó. La pérdida de la casa no contribuyó precisamente a mejorar la salud de su padre. Miranda se llevó una sorpresa. Dan siempre había causado problemas, pero nunca con semejante deliberación.
De todos modos, seguía llamándola de vez en cuando. Ella no paraba quieta, por lo que se imaginaba que, para dar con su paradero, estaría gastándose una pequeña fortuna telefoneando a salas para humoristas. No le decía dónde se encontraba. A Patricia tampoco, pues tenía miedo de que se lo soplara a Miranda y luego ésta lo delatase. Si no hubiera sido por la remotísima posibilidad de que a los turcos les interesase averiguar dónde se encontraba, Miranda habría buscado gustosamente la manera de que Dan pasara una temporada en el talego. Pero se trataba de lo único que, al fin y al cabo, le merecía respeto: la vida. Lo sabía desde que a los siete años había llevado algo de fruta al fondo del jardín y había tratado de reanimar a una pera con cosas que a ella le recordaban a los órganos internos; una nuez hacía las veces de cerebro, y la hierba habría sido el intestino.
Su última conversación había sido típica.
—¿Oiga?
Entonces se oía un zumbido de fondo que se prolongaba hasta que Miranda adivinaba quién era.
—Ah, eres tú. ¿Te has roto la pierna o es que te ha alcanzado últimamente un rayo interesante?
—No, ahora ya no me pasan esas cosas. He cambiado de nombre.
—No me digas.
—Todo ha cambiado —matizó Dan. Ella sabía que cambiarse de nombre tenía sus ventajas. Era una de las razones por las que ella se había cambiado el suyo—. Me van bien las cosas. No me caen meteoritos encima. Y no hay señales del ejército iraquí.
—¿Y cómo te llamas ahora?
—No voy a decírtelo. Fuiste tú quién me puso Dan Calamidad.
Miranda trató de hacer memoria; parecía una falta de consideración no acordarse de que había echado a perder la vida de otra persona. Eran tantas las cosas que habían sido importantes al mismo tiempo y que ya no recordaba —como comidas que uno devora cuando se muere de hambre— que no era de extrañar que se hubiera olvidado de una menudencia.
Imitó a Dan y no dijo nada, con la esperanza de que la llamada estuviera costándole un ojo de la cara.
—¿Me oyes?
—¿Por qué me llamas, Dan?
—¿De veras quieres saberlo?
—Venga, suéltalo.
—Porque quiero oírte gemir. Siempre has sido la tía dura de la familia, pero algún día reventarás. Quiero oírte gemir a cuatro patas. Te harás la fuerte, pero un día llamaré y no podrás engañarme.
—Pero sabré que estás jodido, Dan.
—En absoluto. Tú, en cambio, sí que vas camino de acabar jodida a más no poder. Tienes todos los números. Todos. Puede que la próxima vez que llame me responda alguien llorando y me informe de que te has quitado la vida.
—Old Kent Road.
—Edimburgo.
—Kuwait.
—Edimburgo.
—Kuwait.
—Edimburgo.
Miranda se quedó asombrada del nivel de la conversación y decidió no ceder. Pero en su afán por meter más Kuwaits en el auricular, colgó sin querer.
—Bueno —dijo Patricia—, ¿por qué no pasas por casa alguna tarde?
La charla había sido agradable, más de lo que a Miranda le hubiera gustado reconocer.
—Será mejor que no forcemos la máquina.
Había sonado más duro de lo que pretendía, pero no podía retractarse. Al final apuntó la dirección de su hermana.
Encontró la oficina, donde llevaba la voz cantante una recepcionista que, como tantas otras, no quería serlo. No creía que Miranda tuviera una cita, teoría merecedora de crédito puesto que no se veía ni rastro del productor. Esto tranquilizó a Miranda. Lo raro habría sido que el productor hubiera estado esperándola para entregarle las llaves de la fama.
—Usted no puede entrar aquí como si tal cosa —le espetó la recepcionista, que era francesa.
La ira de la mujer había crecido exponencialmente hasta estallar sobre Miranda. Al final, cuando se comportaban groseramente, los ingleses no eran nada del otro jueves; podían ser bastos, malhumorados, poco serviciales, ruidosos e incluso violentos, pero la grosería pura y dura quedaba fuera de su alcance. En cambio, los franceses podían mostrar un desprecio tremendo sin hacer el menor esfuerzo y, por una razón que nadie había investigado (al menos que ella supiera), quienes se llevaban la palma eran las mujeres.
Para afrontar la vida existían tres actitudes fundamentales. En primer lugar estaba la de Irma la dúctil, técnica tipo muñeca de trapo consistente en ponerle un guante al puño agresor y adaptarse a las circunstancias en caso de desafío o ataque, pues de ese modo se podían evitar amargas frustraciones y, mediante la sumisión, alcanzar la victoria. Sonaba bien, pero a Miranda no le parecía nada divertida.
Irma la dúctil era el polo opuesto a la escuela del combate-a-muerte-del-vikingo-pistolero-ninja-guerrero-supremo-capaz-de-hacer-mil-abdominales-diarios, según la cual era necesario responder a cualquier desafío con todo lo que una tuviera a su disposición; nunca había que ceder terreno o eludir un conflicto, ni siquiera cuando se limitaba a algo tan insignificante como la chulería de una recepcionista francesa, pues hacerlo representaba una inyección de debilidad y un menoscabo del espíritu de lucha, todo lo cual conducía a la ruina más absoluta. Miranda había aprendido que, por muy satisfactorio que fuese, dar cañonazos a diestro y siniestro no siempre tenía resultados favorables.
Luego estaba el término medio: la escuela que desaconsejaba gastar la pólvora en salvas. Una no abría fuego sobre el primer blanco que le pasaba por delante, sino que esperaba a que aparecieran las grandes cornamentas.
Miranda había ido a pie hasta el centro mismo de la ciudad. Ahora lo que quería era sentarse un rato. Pensó en acostarse con el productor, en bombardearlo, en secarle su minúsculo cerebrito estrujándole los huevos y alabando exageradamente su potencia sexual, en esclavizarlo y obligarle a despedir a la recepcionista. El problema era que de ese modo no solucionaría nada. En Londres una siempre podía encontrar trabajo; quizá fuera degradante, deprimente y mal pagado, pero no por ello dejaba de ser trabajo.
Además, no iba a acostarse con el productor para salir por televisión. Si salía por televisión sería porque ella era una humorista buenísima. Aunque no podía negar que había tenido rollos extraños, improductivos y tontos, mantener relaciones íntimas con una persona de la que no conseguía acordarse era un poco cutre. Además una maduraba, siquiera mínimamente.
Decidió sentarse y esperar media hora a ver si aparecía el productor y si conseguía ablandar a la recepcionista.
—Debería usted sonreír; es el secreto de toda buena recepcionista. —Miranda observó que la recepcionista temblaba de ira—. Si no es capaz de sonreír, debería dedicarse a otra cosa. A ver, repita: pa-ta-ta, pa-ta-ta. —Miranda abrió una revista para que viera que no pensaba moverse de allí. Al cabo de exactamente treinta minutos, cuando la recepcionista estaba llamando a la policía, se levantó—. Y conste que los matemáticos franceses me parecen malísimos.
Miranda se abrió paso como buenamente pudo por Oxford Street, que estaba tan llena de turistas que resultaba prácticamente intransitable. Pasar por Oxford Street constituía una de las experiencias más deprimentes que conocía, tanto como ver matar a un niño con una bayoneta. Una no podía pasar por allí y seguir teniendo esperanzas en la humanidad. Los turistas compraban cascos de policía de papel maché barato o camisetas en las que ponía «Mis padres han estado en Londres y lo único que me han comprado es esta cochina camiseta»; las librerías estaban llenas, pero de alemanes y escandinavos, y los clanes de orientales vendían vaqueros con unas ínfulas increíbles. Si lo único que le importaba a una era el dinero y encima lo ganaba, aquél era el paraíso. Ex presidiarios cortos de luces vendían porquerías sobre cajas de cartón a transeúntes todavía más cortos de luces que ellos; y en las casas de subastas eran una versión fina de esos negocios, algunos clientes creían realmente que podían comprar por cinco libras un televisor o un lector de discos compactos que mereciera la pena. Y luego estaban los mendigos, con sus perros sujetos de un cordel y sus sacos de dormir, esos sacos en los que se metían incluso en pleno agosto con veinticinco grados y tenían un aspecto ridículo.
Le entraron ganas de ir a una oficina de apuestas y jugarse unas libras en una predicción: el siglo XX será el último en que disfrutaremos de algo de espacio, pensó. La historia se dividirá en «antes del espacio» y «después del espacio». Viviremos en un país descerebrado en un mundo sin espacio; el mundo acabará sin pena ni gloria, agarrado a una consola de videojuegos y con la cara metida en el culo de un turista italiano cualquiera.
Los turistas iban de un lado a otro, a la busca. Trataban de encontrar cosas sobre las que habían leído. Londres molaba. ¿Por qué? Porque lo decían en Estados Unidos. Intrínsecamente, Londres poseía todo el encanto de un ladrillo Victoriano cubierto de hollín. En Londres todo estaba construido sobre montones de muertos; todo era de tercera, cuarta o centésima mano. La ciudad estaba tan superpoblada que había perdido carácter. Era un cenicero lleno de colillas históricas.
Miranda pensó en pasar un rato en Waterloo antes de volver casa, pero no llevaba la ropa adecuada para mendigar y no había cogido el cartel donde ponía «Sin casa y hambrienta». El cartel era imprescindible. Los hombres de negocios que iban corriendo a coger el tren le ofrecían dinero a cambio de sexo y luego, avergonzados, arrojaban una libra a su caja de cartón.
Entró en una tienda a comprar unas zapatillas de deporte. Al final de la cloaca de Oxford Street se encontraban, junto a las porquerías para turistas, los emporios de ropa deportiva. El dependiente que la atendió gruñía. Lo hacía con afabilidad, pero, desde que fue a coger las zapatillas hasta que ella se las probó, las compró y se despidió, todo fueron gruñidos. Se preguntó si éstos constituirían una forma de expresar sus ideas políticas, una manera de rechazar el habla cotidiana para protestar contra un sinfín de injusticias, si habría pasado una mala noche o si sólo serían una demostración de que ya ni siquiera el lenguaje tenía importancia.
Así iban las cosas. Pronto los alemanes serían los dueños de todo y Gran Bretaña quedaría reducida a un banco de pruebas para nuevos juegos de ordenador en el que le administrarían drogas diseñadas por ordenador al personal para hacer que se levantara de la cama por la mañana y se acordara de que existía. A los alemanes les merecería la pena, porque así podrían aparentar que tenían socios.
La señal más evidente de esto era que nadie tenía el menor interés en las matemáticas. Miranda odiaba Londres y nunca conseguía marcharse.
Al día siguiente volvió a ir a la oficina del productor. Le molestó que su presencia ya no molestara a la recepcionista, quien a todas luces la consideraba una loca. Para colmo, el productor no estaba y no había dejado ningún recado para ella. No obstante, mientras describía con todo lujo de detalles los penosos resultados obtenidos por los matemáticos franceses durante los últimos cien años, la recepcionista se levantó, se puso el abrigo y se marchó sin decir palabra.
¿Era la hora de comer o la mujer se sentía incapaz de asumir el fracaso de los matemáticos franceses? Miranda esperó un cuarto de hora más, resistiéndose a la tentación de hurgar en los cajones de la oficina en busca de información o dinero.
Había quedado con Viv para tomar un café, por lo que se dirigió al Aroma dando un paseo mientras se preguntaba qué podía hacer con el productor y dónde leches estarían sus pinzas.
Pidió dos cafés exprés y pensó en cuánto iba a durar su amistad con Viv.
Casi todo el mundo acumulaba odio. Se lo guardaba todo dentro: autobuses perdidos, decepciones, insultos, traiciones… Muy pocas personas conseguían tragarse el dolor y las desgracias y expulsarlos por el otro lado. Viv era una de ellas. Aunque no carecía de carácter, se la veía relajada. Era guapa en la justa medida: lo suficiente para atraer a cualquier hombre que deseara, pero no tanto como para perderse en las cimas de la belleza imponente. Las piernas largas y los senos cónicos la condenaban a una a soportar a los trastornados y a los mierdas egocéntricos más repelentes.
Viv debería haberle caído mal por su buen talante, pero era precisamente esta virtud lo que la hacía simpática. A Viv iban a irle bien las cosas, y daba gusto saber que una buena persona iba a acabar abriéndose camino. Mientras Viv revolvía el azúcar de su café, Miranda adivinó su futuro: ahora estaba divirtiéndose, pero un día sentaría la cabeza con gracia pero sin contemplaciones, y sería una madre entregada que se preocuparía lo justo y una esposa apreciada que rezongaría en igual medida. Su ecuanimidad no saldría indemne, pero sobreviviría. Cuando se asomaba a su propio futuro, Miranda sólo veía turbulencia, chirridos, choques imprevistos.
—¿Por qué llamas siempre a tu hermano «Calamidad»? —preguntó Viv—. Dan Mala Pata le quedaría mejor. No irás a decirme que fue culpa suya que le cayera encima un meteorito.
—Pues sí.
—¿Y también la invasión de Kuwait?
—Eso está más claro que el agua —replicó. Empezaron a hablar de Viv; había estado buscando por todos lados una determinada lámpara de pie—. En Londres sólo hay tres tiendas —le explicó Miranda—, por eso resulta tan difícil encontrar nada; no es que haya muchos sitios donde elegir, sino todo lo contrario.
—¿Cómo?
—En Londres sólo hay tres tiendas. Independientemente de lo que andes buscando, tanto si se trata de un compacto de clásicos de canto tirolés como si se trata de un jabón sin perfume o de una lavadora, si no lo has encontrado en las tres tiendas donde deberían vender el artículo en cuestión no lo encontrarás en ninguna parte. Fíjate la próxima vez. ¿Sabes qué hacen ahora para sacar a una muchedumbre en el cine? Hacen tomas de media docena de personas y luego las clonan para llenar el resto del espacio. Con Londres pasa igual, más de lo mismo y nula variedad.
Miranda sospechaba que la respuesta acertada era en realidad tres y pico. 3,142, etcétera. El número pi andaba metido en el asunto, pero prefirió no explicar su teoría, porque Viv tenía la curiosidad intelectual justa y se ponía nerviosa cuando salía el tema de las matemáticas. Miranda estaba orgullosa de conocer a una candidata a la felicidad.
—He encontrado la lámpara que buscaba, pero vale trescientas libras. Es una preciosidad, pero, aunque no consiste más que en un tubo de metal y una bombilla, piden trescientas libras por ella.
Viv era enfermera. Teniendo en cuenta lo espantosa que resultaba la ciudad, era completamente lógico que una persona que se ocupaba del dolor, la sangre y la mierda de la gente y la ayudaba a afrontar la aterradora hora suprema no pudiera permitirse vivir allí. A las empresas que no hacían nada (una nada sobre la que, curiosamente, no solían saber nada) podían acudir asesores que tampoco sabían nada y ganar el sueldo anual de Viv en un día sólo por hablar. Las profesiones que no hacían otra cosa que generar dolor y sufrimiento se forraban: transportistas de contenedores, abogados, sumilleres, productores de televisión, arquitectos, vendedores de ordenadores, directores de recursos humanos… Miranda había conocido una vez a alguien que asesoraba a la gente sobre piscinas. No las construía ni se ocupaba de su mantenimiento; simplemente aconsejaba a la gente cómo debían plantearse la construcción de una piscina. Mientras hablaba con él le habían llamado tres veces. En una semana ganaba el sueldo anual de Viv. Tony perdía el tiempo miserablemente en una oficina diciendo tonterías sobre cómo había que ayudar a la gente, se gastaba en archivadores la mayor parte del dinero que lograba reunir y ganaba más que Viv. La única persona que conocía que ganaba menos que Viv era ella misma, aunque también era cierto que no conocía a nadie que ganara tan poco como ella.
Si Viv se las arreglaba para sobrevivir en Londres era porque no pagaba alquiler. Su casero había llegado a un trato con ella; Viv no tenía que pagarle el alquiler, pero él podía entrar en el cuarto de baño cuando quería, sobre todo si estaba bañándose. Era un trato condenado a todas luces a acabar mal, a degenerar en una asquerosidad intolerable o, cuando menos, a durar poco. Pero Viv sostenía que su casero era un caballero chapado a la antigua, un dechado de cortesía capaz de hablar sin acalorarse sobre su papel en la guerra de Corea y de pasarle respetuosamente la esponja cuando iba a verla (una vez al mes aproximadamente) durante alguno de sus baños de espuma.
—Lo importante para él es saber que puede pasar un momento a charlar —insistía Viv.
Hacía tres años que vivía allí, pero el pasaesponjas llevaba veinte dando alojamiento gratis a las profesionales de la enfermería. Viv tenía la entereza justa para afrontar la vida sin negarla del todo; como un buen gorila, era lo bastante dura para resolver los problemas de verdad, pero no renunciaba a tomarse las cosas con humor. Miranda sabía que de haber sido hombre se habría casado con ella sin pensárselo dos veces. Viv tenía veintiséis años; dos más y encontraría un buen partido. Miranda no podía evitar pensar que no estaría presente para verlo, y eso la ponía triste.
Tras enterarse de más datos sobre la lámpara, Miranda se levantó y dijo que iba al servicio. En cuanto se alejó del campo visual de Viv, salió de la cafetería y subió al último piso de Liberty’s, donde reconoció la lámpara al instante, la envolvió inmediatamente en un mostrador desierto y, tan pronto como hubo acabado, se marchó con ella.
—Toma. Para ti —dijo—. Tu regalo de bodas.
—¿Voy a casarme? Nadie me cuenta nada.
—Algún día lo harás, y quiero ser la primera en hacerte un regalo.
—Estás majara —replicó Viv—. No puedes gastarte tanto dinero. Eres un encanto, pero no puedo aceptarlo.
Miranda dudaba que Viv fuera a ser amiga suya para siempre. Con sólo la sensatez precisa, no le costaba imaginarse que Viv acabaría por darse cuenta de que su conducta no era extravagante sino enfermiza y se alejaría de ella.
—Si no quieres un regalo de bodas, permíteme concederte el premio Miranda Piano a la vida equilibrada.
Viv lo aceptó sin mucho convencimiento. Cuando se dirigía a casa, Miranda vio en una tienda unas pinzas muy elegantes y, aunque antes de salir había dejado unas buenas a la vista, pensó que podía comprárselas por si acaso y ganarle así la partida a ese fenómeno comepinzas que se había establecido en su piso. De paso birló una camiseta blanca. No le parecía bien robar; pagaría cuando se hiciera famosa, algo que no tardaría en ocurrir. Si no, mala suerte. No le caían bien los ladrones, como había tenido ocasión de descubrir la vez que la habían arrestado y llevado a la comisaría de policía; los profesionales eran unas cucarachas humanas, sin ningún interés en nadie más que en sí mismos, la gente más desagradable que había conocido, y eso que conocía a un montón de promotores.
¿Qué se le da a un hombre que lo tiene todo?
Un puñetazo en la boca.
Su espalda recibió una lengüetada de Tony a modo de despertador. Para él, semejante estropajazo constituía una descarga destinada a excitar los sentidos; para Miranda, que aún no había espabilado, una incómoda humedad entre los omoplatos. Si una apuntaba un chiste con indicaciones para las pausas y la entonación y se lo daba a dos humoristas, el mismo chiste podía resultar descacharrante o aburrido a más no poder. De igual modo, una lengua en movimiento por la columna vertebral podía convertirse, según quién la manejara, en el prolegómeno de unas contorsiones sumamente placenteras o en una molestia análoga a un grifo goteante.
—Ve por el periódico —musitó Miranda con la cara pegada a la almohada—. Cuando vuelvas ya me habré despertado.
Tony volvió en un abrir y cerrar de ojos.
—Mira lo que te traigo —dijo.
Pero no se refería al periódico. Los hombres se empeñaban en echar las campanas al vuelo cada vez que su miembro hacía sólo lo que estaba obligado a hacer. En tales ocasiones se portaban siempre igual que un niño con zapatos nuevos, como si fuera la cosa más grande del universo, y se veían en el compromiso de dejar que las vacas sagradas les dieran unas palmadas en la espalda y los héroes de toda la vida los aclamaran a gritos presa de un entusiasmo desbordante.
—Demasiado tarde, Tony. No he podido esperarte.
—Pero si sólo he tardado cinco minutos.
—Lo siento. He tenido que recurrir al autoservicio. —El aliento de Tony la envolvió como si se encontrara en una sauna; estaba buscando un lugar donde hincarle los dientes, otro de los que consideraba infalibles métodos para despertar el apetito sexual—. No, Tony; demasiado tarde —insistió Miranda, mientras daba media vuelta y se tapaba la cabeza con la almohada.
Tony, que la tenía más tiesa que si lo hubieran empalado, profirió un grito en el que la rabia y la frustración pugnaron por imponerse. Sabía que Miranda no se detenía ni vacilaba ante nada. Sólo había insistido más de la cuenta en una ocasión; ella le había cogido el testículo izquierdo con el pulgar y el dedo índice y se lo había apretado con todas sus fuerzas. Bastaba con hacerlo una vez.
—Estás loca, Miranda, y lo sabes —le espetó antes de marcharse a la oficina.
Lo sabía. El mundo se dividía principalmente en dos clases de personas. Por un lado estaban las que tenían un miedo espantoso a resultar mortalmente aburridas, a ser normales y anodinas, a desaparecer en el anonimato por sosas. Por el otro estaban los sosos, capaces de camuflarse en cualquier parte, que copiaban descaradamente frases extravagantes y empleaban expresiones tales como «volverse mochales», «perder la chaveta», «estar locatis» o «tener goteras en la azotea»; las que no estaban mal de la cabeza querían estarlo para que los invitaran a fiestas o les pagaran deudas; por su parte, los que se pasaban todo el santo día tratando de volver a encajar en la categoría de la gente normal estaban dispuestos a dar cualquier cosa por hacerse con un puesto de cajero en Guildford. Una vez, durante una actuación en Hackney, Miranda había conocido a un pinchadiscos cuyo nombre artístico era El Puto Loco, y no le había sorprendido nada saber que durante el día trabajaba de ayudante de un inspector de Hacienda. No podía ser de otra manera.
Como ya no estaba Tony para darle la tabarra, se pasó una hora buscando una definición de humor, pero no lograba concentrarse. Estaba pensando en ayudar a otras personas. ¿Qué había hecho ella por los demás? A Viv le había hecho favores, pero eso no contaba en realidad. Eran amigas. También había hecho unas mamadas maratonianas; no sabía cómo llamar a eso, pero, en cualquier caso, no se trataba de una obra de caridad. En una ocasión había socorrido a una anciana que se había desmayado en la calle, y se había pasado media hora escuchando las tonterías que decía sobre su marido, muerto veinte años antes, hasta que llegó la ambulancia; los sanitarios pidieron disculpas por llegar tan tarde, pues habían tenido que acudir a un edificio de viviendas donde un hombre se quejaba de que tenía novia nueva y no se le levantaba. Sin embargo, Miranda no se había ofrecido a echarle una mano, ni había apuntado la anécdota en su diario; simplemente pasaba por ahí cuando la viejecita se había desvanecido y no era tan insensible como para proseguir su camino, de modo que eso tampoco contaba.
En ese momento llamó Heather. Una amiga suya necesitaba una canguro inmediatamente. Miranda estaba a punto de decirle que no cuando Heather añadió: «Están dispuestos a pagar cien libras». A eso lo llamo yo desesperación, pensó Miranda. No tenía dotes de canguro, pero probablemente se daría cuenta si se incendiaba la casa.
La madre no disimuló su inquietud por dejar a su hija con ella, lo que a Miranda le pareció un tanto insultante. Si eres capaz de abandonar a tu cría en manos de una persona a la que no conoces prácticamente de nada, al menos haz como si te alegraras. Miranda se arrepentía de haber aceptado, a pesar incluso de las cien libras. Quería poner su piso patas arriba, a ver si encontraba las seis pinzas que le habían desaparecido.
La niña tenía sólo tres meses, pero expresaba con enorme vehemencia su infelicidad por el abandono materno. Miranda ya se había olvidado de cómo se llamaba. Seguía tratando de resolver el problema del humor, pero se veía incapaz; no daba con la fórmula correcta. Por eso las mujeres no llegan a ninguna parte, pensó; si tienen un hijo, pueden dirigir un banco o trabajar con las manos en el campo, pero son incapaces de pensar. Probó a llevar a la niña a otra habitación, y luego a dejarla en el suelo, pero seguía gritando y le impedía concentrarse.
—Espero que así aprendas una valiosa lección sobre lo que significa gritar —le musitó mientras sacaba la niña y la cuna al garaje.
La metió en el Volvo Estate, cerró las puertas del vehículo y el garaje y se puso cómoda en la cocina. Ahora reinaba un silencio beatífico. Se tomó un té con la esperanza de que fuera caro e intentó dar con la fórmula del humor. Esto era lo único que le interesaba, definir el humor. El humor ilimitado la aguardaba.
Resultaba alarmante que ya nada más le llamara la atención; aun así no le importaba concentrar todas sus fuerzas en aquello, pues todo indicaba que sin esfuerzo no se llegaba a ningún lado. A Newton, Leibniz, Gauss, Hilbert y Ramanujan les habían sacado todo tipo de defectos excepto uno: la pereza. No cejaban en su empeño. A Miranda todo lo demás le era indiferente: la cultura, la felicidad, la comida y lo que una quisiera añadir. Esto era lo que le preocupaba de su proyecto: si fracasaba, no le quedaría nada más. El problema del humor era el único vínculo honroso que la unía el mundo. Bueno, también estaba lo otro, pero ni constituía un interés ni resultaba siempre honroso.
El hecho de que la niña se encontrara en el coche no dejaba de tener su gracia. Lo que daba impulso a la mayoría de los chistes era el impacto de la verdad o el absurdo. En este caso, en cambio, se trataba de otro tipo de combustible; era la imagen de los mimos que tenía la madre al lado de la austeridad del garaje.
A las cuatro menos cuarto, Miranda sacó la cuna del coche y cambió a la niña. A las cuatro y cinco regresó la madre.
—Parece que tiene sueño —comentó.
—Hemos pasado una tarde muy instructiva —respondió Miranda—; nunca es tarde para empezar.
Tras negar que le hubiera prometido dinero en efectivo, la madre le pagó con un cheque. Lo típico: cuando uno necesita algo, promete cualquier cosa; en cuanto la consigue, empieza a racanear. Miranda temía que se lo rechazaran, no porque la familia anduviera mal de dinero (en aquella casa nadaban en la abundancia), sino porque la madre era una de esas manipuladoras mujeres de carrera que acababan jodiéndolo todo. Habría metido todo su dinero en una cuenta de ahorro, por lo que para cobrar el suyo tendría que esperar una semana y hacer una docena de llamadas telefónicas. Al final, una nunca se arrepentía de las crueldades que cometía.
Mientras volvía a casa en el autobús, Miranda reflexionó sobre el hecho de que las cosas van bien si encuentras a alguien capaz incluso de cruzar la calle por ti sin esperar nada a cambio.
Tony no tenía detalles; si hacía algo por ella lo hacía en el fondo por sí mismo. Era probablemente la chica más guapa con la que se había acostado, y, por la mezcla de sobrecogimiento y gratitud que traslucía su rostro cuando se corría, a Miranda no le cabía la menor duda de que el Poni nunca había comido avena tan loca como la suya.
Pero Miranda se daba cuenta de que le había tocado la fibra sensible. Tenía que hacer algo por un desconocido, por alguien de la otra punta del mundo que estuviera muy jodido, alguien que nunca pudiera hacerle ningún favor, alguien que probablemente le caería mal si llegara a conocerlo.
Cuando llegó, Tony se encontraba en la cocina, luciéndose con un abadejo.
—Tienes razón, luz de mi vida —dijo Miranda.
¿Por qué el cocodrilo cruzó el río?
No lo sé. Pregúntaselo al cocodrilo.
Tras hacer unas llamadas, Miranda se enteró de que habían detenido a dos humoristas birmanos. Sólo había hablado con tres personas y ya estaba estudiando el objetivo sugerido. Dos compañeros de profesión habían caído en las garras de una dictadura como las de antes, de ésas con uniformes raros. Una causa digna y difícil de superar. Estaba convencida de que sólo resultaban divertidos por sus nombres, de que contaban chistes malos sobre cocodrilos que cruzan ríos, de que probablemente pegaban a sus mujeres y de que el régimen militar (que con toda seguridad estaba haciendo lo que podía para mantener a una población ingrata) tenía sin duda motivos de sobra para encerrarlos por incompetentes. Aun así, nadie podía acusarla de intervenir en aquel asunto para sacar provecho. No eran amigos suyos. ¿Qué iban a hacer para corresponder a su generosidad? ¿Mandarle por correo urgente un tazón de arroz con especias? ¿Organizarle una actuación en plena jungla?
Tardó una tarde en prepararlo todo. Le bastó con una docena de llamadas. Esto le dio que pensar. Ni que decir tiene que en aquel negocio todo el mundo era increíblemente egoísta y perezoso —por lo general, ambas cosas—, pero era precisamente ésta la razón por la que la gente se animaba a apuntarse a actos de filantropía. No se ganaba dinero, y en el fondo nadie quería actuar en funciones benéficas, pero lo más molesto del mundo era que a una no la invitaran a participar.
A Miranda sólo le habían pedido en una ocasión que participara en una función benéfica. Había sido un alivio, porque una no existía si no actuaba en acontecimientos de esas características. Sin embargo, no había podido ir porque se encontraba en Carlisle, al otro lado de la «barrera de fuego». La función era en favor de unos huelguistas de una fábrica de colchones; se había celebrado un domingo, dos días después de que los trabajadores llegaran a un acuerdo con la empresa, pero nadie se lo había contado a los organizadores de la función, quienes, en vez de recaudar dinero, habían acabado perdiendo treinta libras a causa de todo lo que habían bebido los artistas.
La primera persona a quien llamó fue Bobo, quien se prestaba a cualquier cosa: tanto a ir a su casa y pasar el aspirador por las alfombras como, por supuesto, a asistir a una función benéfica. Luego los demás fueron encajando en su sitio como piezas de un rompecabezas. Por último telefoneó a una nueva sala de Brixton que se moría por conseguir publicidad y que le ofreció gustosamente el local. Eso fue todo.
Se preguntaba si acaso hacer el bien no sería más fácil que dar un empujón a la carrera profesional de una. Parecía que el asunto estaba en manos del destino, lo cual no le hacía gracia. No controlaba la situación. Intuía que no iba a haber término medio; o la función era un desastre o resultaba un éxito arrollador, y ambas posibilidades le inquietaban. No quería que su trayectoria quedara empañada por un fracaso, pero tampoco quería pasar a los anales de la historia como Miranda Mandalay. De hecho, había descubierto que Mandalay se encontraba en Birmania justo cuando había abierto el atlas para averiguar dónde estaba ese país. Pero ahora no podía echarse atrás.
Llamó a todas las personas que conocía para invitarlas. Dos veces. A continuación telefoneó a gente que no conocía y le explicó la gravedad del asunto. Estupendo. Y además Tony pagaba la factura del teléfono.
La cantidad de público era un tema que a Miranda nunca le había preocupado mucho. Pensar en ello constituía siempre un error, pues de lo que había que preocuparse era de la calidad de la actuación; cuando había seis personas era necesario entregarse tanto o incluso más que cuando había sesenta. Aquella vez, en cambio, la situación era diferente; había invertido varias semanas de su vida en atraer público.
La velada estaba a punto de dar comienzo y sólo había diez personas. En el cartel eran doce los humoristas anunciados. Miranda había llamado a más de los necesarios porque sabía que, con el índice de bajas laborales que registraba el gremio, estaba claro que algunos no iban a aparecer.
Echó un vistazo a los espectadores y trató de adivinar quiénes eran: un hombre con toda la pinta de ser un refugiado, unos okupas desollamofetas que juzgaban su superficialidad como un duro golpe a la iniquidad intercontinental, un profesor universitario con cara de pocos amigos y largos mechones de pelo alrededor de la calva, un médico enrollado (ginecólogo divorciado aficionado a los clubes nocturnos), tres mujeres de aspecto tan anodino que antes de apartar la mirada ya se había olvidado de ellas (siempre había gente de relleno) y una pareja de ancianos que parecían los padres de uno de los humoristas. No se veía ni un solo periodista. Ni ningún productor de televisión. Empezó a arrepentirse de no haber invitado a Tony. Le había hecho comprar cinco entradas, pero nunca dejaba que fuera a verla actuar.
En tales momentos, Miranda pensaba en su trabajo ideal. Su sueño era tener un cuartito junto a un gimnasio o unas instalaciones deportivas donde un grupo de jóvenes guapos (o al menos no carentes de atractivo), fuertes y dinámicos pudieran hacer cola y beneficiársela durante todo el día como ejercicio de relajación tras los rigores del entrenamiento. Los cuerpos que más le gustaban eran los de los alpinistas, los boxeadores y los nadadores. Resultaba una idea tentadora, pero también inquietante. Tentadora porque le evitaría pensar en nada, porque excluiría todo lo demás. Inquietante por las mismas razones; le preocupaba la posibilidad de acabar cansándose de retorcerse de un lado a otro durante todo el día, aunque, a la hora de la verdad, al cabo de tres o cuatro horas probablemente no fuera capaz de seguir. Una oía todo tipo de historias y fanfarronadas, pero era imposible que el asunto diese para más. Cierto, con descansos y paradas técnicas una podía pasarse todo un fin de semana de revolcón en revolcón, pero los polvos de verdad tenían un límite.
Esperaron un cuarto de hora más, y para cuando Bobo salió a hablar de su maletín había ocho manos más para aplaudirle. A Bobo le traía sin cuidado que hubiera poco público. Actuaba para sí mismo. En este sentido resultaba impresionante. Era un gran presentador, quizás el presentador por excelencia, lo cual significaba que le gustaba a todo el mundo. Era entretenido, sin pasarse de divertido ni cosechar grandes éxitos.
Una vez presentado, el capitán Inútil no tuvo más que decir «hola» dos veces (un viejísimo truco con el que se lograba animar el ambiente) para que el público aullase y se pusiera a sus pies. Así de sencillo. Aunque por la sala se movía una gran cantidad de alcohol y hachís, la reacción dejó a Miranda desconcertada. ¿Había aprendido el Capitán a andar de una forma graciosa o acaso había utilizado el manido recurso de la vieja comedia consistente en sacarse la polla?
Su mejor número era el de las imitaciones con el pene. Se lo envolvía con una toalla y era Yasir Arafat. Le ponía unas gafas de sol y lo transformaba en Stevie Wonder. Con las dos mitades de un palillo metidas cuidadosamente en el prepucio se lo disfrazaba de Drácula. Con una silla de ruedas en miniatura, de Stephen Hawking. Con una dentadura postiza, de tiburón. Un ejemplar del Corán le servía para emular al ayatolá Jomeini. Un cucurucho sin helado, para hacer de Estatua de la Libertad. Con un fajo de billetes de cincuenta libras era cualquier eurodiputado, y con un reloj de pulsera, el Big Ben.
Con ese número había logrado que le prohibieran la entrada a varios locales; y también que le propinaran unas buenas palizas, lo que constituía el máximo honor para un humorista, una vez a manos de un grupo de árabes y otra, por extraño que parezca, a manos de un grupo de israelíes. El único inconveniente de disponer de un número con el que la gente o abandonaba el local o se moría de risa era el peligro de manipular un material sumamente gracioso; a su lado, el resto del material resultaba aún menos divertido. Era una genialidad, pero al Capitán no se le había ocurrido ninguna más.
De todos modos, Miranda se daba cuenta de que el Capitán había dado con un filón, igual que le había pasado a ella la semana anterior. El público sólo era capaz de una cosa: desternillarse de risa. Normalmente el capitán Inútil prefería ocupar un puesto más destacado en el cartel, pero había dicho que tenía que volver a casa porque su mujer estaba enferma. Decidir el orden de salida era un fastidio. Por norma general, nadie quería salir primero, ya que el recibimiento podía ser glacial; aunque a menudo resultaba igualmente peligroso salir hacia el final, porque podía haber buena voluntad, pero también más expectativas.
Teniendo en cuenta que se encontraba en un camerino lleno de humoristas que estaban a punto de actuar para catorce personas, no recibió demasiados palos. Esto se debía a que los humoristas profesionales y los aspirantes a serlo no le veían mucho sentido a contar chistes sin cobrar por ello. Sara la Sabrosa había desaparecido. Johnny el Listo y Mark Grant se habían liado a golpes en el metro por el asunto de las tartas de crema (habían preparado cada uno por su cuenta un número con misiles de esas características). Pero a nadie le importaba mucho. De lo que se trataba era de poder decir «He participado en una función benéfica a favor de unos humoristas birmanos» con independencia de que fuera a favorecer a los birmanos o de que hubiera alguien allí para verla.
Zia hizo un comentario sarcástico:
—¿Y si salgo y me siento en primera fila? Prometo que me partiré de risa durante tu actuación. Igual sirve de algo.
—Tonturradas disquisillosas —replicó Ned.
El Capitán terminó su número y Bobo presentó a Ned. Miranda dejó de escuchar lo que estaban diciendo en el camerino para ver cómo le iba. Era el único humorista al que había visto que le lanzaran cosas. Actuación interrumpida por intimidación física. Le habían tirado una llave inglesa enorme que podría haberle roto el cráneo. «Eso por coñazo», alegó el agresor. «A ver si te pones las pilas». El incidente le había proporcionado a Ned el único material divertido de su actuación, y tanto le daba que se lo debiera a un atacante.
—Existe una frase fácil de entender, pero difícil de utilizar —aseguró—. Es una frase muy sencilla, pero da problemas. Voy a poner un ejemplo. Simón se encuentra en la cama, disfrutando con su novia; está poniéndose las botas. Su hermana, Samantha, también se encuentra en su habitación, donde se acaba de vestir, y resulta que también está poniéndose las botas.
El público reaccionó bien. Era la primera vez que el público hacía tal cosa. No soltó ninguna carcajada, pero el chiste le pareció gracioso. Debía de creer que era el principio de algo. Así era el público, incluso el que iba a ver espectáculos de humor; siempre daba por descontado que el individuo que había en el escenario tenía algo que ofrecer, que sabía algo, que podía salir con algo mejor, por insignificante que fuera. Que Miranda supiera, Ned era también el único humorista que había conseguido que el público reclamara el dinero de la entrada. Los clientes insatisfechos solían contentarse con lanzar insultos o llaves inglesas. A Ned lo habían llamado para que los demás humoristas quedaran bien, no para que empezara a tener admiradores.
Miranda decidió acabar con el público. La sacaba de quicio que tuviera tan mal gusto.
—Tonturradas disquisillosas —soltó Ned, y la gente se rió.
De acuerdo, ella era quien había organizado la función benéfica y quien había invitado al público, por lo que era de mala educación enfadarse y echarlo de la sala porque estuviera riéndose. Pero seguía pareciéndole intolerable. Además, se había fijado en que el irlandés adulador con melenas estilo Jesucristo estaba fascinado con sus tetas. Gracias a su labia, en aquel momento le estaban yendo muy bien las cosas; había llegado a Londres hacía unos meses y ya estaba mejor considerado que ella. Le dedicaban reseñas entusiastas con el respaldo de productores de televisión sin miramientos.
Bobo salió al escenario y se puso a hablar del maletín.
Aquel maletín significaba la posibilidad de cambiar de vida. Bobo se lo había encontrado en un tren hacía diez años. Las treinta mil libras en billetes de veinte que contenía representaban una vida distinta. La intención de Bobo era quedárselo. Pensó en lo que podía hacer con semejante cantidad de dinero: una buena entrada para una casa o un piso, el capital para montar un pequeño negocio, un cómodo viaje alrededor del mundo de un año de duración… Diez años antes Bobo tenía menos arrugas, pero estaba tan flaco, tan pelado y tan mal de trabajo como ahora.
Su intención era quedárselo, pero, como siempre había creído en la honradez, decidió ir al día siguiente a la comisaría de policía a devolver el dinero. La honradez empieza por uno mismo, decía. Sabía que, si se gastaba el dinero, estaría perdido. La falta de honradez le pudriría el alma. Siempre había detestado el fraude más que nada en el mundo, daba igual que se tratara de un político corrupto o de un restaurante que cobraba de más. Su número se basaba en denuncias de engaños, pero no era ninguna actuación. Bobo se dormía llorando.
Por la mañana fue en autobús a la comisaría de policía. Anduvo un rato por delante de ella sin saber qué hacer. Luego volvió a casa y se pasó el día oliendo los billetes.
—Trataba por todos los medios de ser un hipócrita. Puse todo mi empeño, pero no hubo manera.
Al día siguiente pasó dos veces por delante de la comisaría hasta que por fin se armó de valor y entró. Su angustia aumentó cuando vio la reacción de la policía.
—Habría estado bien que me mostraran cierto respeto por ser un ciudadano modélico, pero lo único que hicieron fue mirarme como si fuera un estúpido de mierda.
La humillación fue a más cuando llamó el dueño del maletín. Era un joyero iraní, y se lo había olvidado en el tren porque estaba ciego de jarabe para la tos.
—Habría sido un detalle darme una recompensa, aunque sólo fuera un billete de diez libras. Pero no me llamó para darme dinero. Tampoco me dio las gracias calurosamente, algo que también habría estado bien. Pues no. ¿Saben qué me dijo? «Señor Jones, hace falta ser muy estúpido para hacer lo que usted ha hecho». Para eso me llamó.
Bobo también informó al periódico local de lo buen ciudadano que era con la esperanza de que le hicieran publicidad, pero se llevó una decepción al ver que preferían publicar la noticia de un lechero al que le había mordido una ardilla.
Bobo bebía. Habría bebido sin control, pero, como no tenía dinero, sólo bebía sin control de cuando en cuando. La primera vez que Miranda había oído la historia del maletín le había parecido graciosa; ahora destilaba tal rencor que no quería imaginarse con ella a solas en un espacio reducido. Bobo vivía con una mujer mayor de origen español con la que había llegado a un acuerdo según el cual ninguna de las dos partes ocultaría que se encontraba en aquella situación sólo porque no había encontrado nada mejor. Bobo era un gigoló extraño, un cuarentón que parecía un manojo de agujas de hacer punto enfundado en un traje, normalmente con un vaso en la mano; claro que ella era tan rica como agarrada. Bobo tenía un techo bajo el que cobijarse y de vez en cuando desayunaba caliente. Solía decir, de forma tan críptica como inquietante: «Muy poco es muchísimo más que nada y sólo los jóvenes y estúpidos opinan de otra manera».
Bobo llevaba quince años en el circuito. Era una profesión en la que, en el transcurso de una comida, uno podía dejar de ser un vulgar borracho con pinta de tísico, que llevaba un traje de tres al cuarto desde hacía veinte años y se dedicaba a desconcertar a media docena de personas arrepentidas de no haber encontrado nada mejor que hacer durante la velada, para convertirse en un hombre al que le ofrecían una o dos casas bien equipadas por promocionar una marca de cerveza. Pero Bobo no iba a tener tanta suerte. Había gente que conseguía todo lo que quería viviendo de aquella manera; curraban a cambio de unas copas, se pavoneaban delante de media docena de personas y no querían saber nada del asunto del humor. Por desgracia, Bobo no era uno de ellos.
Ned acabó su número tras pasarse veinte minutos de lo previsto, y Bobo salió a preparar al público para la actuación de Miranda. Cogió el bolso de una joven que llevaba una boina vuelta hacia atrás. Era un truco viejísimo, incluso para Bobo, pero intimidar al público siempre daba resultado en directo. Al principio Bobo registraba los bolsos para arrancar unas risas fáciles, pero ahora lo que quería ya no era divertir sino humillar.
Miranda volvió a sorprender al melenas mientras le miraba las tetas. Tenía cuatro años menos que ella y llevaba sólo seis meses en el oficio, pero acaparaba todas las portadas. Si a Miranda le fastidiaba que se pensara que podía entrar en el mundillo como si tal cosa era precisamente porque podía hacerlo. Pero lo que más le enfurecía era que estuviera trastornándole la entrepierna.
Era el siguiente después de ella. El público había disfrutado con los fisgoneos de Bobo y se había tendido a sus pies igual que un perrazo que esperara que le rascase la tripa. A Miranda le entraron unas ganas irresistibles de aniquilarlo, de arrasar el terreno y dejar al irlandés a la intemperie.
Pensó en la cosa menos divertida que pudiera decirse.
—Vais a morir todos.
Se oyó alguna risilla.
—Tú sí que te vas a morir… —se burló Zia desde el fondo, antes de marcharse para no volver.
Miranda se quedó callada. Para el público esto era lo peor: darse cuenta de lo nervioso y cohibido que estaba. Miranda miró fijamente a una de las personas que más se reían y le quitó las ganas de seguir haciéndolo. Rápidamente cundió el miedo de que no fuese una pausa, de que no se tratara de un chiste, de que, en vez de estar pensando en otras salidas, Miranda se hubiera quedado en blanco. Pasaron los minutos y la sensación de incomodidad se extendió entre el público como una mancha de sangre. A los espectadores no les gustaban las situaciones difíciles; ya lo pasaban bastante mal en casa y en el trabajo.
Pero no sabían cómo reaccionar ante aquel silencio sepulcral. Miranda los había dejado totalmente cortados, pero entonces pensó que un público confuso y molesto respondería aún mejor a la siguiente actuación que uno que se hubiera reído a gusto.
En consecuencia, cambió de táctica y se quitó la camiseta, lo que tuvo el mismo efecto que un telón recién levantado. Que enseñara las tetas fue interpretado por la mayoría de la mujeres como una trampa, pero, en general, al público no le cupo la menor duda de que se trataba de un número. Miranda explicó que tenía un seno más pequeño que el otro y que los hombres, aunque se pasaban toda la vida mirándolos embobados, no se fijaban en ello. No le gustaba utilizar el verbo «fijarse», ya que, junto con la frase «¿Por qué será…?», la pregunta «¿Se han fijado alguna vez…?» solía augurar una penosa muestra de humor tipo «agudeza visual», pero se le había escapado. Tras afirmar que la relación entre la circunferencia de un círculo y su diámetro era una de las más importantes de la naturaleza y sin embargo parecía tan imprecisa como irracional, y añadir que nadie sabía qué se ocultaba al final de pi, dio por terminada su actuación. Al público no le pareció gracioso, pero se trataba de una función benéfica.
—Buenas noches —dijo—. Tonturradas disquisillosas.
Bobo salió al escenario con cara de perplejidad, pues sabía que Miranda podía ser divertida. De todos modos, las tetas no le suponían ningún problema.
—La bella Miranda Piano acaba de hacer por las matemáticas lo que Pitágoras jamás fue capaz de hacer. Tonturradas disquisillosas para todos y cada uno de los presentes. Miranda, no te importa que luego me sirva del recuerdo de tu delantera, ¿verdad? Lo pregunto porque un caballero como yo sería incapaz de buscar ayuda para pelársela sin tu aprobación.
Miranda le hizo un gesto conocido. Luego, cuando pasó por al lado del melenas irlandés, le susurró al oído:
—Voy a pasarme la noche sacudiéndote el chisme.
Tanto si Miranda había dejado al público hecho un lío como si había conseguido ponerlo a él en un apuro con aquel comentario, el caso es que al melenas le costó sacar adelante la actuación y acabó contando chistes irlandeses que ya sólo se permitían contar los oriundos del país. De todas formas, parecía que el fracaso no le afectaba en absoluto. Sólo arrancó una risa digna de tal nombre cuando preguntó si alguno de los presentes sabía qué eran las tonturradas disquisillosas.
Los demás no lo hicieron mucho mejor y, cuando Bobo salió a poner punto final a la función, se puso a divagar sobre la única cosa que le había producido auténtico placer en la vida: pelársela con una fotografía que había recortado a los dieciséis años de una chica desnuda de cintura para arriba.
—Tengo que beber, pero no me gusta. Tengo que vivir con otra persona, pero no me gusta.
Bobo afirmó que aquella relación había durado treinta años y que no era solamente física. Siempre llevaba la fotografía encima, pero quince días atrás había perdido la cartera donde la guardaba y ya nunca volvería a divertirse. No llevaba dinero, sólo su tarjeta de donante, la fotografía doblada, una receta repetida y su dirección. Había vuelto sobre sus pasos, había estado en tiendas, hablado con vecinos y preguntado en comisarías; pero nada, ni rastro.
Bobo se pasó casi tres cuartos de hora contando aquella historia, pese a que hacía veinte minutos que había escapado la última persona del público que quedaba en la sala.
Miranda había contemplado cómo se dispersaba el público mientras se tomaba una copa con el melenas irlandés. La gente no solía ser difícil; se negaba a hacer favores, pero era raro que disfrutara siendo antipática. Se había fijado en cómo se armaba de valor para marcharse mientras Bobo seguía con su rollo. Se preguntó si sería la típica bobada de Bobo para ver cuántas tonterías estaba dispuesto a tragar el público antes de salir huyendo. Se había encontrado con la misma situación en la calle, cuando alguien daba dinero o cigarrillos a un mendigo y luego se quedaba a escucharlo mientras, en lugar de dar las gracias, soltaba una larga perorata sobre su filosofía de vida. El benefactor no tenía la valentía de decir: «Eres un asqueroso de mierda y ya te he dado tu dinero, así que no me sueltes ahora un rollo plagado de topicazos». Y no la tenía precisamente porque los mendigos eran unos asquerosos de mierda que soltaban rollos plagados de topicazos y no quería hacer nada para que cobrara conciencia de su situación.
Ned estaba sentado con una botella de cerveza en la mano y de vez en cuando repetía lo de las «tonturradas disquisillosas». No le había molestado que todo el mundo hubiera intentado robarle su frase. De Ned cabía afirmar dos cosas sin temor a equivocarse. En primer lugar, que nunca estaba en casa por voluntad propia; siempre era el primero en llegar a la sala y el último en marcharse; que ninguna persona le hablara o escuchara o que ni siquiera las groupies más espantosas le hicieran caso era algo que no hacía mella en él. En segundo lugar, que nunca paraba de utilizar su frase.
Miranda no tenía ni idea de lo que significaba. Quizás él tampoco lo supiera. O quizá sí y ardía en deseos de que alguien se lo preguntara. Miranda había pensado en echar una ojeada al diccionario, pero se había dado cuenta de que le daba igual. Tal vez la frase fuera inventada, pero, incluso si se trataba de una idiotez, no cabía la menor duda sobre lo que Ned quería expresar con ella: desaprobación. Probablemente una podía arreglárselas en la vida si tenía una frase para indicar desaprobación y otra para indicar aprobación; en caso de necesidad, sólo haría falta tener una para indicar desaprobación, pues bastaría con no pronunciarla para indicar lo contrario. En realidad, en casos extremos, no sería en absoluto necesario. Un ejemplo de esto era el dependiente gruñón de Oxford Street. Los gruñidos dejaban mucho que desear si una tenía pánico a que la malinterpretaran. Ahora bien, por lo general, ser malinterpretada no era peor que ser comprendida.
Por último, la poca gracia que tenía el lema no suponía ningún inconveniente; de hecho, ése era el rasgo distintivo de la frase, el piloto automático de lo cómico. Quizá porque no producía ningún efecto. O quizá porque Ned se jugaba el todo por el todo y se acogía a esa ley del humor según la cual si uno repite algo el número de veces suficiente acaba resultando divertido. Miranda ya lo había visto hacer en otras ocasiones; era el equivalente humorístico a doblar la apuesta en la ruleta para recuperar el dinero perdido, y hacían falta cojones para intentar resucitar un chiste muerto, porque a veces había que insistir durante un buen rato para que el público se aviniera a desenterrarlo. A Ned le quedaba todavía un larguísimo camino por recorrer. Miranda contempló la sala, horrorizada de que aquélla fuera su vida.
El melenas irlandés estaba animado y cariñoso, como suelen estar los hombres cuando creen que falta poco para que les suceda algo asombroso en el pene. Estaba tomándose la molestia de conocerla, de informarse sobre su pasado para evitarse el mal trago del sexo anónimo. También estaba prestando atención a la frase de cuarenta y cinco minutos de duración de Bobo, pero no conseguía adivinar si era un pionero que se había adelantado diez años a su época (el mensajero de un nuevo tipo de comicidad, un humor carente de gracia para el siglo XXI) o simplemente alguien que iba a ponerse una soga al cuello en breve. Como no sabía si Bobo era amigo de Miranda o no y quería evitar poner en peligro sus inminentes eyaculaciones, el melenas no hizo ningún comentario. Miranda habló con él de las salas para humoristas que más les gustaban y de los promotores a los que más detestaban.
Cuando Bobo acabó su mensaje o se cansó de no tener público, fue a reunirse con ellos. Al cabo de unos minutos, la joven de la boina volvió a aparecer y acusó a Bobo de haberle robado cinco libras del bolso.
Miranda se levantó para irse. El melenas hizo ademán de querer acompañarla y la siguió hasta la calle. Una vez fuera, Miranda se volvió hacia él y dijo con firmeza:
—Buenas noches.
—Pero… eso que me has dicho… sobre tu… y mi… —farfulló él.
—Era una broma —replicó Miranda mientras se alejaba.
No estaba nada mal, y durante una época se había mostrado solidaria con todos los de su gremio; todos tenían que afrontar los mismos peligros. Pero ahora la situación era demasiado seria para camaraderías.
Habían perdido treinta y cuatro libras en el transcurso de la función. Eso no podía ser. Al Poni le esperaba una noche de cuidado.
Miranda no podía quitarse de la cabeza que hasta el periódico local había publicado en portada la historia de un gato al que habían rescatado del tejado de una iglesia y ni siquiera había mencionado la función benéfica. Yo no soy de quienes arrojan la toalla, repetía para sus adentros mientras ella y Viv bajaban del taxi y cruzaban Trafalgar Square con todo el equipo a cuestas.
Se dirigió hacia la columna de Nelson como si no tuviera intención de subir a ella. Tenía la sensación de que todo el mundo se daba cuenta de lo que pretendía hacer, desde los turistas rezagados hasta las palomas, pero trató de no pensar en ello.
Lo importante era ponerse fuera del alcance de la policía antes de que apareciese. Se quitó la ropa mientras Viv desenvolvía el equipo y levantaba la escalera a toda velocidad. Su amiga le había dicho varias veces que estaba loca, pero que la apoyaba; mostraba la lealtad y la insensatez precisas.
Miranda utilizó la escalera para encaramarse al pedestal, donde crujieron los excrementos de paloma. Viv cogió la escalera y se alejó mientras ella se ponía a subir por la columna con una cuerda de dos lazadas. Arriba, el granito resultaba inquietante y amenazador, y la magnitud de todo daba miedo, un tipo de miedo que no le gustaba. No hacía una temperatura muy agradable, sobre todo porque sólo llevaba un par de botas de alpinista, un cinturón, una mochila y unas gafas de sol.
Ascendía lentamente. No era la primera vez que escalaba, y desde la función benéfica se había pasado mes y medio preparándose tan a fondo como le había sido posible en ese tiempo. Pero subir desnuda a lo alto de la columna de Nelson era un buen motivo para seguir adelante; a nadie le gusta rajarse cuando todo el mundo está mirando.
A nueve metros de altura miró hacia abajo y se alegró de ver una gran multitud. También había grupos de cámaras y algún que otro agente preguntándose qué debía hacer un policía en semejante situación. Era la última vez que miraba. Había decidido desnudarse porque no quería subir y encontrarse luego con que nadie prestaba atención. Subir a lo alto de la columna de Nelson para dar a conocer la difícil situación de dos humoristas birmanos era una cosa; que lo hiciera una mujer desnuda era otra.
También se había teñido el pelo de azul, llevaba en el hombro izquierdo una calcomanía de un dragón y se había afeitado su característico vello púbico en forma de diamante. Quería que el mundo se fijara en el hecho, no en ella. Tal como le había explicado a Viv: «Famoso, lo que se dice famoso, sólo se puede ser por una razón: Arquímedes por la bañera; Jesucristo, por la crucifixión; Gengis Kan, por los saqueos; el rey Canuto, por la playa; Godiva, por ir en cueros; Newton, por la manzana. Si es cierto que sólo tenemos una oportunidad, paso de que me recuerden por haberme subido desnuda a la columna de Nelson».
A mitad de la ascensión su odio por los humoristas birmanos estuvo a punto de salirle por los poros. No sabía dónde se hallaban, pero esperaba que les estuvieran dando una buena paliza. El voladizo que tenía encima le producía pavor; le dolían todos y cada uno de los músculos del cuerpo. Nunca en la vida había deseado nada tanto como bajarse de allí, y sólo gracias a que era consciente de ello encontró fuerzas para continuar. En algunos tramos tuvo suerte de hallar un sitio donde agarrarse. Mucha suerte.
Tardó casi tres horas en llegar a la cima. Había subido cincuenta y cinco metros.
La vista era sensacional, pero le importaba una mierda. El miedo al descenso empezaba a apoderarse de ella. Como suponía que ocurría con casi todo en la vida, cuando una alcanzaba algo en el fondo ya había dejado de interesarle. Echó mano del teléfono móvil y empezó a hacer entrevistas con voz de musicólogo alemán.
Cuando paseaba la mirada por Londres, la ciudad le parecía a Miranda un enorme caos. Según la teoría de Ramsey, el desorden absoluto era imposible. Ramsey era otro de esos listillos de voz atiplada de Cambridge que mandaban en el siglo XX. En su opinión, quizá pareciera un caos, pero eso era porque uno no la miraba con amplitud de horizontes. Por supuesto, ideas como el orden y el desorden eran profundamente humanas; tan humanas como en la edad de piedra. Pero ¿qué hacía uno entonces con las fabulosas ideas de las nuevas matemáticas? ¿O con un copo de nieve casero que existía en 196.883 dimensiones y presentaba miles de millones de simetrías? A quienes habían erigido aquella columna el mundo moderno les parecería inconcebible.
Ella nunca había logrado pasar de las teorías del siglo XIX. Incluso, en su calidad de moradora del siglo XX, no conseguía hincarle el diente a las matemáticas, y eso que lo intentaba. A saber qué les depararía el siguiente siglo con sus copos de nieve de 196.883 dimensiones. Miranda se fijó en Londres y no le cupo duda de que era un caos. A duras penas divisó en el horizonte la gran barrera de fuego.
Era lo más difícil que había hecho nunca. Pero el esfuerzo no importaba mucho en realidad. Pensó en el pobre William Shanks, que en el siglo XIX había publicado el valor de pi que se obtenía según sus cálculos. Hasta 707 decimales tenía. Hacer la operación le había costado prácticamente toda la vida. Ahora un gilipollas podía obtener ese resultado en un segundo con un ordenador de tres al cuarto sacado de una chatarrería. Y, para colmo, Shanks se había equivocado: las últimas 180 cifras eran incorrectas. Era una celebridad sólo en círculos de matemáticos y por un único motivo: había echado su vida a perder.
Bueno, quizá yo no pase a la posteridad, pero mi culo sí que lo hará, pensó Miranda. ¿Servirá de algo?
Tony era el único que la había reconocido. En casa le había visto el pelo azul y todas las cuerdas, y estos detalles la habían delatado. Se quedó sin habla, absolutamente arruinado en lo que respecta a las palabras.
Al cabo de un mes la llamó el capitán Inútil. Lo habían contratado para actuar en el Festival de Edimburgo, pero su mujer estaba embarazada de su primer hijo y no quería dejarla sola. ¿Le apetecía ir en su lugar?
La gente había advertido que Miranda nunca hacía bolos fuera de Londres. Había rechazado actuaciones en Liverpool, Glasgow, Brighton y Manchester. La tenían por una londinense incorregible y no se imaginaban que, aunque aborrecía Londres, no podía salir de la ciudad.
Pero Edimburgo… El de Edimburgo era el festival por excelencia. Era allí donde trece años antes había visto por primera vez humoristas en vivo y donde se había planteado la posibilidad de dedicarse a ello. Edimburgo no tenía mucha importancia si una estaba triunfando ya en las salas de Londres, pero para ella sí la tenía. Dan sabía lo de la barrera de fuego y lo mucho que ella deseaba ir a Edimburgo; Miranda no había intrigado para actuar allí, y ésa era la razón de que no le hubieran invitado.
—Eres muy amable. Sí, me encantaría —respondió, sin acabar de creerse lo atrevida que era.
Cuando llegó el día, fue a Euston con su bolso de viaje, nerviosa a más no poder. Era sorprendente que el capitán Inútil no fuera; se trataba de una única actuación, y en el Festival, si había más de diez personas en el público, la cosa iba bien. ¿Sería una señal de debilidad del Capitán? Miranda nunca sabía a qué atenerse. Sólo porque pareciera que el público estaba formado por cuatro pelagatos no significaba que fuesen únicamente eso. Igual eran cuatro productores de televisión, o cuatro personas que se acostaban con productores de televisión, o cuatro personas que habían ido al colegio con productores de televisión, o cuatro personas que se acostaban con gente que vendía drogas a personas que habían ido al colegio con productores de televisión. Igual había entre ellos uno o varios individuos capaces de dar en el lugar adecuado la noticia de que habían visto a una humorista magistral.
O, como en el caso de Catford Stan, quizás a alguien le gustaba tanto su actuación que le dejaba cincuenta mil libras en herencia. Una actuación podía cambiarlo todo. En el 99,9 por ciento de casos no sucedía nada, pero nadie podía saber si la siguiente iba a ser la vencida. Daba la impresión de que el capitán Inútil no valía para el oficio. ¿Acaso se merecía triunfar alguien que anteponía el bienestar de su mujer? ¿No debían alcanzar la fama los que eran capaces de sacrificarlo todo por ella?
Cuando se acercó al tren estaba sudando; se sentía como si llevase cinco años andando. El mero hecho de subir al tren era casi superior a sus fuerzas. Los otros pasajeros tenían cara de aburrimiento, como si temieran las cinco horas de viaje hasta Edimburgo. Ningún ser humano había deseado nunca aburrirse tanto como ella en aquel momento. Había pensado en subir y tomarse unas pastillas para dormir, pero quería estar despierta cuando llegara a la barrera de fuego.
Se sentó en su sitio con todos los músculos en tensión. Tenía que hacer uso de toda su fuerza de voluntad sólo para permanecer sentada. No le importaba mucho lo que ocurriese, siempre y cuando no se pusiera a lloriquear.
La barrera de fuego había aparecido cuando ella hacía sus primeros pinitos como humorista. Se dirigía a Windsor en coche cuando de pronto, cerca de Heathrow, se había apoderado de ella un pánico incontrolable. Vio ante sí una barrera de fuego, como un tapiz rojo colgado sobre el horizonte; sin contarle a nadie lo que había visto, pidió que detuvieran el coche, bajó al duro arcén y volvió andando a casa. Fue la primera de varias salidas frustradas, y al final llegó a la conclusión de que la barrera rodeaba todo Londres en quince o veinte kilómetros a la redonda. Las llamas no quemaban; estaban impregnadas de miedo. Miranda disfrutaba con casi todos los tipos de miedo. Éste, en cambio, no le gustaba.
Cuando el tren se puso en marcha, cerró los ojos para frenar los vahídos. Si tenía que morir, simplemente moriría. Nadie vive eternamente.
Bajó temblando del tren y lo primero que hizo fue ir a comprar unas pinzas. Su intención era robarlas, pero cuando entró en la farmacia el dependiente la saludó con total naturalidad.
Después de Londres, donde un desconocido sólo le hablaba a una si estaba buscando la manera de joderla, era toda una sorpresa ver que en Edimburgo todavía existía la cortesía o que al menos sus ciudadanos eran más amables.
A Miranda le preocupaba tanto el viaje en tren que sólo durante la última hora había empezado a cabrearse por la desaparición de las últimas pinzas, las octavas que compraba según sus cálculos. ¿Se las escondería Tony para gastarle una broma? Seguro que las tenía guardadas bajo siete llaves; llevaba días mirando infructuosamente en los rincones más insospechados de la casa. ¿Acaso entraba un ladrón subrepticiamente en el piso y se resistía a coger nada salvo las pinzas buenas? ¿Existía un universo paralelo que de vez en cuando abría en su cuarto de baño una entrada del tamaño de unas pinzas? ¿Padecía una extraña forma de amnesia que le llevaba a deshacerse de sus pinzas favoritas?
Se registró en el hotel, se preparó y estrenó una camiseta blanca. La pureza que transmitía una camiseta sin lavar, sin estrenar, recién comprada, era totalmente irrecuperable.
Aunque tenía un plano, salió con el doble de tiempo necesario para llegar al lugar de la actuación. Se presentó al director, se comió un sándwich y esperó. Preguntó qué tal habían ido las otras actuaciones y el director le respondió que bien, pero de una manera que daba a entender que habían sido un desastre. En aquel mundillo la verdad solía brillar por su ausencia.
Miranda vio que el público entraba tranquilamente en el pabellón donde iba a actuar. Diez minutos después de la hora anunciada sólo había diez personas. En otra época habría ofrecido un auténtico despliegue para cinco personas, pero ahora… Era lo mismo que subirse a lo alto de la columna de Nelson: una vez alcanzada la cima lo único que quería era largarse.
—¿Qué esperan? —preguntó Miranda al público.
Vio a una mujer de Oriente Medio con una tablilla sujetapapeles, papel y bolígrafo, y cara de preocupación, como si su futuro dependiera de todo aquello. Luego había una discreta pareja de nórdicos, alemanes o escandinavos, sentados discretamente, con ropa discreta y gafas discretas, y dos escolares de Edimburgo. Estaban todos aterrados. Qué pena no poder llevarse el miedo una vez acabada la actuación, pensó Miranda, porque sería posible ganar una pequeña fortuna en extorsiones. Estaban todos convencidos de que tenía ese enorme poder.
—Tengo un problema con las pinzas. Voy a contárselo, a ver si se les ocurre alguna idea.
Miranda resumió la historia de las pinzas desaparecidas. Nunca había entendido por qué algunos humoristas necesitaban un psicólogo; era como si un guardaespaldas necesitara un guardaespaldas. Al público no se le ocurrió ninguna sugerencia; se limitó a quedarse mirando al suelo. Saltaba a la vista que la pareja de discretos nórdicos se sentía profundamente avergonzada de haber suspendido el examen.
—De acuerdo —continuó Miranda—. Les propongo un trato. En el pabellón de al lado actúa un estadounidense muy bueno al que siempre he querido ver. Las entradas para su actuación cuestan dos libras más, pero puedo hacer que entren. ¿A alguien no le hace gracia la idea?
Sacó a su público al exterior y lo llevó a un lado del siguiente pabellón. Sacó rápidamente su navaja, hizo un corte en la tienda y salió a gachas de debajo de un banco acompañada por sus pupilos. El humorista se fijó en ellos, y le molestó que entraran sin pagar y anduvieran molestando, pero se encontraba en medio de un largo número que requería concentración y no quiso convertirlos en blanco de sus bromas.
A la pareja de nórdicos le hizo tanta gracia colarse que apenas prestó atención a la actuación. Miranda se daba cuenta de que la aventura sería revivida una y otra vez en las costas del Báltico. Volaban en la mismísima cabina de mando del humor.
El estadounidense era bueno, tal como les había dicho. Miranda tenía sentimientos encontrados. Se alegraba de haberlo tachado de la lista de actuaciones que quería ver, pero le parecía deprimente que existiera un continente con enormes fábricas que producían humoristas y los diseminaban a lo largo y ancho del mundo. Ya había bastante competencia.
Miranda estaba molesta consigo misma por no haber seguido con su número. Aunque lo cierto es que cada vez le gustaba menos actuar. Estaba mejorando, pero cada vez ponía menos empeño. Una entraba en el mundillo con tantas esperanzas… Pero no estaba triunfando. Se daba cuenta de que profesionalmente andaba de capa caída, que estaba tan confusa como una serpiente dentro de un barril de cerveza.
Debería haber continuado, pero podía fingir que se trataba de un audaz giro en su espectáculo: ella era una humorista que se colaba en las actuaciones de otros, una depredadora del entretenimiento. Lo suyo era el metaespectáculo, no una forma de escurrir el bulto. Podría librarse con esa excusa. Pero, aun así, debería haber continuado.
Aunque ya no hubiera nada que hacer, no debía darse por vencida.
Cuando salió se dijo que nunca antes había visto una oscuridad como aquélla. Era una oscuridad por partida doble. La oscuridad de dos noches juntas. También notó un peso encima. Un peso enorme.
Los presagios le parecieron persuasivos y volvió al hotel en taxi. Era un hotel sorprendentemente barato, pero quedaba muy lejos. El servicio se limitaba prácticamente a entregar las llaves.
No eran más que las diez y media, pero se fue a la cama de inmediato. Se alegraba de que no hubiera nadie conocido por allí, porque habría tenido que mostrarse batalladora. El día había sido un desastre. Se acostó cansada y deprimida, con la esperanza de que se le despejase la cabeza y de que el dormitorio dejara de ser un espacio vivo y se transformase en el espacio exterior. Se vio a sí misma flotando en un gran agujero, con el corazón hinchado de infinito, un agujero que estaba al mismo tiempo vacío y lleno: vacío de consuelo y lleno de miedo. Era un pavor puro y duro, sin concesiones, importado del otro extremo del universo.
No servía de nada tratar de ahuyentar semejante terror por medio de la razón. La única solución era ir a enrollarse con alguien. Volvió a vestirse. En algún sitio había un after-hours para los artistas del festival. La chica de recepción no sabía dónde estaba. A Miranda le habían mandado las señas pero nunca guardaba papeles; le parecían agresivos, pues, siempre se le amontonaban y trataban de emparedarla.
Con la esperanza de que alguien se ofreciera a llevarla, echó a andar en dirección a la ciudad. Era esa hora de la noche en que se suponía que las mujeres solas eran víctimas de ataques. Miranda se pasó una hora dando vueltas y preguntando dónde estaba la discoteca. Le fastidiaba que todo el mundo le respondiera que la conocía y que no quedaba muy lejos pero luego no le dijera nada concreto o útil. Empezaban a dolerle los pies, y cada vez estaba todo más tranquilo: había menos gente, menos grupos y demasiadas parejas. ¿Dónde se metían los sobones cuando una los necesitaba?
Miranda vio un grupo de tres jóvenes tendidos en la acera delante de ella. Tendrían veintipocos años, pero no buscaba conversación. Se acercó y se preparó para hacerles una pregunta estúpida de turista a fin de poner de manifiesto inequívocamente que andaba necesitada de placeres pasajeros. No contaba con que dieran ellos el primer paso; parecía que sólo había dos tipos de hombre: los violadores, que intentaban arrancarte la ropa antes de saludarte, y los telepáticos, que eran más numerosos y trataban de ligar cuando se encontraban a salvo detrás de una esquina, a dos manzanas de distancia.
Uno de los jóvenes se apartó inesperadamente de los demás, se tiró sobre la acera y empezó a expulsar lo que llevaba dentro del estómago.
—Es el cantante del mejor grupo de Dunfermline —anunció otro con orgullo, y con una falta de curiosidad erótica tal que constituía una burla a la evolución.
Al cabo de diez minutos Miranda encontró no uno sino dos candidatos excelentes. El primero era un hombre fornido con una chaqueta de aviador negra. Estaba encantada; aquello no era una ración de supervivencia, sino un auténtico banquete. Sonriendo como una tonta, le preguntó cómo se iba a la discoteca.
De pronto apareció como por arte de magia otro varón fuerte y guapo y se ofreció a indicárselo. En un abrir y cerrar de ojos los dos hombres recurrieron a los puños para conocerse mejor. La policía llegó con tal rapidez que no cupo duda de que andaban vigilando de cerca todo el asunto.
Cuando detuvieron a los dos púgiles, Miranda sonrió seductoramente a los agentes, pero ninguno de ellos se prestó a acompañarla al hotel.
Como último recurso, llamó un taxi, pensando en la cantidad de taxistas que la habían acosado cuando a ella no le apetecía. Percances que tenía una en la calle.
El taxista que respondió a su llamada no era repulsivo y probablemente fuera considerado atractivo años atrás por mujeres poco exigentes. Ahora era un hombre casado y con hijos, no tenía que preocuparse por la barriga y llevaba un jersey espantoso que su mujer no podía tirar porque constituía un símbolo de su independencia, de su carácter, de su territorio y de su mismísima mismidad. Por su oreja izquierda asomaban unos cuantos pelos hirsutos. Miranda se preguntó si sería capaz de llegar tan lejos. A veces, sin embargo, un envoltorio feo escondía una agradable sorpresa. De todos modos, el jersey era como una declaración jurada: el firmante no tenía gusto, ni estudios ni aspiraciones, ni los tendría nunca. Miranda no soportaba a la gente que no veía más allá de sus narices. Claro que la miopía tiene sus ventajas, pensó. ¿Por qué en las revistas dicen que es preciso reconocer que se tiene un problema antes de poder hacer algo al respecto? Pongamos que a una le apetece ser campeona olímpica de cien metros, que es lo único que desea en la vida; pero tiene un problema, y es que reúne todas las condiciones para que no se fijen en ella de ninguna de las maneras. No tiene el físico adecuado, no hace nunca ejercicio, corre con extrema lentitud incluso para tratarse de una persona que nunca hace ejercicio, fuma sesenta cigarrillos al día, se niega a aceptar el consejo de cualquier persona relacionada con el atletismo, es tan desorganizada que aun en el caso de que corriera sería incapaz de hacerse socia de un club deportivo o aparecer por una competición, y además nunca ha participado en una carrera. ¿No es mejor creer que el mundo la tiene tomada con una, y que los celos y la mala suerte han impedido que se reconozca su talento?
Miranda dio cinco libras al taxista y le dijo:
—Tienes cara de estar cansado. ¿Por qué no entras y te tomas un respiro?
—Seguro que tienes un montón de enfermedades —soltó el taxista justo antes de largarse.
La recepcionista no se había marchado todavía. Miranda se fijó en una desvencijada cama plegable que había en un cuarto detrás de recepción.
—Habitación diecinueve, por favor. ¿Te pasas toda la noche levantada?
—Trato de echar una cabezada durante unas horas —respondió la recepcionista con una sonrisa de resignación.
—Mira, esto no es ninguna insinuación, pero ¿por qué no subes un rato a mi habitación? —La recepcionista se quedó mirándola sin saber qué cara poner—. Aunque, si lo prefieres, puedo hacerte una insinuación.
Miranda no soportaba la idea de pasar la noche sola.
—¿Quién se ha creído usted que es para hablarme de esa manera?
—Sólo quiero…
—Si no se disculpa, no le doy la llave.
Miranda pensó en pasar la noche en recepción. Estaba iluminada y había una persona.
—Soy humorista y tengo deformación profesional. Te ruego sinceramente que me disculpes.
Miranda cogió la llave y movió la lengua de modo grotesco, como si quisiera darle un lametazo. Saltaba a la vista que tenía deformación profesional.
Subió a su habitación con la esperanza de que el paseo le hubiera metido algo de cansancio en las venas. Se sentó en la butaca y esperó a ver qué sucedía en su interior. Poco a poco se dio cuenta de que en su pecho ocurría algo espantoso, de que se estaba preparando una atrocidad. Volvió a bajar.
La recepcionista blandió un abrecartas y masculló:
—Cuidado que muerdo.
Miranda consiguió convencerla de que sólo quería ir a comprar algo de comer a una tienda que no cerrara en toda la noche. La recepcionista le indicó cómo podía llegar a una estación de servicio que había a un tiro de piedra.
Cuando entró, Miranda vio ante sí la panacea universal con pantalones. Al otro lado del mostrador, un simpático joven vestido con un mono y con pinta de espabilado le miraba las tetas sin disimulo. Tenía el pelo moreno y rizado, característica que a ella le merecía una excelente opinión. Compró un paquete de cigarrillos y una chocolatina.
—Oye, ¿a qué horas sales?
Lo había sorprendido, pero no mucho.
—Tengo que estar aquí hasta las ocho de la mañana.
—No hay mucho movimiento, ¿verdad? Yo no suelo hacer este tipo de cosas, pero…, qué leches, ¿por qué no te vienes conmigo a mi habitación? Está aquí al lado.
—Será lo primero que haga a las ocho.
—Necesito compañía ahora mismo.
—Podemos ir a la suite para ejecutivos que hay al fondo.
—¿Por qué no te vienes a mi hotel?
—Eres guapísima y me encantaría, pero si salgo ahora me despedirán.
A Miranda aquello no le pareció suficiente; que ella era más importante que el trabajo de marras era algo de obligado reconocimiento. El joven se dio cuenta.
—¿Cómo te llamas?
—Miranda.
—Miranda. Yo, Declan. Miranda, sé que éste es un trabajo de mierda. En serio, lo sé mejor que nadie, pero lo necesito durante una temporada.
Declan estaba ahorrando para irse de vacaciones a Bali. Llevaba casi dos días trabajando sin parar; el sueldo era de risa, pero sacaba un suplemento vendiendo a escondidas latas de cerveza a clientes escogidos. Sabía desactivar la cámara de seguridad, pero su jefe tenía la costumbre de aparecer de madrugada sin previo aviso. Miranda se acordó de Owen y se dio cuenta de que le gustaba. Por un lado quería ofrecerle las treinta libras que llevaba a ver si así lo convencía, pero por otro sabía que lo que tenía que hacer era marcharse. Precisamente porque estaba al borde de la desesperación no podía actuar a la desesperada. Dio a Declan las buenas noches pensando que, si se echaba a andar en ese momento, para cuando llegara a la estación ya habría algún tren con destino a Londres. Al pasar por delante del hotel, entró e hizo sonar la alarma de incendios con la esperanza de que saliera alguien capaz de hacerle compañía. El resultado fue decepcionante: jubilados, una tropa de boy-scouts y un estadounidense macizo que no se percató de que estaba haciéndole proposiciones deshonestas.
No le quedaba más remedio que ir a pie hasta la estación. El terror no era tan intenso cuando caminaba. De ahora en adelante no se alejaría de la barrera de fuego.
—¿Te importaría no disfrutar tanto con tu comida?
—¿Cómo?
—Si te importaría no disfrutar tanto con tu comida.
Tony dejó los cubiertos.
—Esto es el colmo.
—No, no lo es. Es injusto que estés disfrutando tanto con tu comida.
—Y, si no disfrutara con lo que tú cocinas, tendríamos un problema, ¿verdad?
Miranda bebió un trago de agua.
—No me he quejado porque estés disfrutando con tu comida. ¿Es que no me escuchas? Sólo te he pedido, amablemente, que no disfrutes tanto.
—¿Y a ti qué más te da?
—Cuando te veo masticar con tanta alegría me entra más apetito, y no quiero comer más de la cuenta.
—Miranda, preferiría no tener que matarte.
Tony se puso a resoplar. Miranda no tenía miedo; sus arrebatos le resultaban bastante aburridos. Tony empezó a andar de un lado a otro de la habitación cambiando de dirección a cada paso, como si buscara urgentemente el cuarto de baño. Entonces metió la mano en la pecera, sacó el pez de colores y lo arrojó al aire. Antes de que llegara al suelo, lo lanzó de volea a la pared con el pie derecho. El pez, que era suyo, se quedó un momento pegado a la pared antes de descender hasta la alfombra. Tony se desplomó junto a él.
Tenía que analizar de nuevo lo que había hecho en la columna de Nelson. Pese a todos sus esfuerzos por evitar que el interés personal contaminara sus actos, se daba cuenta de que la iniciativa obedecía por entero a las pullas de Tony. No había salido de ella en absoluto; por lo tanto, no contaba. Miranda hizo memoria y se encontró con que la única acción completamente generosa y desinteresada que alcanzaba a recordar era la que había protagonizado meses antes aquel fideo al pasarle la silla. Era el único momento noble de la historia de la humanidad: pasar una silla a otra persona situada a poca distancia en una sala para humoristas.
—¿No te importa mi aspecto? —preguntó. Tony no respondió, pero se estremeció levemente—. Sólo quiero estar bien para ti. —Miranda se cortó otro pedazo de pechuga de pavo—. ¿Qué es lo único que no somos capaces de hacer en sueños? —Tony estaba mirando algo en el aire que ella no podía ver—. Podemos hacer prácticamente de todo en sueños: dirigir un ejército, preparar un baño, volar agitando las manos, jugar al póquer con los muertos… Pero hay una cosa que creo que no somos capaces de hacer. ¿Sabes qué es? Tony, te estoy hablando. —Miranda se comió otro bocado—. Me sorprendes, Tony. Con lo que insistes siempre en el tema de la comunicación… —Tony no apartaba la vista del pez de colores—. Lo único que no somos capaces de hacer en sueños es soñar. Si uno sueña que es un curandero, no puede echarse una cabezadita en sueños y soñar que es una autoridad mundial en colibríes; uno puede soñar que es un curandero y luego convertirse en colibrí, pero no puede soñar que es un curandero que sueña que es un colibrí. Eso es señal de algo. Es una buena manera de saber si una está despierta o no; si no puede soñar, entonces es un sueño.
—Necesitas ayuda, Miranda.
—¿Acaso soy yo quien va por ahí dando patadas a peces de colores? Se te está enfriando la comida.
—No sé si sabría disfrutar como es debido.
—Ahora que lo pienso, estoy equivocada. Hay otra cosa que no podemos hacer en sueños.
—¿Cuál?
—Morirnos.
Sonó el teléfono. Como nadie contestó, saltó el contestador. Viv empezó a dejar un mensaje.
—¿No vas a ponerte? —preguntó Tony.
—No —respondió Miranda—. ¿Te das cuenta de que el amor es sólo dolor ahorrado?
Cuando se dirigía al metro, oyó gritos de «policía armada» y unas detonaciones; entonces vio que un negro doblaba una esquina y caía en la acera delante de ella, apretándose la parte trasera del muslo derecho con cara de ligera irritación, como si tuviera un calambre.
Mientras tres agentes de policía llegaban a todo correr y formaban una jaula humana a su alrededor, Miranda pasó sin pensárselo por encima del negro y siguió andando en dirección al metro. Luego se le ocurrió que probablemente había corrido peligro, pero le daba igual. Estaba pensando en otra cosa, y además en Brixton no quedaba más remedio que pasar por alto todo lo que ofrecía High Street. Era la forma de andar del barrio. Había que empujar, abrirse paso y mandar a la gente a la mierda. Empujar, abrirse paso y mandar a la gente a la mierda hasta que una lograba salir de allí.
Miranda no sabía qué tenía Brixton de especial. El barrio estaba situado sobre una falla y permitía que un brebaje extraño, una cerveza fantasmagórica, brotara de las entrañas de la tierra. Ofrecía comida delirante para los delirantes, más locura para los locos, más salvajismo para los salvajes y más asesinatos para los asesinos. Seres exóticos procedentes de los países más remotos iban derechos a High Street, el único lugar donde nadie estaba fuera de lugar.
El productor de televisión había sido el primero en desaparecer; luego había desaparecido su recepcionista francesa y, por último, la oficina.
Miranda miró el interior de la oficina vacía; no quedaba nada salvo medio escritorio, una papelera abollada, dos guías telefónicas en un rincón y unos cuantos sobres junto a la puerta. El cartel en el que se leía SE ALQUILA no dejaba lugar a dudas. Miranda llegó a la conclusión que ya podía abandonar la búsqueda.
Oyó que alguien subía por las escaleras. Cuál no sería su sorpresa o su decepción cuando vio que se trataba de Ned. El humorista la saludó con la cabeza, echó una ojeada al interior de la oficina, probó a abrir la puerta, entró y se sentó sobre las guías telefónicas.
Miranda se quedó asombrada de que no soltara ninguna «tonturrada disquisillosa», ya que en aquellas circunstancias habría estado justificado, pero probablemente Ned era consciente de que ella no era una de sus admiradoras.
—No parece que vayan a venir, Ned.
Ned se encogió de hombros.
—Un viejo barco llamado Alf.
—No irás a enseñarme un nuevo número, ¿verdad, Ned?
—Nuestros viejos barcos nos complican la vida.
—¿Viejos barcos?
—Sí. No quiero cometer el error de emplear una palabra como deseo, necesidad o ilusión. El problema con este tipo de palabras es que han quedado desvirtuadas por el uso y gravemente contaminadas con el paso de los milenios, por lo que no significan nada y al mismo tiempo significan demasiado. En todas las épocas los deseos, las ilusiones, las ambiciones, los sueños han sido las cualidades que se consideraba que constituían el centro del individuo. Todos retrocedemos ante la ambición o el éxito amilanados por un respeto reverencial e, incluso si lo miramos desde el punto de vista opuesto y rechazamos las ambiciones mundanas, éstas siguen constituyendo el centro de nuestra atención. Da igual que uno busque o rechace la carne, porque sigue pensando en ella. Si emplea esas palabras, uno se enzarza en una pugna antiquísima. En cambio, los viejos barcos expresan mejor la verdad. Así, a lo que tú llamarías deseo de salir por televisión o esperanza de casarse y tener dos hijos, una valla de madera y un perro, yo lo llamo «viejo barco».
—¿Por qué «viejo barco»? —preguntó Miranda; no tenía otra cosa que hacer.
—Zarandeados como son ora hacia un lado ora hacia otro en los mares de la contingencia, los barcos expresan la naturaleza transitoria y veleidosa de nuestros deseos. Esto también es absurdo.
—Pues sí, algún componente absurdo ha de tener todo esto.
—Lo de «viejo» es para subrayar que nuestros mayores deseos resultan chirriantes y carecen de valor.
—¿Y lo de Alf qué significa?
—Alf es el nombre que suelo dar a la fama. A veces bautizo los barcos para que parezcan aún más ridículos.
—¿Y se vive mejor con Alf y el resto de viejos barcos?
—No sabría decírtelo.
—¿Te quedas?
—No tengo otra cosa que hacer.
Tras haber intentado dar un empujón a su carrera profesional, Miranda se despidió de Ned y fue a hacer unas compras a la sección de alimentación de Marks & Spencer. Nunca se preocupaba de mirar cuál era la cola más rápida porque siempre acababa en la peor, la del cajero atontado que se liaba con un determinado artículo o la del cliente que pagaba con peniques que iba sacando indolentemente de diferentes bolsillos. Por lo visto, todo el mundo creía que se ponía en la cola más lenta, lo cual era imposible. ¿Qué explicación podía tener eso? ¿Que algunas personas no eran muy observadoras? ¿Que quienes se ponían en las colas rápidas no eran ciudadanos, sino extraterrestres venidos de otra galaxia que acababan siempre superando a la humanidad porque pasaban menos rato esperando en los supermercados? ¿O que algunos clientes mentían sobre el tiempo que pasaban haciendo cola de la misma manera que los multimillonarios se quejaban del coste de la vida para que los confundieran con trabajadores normales y corrientes?
El tipo de Old Compton que estaba delante de ella en la cola (rapado al uno y con chaqueta de cuero tres cuartos) resultó ser el pesado de turno. Miranda se fijó en la mezcla de pereza y desconcierto con que rebuscaba en el interior y en los compartimentos de su mochila; lo desesperante era que, mientras tanto, no estaba vaciando su cesta junto a la caja. No obstante, su búsqueda sólo iba a suponer un retraso de cuarenta segundos o un minuto a lo sumo, y, al tiempo que miraba distraídamente los ingredientes de los caramelos, Miranda hubo de reconocer que no tenía prisa y que un minuto más no iba a mejorar su calidad de vida. Buscó refugio en los ingredientes. Piña molturada. ¿Moltu… qué?
El tipo de Old Compton era un «presentador»; es decir, tenía que presentarse en un determinado lugar a una determinada hora para hacer un determinado trabajo. Hacía cuarenta años que su pendiente y su tatuaje habían dejado de pregonar a los cuatro vientos que era un rebelde, un reducto de autonomía (al fin y al cabo, ¿qué inspector de Hacienda no se hacía un piercing en una tetilla?). Probablemente tenía la oficina decorada de manera que pareciese cualquier cosa menos lo que era. Trabajaría en una empresa de diseño, una discográfica o, aún peor, una compañía de relaciones públicas. Pero ingresaría dinero todas las semanas y las voces que le decían lo que tenía que hacer no saldrían del interior de su cabeza.
Mientras los artículos que había comprado pasaban por la caja, el tipo de Old Compton estuvo prácticamente de brazos cruzados. No movió ni un solo dedo para meterlos en bolsas y no miró dónde tenía la tarjeta de crédito hasta que supo cuánto era todo. Lo exasperante era precisamente que a él no le pareciera una falta de consideración lo que estaba haciendo; se tenía por una persona considerada. Sin duda le daba que pensar que el gobierno no hiciera más por lo países más pobres; le inquietaba la pobreza que había por todo el país; desde luego, le preocupaban los animales y el trato que se les daba; y, a pesar del paquete de tabaco de marca desconocida que asomaba a su mochila, probablemente ponía el grito en el cielo ante el deterioro del medio ambiente y las villanías que cometían las multinacionales contaminadoras. Lo que no le preocupaba eran los clientes que esperaban en la cola detrás de él.
Eso era lo que la exasperaba, que aquel tipo pensara que su actitud no era de indiferencia. Se creía un amigo del universo, una persona preparada para dispensar compasión durante las veinticuatro horas del día. Si se hubiera propuesto molestar, no lo habría conseguido; ella habría podido vengarse evitando ponerse como una furia. Lo irritante era que el tipo se encontrara de continuo sumido en un mar de preocupaciones.
Miranda estuvo a punto de soltarle algunos improperios escogidos especialmente para él, pero de haberlo hecho sólo habría contribuido a reforzar esa imagen de «asediado paladín de la justicia perseguido por egoistillas histéricos» que tenía de sí mismo. Del mismo modo que la luz podía ser simultáneamente onda y partícula, así una persona podía tener la razón y estar equivocada al mismo tiempo; podía ser tren y canguro a la vez.
¿A qué venía ese afán por escapar de lo cotidiano? Ella siempre había mirado de lado a los «presentadores», pero más por su timidez y falta de riesgo que por desprecio hacia la grisura de su trabajo. El tipo de Old Compton no quería que lo confundieran con un asalariado. Quería que lo considerasen uno de los representantes del caos, una persona imaginativa que volaba de un lado a otro a la velocidad del sonido empujado por la fuerza de las ideas, no alguien que respondía al teléfono; un participante en la ceremonia de la confusión, una de esas incontrolables personas imaginativas que jugaban con colores, palabras o ritmos, no un machaca vestido de uniforme en medio de una multitud de machacas, haciendo un rollo de trabajo que jamás resultaría interesante. Quizá trabajar en algo así fuera muy entretenido, pero no le hacía a uno mejor persona. El tipo de Old Compton pensaba que ser artista era tan fácil como ponerse loción para el afeitado. Viejo barco, viejo barco, dijo Miranda para sus adentros.
De todos modos, su pugna por alcanzar la fama venía a ser lo mismo, sólo que visto desde otro ángulo. ¿Por qué la buscaba? ¿No sería ésa precisamente la mejor definición de «viejo barco»? ¿Pensaba acaso que le esperaba algo tras la línea de llegada? ¿Realmente importaba si el público se fijaba en ella o no? ¿Iba a disfrutar de una vida más plena gracias a una ovación? Además, teniendo en cuenta el innegable mal gusto del público, ¿merecía la pena que la aplaudieran?
—¿Cree usted que la fama es buena o mala? —preguntó al hombre que tenía detrás.
—Yo diría que es buena… porque resulta bastante difícil ser famoso sin ganar dinero.
Una respuesta admirable. Miranda empezó a meter en bolsas lo que había comprado. El tipo de Old Compton seguía allí, al final del mostrador, ocupando espacio y dando palmaditas a su mochila. Acababa de ponerse unas gafas de sol estilo escuadrón de la muerte, probablemente para parecer un tipo duro; incluso con las gafas resultaba tan amenazador como una bolsa de papel mojada. En teoría, si uno necesitaba un accesorio para parecer un tipo duro, significaba que iba mal encaminado; el requisito era mantenerse impertérrito sin gafas de sol. Aunque, como todo el mundo las asociaba a ellos, quizá se había llegado al extremo de que los tipos duros no podían salir a la calle sin ellas porque la gente esperaba que las llevaran.
No conseguía acordarse de si Lee había llevado gafas de sol alguna vez. Lee no era un tipo duro; era menudo, se había quedado calvo prematuramente, le habían salido michelines a los veintipocos años y tenía todos los números para ser elegido el hombre más aburrido que había conocido nunca, pero era el único asesino a sueldo con el que había trabajado.
Miranda lo había conocido cuando trabajaba de camarera en un bistrot. Lee era segundo jefe de cocina, lo que significaba que tenía que preparar todas las patatas fritas. Aunque no pertenecía a la misma categoría que el gruñón de Oxford Street, sus conversaciones solían girar en torno a la palabra «sí», que era capaz de pronunciar de tres maneras diferentes: en tono de sorpresa, de conformidad y de agresión. Una vez, mientras leía el periódico durante un descanso, Miranda se dio cuenta de que no hacía falta que Lee se acercara tanto a ella para abrir un paquete de onduladas. Era la clase de postura en la que se ponía un hombre cuando iba a preguntarle a una mujer si quería salir con él. Sin embargo, Lee se limitó a contemplar nostálgicamente las patatas crudas. Se había echado atrás.
Al cabo de unos meses Miranda se quedó de piedra al enterarse de que Lee había sido detenido por el asesinato de dos profesores de tiro con arco, que habían sido abatidos a balazos mientras tomaban una taza de té en una cafetería de Ipswich. Miranda fue a los tribunales a comprobar si se trataba realmente de él y vio cómo bostezaba cuando le condenaban a sendas cadenas perpetuas por asesinar a dos personas que no conocía de nada, dos personas que no le habían hecho ningún daño ni insultado de ninguna manera, dos personas que, para colmo, no eran las que tenía que matar. Además de ser un incompetente de tomo y lomo, Lee había sido traicionado por su jefe, que había llamado a la policía cinco minutos antes de que entrara en acción para confesar que le había pagado a fin de que eliminara a dos vecinos con los que estaba enemistado a causa de unos setos, pero luego se había arrepentido. Se trataba de una confirmación no solicitada de la existencia de los viejos barcos de Ned.
Las cuatro mil libras que había cobrado Lee aparecieron intactas en su habitación.
Miranda había tratado de inventarse algún chiste relacionado con el asunto, pero no se le había ocurrido nada. Tampoco había sido capaz de averiguar por qué.
Como tenía sed, entró en un pub de Brewer Street y pidió una cerveza. Nunca había entendido por qué la gente decía que había que ahogar las penas; debía de ser un inteligente mito creado por la industria del alcohol, pues no le entraba en la cabeza cómo unas copas podían lograr que alguien que buscaba una oportunidad para salir por televisión se sintiera mejor. Ella no quería beber; lo que quería era actuar en la tele. Era como si quisiera unos zapatos nuevos y alguien le dijera que se comiese un erizo asado. No conocía a nadie que se hubiera animado o tranquilizado gracias a unas copas. Los bebedores como Bobo seguían empinando el codo porque la idea de que así mejoraban las cosas era moneda corriente, tan corriente como lo había sido mil años antes la creencia de que hacerse un agujero en la cabeza era el mejor remedio para el dolor de cabeza o de que estrangular a otra persona era la manera idónea de garantizar una cosecha extraordinaria. ¿Debía preparar un número con eso o simplemente ponerse en contacto con la Asociación de Vendedores de Bebidas Alcohólicas y amenazarles con descubrir todo el pastel si no apoquinaban?
Al fondo del pub vio a una anciana ciega y de piel apergaminada que estaba intentando encontrar la puerta ayudándose de un bastón blanco. Pensó en ir a echarle una mano, pero eran muchos los que estaban más cerca que ella y, si ellos no querían tomarse la molestia, ¿quién era ella para salvar a la civilización? Si se quedaba ciega, no saldría nunca de casa y, desde luego, no intentaría recorrer ningún barrio del centro de Londres.
La ciega acababa de llegar a la puerta cuando de pronto entró un negro enorme hablando animadamente con dos personas que lo acompañaban. La puerta le dio de lleno a la mujer. Pero las leyes de la física debían de haberse ido de vacaciones, porque fue él quien acabó en el suelo; mientras tanto, ella recobró asombrosamente el equilibrio, logró mantenerse erguida y salió por la puerta como si no hubiera adivinado que acababa de ser arrollada por un coloso de ciento veinte kilos de peso.
—A ver si mira por dónde va —masculló el coloso.
Nadie dijo nada, no sólo por temor a que la ira del coloso se cebara en ellos, sino porque el individuo daba vergüenza y pena. Lo que había hecho iba más allá de la falta de modales, la estupidez, la crueldad e incluso la agresividad. Reflejaba un mal mucho más grave que la ceguera. Miranda cayó en la cuenta de que la anciana no había esperado ninguna explicación o disculpa por el choque.
Esto era lo terrible, no que los días fuesen difíciles y broncos y supiesen a poco. Si así fuera, habría pocos problemas; lo terrible era que pudiendo ser fáciles no lo fuesen. Ella habría firmado un contrato con un productor, habría hecho la compra en un periquete y se habría bebido una cerveza que supiera a algo mientras el coloso acompañaba a la anciana a la calle con una sonrisa en los labios. Pero las cosas no funcionaban así.
Todo el mundo recibiría palmaditas en el hombro y sacaría tajada del pastel. La gente diría por favor y gracias a cada momento. A la vida, esa alumna mediocre, le pondrían en las notas: «Puede mejorar».
—Tengo unas ganas de que empiece el siglo XXI… —le comentó al individuo que estaba bebiendo a su lado.
El coloso no se daba cuenta de lo violento que se sentía todo el mundo por su culpa; en el universo donde vivía lo hacía todo a la perfección y era admirado por ello. Avanzó hasta la barra acompañado por su séquito, dos moles que, sin embargo, eran más pequeños que él. Morenos, con rasgos turcos, probablemente tenían que quedar porque uno sólo sabía llegar al pub y el otro sólo volver. No eran más que un par de musculitos que habían salido a beber una pinta de cerveza.
Miranda sabía por experiencia que debían de tener unas inseguridades como una casa y el pene como un fideo (irónicamente, si uno tenía la polla como un cuentagotas, lo peor que podía hacer era aumentar el tamaño del resto de su cuerpo). Uno no se pasaba años levantando pedazos de metal y dejándolos a continuación en el mismo sitio a menos que tuviera un problema muy, pero que muy grave.
Miranda se metió en el cuarto de baño con unas botellas que había cogido y tuvo que romper tres en el lavabo hasta conseguir lo que quería. Luego buscó un teléfono, llamó a una ambulancia y esperó cuatro minutos mirando el reloj: el tráfico en Londres era… cualquier cosa menos tráfico. Se acordó de un número suyo en el que explicaba cómo convertir Londres en una zona verde; todos los conductores estarían obligados a llevar sobre el coche un macizo de flores o un césped en miniatura para que hubiera más oxígeno en la ciudad, y pétalos y hierba por todas partes. Así, cuando se produjera un atasco, tendría el aspecto de un prado. Lo más esplendoroso de todo serían los autobuses de dos pisos, que irían cubiertos de buganvillas.
Miranda se acercó al grupo de musculitos con andares femeninos.
—Menudos músculos tienes —canturreó mientras le acariciaba a uno el bíceps—. Qué duros.
—Son para amarte mejor, guapa —respondió el coloso riéndose entre dientes.
—Te sientes seguro, ¿verdad?
—Totalmente seguro.
—Voy a decirte dos cosas que no vas a olvidar mientras vivas. Primero, no estás seguro. —De pronto la satisfacción que brillaba en los ojos del coloso desapareció; temía que Miranda fuera una predicadora en vez de una tía buena dispuesta a mamársela hasta dejarlo seco—. Y segundo, parece que hay una parte de tu cuerpo que… podría estar un poquito más… dura.
—¿Y qué parte es ésa, guapa? —preguntó con renovada satisfacción.
—Ésta.
Miranda le clavó una botella rota en el cuello. A pesar de la fiereza de su aspecto, los turcos no toleraban bien la sangre. Miranda se alegró de ir vestida de negro.
Salió del pub en el preciso momento en que los sanitarios bajaban de la ambulancia.
—¿Hay alguien herido ahí dentro, encanto? —preguntó uno de ellos; Miranda asintió—. Habríamos venido antes, pero un payaso nos ha llamado de Charing Cross Road porque necesitaba una aspirina.
Llenó las dos últimas cajas con todo lo que le quedaba: horquillas, pinzas para espaguetis, un paquete de arroz, reposavasos, una linterna sin pilas, unos enchufes, un juego de cubiertos, un guante de boxeo, una sartén y un cepillo que tenían doce años (por lo que debían de ser sus bienes más antiguos), una bolsa llena de barras de labios que no iba a utilizar, dos pitones, unas pastillas de jabón que le había traído Tony de los hoteles donde se había alojado y que ella nunca había utilizado y probablemente nunca utilizaría, unas revistas y una copa de champán que había robado porque tenía un dibujo del número pi.
Ver su vida guardada en unas cajas le dio que pensar. Había cinco pequeñas y dos grandes, dos maletas y dos bolsos. La suma de sus veintisiete años.
A Tony le había sorprendido que las hiciera todas ella. Pero le había dejado hacer; no le disgustaba la idea de apoltronarse un poco, y además tenía mucho trabajo en la oficina Por si fuera poco, había empezado a hacer unos ridículos movimientos circulares durante el coito que probablemente interpretaba como la causa de la insólita docilidad que mostraba ella.
Aparte de las pinzas, Miranda no había echado nada más en falta. Había perdido ocho o nueve; no las había contado. A las que tenía ahora les había atado un tarjetón verde que por el momento había impedido que desaparecieran.
El piso estaba vacío. Había sacudido todos los libros, todas las prendas de vestir, todos los zapatos, todos los objetos. La vivienda parecía ahora enorme y resultaba inhóspita; no quedaba en ella ningún sitio donde esconder las pinzas. Miranda había buscado en todas partes: debajo de los muebles, dentro de las sillas, debajo de la cama, entre los tubos de los radiadores… También había levantado la moqueta y echado una ojeada detrás del frigorífico.
Las cosas de Tony se encontraban en una pila de cajas distinta. Diligentemente, Miranda había mirado en sus bolsillos, entre los palos de golf, por todas partes.
Pasó revista por última vez. Había llegado el momento de rendirse. Había perdido esa batalla.
A Tony le había dicho que quería mudarse porque le habían robado el bolso y estaba harta del barrio. Pero no era cierto. Su casero le había dicho que estaba dispuesto a pagarles tres mil libras si se marchaban porque había vencido el contrato de arrendamiento y su intención era vender el edificio.
Era la mejor manera de decir adiós. Esa palabra siempre le había gustado. A ella le servía, y podía ahorrarle a una mucho sufrimiento si lo deseaba. Sin embargo, a la mayoría de la gente le gustaba el ritual. Miranda había pensado en la posibilidad de salir de allí por pies, pero habría constituido un misterio demasiado grande para Tony; se habría imaginado que la habían asesinado, sin lugar a dudas habría tratado de averiguar su paradero. Si hubiera puesto tierra por medio sin decir nada habría hecho necesaria una explicación.
El taxi aparcó delante de la casa.
—Voy a meter mis cosas en éste —dijo. Dio media vuelta y estrechó la mano a Tony—. No te lo había dicho. El piso que he encontrado no es para nosotros; es sólo para mí. Tú estás mejor sin mí por toda clase de razones. Adiós. No te digo hasta la vista porque no vamos a volver a vernos. —Tony se quedó parado, como si estuviera tratando de descifrar un complicado horario de trenes—. Ya sé que soy humorista, pero si me pongo un dedo en la oreja significa que no estoy bromeando.
Miranda se llevó un dedo a la oreja.
Cuando el taxi hubo doblado la esquina, la separaban de Tony diez años y un millar de kilómetros. Se había sentido herido. Pero era a causa del orgullo, del disgusto por perder su derecho a cepillársela y de la tristeza. En ese orden.
¿Habría algo bueno en el mundo?, se preguntó Miranda. Mal había a más no poder, pero una siempre le buscaba la otra cara; por horrible, por inútil, por difícil de encontrar que resultara a diario, el bien existía.
El enemigo se acercaba, pero a ella le daba igual.