Estábamos esperando en la frontera. Era de noche y hacía frío. En diciembre podía hacer mucho más, pero de todos modos no resultaba agradable.
Llevábamos todo el día esperando junto con otros gacetilleros. Nagylak había sido azotado por un huracán de periodistas; miraras donde mirases había un tropel de aves de rapiña, buscadores de desgracias ajenas y genios de los negocios.
Habíamos conseguido el último Mercedes en Budapest. Cuando había ido yo a buscar el coche a principios de semana, la compañía de vehículos de alquiler se había quedado encantada de que sacara a la carretera una fuente de ingresos como el Mercedes.
—¿Puedo sacarlo de Hungría? —pregunté.
—Por supuesto —me respondieron mientras me ofrecían otro seguro con una sonrisa de oreja a oreja.
Nunca se les habría pasado por la cabeza que un occidental pudiese estar tan loco como para ir a Rumania, pues lo que estaba sucediendo en aquel momento en Timisoara era como mucho un disturbio; pero antes de que acabara la semana se negarían a alquilar coches a ninguna persona sospechosa de tener relación con la prensa o bien pedirían fianzas cinco veces superiores al valor del vehículo.
Ir en grupo supone una serie de privilegios. Yo no tenía que preocuparme por nada. Si hubiera estado solo no habría parado quieto por miedo a perderme algo y habría dado la vara a los guardias de la frontera hasta conseguir que dijeran ábrete sésamo. Lo que hice, en cambio, fue rascarme la barriga, beber cerveza y pensar en la potra que tenía.
En el carril de al lado había una limusina Volvo con tres autónomos alemanes (me imaginé que lo eran porque parecían incapaces de encontrar un trabajo como es debido) que estaban intentando que los guardias rumanos aceptaran la factura de un hotel húngaro convencidos de que se trataba de una solicitud de visado. Escuché disimuladamente y disfruté enterándome de que su repertorio de idiomas (en el que no figuraban ni el húngaro ni el rumano) no les abría ninguna puerta.
Todavía expedían visados en la frontera, aunque no dejaban pasar a nadie. Era viernes por la noche, faltaban tres días para Navidad, y delante de nosotros, en la noche más negra habida y por haber, estaba ocurriendo algo que se ajustaba a la descripción que suele hacerse de una revolución. A sesenta kilómetros de la frontera se extendía Timisoara, la ciudad donde habían abierto fuego contra una manifestación en apoyo del pastor Laszlo Tokés y habían matado a docenas de personas. A docenas, a cientos, a miles… Nadie sabía a cuántas. Nadie sabía qué estaba pasando en Timisoara. Nadie sabía dónde se encontraba Tokés ni si estaba vivo.
Zoltán estaba sentado tranquilamente en la parte trasera del coche, cual intérprete que no tiene nada que interpretar. Como antiguo miembro de la minoría húngara de Rumania, sabía perfectamente cómo mantener la boca callada. Escuchamos la radio y nos enteramos de que a Ceausescu le habían salido las cosas a pedir de boca en Bucarest. Nadie sabía dónde se encontraba ni si estaba vivo.
Szabolcs correteaba de un lado a otro, olfateando datos como corresponde a un periodista. Sin embargo, él era abogado, aunque en paro forzoso (se había enfrentado a las autoridades húngaras), y en aquel momento conducía mi coche. Durante mucho tiempo, siempre que me había hecho falta un conductor había optado por taxistas malencarados con los que sabía que iba a tener el mínimo de problemas en la carretera.
A Szabolcs había acabado conociéndolo porque, en su calidad de paladín de los pobres, se había convertido en mi fuente de información sobre desgracias. Siempre estaba trayéndome gitanos desconcertados o chavales tísicos prostituidos para que les hiciera unas preguntas.
Lo había puesto a prueba como conductor porque tenía a su novia embarazada y necesitaba ganar dinero a toda costa. A partir de ese momento, Szabolcs había sido mi conductor preferido, pues abusaba de los coches de una manera tan despiadada que daba miedo. El polo opuesto de su relación con la gente.
En el maletero, aparte de un bolso lleno de ropa, artículos de aseo, comida, mapas, manuales de conversación en rumano y sobornos, llevaba sólo una rueda de repuesto, lo que no resultaba muy tranquilizador (no era la primera vez que entraba en Rumania en coche y quería llevar más, pero en Avis no tenían ruedas para reponer las de repuesto). Cuando le había dicho que probablemente íbamos a pasar varios días fuera, Szabolcs había cogido cinco paquetes de cigarrillos y un termo lleno de un café implacable. Era un intelectual de Budapest tan perfecto que me entraban ganas de llorar.
Estaba pensando en dar por terminada la jornada y volver a casa cuando, de repente, se pusieron en marcha todos los motores y levantaron la barrera.
—¿Timisoara? —preguntó Szabolcs.
—Timisoara.
¿Estaría esa bestia llamada revolución agazapada en la oscuridad, devorando todas las normas, trastornando el orden del mismo modo que una majorette da vueltas a su bastón? ¿Qué íbamos a encontrarnos? ¿Unos revolucionarios jubilosos? ¿Francotiradores? ¿Bebidas calientes?
Los guardias rumanos miraron cómo pasábamos con cara de estar pensando: «Estáis más locos que el copón». El nuestro era el cuarto o quinto coche que entraba y yo estaba encantado. Nos adentramos sin problemas en la oscuridad, mientras yo casi esperaba que alguno de los vehículos que nos precedían desapareciera en medio de una explosión cegadora. Es el inconveniente de tener imaginación.
La única información de que disponíamos era la que nos proporcionaban los faros, y resultaba sobrecogedora. Teníamos un mapa, pero no sabíamos adónde nos conducía la carretera. Me pregunté si no estaría cometiendo el error más grave de mi vida. No paraba de dar vueltas a los cientos de miles de kalashnikov que había en Rumania (por no decir millones; los dictadores nunca escatiman las armas), a las treinta balas que llevaba cada uno en la recámara y al hecho de que una sola bastaba, con independencia de lo irreflexiva, negligente y accidentalmente que hubiera sido disparada, para atravesar el Mercedes a toda velocidad, como si no existiera, y borrar mi mundo del mapa.
Llevo un rato devanándome los sesos cuando vemos a unos individuos bloqueando la carretera. Si estuviera yo al volante, sinceramente no sé si seguiría. Se nos acercan y empiezan a aporrear los lados del coche; es una sensación inquietante, pero sólo están manifestando su entusiasmo. He aquí mi primera lección sobre lo que significa una revolución: significa que todo el mundo sale a la calle, incluso si vive a cinco minutos a pie de la frontera húngara, es casi Navidad, está oscuro como boca de lobo y el fervor desatado sólo puede dispersarse en la noche sin dejar rastro.
Tras abrirnos paso entre los participantes de la celebración, nos dirigimos a Arad, la población más importante antes de Timisoara. Cuando llegamos, me siento optimista, porque he estado veinte minutos fuera de la ciudad y nadie ha intentado pegarme un tiro. Arad es un aburrimiento, igual que cualquier ciudad pequeña de provincias de cualquier país a una hora avanzada de la noche. Algún que otro peatón, unos cuantos coches, alguna luz, pero nada que merezca la pena encomendar a la memoria. El aburrimiento resulta al mismo tiempo tranquilizador y decepcionante. Viviré, pero sin nada que contar.
Como simples turistas, acabamos perdiéndonos en las calles de sentido único. Cuando vamos por la cuarta vuelta nos acercamos a una mujer para preguntarle el camino. Se ofrece a indicárnoslo porque tiene que ir a Timisoara con sus grandes bolsas de comestibles. Zoltán traduce la cháchara. La mujer vive en las afueras y no tiene ni idea de lo que está sucediendo en la ciudad; sólo ha ido a Arad a ver a sus familiares y coger provisiones.
La dejamos en el extrarradio de Timisoara y rápidamente se produce un cambio. No sé si porque los barrios periféricos de la ciudad son feos o porque reina un ambiente siniestro, pero el caso es que nos damos cuenta de que hemos abandonado la vida cotidiana.
En medio de la calle hay una mujer alta con un chubasquero largo y dos hombres; éste es el primer control de carretera de los muchos que vamos a encontrarnos. Van desarmados. ¿Cuán efectivo puede ser un chubasquero ante una persona armada que no sólo no quiere detener su vehículo sino que encima acelera? De todas formas, todos los ciudadanos rumanos en buenas condiciones físicas se empeñan en ocupar una parte de la vía pública y organizar su propio control con independencia de su utilidad y de lo que esté sucediendo en el país.
Tras interrogarnos con cara de pocos amigos, nos dejaron seguir adelante, aunque Zoltán fue obligado a bajar del coche en varias ocasiones antes de llegar al centro de la ciudad. Éste estaba tranquilo, pese a que había un autobús volcado y trozos de cristal por todas partes. La gente daba vueltas de aquí para allá, alerta pero en calma.
Fue maravilloso poder decir: «Condúcenos hasta tu jefe». Tras hablar con varias personas, nos indicaron a Zoltán y a mí que fuéramos al Teatro de la Ópera, el cual, según nos aseguraron, hacía las veces de cuartel general del comité revolucionario. Tras nuevas negociaciones y repetidos cacheos, nos tuvieron una eternidad bajando, subiendo y dando vueltas al edificio. Por fin nos hicieron pasar a una gran sala donde había… ocho personas viendo la televisión.
No era así como había imaginado que sería el centro de la revolución. En el balcón había alguien hablando con media docena de personas que se habían reunido en la plaza, pero sólo estaban charlando, no se trataba de ninguna alocución incendiaria.
Nos pusimos a dar vueltas y tratamos de averiguar quién pintaba algo allí. ¿Cómo se pone uno a entrevistar a unos revolucionarios? En un rincón había un hombre con cara de saber qué estaba pasando. Le ofrecí un paquete de Kent y le di conversación. En Rumania los cigarrillos Kent no se utilizaban para fumar, sino como moneda. Me había bastado con un paquete para que me abrieran un restaurante cerrado en Bucarest. Los cartones circulaban por el país sin que nadie llegara a abrirlos; según decían, con tres podía uno sacarse el título de médico.
Cuando vi que rechazaba el paquete, tuve la seguridad de que me encontraba ante un revolucionario a carta cabal. Aunque luego, víctima de una insoportable carencia de tabaco, el hombre lo abrió de golpe, sacó un cigarrillo y lo encendió. Después lo dejó provocadoramente encima de una mesa para que los demás cogieran los que quisieran.
El fumador explicó que la revolución había triunfado en Timisoara, pero que no tenían ni idea de lo que sucedía en el resto del país. Nadie sabía qué se traía entre manos la Securitate. Nadie sabía cuántos habían muerto, pero estaba claro que ascendían a miles.
Hablamos con otros, y nos ofrecieron exactamente la misma respuesta: nadie estaba al mando, nadie sabía qué estaba pasando y nadie había participado en los enfrentamientos. Curiosamente, en el Teatro de la Ópera las armas brillaban por su ausencia.
¿Había acertado al ir allí o estaba hablando con las personas equivocadas? Esperaba que los otros periodistas que habían llegado al sanctasanctórum de la revolución no hubieran tenido la suerte de dar con gente bien informada ni estuvieran haciendo negocios con mercaderes de atrocidades. Era como volver a la adolescencia y creer que todo el mundo se lo estaba pasando mejor que uno.
Un estudiante nervudo con un gorro con borla entró en la sala a todo correr y, en atención a los miembros de la prensa, anunció en inglés:
—¡Vienen helicópteros! ¡Vienen helicópteros! ¡Vamos a morir!
Nadie le hizo el menor caso. Si los presentes hubieran empezado a chillar y a lanzarse por la ventana, yo habría hecho lo mismo. Pero no vi que nadie se preocupara, de modo que me limité a examinar disimuladamente las paredes para ver si serían capaces de resistir un ataque intenso con ametralladoras o misiles.
Llegué a la conclusión de que ya no pintaba nada en aquel lugar. En el exterior, las estrellas permanecían tranquilas y ajenas a los helicópteros, lo que resultaba reconfortante.
Cuando llegamos al coche, Szabolcs había reunido una pequeña comitiva.
—Vámonos —dije.
—Pueden llevarnos a donde están los cadáveres —respondió Szabolcs.
Los rumanos asintieron con prontitud. Cuando había comenzado todo en Timisoara, habían disparado sobre los manifestantes desarmados, como es de rigor en las revoluciones. Szabolcs explicó que al principio no sólo se ignoraba cuántas personas habían muerto, sino también qué se había hecho de sus cuerpos. Luego se había organizado una búsqueda y se había descubierto una fosa común.
No me apetecía ver los cadáveres, pero quería saber si era capaz de soportarlo. Además tenía que regresar con algo mínimamente parecido a una noticia. Repartimos los alimentos que llevábamos escondidos en el maletero y un vecino subió al coche para indicarnos el camino hasta el lugar donde habían exhumado los cadáveres.
—Venid a vernos alguna otra vez —sugirió una de las mujeres a las que habíamos dado chocolate.
Los masacrados habían sido enterrados en un lugar sumamente apropiado, quizá con la esperanza de que no llamara la atención de nadie de tan obvio que era: el cementerio de la ciudad, que, sin embargo, recordaba más a una obra abandonada que a un camposanto. Me acordé de que nunca había estado cerca de un cadáver y confié en no hacer nada indecoroso.
Nuestro guía nos condujo a Zoltán y a mí a través de aquel páramo embarrado. De pronto Zoltán se detuvo.
—Esto es demasiado —afirmó—. Te espero en el coche.
No protesté, porque entre las funciones de su trabajo no figuraba examinar cadáveres y porque el hecho de que se rajara me hizo sentirme todo un hombre.
Anduvimos unos metros más. Los olimos antes de verlos. No había mucha luz, de lo cual me alegré. Habían exhumado una docena, en su mayoría desnudos y manchados de tierra. Lo primero que pensé fue que nunca habrían conseguido convencerme para que me ocupara de desenterrar aquellos cadáveres.
El único cadáver que recuerdo vivamente es el de una mujer ancha, de mediana edad, con un niño muy pequeño tendido sobre su vientre. Apenas hablamos. Resultaba difícil imaginar algo peor que aquello. La habían dejado tirada en el gélido suelo en medio de una doble desolación, abandonada e ilocalizable, y una doble negrura, ciega en la oscuridad. Era la expresión más elocuente que cabía concebir de la idea de que el calor lo es todo.
Eché una ojeada y hube de reconocer que, tanto desde el punto de vista del periodismo como desde el de la moral, no había nada que hacer excepto sentir horror. Cuando me dirigía al coche, me crucé con el estudiante que había visto los helicópteros, que caminaba sin rumbo fijo exclamando:
—¡Viene la Securitate! ¡Viene la Securitate! ¡Vamos a morir!
Volvemos a Hungría para que informe. Las emanaciones de los cadáveres se aferran a mis fosas nasales y tengo que pegarme un paquete de café contra la nariz para que su penetrante aroma sepulte todas las huellas de los muertos.
Cuando ya tenemos la frontera al alcance de la vista, se nos pincha una rueda. Dejamos la radio encendida mientras la cambiamos y oímos historias acerca de agentes de la Securitate que hacen dedo para dejar explosivos subrepticiamente en los coches de la prensa. Desde Arad llega información en directo de un corresponsal escondido bajo un radiador, que describe cómo la Securitate está tiroteando la ciudad.
No entiendo por qué en tantas representaciones del infierno se ven hordas de pecadores subidos unos encima de otros, rugiendo entre rugientes llamas, pinchados por diablillos con bieldos o espetones mientras se abrasan. Si fuera posible, pediría que me enterraran en el núcleo del Sol en compañía de unos amigos, porque te aseguro que, si existe el infierno, debe de ser la más solitaria y fría de las cárceles.