Abrió de un empujón la puerta en que se leía el rótulo SÓLO PERSONAL y echó un vistazo al tablón de anuncios para ver si había alguna novedad. No había ninguna.
Habían colgado varias descripciones de ladrones con características burdas: irlandés, huele mal, roba atlas. O bien: gafas de concha, abrigo largo, sándwiches, aficionado a la jardinería. Algunas estadísticas de ventas y facturación. Vacantes en otros establecimientos de la cadena. Abrió el armario donde sabía que estaba el café y puso el agua a hervir. Contó las monedas que había dentro del tarro donde ponían el dinero para el café: dos de diez centavos y una de cinco.
Su indiferencia con respecto al café era una hazaña de la que se sentía orgulloso. ¿Que cuáles eran las marcas de confianza? Ni idea. No perdía ni un segundo con esa cuestión: le daba igual la cantidad de cucharadas de café, agua, leche y azúcar que hubiera que poner. El café era algo con lo que muchas personas se hacían mala sangre. En eso se distinguía de ellas.
Echó rápidamente una ojeada a unos libros nuevos e hizo varias llamadas telefónicas. Como no respondía nadie, tomó un sorbo de café y se sentó tan ricamente en la silla, que era de lo más cómoda.
Se sentía bien, pensó. Bueno, en realidad no, bien no… Más que bien… Se sentía a gusto. A sus anchas. Estuvo un cuarto de hora pensando en la poca importancia que tenían los cumpleaños y varios minutos más preguntándose si no estaría equivocado. Acto seguido se pasó media hora reflexionando sobre lo triste que les parecería a otras personas —por poco que a él le preocupase— que se encontrara solo en la oficina de una librería el día de su cumpleaños, con un par de plátanos y media barra de pan medio seco para cenar, y sobre si le importaba que lo vieran desanimado. ¿Importaba lo que opinaran los demás? Al final se cansó de darle vueltas.
El ambiente en la habitación resultaba agradable. Acogedor. Era una lástima que no trabajara allí, pero, qué se le iba a hacer, tenía que ponerse manos a la obra.
A la mañana siguiente se alejó sin ser visto de Historia Natural, salió a la calle y se dirigió a Port Authority.
Estaba cruzando una calle tranquila cuando le abordó un escuálido negro.
—Tengo algo para usted.
No respondió y siguió su camino a paso ligero, con ese aire de indiferencia propio de las grandes ciudades, consciente de que no parecía lo bastante pobre, loco y peligroso como para ahuyentar a la gente. Lo de parecer pobre y loco lo tenía bastante dominado, pero andaba muy lejos de tener pinta de individuo peligroso. Sin embargo, cuando oyó que el negro le ofrecía un elefante, se detuvo.
Miró dentro del remolque y no le cupo duda: se trataba de un elefante indio. Un elefante lo bastante joven como para entrar en un remolque para caballos y lo bastante mayor como para que se le viera descontento y cansado del juego de los elefantes. Meneó la cabeza y siguió su camino.
—A usted le hace falta este elefante —le exhortó el vendedor.
Su tono era tan apremiante que por un momento se quedó convencido no sólo de que, en efecto, le hacía falta un elefante, sino de que era precisamente aquél el que necesitaba.
Se le quitó la idea de la cabeza tan rápido como se le había ocurrido. En el fondo, todo se reducía a eso: la gente te decía que te hacía falta o te gustaba algo, y luego resultaba que no era cierto.
—Cien dólares. Cien dólares es todo lo que pido.
Era una ganga. No podía dejarla pasar. Pero él no necesitaba ningún elefante, y menos aún uno chungo; si algo había aprendido durante sus treinta y tres años de vida era eso. Solía definirse en términos negativos, de modo que él era una persona que no necesitaba un elefante; por su parte, el vendedor era, casi por definición, una persona más interesante que él, dado que necesitaba vender un elefante, aunque también estaba más desesperado. Sobre todo, no tenía dónde meterlo, ya que no tenía dónde meterse a sí mismo. Pero tal vez fuera ése el don más importante de todos: la capacidad de convencerse de la imperiosa necesidad de una compra y mantenerse en sus trece.
Fue a su taquilla y anduvo rebuscando dentro de ella. Liberó la camiseta tragalibros de las garras de otras prendas y se cambió. Impresa en negrita, la palabra TRAGALIBROS describía un arco en la parte de arriba; los dos primeros versos de la Ilíada estaban en medio y, debajo, en minúsculas, aparecía la frase CUIDADO CONMIGO. Era la clase de camiseta que uno encarga cuando es joven y beligerante. Una mujer que había empezado a sermonearlo en un restaurante sobre el gusto en el vestir pese a que él se había puesto en sus propias narices a leer dos libros para que desistiera, se quedó horrorizada cuando, al interrogarlo, se enteró de que, según sus cálculos, la camiseta debía de tener unos doce años. La mujer se quedó verdaderamente horrorizada. Pero, como él nunca tiraba nada, tampoco había tirado la camiseta; además, al igual que casi todas las prendas no deseadas, era indestructible.
Ahora podía elegir entre doblar la esquina y entrar en el hotel Paramount a asearse un poco e ir a casa de Sylvana para limpiarse más a fondo. Le apetecía ducharse, pero el trato con Sylvana consistía en fregar los platos y quitar el polvo a cambio de una toalla. Sylvana tenía un montón de libros a los que resultaba dificilísimo quitar el polvo y, como ya se los había leído todos, le costaba mucho tomarse el trabajo con seriedad.
Se dirigió tranquilamente al Paramount y entró en el servicio de caballeros, donde se desnudó de cintura para arriba, se lavó, se pasó la seda dental con minuciosidad y se dio cuenta de que no tenía muchas ganas de esforzarse. Iba allí regularmente y nunca lo habían molestado. Pensó que, sin quererlo, había conseguido tener el mismo aspecto de pobre y loco que los extranjeros ricos.
A continuación fue al restaurante cubano, a comer el plato del día. Siempre pedía el plato del día; esto le dispensaba a él de la obligación de mirar la carta y a los camareros de la de tratar de endosárselo. Había llegado a 1884; echó mano de su ejemplar de La extraordinaria historia de sir Thomas Bart, que si tenía algo de extraordinario era lo aburrida que era, y La historia de Charles el extraño, que no era extraña sino aburrida.
Le sirvieron el pollo al ajo con arroz y alubias rojas cuando llevaba sólo tres páginas. Mientras hacía la primera incisión se preguntó si su padre estaría muerto.
Dicen que uno no se convierte en un hombre hecho y derecho hasta que se le muere el padre. ¿Sentiría una tarde, en el momento más insospechado, una inyección de energía y sabría que estaba muerto? Sería la única manera de tener noticias de él.
Se preguntó con qué frecuencia había pensado en aquel tema durante los últimos diez años. ¿Una vez al día? ¿Dos? ¿Tres veces cada dos días? ¿Cuánto tiempo había perdido? ¿Cinco minutos cada vez? ¿Diez? Se perdía tanto tiempo pensando en lo mismo. La gente se quejaba de tener que hacer las mismas cosas, de comer lo mismo y llevar la misma ropa, pero nunca le veía ningún inconveniente a tener siempre los mismos pensamientos. Entonces se dio cuenta de que esa idea era casi tan recurrente como las que había pensado anteriormente.
En el reservado de delante, un hombre que leía el periódico tocado con un sombrero de copa baja y ala levantada se quejó del plato del día.
Eso era lo único por lo que habría de estarle agradecido a su padre: podía comer cualquier cosa sin chistar. No porque su padre fuera mal cocinero, sino porque desde que su madre se había marchado, la comida siempre le había parecido insípida y muy poco variada; siempre había salchichas, morcillas y chuletas de cerdo. De vez en cuando comía otros productos cárnicos, pero sólo cuando corrían peligro de ponerse malos en la tienda de su padre. Se preguntó con qué frecuencia pensaría eso: cada vez que veía a alguien dejar la comida o montar un número en un restaurante. Hacía tiempo que sabía que debía evitar la hora de comer.
Llegó a la conclusión de que, si a uno le concedieran inmunidad contra sus propios pensamientos, le resultaría prácticamente imposible aburrirse. Si uno tuviese que sentarse al lado de alguien que dijera a menudo: «Ése es un motivo por el que puedo estarle agradecido a mi padre» y «Debo evitar las horas de comer», al cabo de dos días estaría soltando sandeces. En resumen, en eso consiste la madurez, en dejar de oír sermoncitos nuevos y limitarse a dar vueltas una y otra vez a las rotondas que uno mismo se ha construido.
De todos modos, el arroz con leche (aderezado con una pizca de canela) y el café le gustaron. Está bien perder el control periódicamente, se dijo. A punto estuvo de evitar el último pensamiento de la serie paterna: lo triste no era que se odiasen, sino, lisa y llanamente, que no hubiera nada entre ellos. Él había cumplido su papel de hijo de forma aceptable y hubiera deseado que su padre fingiera un poco. Al cabo de los años le habían brindado la posibilidad de comprenderlo en parte, cuando se había topado con uno de sus amigos del colegio en un tren. Hacía cinco años que no hablaban, aunque tampoco se había acercado a charlar con él. No tenía nada que decirle. Qué curioso, ¿verdad? En un mundo donde un satélite podía verle la marca de dentífrico que utilizaba, donde podía enviar un millón de palabras a diez mil kilómetros de distancia con sólo mover un dedo, donde podía atiborrarse de comedias de enredo producidas en cualquier continente, donde no había escondite ni silencio, no sabía dónde estaba su padre y no tenía nada que decirle.
—Mucho lees tú… —comentó el quejica del sombrero, señalando las dos novelas que había abierto.
Replicó con un gesto de asentimiento, pues ni podía negarlo ni quería entablar una conversación. El otro añadió: Leer no es lo mismo que vivir.
—No, es mejor —respondió, y rebuscó entre los treinta y dos carnets de biblioteca que llevaba en la cartera su única tarjeta de crédito para pagar.
En esto consistía ser un vagabundo del siglo XXI. Al otro lado del océano, bajo la lluvia, unas pequeñas sumas de dinero a su nombre peregrinaban hacia un banco de Cambridge. Mientras tanto, en Londres, unas deudas de poca monta procedentes de Estados Unidos avanzaban con dificultad hacia una dirección; allí Elsa estampaba en un cheque una firma con un aceptable parecido a la suya y le daba derecho a manejar dinero de plástico.
Se sentía bien. Era el bienestar que le producía el arroz con leche y el café, pero también el que sentía cuando no había nadie más en el restaurante haciendo lo mismo que él. Nadie más en Nueva York. Probablemente nadie más en el mundo entero.
Camino de la biblioteca pública, se asomó a la oficina de correos a mirar si le había llegado algo. Un cheque con tres meses de retraso; un libro para reseñar, lo que implicaría trescientas palabras para decir cómo era y trescientas más para decir cómo no era, esto es, estupendo; una invitación para un congreso.
También había varias cartas de Elsa. Era una pila de felicitaciones de cumpleaños. De un tiempo a esta parte sentía la tentación de tirar sus cartas directamente a la papelera, porque durante los últimos años no le había contado nada nuevo. Seguía con el mismo trabajo y con el mismo piso, y empleaba las mismas expresiones para mostrarle su inquietud y camelárselo. Lo lógico hubiera sido que se cansara tanto de escribir semejantes zalamerías como él de leerlas. Pero no; de hecho, eran las rotondas a las que ella daba vueltas.
Sin embargo, Elsa era tenaz, y ésta era sólo una de sus virtudes. «Tragón mío, no esperarás que dé yo el primer paso» era una frase que aparecía en una de cada cinco cartas y que, en su opinión, estaba totalmente desprovista de ironía, pese a que Elsa había dado todos los pasos habidos y por haber y utilizado todas las armas del arsenal femenino, desde guijarros hasta misiles portátiles.
Una estela de sobres color rosa, postales y demás chucherías cargadas de afecto lo había seguido a lo largo y ancho del mundo: hipopótamos de mazapán, leones rellenos de arena, diarios forrados de felpa, un llavero con una Biblia (sin duda, el colmo de la incongruencia, ya que no tenía dónde vivir), unos pechos de chocolate, latas de alubias con salsa de tomate, labios hinchables y unos árboles de Navidad en miniatura que echaban a andar si se les daba cuerda. Y todo ello con su correspondiente mensaje de ternura. Durante los periodos de actividad intensa, Elsa le escribía casi a diario. Las salvajes encarnaciones del corazón trataban de darle caza: junto con osos sonrientes y delfines rebosantes de alegría le llegaban mensajes del tipo «Para alguien especial» y «Pensar en ti me hace feliz». También le mandaba conejos tristes, topos melancólicos y gatitos desamparados. La cantidad de objetos o animales que poseía Elsa capaces de inspirar cualquier sentimiento relacionado con el cariño era al parecer infinita, a pesar de que tenía un título universitario, treinta y dos años y buen gusto, y a pesar de que la mitad de sus envíos no llegaban a su destino.
En realidad no había razón alguna para que lo hubiera elegido. Él sabía que su principal mérito era carecer de deméritos. No le pegaría, ni perseguiría a otras mujeres, ni bebería, ni dilapidaría el dinero de los dos en apuestas, ni la obligaría a ver el fútbol por televisión, ni defecaría en el suelo. Como la tortuga sin patas del chiste, siempre lo encontraría donde lo había dejado. La invitación le había tentado: Elsa le repetía una y otra vez que en su piso había sitio de sobra y que podría trabajar en él. No ocupaba mucho espacio y sus gastos de mantenimiento serían mínimos. No era mal arreglo.
Si no había aceptado era única y exclusivamente porque no quería; además sabía que, si cedía, ella ya no tendría ninguna posibilidad de encontrar la verdadera felicidad. ¿Era nobleza o se limitaba a reconocer que de ese modo le cerraría todas las puertas?
De vez en cuando se producían silencios de varios meses, durante los cuales tocaba digerir los fallidos romances de Elsa. Siempre que se iba de vacaciones aparecía en sus inmediaciones una silueta de hombre, una irrepetible referencia a alguien que había conocido (un guarda forestal en la playa o un promotor en un crucero). Parecía que las aventuras le duraban el mismo tiempo que pasaba en las camas de los hoteles.
Daba gusto ver que Arriba no castigaban sólo a los bichos raros. Aunque Elsa no estaba como para parar un tren, era una persona inteligente y considerada, cocinaba bien y tenía un trabajo que le permitía ganar un sueldo y conocer gente a todas horas. Aun así, seguía pasando noches merodeando camas de matrimonio, aunque lo único que deseaba era asfixiar a un hombre con su ternura.
Nunca había entendido a quienes pensaban que ser diferente era estimulante o valioso. Cualquiera que haya estado al margen de todo sabe el frío que hace ahí.
Entró en la biblioteca, encontró un rincón tranquilo y cargó la mesa. A la derecha, Tres semanas en la ciudad del muermo; a la izquierda, Si yo fuera Dios. Algunos lectores se le quedaron mirando, pero nadie hizo comentario alguno.
Había entrado en la rotonda académica, como casi todos los días.
¿Por qué no buscaba trabajo en el ámbito académico? Probablemente porque no quería. Pero le encantaba salir del anonimato y jugarles malas pasadas a los profesores. Reiteradamente. Disfrutaba siendo injusto.
Primero decía alguna obviedad, para que se pensaran que tenían un público ante el que merecía la pena lucirse. Luego soltaba algo insospechado, para que se viera que no era un cualquiera, para causar asombro. Por último, decía algo que no sabía nadie, una alusión a un libro del que sólo existían un par de ejemplares. Así les entraba auténtico pavor. Era fácil. A los especialistas en el XIX los desconcertaba centrándose en el XVIII; a los del XVIII, remitiéndose al XVII; y a los del XVII, abrumándolos con el XVI. Era fácil; para dejarlos perplejos bastaba con apartarse diez o quince años de su especialidad. Algunos sonreían aliviados y decían que no era su terreno. Pero ¿cómo iban a entender a un escritor si ignoraban sus antecedentes? ¿Cómo iban a lograrlo si ignoraban qué leía y qué leían los escritores a los que leía? Cuando se refugiaban en su época, él iba y los machacaba en su propio terreno para que se dieran cuenta de que no eran invulnerables. Por eso escribía reseñas.
Dejó Si yo fuera Dios. Iba por 1884, con lo que podía darse por satisfecho. Conseguir los libros en el orden correcto resultaba imposible y no lograba ser tan metódico como quería. Tenía que zigzaguear.
La gran idea se le había ocurrido trece años antes en la tercera planta de la Biblioteca Universitaria, mientras leía una carta del requetemuerto papa Pío II: «Sin literatura, toda época está ciega». Se preguntó qué vería uno si conociera toda la literatura, si hubiera leído todo lo que se había escrito nunca. Por aquel entonces vivía ya en la biblioteca, conque probablemente fue allí donde comenzó todo.
¿O sería en París? Él y Tom habían ido allí con la mochila a cuestas. Andaban mal de dinero y no se enteraban de nada, por lo que deambularon por la ciudad con la esperanza de que se les pegaran su entusiasmo y su chic. Se quedaron asombrados de la cantidad de hoteles que había en el Barrio Latino y de lo llenos que estaban todos. Tras pasarse dos horas dando vueltas, encontraron uno con una habitación libre, pero no tenían dinero para pagar. Así se enteraron de la razón que llevaba a la gente a reservar habitaciones en plena temporada turística.
Pasaron tres veces por delante de la librería; él se quedó sorprendido de su dominio de sí mismo. La cuarta vez sugirió entrar.
Había oído hablar de Shakespeare & Co. y sabía qué era. Por joven e ignorante que fuese, era lo suficientemente espabilado como para saber que James Joyce y T. S. Eliot eran unos bandidos. Dentro había tanto donde elegir que se quedó paralizado, pero Tom, que no quería perder el tiempo con libros, se acercó al vejestorio que había detrás del mostrador y le preguntó cómo podían solucionar el problema del hospedaje. Ellos nunca habían estado en París, y menos aún en la librería, pero resultaba evidente que el hombre había visto a miles de jóvenes como ellos.
El viejo soltó un suspiro y respondió:
—Si tan mal estáis, podéis quedaros una noche aquí. Pero sólo una noche.
Y así fue como pasó su primera noche en París, aunque lo significativo fue que la pasó en una librería. Tom salió a comerse un kebab y, cuando volvió, se puso a hablar con dos chicas estadounidenses que también iban a pasar la noche allí y estaban tomándose un yogur. Mientras tanto, Shakespeare & Co. fue convirtiéndose en su librería favorita. Tan fascinado estaba con las ediciones estadounidenses que no había visto nunca que ni comió ni durmió en toda la noche.
Vio salir el sol sobre Notre-Dame y se acordó de que, supuestamente, Fausto había llegado a París con el equipaje repleto de biblias de Gutemberg recién impresas y listas para vender, y los gremios parisinos de pendolistas le habían animado a que se fuera al diablo porque no querían que sacara tajada de su negocio.
Eso lo hizo desbocarse. No tenía que irse cuando cerrara la librería. Podía quedarse y continuar leyendo. Ya entonces invertía tanto tiempo en las librerías locales que lo tomaban por un ladrón, pero ahora se daba cuenta de que podía pasarse muchas más horas metido en ellas. Sin embargo, no se había percatado de que aquello era el comienzo; pensaba que eran unas vacaciones y que sólo estaba divirtiéndose.
Se dio cuenta en la Biblioteca Universitaria, la noche en que se quedó encerrado por accidente. A partir de entonces empezó a pasar de vez en cuando la noche allí, pues no quería marcharse. Nunca lo descubrieron; los empleados daban una vuelta a la hora de cerrar, pero era fácil esconderse a oscuras entre las estanterías de una tranquila planta alta y luego reaparecer inadvertidamente por la mañana.
En honor a la verdad la llamada de su padre también había contribuido a iniciar el proceso. Tras el primer trimestre, había dejado de enviarle dinero. Su padre no había ido a la universidad; tal como solía proclamar, a los dieciséis años se había metido directamente a carnicero. Descubrió que su padre lo había animado a que estudiase una carrera sólo con la intención de que se marchara. De pronto se encontraba perdido, con la calderilla justa para llenar el bolsillo de un pantalón.
No era ni mucho menos la mayor crueldad que se había cometido en el mundo. Podía buscarse un trabajo, pero decidió reducir gastos; dejó su habitación, guardó la mayor parte de sus cosas en un almacén y empezó a quedarse por la noche en la biblioteca, donde se pasaba casi todo el tiempo leyendo. Por la mañana se acercaba a la universidad y se aseaba en los baños públicos; luego hacía alguna compra y regresaba a la biblioteca.
No tenía ninguno de los gastos habituales de un estudiante. Desde que llegó a Cambridge hasta que se marchó, no salió de la universidad, salvo una vez para acompañar a Elsa y otros estudiantes en una incursión por los pubs de los alrededores. No fue ni al cine ni a discotecas. Comprar ropa estaba descartado. Comer como es debido, también. Y comprar libros. Y beber alcohol. Tenía la beca, la ayuda para estudiantes y el fondo de solidaridad. Durante las vacaciones trabajaba un poco en la Biblioteca Universitaria, de modo que todo el mundo estaba acostumbrado a verlo por allí. Y su vida no se limitaba a la universitaria, pues se asomaba por otras para buscar variedad y romper la rutina.
Experimentaba la incómoda sensación de que nadie compartía sus gustos, de que formaba parte de los casos aparte. Elsa se mostraba siempre muy amable con él, pero coincidían en poco. Aun así, también se divirtió. Una mujer que trabajaba en el servicio de limpieza del hospital le abordó una tarde en Silver Street y se lo llevó a una habitación de alquiler. «Tío Phil», le dijo, mientras él intentaba soltarse el brazo y acordarse de si la había visto alguna vez, «¿quién iba a decirme que íbamos a encontrarnos aquí? ¿Por qué no vamos a mi casa?».
Se figuró que era presa de una gran pasión, y durante una semana leyó sólo poesía amorosa; pero, naturalmente, al tío Phil se le podía encontrar en cualquier calle a cualquier hora. Aprendió varias cosas: se dio cuenta de por qué la mayoría de la gente era capaz de hacer prácticamente cualquier cosa por sexo, de que el interés de aquella mujer por él no tenía nada que ver con su persona y de que todo el mundo logra echar un polvo gratis. Cuando la mujer lo agarró estuvo a punto de librarse de ella porque tenía libros que leer, pero se alegraba de no haberlo hecho al final.
Luego estuvo en una fiesta donde, en el preciso momento en que el aburrimiento le hacía arrepentirse de no haberse quedado en la biblioteca, dos mujeres se quitaron la ropa. Le entraron ganas de aplaudir, pero se contuvo. El desconcierto que mostraban los demás hombres resultaba interesante, y tardó varios años en establecer las causas de lo ocurrido: a los solteros y sin compromiso les intimidaba la audacia del desnudo, o bien les eran indiferentes unas mujeres cuyos genitales conocía todo el mundo. Pero, claro, también se encontraba allí Kev de Belfast, quien se cepilló a las dos en la desvencijada tabla de planchar del lavadero. Aparte de él, Kev era el único que no se quejaba de la comida de la universidad. Ya entonces estaba claro quién iba a triunfar en la vida.
Se comió desganadamente un trocito de alubia que se le había caído sobre la camiseta de Tragalibros y había acabado confundiéndose con el hastial de la A de Aquiles.
Pero se había dedicado a leerlo todo…
Y entonces, tras meditarlo, se había dado cuenta de que eso era imposible. ¿Y todo lo que había en inglés? ¿Todo lo publicado en formato libro? Había leído mucho; desde los once años se había despachado una media de tres o cuatro libros diarios. Si bien había perdido algo de tiempo en temas irrelevantes, pues, por ejemplo, sabía más de historia china de lo que era saludable para cualquiera que no fuera un historiador chino.
Nunca le había explicado su misión a nadie, porque no quería que nadie se enterase si fracasaba y no sabía muy bien qué objetivo perseguía. Intuía que al final encontraría una respuesta, pero no tenía ni idea de cuál sería ni de lo que haría cuando la supiera. Igual escribía algo original. Al fin y al cabo, ¿cómo iba a escribir nadie algo original si no se había leído antes todo lo escrito hasta el momento?
Las cifras eran desalentadoras. Unos cuantos centenares de libros hasta 1500; unos diez mil hasta 1600; ochenta mil hasta 1700; trescientos mil hasta 1880. Luego las cosas se salían de madre. Muchos de ellos eran más de lo mismo; muchos eran bazofia; muchos eran breves. Pero, si no se le hubiera ocurrido la técnica de los dos libros (leía dos al mismo tiempo, cogiendo uno con la mano derecha y otro con la izquierda), no habría llegado a ninguna parte.
Se le ocurrió que posiblemente daba pena. Tras pasarse cuatro años encerrado en librerías del norte de Londres, viviendo de reseñas y de japonesas que querían casarse para cambiar de nacionalidad, se daba cuenta de que, aunque a él no le importara, la gente podía pensar que era una lástima pasarse la vida entera en librerías o bibliotecas. Decidió que, si no quería limitar sus horizontes, no podía estarse todo el tiempo metido en librerías del norte de Londres. De modo que empezó a viajar: Francia, Alemania y, finalmente, Estados Unidos.
¿Qué había aprendido hasta entonces? Que si uno se mueve parece que avanza. Que en las librerías alemanas servían champán, pero sólo en las estadounidenses había frappuccino.
Y la esperanza. Sí, la esperanza. Había aprendido que los libros estaban hechos de esperanza, no de papel. La esperanza de que alguien leyera tu libro; la esperanza de que éste cambiara o mejorase el mundo; la esperanza de que la gente se mostrara de acuerdo contigo, de que te creyera; de que te recordara, de que te elogiara, de que sintiera algo. Y la esperanza de aprender tú algo, de entretener o impresionar. La esperanza de ganar algo de pasta. La esperanza de que llegara a demostrarse que tenías razón o que te equivocabas.
Lamentablemente, estaba el problema de que, incluso si uno se lo leía todo, no era siempre la misma persona. La primera vez que había leído la Ilíada, el comienzo no había sido más que el comienzo: una explicación. ¿La cólera de Aquiles? La gente siempre pensaba que se debía a que había perdido a su esclava favorita o a su amigo Patroclo.
La primera vez que la había leído, a los once años, no se había enterado. A los diecisiete, cuando volvió a probar suerte, empezó a resultarle más clara.
Sin embargo, hasta que se quedó encerrado en un ascensor a los treinta años y lo intentó por tercera vez no le caló su significado como una gruesa gota de lluvia que se filtra por un tejado.
No era ninguna casualidad que la primera palabra de la literatura occidental fuera «cólera». La cólera de Aquiles…
Ahora comprendía que era cólera por estar vivo, por no tener elección. La Ilíada era la verdad, la Odisea las rebajas, donde coqueteabas con mujeres extrañas, volvías a casa y te cargabas a todos los que habían estado tocándote las narices. La Ilíada era la primicia: te metías en una guerra no deseada, con unos idiotas que ni siquiera sabían dónde quedaba Troya, incapaz de olvidarte de que tu madre te había abandonado y de que un centauro te había obligado a comer visceras, sin elección, sin desafíos y consciente de que no ibas a volver a casa y de que nada iba a hacerte sentir mejor.
Cuando leía la noticia de que alguien se había suicidado tras cometer un asesinato en un ataque de locura, pensaba que no lo había hecho por los remordimientos o por el deseo de evitar la acción de la justicia, sino por la desesperación de saber que sus actos no le habían reconfortado en absoluto, que se había arrojado al vacío y seguía sintiendo cólera. Y así ocurría en todos los casos. Gilgamesh sentía cólera. Yahvé también. Y Moisés lo mismo. El faraón estaba fuera de sí. Electra se subía por las paredes. Edipo estaba hasta las narices. Los ronin tenían un cabreo de cuidado. Hamlet se sentía ofendido. Orlando estaba furioso.
El problema se encontraba Arriba. El karma. El destino. La fatalidad. Los hados. Las Parcas. Namtar. Quismet. El sino. La fortuna. La providencia. La suerte. El cosmos. Alá. El futuro. Los hilos de la vida. Estas palabras aparecían una y otra vez; eran los tópicos que leía sin cesar, no porque los escritores carecieran de imaginación, sino porque no había otra manera de expresarlo.
Siempre hacían trampas. Los dados estaban trucados, pero había que tirarlos para ver qué números salían.
Entró tranquilamente en el Barnes & Noble de Union Square.
Por lo general, cuanto más grandes eran, más fácil resultaba: buscaba un rincón tranquilo en una estantería justo antes de que cerraran y se agazapaba hasta que todo el mundo se largaba y podía ponerse a tragar libros. Lo habían cazado muy pocas veces; en el curso de los años sólo lo habían detenido en cuatro ocasiones y en todas le habían dejado en libertad.
Lo miraban de tal manera que prefería no pararse a pensar en ello; daba la impresión de que lo consideraban un ladrón que no daba una a derechas o bien un fracasado de tal envergadura que era mejor no acercarse a él. Sólo la mujer de Nuneaton había llamado a la policía. «Estoy llamando a la policía», había musitado. Hubiera podido salir corriendo fácilmente, pero esperó, pues no entendía por qué la mujer había dicho semejante cosa; si hubiera tenido remordimientos o intención de delinquir no habría dudado en marcharse o ponerse violento. No había salido corriendo principalmente porque no tenía a donde ir. Antes de que aparecieran los agentes se leyó veinte páginas de Norte y sur. Como no había huellas de desperfectos, allanamiento o robo, se sintieron un tanto decepcionados. «Por esta vez no diremos nada», aseguró uno. Y es que, de hecho, no había nada más que decir.
No se trataba de estar preparado. Si uno se ponía a buscar una frase en el bolsillo, podía quedarse con lo que hubiera dentro o seguir buscando. A los once años, cuando volvía a casa del colegio, dos chicas de su edad, que según había podido ver solían regresar a casa por la acera de enfrente pero en dirección contraria, cruzaron la calle. «¿Te importa si te pego?», preguntó la rubia. Estaba pensando en cómo podía responder a semejante pregunta cuando el puño de la rubia chocó contra su mandíbula de una manera muy desagradable. A continuación pensó en qué debía hacer. Sonrió y se marchó.
Sin preparación, el asunto se las traía. En cierta ocasión, hallándose en Portland estaba tan enfrascado en la lectura de El Libro de las maravillas de Flegón de Tralles, tan absorto y tan desprevenido —soñoliento como estaba a las dos de la noche de un húmedo verano en aquella adormecida ciudad—, que no reparó en que había otra persona en la librería.
Quien le distrajo fue el dueño, un hombre corpulento que, aferrado a una cama plegable, le suplicaba que no lo matara.
—Por favor, no me mate —repitió, hincándose de rodillas; él se quedó perplejo, pues sólo iba armado con un libro en rústica de doscientas quince páginas y el incidente con la chica había puesto de manifiesto que no tenía un aspecto inquietante—. Se me ha estropeado en casa el aire acondicionado. Hace mucho calor. Tengo dinero aquí, se lo puedo enseñar. No diré nada a la policía. Sólo déjeme vivir.
Le hubiera soltado la típica excusa de que se había quedado encerrado dentro de la librería sin querer, pero mentir se le había dado siempre tan mal como contar la verdad, y además el dueño no estaba dispuesto a escucharle. Lo más fácil era coger el dinero, así que lo hizo y se marchó a un hotel con libros suficientes para aguantar hasta el día siguiente. Era consciente de que podían tomarlo por un delincuente, pero no alcanzaba a comprender cómo se le había puesto cara de persona peligrosa. No obstante, el incidente le hizo sentirse interesante y poderoso.
Cuando cerró Barnes & Noble, se acuclilló en la sección de Política y esperó media hora a que el edificio quedara sumido en el silencio. No había libros que no contuvieran restos de otro; para escribir era preciso haber leído antes. ¿Podía él evitar deber nada a nadie? ¿A quién más le preocupaba que nadie comiera pescado en la Ilíada? ¿Quién se acordaba de los treinta y tres insultos para recaudadores de impuestos reunidos por Pólux de Naucrates y se preguntaba al mismo tiempo si algún día aparecería Hermágoras, la novela perdida de Apuleyo, sin olvidarse por ello de reflexionar sobre la posible existencia de De Tribus Impostoribus Mundit?
A continuación se dirigió a la lujosa butaca con la que Barnes & Noble se había granjeado su simpatía y se sumergió en la lectura de (a la derecha) Excepcionalmente engañado y (a la izquierda) El deseo del mundo.
A veces se cansaba, pero seguía adelante porque había llegado demasiado lejos para dar marcha atrás. En un momento de debilidad había aceptado un trabajo para dos meses, pero eso no había contribuido a mejorar las cosas.
No debía de estar muy concentrado, pues oyó toser a alguien. Permaneció unos segundos inmóvil, como si así fuera a conseguir algo. Débilmente, volvió a oírlo. Pensó en no darle mayor importancia, pero no lograba volver a la lectura, ni a la derecha ni a la izquierda.
De mala gana, investigó en el primer piso y descubrió a una mujer delgada vestida de tonos negros. Era atractiva. Sabía que no era una empleada, porque conocía a los dependientes y ella tenía pinta de… no ser una empleada.
Estaba leyendo.
No sólo estaba absorta en la lectura, sino que tenía un libro en la mano izquierda y otro en la derecha.
La mujer se sobresaltó al oír sus pasos. Cerró de inmediato los libros y volvió a ponerlos en la estantería.
—Seguro que están ustedes cerrando —dijo en tono de súplica. Estaba pálida, y tenía los labios de un rojo aquí te pillo aquí te mato. Él quería decirle que no trabajaba allí—. No me mire de esa manera —le soltó.
Cuando ella se marchó saltaron las alarmas.
Llegó a la conclusión de que se sentía bien aunque se temía que eso no fuera a durar mucho, y de que lo malo estaba aún por llegar.