Ya había aparecido el majara de cada mañana.
Guy llegó a la conclusión de que en Brixton había más chiflados por centímetro cuadrado que en ninguna otra parte del mundo. Había vivido en algunas de las grandes ciudades del continente y visto individuos con una pinta asquerosa, gente deformada y harapienta; ahora bien, si lo que buscaba uno era rodearse de una multitud de chalados no había nada como Brixton. Era una pena que no encontrara la manera de aprovecharse de la situación; pero luego pensó que algunas libras sí que les sacaba, pues muchos de ellos acababan siendo clientes de Jones & Keita cuando los detenían.
Aquel día el majara de turno era un negro gigantesco. Ni un gorila auténtico le habría ganado a gorila. Ésta era otra de las peculiaridades de Brixton; no sólo había pirados para dar y tomar, sino que eran los pirados más grandes que había visto nunca.
Mientras se encaminaba a la parada de autobús, Guy pensó que, en circunstancias normales, una persona que tratara de comerse la camisa con el pantalón a la altura de los talones no le habría preocupado demasiado. Lo que le inquietaba no era tanto la actividad del comecamisas como su tamaño: uno noventa y grande a más no poder. Evidentemente no escatimaban los carbohidratos en el manicomio. Lo que le preocupaba a Guy era que el comecamisas quisiera beber algo con el condumio, lo confundiera a él con una lata de Tennent’s y tirase firmemente de la anilla para abrirla. Guy no podría hacer demasiado, salvo berrear de mala manera. El comecamisas era lo bastante imponente como para obligarlo a hacer cualquier cosa.
Lo de quitarse la ropa les encantaba. Una semana antes Guy se había asomado a la ventana y se había encontrado con otro pedazo de loco. Mirar por la ventana le resultaba muy estimulante. Era de lo más animado: disturbios, accidentes, robos… El robusto chalado estaba sacando con sumo cuidado cosas de las papeleras y poniéndolas en el interior del coche de su vecino. Cuando hubo terminado, subió al vehículo, se sentó en medio de la basura y se quedó tan ricamente dentro de su pinacoteca.
Mirar por la ventana solía llevar aparejado llamar a la policía. Trabajar para un abogado y pedir ayuda a la policía era un pelín extraño; parecía antinatural. En aquella ocasión a Guy le había costado más que de costumbre llamar a los representantes de la ley, porque odiaba a sus vecinos en general y al dueño de aquel coche en particular.
Fuera por su trabajo o simplemente porque vivía en Brixton, Guy sufría una dolorosa carencia de sentimientos cercanos a la cordialidad y la buena voluntad. Observaba a sus vecinos y le repateaba su forma de andar. Odiaba Brixton, odiaba a sus habitantes, odiaba a los clientes y, a decir verdad, tampoco se llevaba muy bien consigo mismo.
Estaba deseando que el ordenabasuras causara algún desperfecto grave en el coche donde estaba metido, pero, como al lado se encontraba el de la enfermera, al final Guy había llamado a la policía. La enfermera se hallaba cómodamente instalada en el reino de la pareja, pero había que ser previsor. Si el ordenabasuras decidía ampliar su exposición al coche adyacente, él no podría hacer nada por sí solo y, teniendo en cuenta que la policía tardaba media hora en aparecer (pese a que la comisaría quedaba a diez minutos a pie), convenía hacer la reserva con antelación.
Aparecieron dos agentes: un hombre que mediría uno setenta como mucho y una mujer de uno cincuenta y cinco y nulas redondeces. Guy calculó que entre los dos apenas lograrían sujetarle un brazo. No les quedaba más remedio que intentar hacerle entrar en razón. Mientras recurrían al tono amistoso y a la persuasión, Guy tuvo tiempo para prepararse una taza de té y hacer otra llamada. El ordenabasuras no sólo se mantuvo en sus trece, sino que contraatacó quitándose ropa. Guy observó que el policía volvía la cabeza hacia el hombro y pedía refuerzos. Al final, cuatro fornidos agentes se llevaron a rastras al ordenabasuras mientras los dos que habían llegado primero recogían la ropa desperdigada.
En el autobús, una parada más cerca de la comisaría de Peckham, Guy vio que un borracho trataba de comprar un billete. Todavía no iba con retraso, pero el borracho llevaba ya cuatro minutos buscando una moneda en los bolsillos y haciendo esperar a todo el mundo. Al final, el pasajero situado detrás de él se ofreció a pagarle el billete.
Guy estaba convencido de que aquel tipo había sido enviado a hacerle el viaje a Peckham todavía más desagradable, pero el borracho había cogido por banda a una mujer africana sentada más bien hacia delante, se había inclinado sobre ella con ese aire confidencial (pese a los gritos) propio de los de su condición y estaba rebozándola con el aliento. La mujer recurrió a la técnica de poner los cinco sentidos en otro asunto. Sin embargo, el borracho era tan insistente que Guy llegó a la conclusión de que debía de resultar insoportable incluso sobrio. «Pero no quisiera molestarle con mis problemas», proclamó, con una proyección de voz que le habría abierto las puertas del mismísimo Teatro Nacional.
Guy comprobó si llevaba la navaja en el bolsillo de la chaqueta. Aunque conocía de sobra la ley de armas blancas, había empezado a llevar una encima. No para evitar un robo, pues si alguien quería quedarse su dinero, le parecía perfecto; no quería arriesgarse a que lo hirieran por unas pocas libras. No, lo que le preocupaba era que alguno de aquellos pirados lo confundiese con una lata e intentara tirar de la anilla.
El altercado más corto había durado treinta segundos, una mañana en que había salido a trompicones a comprar el periódico. Cuando estaba llevando a cabo la costosísima tarea de pagar, lo empujaron por la espalda. Pero lo hicieron de esa manera tan decidida y violenta que le indica a uno que el empujón ha sido intencionado. Guy dio media vuelta y vio a un adolescente negro de aspecto ágil que llevaba un tocado árabe y una camiseta con las mangas cortadas.
—A ver si tienes más cuidado —le soltó el chaval.
Aunque estaba prácticamente dormido, Guy lo vio venir. Dentro del puesto de periódicos se les quedaron mirando varias personas con esa cara de profundo interés que anuncia un baño de sangre. Iba a ser objeto de una paliza multicultural. Fantástico.
Estuvieron un rato empujándose el uno al otro. Guy no conseguía ponerse de mala leche. Entonces, sin mediar palabra, el árabe salió del puesto, cruzó la calle rápidamente y entró en la verdulería. Todo parecía indicar que había ido a buscar a algún otro a quien empujar. Al cabo de unos minutos, cuando ya estaba totalmente despierto, furioso y armado hasta los dientes, fue en su busca, pero el chaval había desaparecido.
Después de aquel episodio, Guy tomó la determinación de no volver a salir a la calle sin las herramientas necesarias. Si se veía obligado a utilizar la navaja, diría que acababa de encontrársela en la calle y que se disponía a entregarla en aquel preciso momento. No entendía por qué habría de tocarle a él el papel de única persona honrada del Reino Unido.
Cuando bajó del autobús le escupió un anciano de color. El cometa de flema describió una trayectoria de unos cinco centímetros por delante de su pecho. Luego el hombre le sonrió. Si le hubiera tocado, Guy se habría visto obligado a hacer algo al respecto, pero por esto no merecía la pena complicarse la vida. Si uno se detuviera cada vez que alguien le insulta o le escupe, nunca llegaría a su destino.
Guy entró en la sala de espera de la comisaría de policía y aguardó hasta que el agente se dignó hacerle caso. Quizás en la calle, en los tribunales y en los periódicos tuvieran que fastidiarse, pero allí los polis se encontraban en sus dominios.
—Soy el representante del abogado en el caso de Scott —dijo Guy, cuando consideraron que ya habían abusado suficientemente de su paciencia.
Para la mayoría de los clientes, la balanza solía inclinarse las más de las veces hacia la delincuencia: se pasaban unos meses viviendo bien y luego los trincaban. A Guy siempre le daban ganas de preguntar a los Scott qué le veían a aquel negocio, porque a ellos los cazaban siempre; eran clientes fijos, e incluso habían empezado a dirigirse a Guy por su nombre.
Una de las razones por las que no se lo había preguntado era que, a pesar de que siempre los cazaban, ellos se declaraban indefectiblemente inocentes.
En una época en que los lazos familiares se rompían a menudo de forma desagradable o sencillamente no existían, no era corriente ver a un padre y un hijo tan unidos. Scott padre y Scott hijo también se salían de lo común por otros motivos. El robo callejero era para los veloces; se trataba de un delito que gozaba de popularidad entre los atletas fracasados, aquellos que no habían tenido suerte en las competiciones regionales pero estaban encantados de poder sacar partido de su preparación.
Scott hijo no era la persona idónea para esa clase de trabajo. Estaba tan gordo que temblaba como un colchón de agua (había nacido demasiado tarde para triunfar como fenómeno de feria) y uno no se lo imaginaba cruzando a toda velocidad ni siquiera un cuarto de baño. No se habían presentado cargos, pues daba la casualidad de que había intentado robarle el bolso a su antigua profesora de educación física; sin duda no la había reconocido por detrás, pues de lo contrario se habría acordado de sus clases de judo. La profesora sí lo reconoció a él y, aparte de aferrarse al bolso y de llamarle reiteradamente por su nombre a voz en grito, lo tiró al suelo y, tras afirmar «Esto no es el colegio, querido», se puso a darle patadas con tal pericia que acabó dejándolo sin sentido. Scott padre se abalanzó sobre ella y se reunió inmediatamente con su vástago en el suelo.
Fueron rescatados por la policía. La versión de Scott padre fue que habían sido atacados por una loca; le parecía indignante que varios testigos sostuvieran que su hijo había intentado birlarle el bolso a la profesora. La policía tuvo en cuenta la trivialidad del hurto y las contusiones que habían sufrido, y todo quedó en una amonestación.
Los Scott coincidían con el perfil del ladrón callejero en un solo aspecto: eran muy cortos de entendederas. Robar bolsos no era un delito que atrajese a los calculadores o imaginativos. Hacía falta cierto oficio para encontrar a la víctima adecuada en circunstancias propicias: mujeres menudas, delgadas, sin afición a las artes marciales ni costumbre de llevar armas escondidas, en un aparcamiento mal iluminado, una callejuela aislada o una estación de metro apartada. La técnica no requería mucha preparación: se agarraba el bolso y se empujaba o tiraba al suelo a la víctima (también había quienes no descartaban tirar primero a la víctima al suelo y luego agarrar el bolso). Cabía imaginarse a Scott hijo destacando en el terreno de los empujones, aunque sólo se quedara en eso.
Luego vino el golpe de Balham High Street. Scott hijo sustrajo el bolso limpiamente y, dejando a la mujer con las manos vacías y la boca abierta, se dirigió al coche hecho un flan. Padre e hijo apretaron el acelerador entre risas, pero, al doblar la esquina, se encontraron con un control policial (algo que sólo sucedía dos veces al año). No llevaban ni el impuesto de circulación, ni el seguro, ni la ITV, ni el permiso de conducir, ni las luces de freno. Y encima tenían los neumáticos gastados. Posiblemente hubieran podido hacer frente a la situación si no llega a ser por Scott hijo, que se encontraba en el asiento de delante, con el contenido del bolso de piel de cocodrilo sobre las rodillas, examinando una polvera.
Guy había escuchado pacientemente las declaraciones de los Scott, quienes afirmaban que el bolso se lo había arrojado al interior del coche un misterioso desconocido que luego había desaparecido de sus vidas a todo correr. En el momento de la detención se dirigían precisamente a la comisaría con el propósito de entregárselo a la policía. Se quedaron desconcertados cuando les informaron de que la descripción de la mujer coincidía exactamente con las señas personales de Scott hijo, incluida la frase «Dame una paliza y córrete sobre mis tetas» de su camiseta.
Después de que los pusieran en libertad bajo fianza se metieron en otro lío. El robo y la fuga salieron bien, pero cuando volvían a casa se les averió el coche. Mientras regresaban en autobús, la policía estaba esperándolos; habían averiguado quiénes eran los culpables gracias a la descripción facilitada por la víctima («un luchador de sumo en paro»). Según los Scott, eran víctimas de una trampa y de un trato discriminatorio; según el jurado, eran culpables. El dictamen del juez fue condena condicional. Moraleja: hay que agenciarse coches en buenas condiciones.
De todos modos, todavía se le podía echar más morro, concluyó Guy. Se acordaba del golpe que había intentado dar Palmer en una tienda de antigüedades (vigilada por agentes armados, probablemente como consecuencia de un chivatazo, lo que no dejaba de resultar extraño, dado que Palmer nunca planeaba nada con más de un cuarto de hora de antelación). Había llegado al lugar del delito en el Ferrari color rojo vivo que acababa de robar su amigo, que iba al volante.
Según Palmer, había ido a ver a su amigo y éste se había ofrecido a llevarle a casa de otro. Por el camino salió a relucir que el coche era robado y Palmer exigió inmediatamente que le dejara bajar. Se detuvieron casualmente delante de la tienda de antigüedades, donde, indignado porque había intentado involucrarlo en un acto delictivo, Palmer se enfrentó con él y le lanzó un ladrillo que había encontrado de repente por allí cerca. No acertó, y el ladrillo fue a parar al escaparate de la tienda de antigüedades. Palmer se había apresurado a mirar si los artículos del escaparate habían sufrido algún desperfecto cuando de pronto aparecieron las armas como por arte de magia.
Hay clientes con los que uno acaba teniendo confianza y puede echarse unas risas. A Guy le faltó poco para preguntarle. «No te importa si me río, ¿verdad?». Pero Palmer no era de los clientes que animaban a decir frivolidades, sino de los que te arrancaban la oreja de un mordisco si detectaban la menor falta de respeto hacia su persona, por mucha experiencia en asuntos legales que tuviera uno. Palmer no se reía de nada, y se tomaba su línea de defensa absolutamente en serio.
Guy se excusó, salió de la sala de visitas, se desternilló de risa, recobró la compostura y volvió a seguir recibiendo instrucciones de su cliente.
Por desgracia, Palmer era otro cliente que no fallaba, aunque nadie quería ocuparse de él. La mayoría de los clientes tenían sus especialidades, sus propensiones, sus normas. Palmer no. Palmer le pegaba a todo: falsificación de moneda, incendios provocados, tarjetas de crédito, robo con escalo, abuso de menores… Era un artista completo. Cuando se ocupaba de uno de sus casos, Guy no podía dejar de pensar que, si tuviera un mínimo de carácter, haría algo para sabotear su defensa. De todos modos, en el asunto de la tienda de antigüedades no hacía falta. Palmer iba a acabar en el talego, sobre todo si exigía que le llevaran a juicio. Aunque había jurados lo bastante insensatos como para dejarlo en libertad condicional.
Si uno le leía la palma a Palmer (por así decirlo), resultaba fácil adivinarle el futuro: estaría entrando y saliendo de la cárcel, destrozando vidas igual que el botulismo, hasta un día en que haría alguna barbaridad, una violación o un asesinato, e incluso un juez se vería obligado a encerrarle durante una temporada lo bastante larga como para sacarse un título de una universidad a distancia.
Tarde o temprano alguien vería cómo la felicidad en su vida desaparecía a manos de Palmer.
Cuando por fin le dejaron pasar, Guy habló con el agente responsable del arresto, que tenía esa cara de satisfacción que se les pone a los policías cuando logran que el autor de un delito figure al cabo de pocas horas en la lista de inculpados con unos cargos tan irrebatibles que ni siquiera el sistema legal al completo trabajando al mismo tiempo (tras resucitar y reunir a todos los abogados de la historia) podría responder a ellos.
Los Scott estaban mejorando; habían robado un bolso, se habían deshecho de él y habían llegado a casa sin problemas. De todos modos no les había servido de nada ser más eficientes, ya que el delito había sido grabado en color por una nueva videocámara de seguridad de altas prestaciones, y el agente encargado de la investigación los había reconocido al instante.
Los Scott eran muy famosos. Nada podía gustarle más a la policía que unos delincuentes que ponían los medios para que los detuvieran. El agente era muy hablador y le contó que los Scott se habían deshecho del bolso, pero les habían encontrado unos cupones para comida en el sofá y —el policía soltó una risilla de satisfacción— la tarjeta de crédito de la víctima en un tarro de café.
Guy aconsejó a los Scott que no hicieran declaraciones. Por lo general, era la mejor táctica, sobre todo cuando se trataba de los clientes menos espabilados, que siempre daban más trabajo a la defensa si se salían del guión. Además era un comportamiento intachable; quizá no fuera el mejor en todos los casos, pero nunca resultaba contraproducente. Uno siempre podía hablar después, si hacía falta. En vista de lo que mostraba la cinta del vídeo, de que el contenido del bolso se encontraba tan ricamente en su casa y de que la víctima se acordaba perfectamente de la frase que lucía en la camiseta de Scott hijo («Tú mátalos a todos, que Dios ya les hará entrar en vereda»), lo mejor que podían hacer los Scott era morderse la lengua.
Aun así, ellos se aferraban a su inocencia como un pitbull terrier a su pierna favorita. Tiempo atrás, en un lugar desconocido, alguien les había aconsejado que no cantaran nunca, y la máxima se les había metido en la cabeza como una bola de pelos en un desagüe atascado, impidiéndoles juzgar con sensatez los atolladeros en que se metían.
Según Guy, había fundamentalmente tres categorías de estupidez. Primero estaban los nerviosos, que aún no se habían recuperado de la conmoción del colegio y preferían mantenerse alejados de la gente, no fuera a pedirles alguien que hiciesen una suma o enumerasen las capitales de Sudamérica; sólo cometían delitos de manera fortuita, pues sabían que iban a fracasar. Luego estaba el grupo de los prácticos, que conocían sus límites y trabajaban sin perderlos de vista. Por último, estaba la categoría a la que pertenecían los Scott: los que eran tan estúpidos que no se daban cuenta de que lo eran. Es decir, los que se pasaban el día entero preguntándose por qué todos los demás eran estúpidos.
La conversación discurrió de forma agradable, aunque los Scott no alcanzaron a comprender por qué Guy no veía claro que fueran a ponerlos en libertad bajo fianza.
La entrevista acabó mucho antes de lo habitual. Guy bajó sin prisas por la colina, con tiempo de sobra para acudir a la cita que tenía en la cárcel de Brixton. Entró en una tienda y compró tabaco para Bodo. Los Scott se habían sentido decepcionados al ver que no les ofrecía cigarrillos. Normalmente llevaba encima diez Benson & Hedges, pero le había llenado de satisfacción ir por una vez con las manos vacías.
Colina abajo había un individuo que acababa de emborracharse (perteneciente a la categoría de trabajadores irlandeses sin trabajo) en la postura de signo de interrogación propia de las cogorzas de campeonato. Llevaba en la mano una lata de cerveza y, con berridos barriobajeros, andaba proclamando: «Y luego…, y luego la gente va y te dice que estás borracho».
En la cárcel reinaba la tranquilidad. Era lo habitual, a menos que alguien se hubiera fugado la semana anterior. Guy se sentó en la sala de visitas y esperó a que apareciera Bodo (su cliente favorito en aquel momento), cuyo problema se limitaba a haber mantenido una relación demasiado estrecha con setenta kilos de marihuana.
Se había desplazado desde Augsburgo hasta Londres para tocar la guitarra. Una noche, cuando andaba mal de dinero, había conocido a un hombre en un pub (verídico). Se habían puesto a charlar y el tipo le había dicho que le pagaría trescientas libras si hacía una entrega. Ésta era una de las razones por las que Bodo le caía bien: había cometido el error típico. Él sabía perfectamente en qué se metía, pero había pensado que era pan comido; nada menos que trescientas libras por una entrega. Guy lo comprendía a la perfección. Él se había visto en una situación semejante con Gareth, quien lo había convencido para que intentara hacer las «labores administrativas» de su firma fuera de la oficina. Hubiera podido conocer fácilmente al hombre que había propuesto a Bodo aquel trabajito en Lewisham.
Bodo acudió puntualmente al lugar convenido y se encontró con el conductor de una camioneta, hecho un manojo de nervios e impaciente por deshacerse de los paquetes lo antes posible. Bodo se quedó estupefacto de ver que el traslado se llevaba a cabo a plena luz del día (a saber: en el aparcamiento de un McDonald’s) y los paquetes ni siquiera estaban disimulados, sino envueltos a duras penas en unos pedazos de papel de periódico. El hecho de que estuvieran tan mal embalados lo llenó de inquietud, pues en el maletero de su coche sólo cabían unos cuantos paquetes y el resto tenía que ir apilado en el asiento delantero.
Asustado, Bodo se dirigió a la dirección que le habían indicado (verbalmente). También le habían advertido que lo seguiría un coche. Bodo se quedó mirando cuando el Lotus rojo, que avanzaba sin prisas detrás de él a cinco metros de distancia, le adelantó a toda velocidad después de que la policía le pidiera que se detuviese porque se había saltado un semáforo en rojo («Ni siquiera me fijé en él; estaba mirando el mapa»).
El aspecto de Bodo (que estaba sudando a pesar de que hacía un frío glacial) y el coche repleto de gigantescos paquetes de marihuana despertaron las sospechas de los agentes de policía.
—¿Podría decirnos qué lleva en esos paquetes, señor?
—Una condena a prisión bien larga, me parece —respondió Bodo, a ver si les caía en gracia.
La cosa pintaba mal. Levantó las manos, pero en semejante situación eso no servía de mucho. Con un kilo de marihuana uno todavía podía decir que lo había plantado o que alguien lo había dejado allí, pero con setenta lo único que cabía hacer era ponerse a buscar un buen calendario de cinco años. Bodo apenas tenía espacio para conducir.
La cosa pintaba pero que muy mal. Bodo no tenía más que inconvenientes: educación universitaria, padres sin divorciar, ningún episodio de alcoholismo o abuso de sustancias, ningún hijo ilegítimo, ningún antecedente penal, un inglés impecable, buenas aptitudes… No podía aducir nada como atenuante. El juez iba a darle un buen escarmiento.
Bodo entró con su camiseta de «Legalización».
—Wiegehts’s? —preguntó Guy, siempre deseoso de practicar la única frase que sabía en alemán, porque le hacía sentirse europeo y porque la noche que había pasado con una alemana en un albergue juvenil de Rennes no había sido en vano.
Bodo trataba de tomarse con ecuanimidad la condena que iba a caerle y en cierto modo estaba consiguiéndolo. Ya empezaba a hacerse a la idea, aunque tenía algunos problemas: quería que lo pusieran en libertad bajo fianza, pero las únicas personas que disponían de la cantidad de dinero suficiente eran sus padres, y Bodo no había querido quitarles el sueño todavía. En el fondo lo que deseaba era que lo soltaran para darse un último revolcón con su novia; no se engañaba y sabía que no estaría esperándolo cuando saliera de la cárcel con algunos años de más y algo más de sensatez.
Trataron del tema de la fianza y de otras cuestiones. No había mucho de que hablar. Guy había ido más que nada por él, para intentar infundirle ánimos. Sabía que en la Real Prisión de Brixton no iba a encontrar demasiadas cosas para entretenerse. ¿Qué podían enseñarle allí? Tocaba la guitarra como un virtuoso, era doctor en astrofísica y su inglés oral y escrito era mejor que el de cualquier persona que hubiera en el talego (el director incluido).
Bodo prefería pensar en el futuro.
—Volveré a Augsburgo. Daré clases de guitarra. Se acabaron las grandes ciudades. Se acabaron las aventuras. Todo el mundo me conocerá como el aburrido señor Becker y nadie se creerá las locuras que hice en Londres. —Dio una calada al cigarrillo con la misma intensidad que un veterano de la cárcel—. ¿Sabes qué? Cuando salga probablemente la hayan legalizado ya. Igual puedo hacer algo para acelerar la campaña. —Se levantaron y esperaron a que entrara el celador a buscarlo—. Anoche miré la Luna —añadió—. Desde mi celda se ve muy bien. Estaba contemplándola y pensé que un día habrá gente allá y tendrán celdas, porque también habrá cabrones en la Luna. Donde hay gente, hay cabrones. Andate con cuidado, Guy, uno nunca sabe cuándo va a toparse con uno. Fíjate bien cuando te mires en el espejo.
Llegó a casa y abrió el grifo de la bañera. Echó los dos cerrojos de la puerta y puso sobre la tapa del váter el cuchillo de cocina más largo que tenía (el del bonito filo dentado). Era muy difícil, prácticamente imposible, que entrara nadie, pero últimamente a Guy se le hacía muy difícil fiarse del universo.
Echaba de menos a la policía.
Habían aparecido la noche en que se había quejado del ruido de la casa de al lado. Eran las cuatro de la madrugada y Guy acababa de darse cuenta de que en el ritmo de salsa que atravesaba la pared había algo que le resultaba verdaderamente exasperante. Podía soportar casi todos los estilos musicales y no tenía nada en contra de que la gente se divirtiera, pero aquello le crispaba los nervios. La policía cosechó tanto éxito como él: ninguno. O el vecino no quería tomarse la molestia de abrir o bien tenía la música tan alta que no oía los furiosos golpes que estaban dando en la puerta.
El agente se compadeció de Guy, quien había decidido agradecerle a su vecino el regalo del insomnio rajándole los neumáticos en cuanto la policía se hubiera marchado. El agente se asomó a la ventana.
—Tiene usted una buena vista desde aquí, ¿eh?
Y así fue como Guy se encontró con una unidad de vigilancia instalada en pleno salón de casa. En circunstancias normales no habría dado semejantes muestras de civismo, pero le habían dicho que iban a pagarle unas cuantas libras por las molestias.
A la policía quien le interesaba era el peluquero. A Guy también le daba que pensar. La peluquería permanecía cerrada y con la verja echada más tiempo del que se suele juzgar conveniente para un negocio, aunque abierta tampoco parecía ir mejor que cuando estaba cerrada. Aun así, los diversos coches aparcados en las proximidades del establecimiento eran una señal inequívoca de bienestar económico.
—¿De qué se trata? —preguntó Guy—. ¿De drogas?
—Las drogas ya no nos importan una mierda —respondió el inspector—. Venden armas.
La policía se marchó al cabo de una semana con cara de decepción. Guy se imaginó que sería porque no habían conseguido cazar a nadie con las manos en la masa y porque mientras vigilaban de cerca The White Horse les habían robado las cámaras del piso. A él no le habían quitado nada; no se habían llevado ni el televisor ni el vídeo, lo cual no dejaba de resultar insultante. Estarían viejos, pero todavía hacían su papel.
Lo más irritante de todo era que le habían tumbado la puerta a patadas. Guy había invertido tiempo y dinero en instalar unos cerrojos nuevos; éstos habían aguantado de forma admirable, pero la puerta había quedado reducida a un montón de mondadientes.
De todos modos, había disfrutado con la compañía. Lo había pasado bien intercambiando historias de iniquidades y vilezas.
Le alegró ver su imagen en el espejo. Iba a ir a Hampstead, lo que debería distraerle durante unas horas de todo lo sucedido.
Cuando se dirigía tranquilamente al metro, Guy vio que un bebedor de Tennent’s (perteneciente a la categoría de guripas expulsados del ejército) tiraba una lata vacía a la entrada del Departamento de Urbanismo de Lambeth y meaba generosamente junto al edificio mientras su chica lo observaba con cara de estar pensando: «Éste es mi héroe». Uno acababa hartándose de que la gente dejase mierda por todas partes y expulsara sustancias no destinadas precisamente a ser contempladas por el público. De todos modos, había que reconocer que rociar de aquella manera unas oficinas municipales de Lambeth no estaba nada mal.
Dentro del metro, Guy atravesó el cordón de evangelistas (en su mayoría cristianos; el resto eran musulmanes, algunos equipados con altavoces portátiles) y el surtido de proveedores de ideas políticas (en su mayoría comunistas). La estación de metro de Brixton presentaba una característica misteriosa: la capacidad de congregar gente deseosa de cambiarte la vida, principalmente de forma ruidosa y quedándose con tu dinero, y también gente deseosa de cambiar su propia vida, quedándose asimismo con tu dinero.
En un extremo de la estación, un corro de borrachos y locos de atar se reía del chiste más divertido del mundo. El rey de los «tirados» estaba recibiendo a su corte.
Por lo que Guy sabía, el rey llevaba cinco años plantándose en el metro todos los días, con un horario de nueve a cinco (faltaba menos que cualquiera de los empleados del Metro de Londres que trabajaban en Brixton). La gente seguía dándole dinero, quizá por su porte desastrado.
Y es que en realidad el rey no vivía en la calle, sino en un piso de alquiler subvencionado por el ayuntamiento al lado de la estación, en la nueva urbanización construida junto a la vía de ferrocarril tras los disturbios de 1981. Tenía varios trajes de lo más elegante y parecía encantado de trabajar en el metro. ¿Por qué no iba a ser así? En la estación no llovía, hacía buena temperatura y había comida rápida, bebidas calientes y frías, un puesto de prensa, un fotomatón donde chutarse y una tienda de discos de la que salían ritmos contagiosos.
El rey se consideraba muy profundo. Cuando se cansaba de la letanía del «¿Tiene algo de dinero suelto?», soltaba a todo volumen prédicas del tipo «¡Hombres, hombres! ¿Adónde os dirigís?», en un tono que hacía pensar que estaba intentando elevarlos a un plano superior del ser.
Tras recoger su billete, Guy se encontró con un negro con gafas oscuras y auriculares que, bebida en mano, estaba subiendo los primeros peldaños de las escaleras mecánicas que bajaban hacia el andén (sí, precisamente allí). Guy se detuvo un momento a ver si estaba intentando adelgazar o bien no se había dado cuenta de que aquella escalera era para bajar. Pero el andarín seguía dando zancadas tan ricamente, como si la estación de metro fuera su gimnasio privado, idea inspirada por retorcidas maquinaciones mentales o quizá por el simple deseo de sacar de sus casillas a todo aquel que quisiera llegar a los andenes.
A Guy le daba igual qué clase de extravagancia cortical había dado lugar a aquello. Si uno vivía en Brixton, acababa teniendo una capacidad extraordinaria para distinguir entre las excentricidades molestas y los trastornos mentales peligrosos. La bebida le delataba claramente: naranjada. Todo el mundo sabía que los locos de remate y los aficionados a causar lesiones graves bebían Tennent’s. Además, era bastante poca cosa. Un individuo lo echó de las escaleras de un empujón sin tomarse la molestia de disculparse.
Un australiano pasó al lado de Guy deslizándose con la habilidad de un surfista por el pasamanos de las escaleras de subida.
Cuando el tren empezó a traquetear, Guy dio rienda suelta a su mal humor y decidió actuar con más determinación. Estaba malhumorado porque llevaba meses pensando en lo atractiva que era Vicky y, a pesar de que estaba liada con otro, no era él quien se la estaba beneficiando.
No alcanzaba a comprender cómo Vicky podía salir con Luke, que era una auténtica nulidad. Aunque se sentía orgulloso de sus recursos en materia amorosa, Guy se daba cuenta de que había hombres que no sólo eran más fuertes, ricos y morenos que él sino que tenían un trabajo mucho más fascinante que el suyo; no le habría hecho gracia que Vicky tonteara con uno de ellos, pero lo habría comprendido. Lo que quería decirle era: «¿Que no estás interesada en mí?, de acuerdo, pero al menos déjame buscarte a alguien que merezca la pena».
Si algún don tenía era el de la paciencia. Estaba dispuesto a esperar, no iba a desanimarse porque le rechazaran un par de veces, era capaz de mantener el contacto sin recibir ninguna remuneración física a cambio y las conversaciones de cortesía no le desmoralizaban.
El problema era que Luke había ido a Ipswich, su ciudad natal, a pasar, según sus palabras, un fin de semana largo, pero no había regresado. En su lugar había aparecido un pedazo de tarta de boda dentro de una caja estampada de flores, junto con una invitación para su enlace con una antigua novia de infancia (a la que Vicky situaba desde hacía tiempo en la categoría de destinatarios de esporádicas felicitaciones de Navidad) y una breve nota que rezaba: «Creo que lo mejor será que no nos veamos durante una temporada».
Lo que le asombraba a Guy era la crueldad de Luke. O su sentido del humor. Creía que ambas cosas quedaban fuera de su alcance. Luke era ingeniero de sonido, y parecía sentir un respeto tan profundo por éste que apenas articulaba palabra; encima, las que llegaba a articular tenían tan poca enjundia que no compensaban sus largos silencios. Guy había buceado en su memoria una y otra vez para confirmarse en la idea de que Luke era un ser aburrido y anodino. Ocupaba el espacio equivalente a setenta kilos de peso: ésa era su característica principal. Aunque, por supuesto, los recuerdos más vivos que guardaba de él eran los que no tenía pero podía imaginarse, en los que Luke se apretaba contra el trasero de Vicky, haciendo muecas y gimiendo.
Vicky se había enterado el lunes de su derrota en el terreno matrimonial. Guy supo el miércoles que ella se había enterado. Tras felicitarse por su diligencia y por la eficacia de su red de información, Guy llamó inmediatamente, dispuesto a decirle cuánto lo sentía.
Cuál no sería su sorpresa cuando descubrió que Vicky no estaba ni mucho menos desconsolada, sino a punto de trasladarse a Hampstead, donde había encontrado trabajo en una casa paradisiaca provista de cuatro habitaciones, sauna, jacuzzi, gimnasio y antena parabólica, y había conocido a un jefe de cocina de un restaurante coreano que la sacaba a dar largos paseos y del que hablaba en un tono de voz que hacía pensar en una persona próxima a la condición de aprietatraseros.
Parecía muy animada; es más, sólo apareció un nubarrón en su horizonte vocal cuando él le propuso quedar. Vicky fue dándole largas, y sólo una semana más tarde, ese mismo día, le había hecho un hueco a Guy, pues había quedado con dos amigas holandesas para tomar una copa. A Guy le hizo ilusión que hubiera compañía, aunque empezaba a preocuparle la posibilidad de que estuviera enamorándose de Vicky.
Las encontró en el pub y advirtió que Vicky lo recibía con una indiferencia tan absoluta que apenas dejaba lugar a dudas respecto a su falta de interés. Las dos chicas holandesas tampoco dieron la menor muestra de entusiasmo al verlo llegar. Lejos de beberse sus palabras, como harían unas mujeres decididas a tener una aventura veraniega, le prestaron la misma atención que al resto de la gente que había en el pub.
Mientras observaba a Vicky, Guy pensó que él no era más que uno del montón. Vicky tenía que salir a tomar algo con las holandesas y lo había incluido a él en el plan para poder matar de un tiro a dos pájaras y a un actor en paro en una sola tarde de pub.
Guy invitó a una ronda, a ver si las mujeres reaccionaban favorablemente a su generosidad, y se acomodaron los cuatro alrededor de una gran mesa redonda que ya estaba ocupada por un curtido asiduo del local (perteneciente a la categoría de antiguos vendedores ambulantes solterones).
El hombre estaba sentado tranquilamente con las herramientas de su oficio: la irreductible media pinta en el vaso correspondiente, el pitillo liado a mano con una columna de ceniza casi tan larga como un cigarrillo, el pelo de alcohólico y la típica sonrisa de quien se piensa que ya está de vuelta de todo.
La conversación discurría a la perfección sin la ayuda de Guy, que se encontraba al lado del borrachín. Al cabo de un par de minutos, el hombre, con ese estilo campanudo propio de quien pretende disimular su borrachera, le preguntó si tenía un pañuelo. Guy le respondió la verdad: no tenía ningún pañuelo. A continuación el borrachín interrumpió a las chicas para ver si ellas llevaban uno. Las chicas o no pudieron o no quisieron dárselo.
Al cabo de un rato el tipo volvió a pedirle un pañuelo, con un poquitín más de insistencia y una entonación que daba a entender que Guy estaba ocultándole algo. Guy repitió con más firmeza que antes (firmeza con la que esperaba atravesar la capa de alcohol que envolvía al borrachín) que no tenía ninguno. Lo que empezaba a fastidiarle era que sólo se tardaba tres segundos en llegar a la barra o al cuarto de baño, donde, en caso de auténtica necesidad, era posible conseguir un pañuelo de papel. Pero el hombre parecía decidido a molestar a quien fuera con tal de evitarse ir a buscar uno.
Las holandesas estaban ahora enumerando con Vicky a los actores a los que permitirían pasar gustosamente por su «felpudo» (una muestra de insensibilidad, en su opinión); los que mencionaban no tenían más talento que él, pensó, pero sí ventajas tales como una fama y una fortuna inmensas. Ya le gustaría ver cómo se desenvolverían ante las chicas sin tanta celebridad y riqueza. Probablemente igual que él. Aquella lista de preferencias carnales no auguraba nada bueno; estaba claro que las chicas se sentían en su propia salsa, que aquélla era la banda sonora de una noche fallida. Pero de pronto se quedaron calladas, y Guy notó que miraban detrás de él con el mismo semblante demudado que los testigos de un accidente de tráfico.
Volvió la cabeza. La razón por la que el hombre había pedido encarecidamente un pañuelo saltaba ahora a la vista. Un hilo de moco de treinta centímetros de largo colgaba de su orificio nasal derecho cual varilla para medir el aceite. Las napias del borrachín eran superlativas, circunstancia que sin duda confería poderes especiales a apéndice tan bien enraizado.
Para cualquier brixtoniano aquello era algo normal y corriente, y Guy no le dio mayor importancia. Mientras que en Hampstead nadie esperaría ver semejante cosa, pues carecía de sentido pagar millones de libras por una casa si luego uno se encontraba en el pub del barrio a gente que cultivaba zarcillos de mocos en la nariz, en Brixton tratarían de sujetarte con aquel hilillo como si de un lazo se tratara. El regocijo del hombre iba aumentando en la misma medida en que crecía la parábola descrita por el péndulo.
—¿Les molesto? —preguntó con una risita.
Molesto no era, concluyó Guy, pero sí irritante en grado sumo. No había atravesado Londres de punta a punta para ser testigo de aquello y no pensaba dar a aquel hombre la satisfacción de saber que acababa de añadir otra capa de grima a la velada. Tras ver que en el pub no quedaban más sitios donde sentar los reales (pese a que no estaba muy concurrido), Guy decidió no volver a hacerle caso.
Poco después, puesto sobre aviso por el esfuerzo que estaban realizando los músculos del asco en los rostros de las chicas, Guy se volvió otra vez y pudo observar cómo el hombre acompañaba el hilo de moco hasta la alfombra con dos dedos. Esto calmó un tanto la situación, ya que ahora ya no tenía que preocuparse por el vaivén del mocarro aventurero.
Sin embargo, cuando con calculada efusividad estaba mostrándose de acuerdo con Vicky en lo importante que era una Europa unida, Guy advirtió que el horror volvía a aflorar al rostro de la mujer. Levantó la mirada y observó que otro moco de ocho centímetros salía lentamente de su hangar. El hombre volvió a pedir un pañuelo.
—¿Por qué no vamos fuera? —sugirió Vicky.
Salieron y se sentaron alrededor de una mesa de plástico. A pesar de que estaban a finales de mayo, hacía frío; no tanto como para tener que irse a otro lado, pero sí lo suficiente como para no estar del todo a gusto. Guy no entendía por qué tenían que quedarse allí fuera a pillar un resfriado. Era el colmo de lo inglés: alguien te resulta molesto y tú vas y le echas una mano para que la situación lo sea aún más.
Las cosas no iban bien. Borrachos asquerosos había habido toda la vida y los locos siempre habían tenido debilidad por los transportes públicos; pero Guy se acordaba de que en su adolescencia esas cosas eran la excepción. Si veías en la calle a alguien así, ibas a casa y decías: «he visto en la calle a un borracho realmente asqueroso» o «hoy había un pirado en el autobús». Ahora lo raro era que la mitad de los pasajeros de un autobús aspirasen a mostrar un comportamiento civilizado. Quizá lo que debía hacer fuera largarse de Brixton.
Lo sacó de su ensueño la tambaleante figura del borrachín, que salía en aquel momento del pub. Era el hombre de la flema metronómica. Ahora nos va a tocar ver la moviola, dijo Guy para sus adentros.
—Espero que estén… divirtiéndose —dijo el borrachín, mientras pasaba haciendo eses a su lado.
Por su tono de voz estaba claro que eso era lo último que deseaba en el mundo. Quizá se dirigiera a su casa, pues dio algunos pasos más, pero el grupo dio la callada por respuesta y la provocación le hizo detenerse. Se instaló a poca distancia de su mesa (aunque lo bastante lejos como para que no pudiera alcanzarlos con un moco o un puño) y empezó a soltar improperios. Intentaron no hacerle caso, pero esto no frenó la invectiva, que el hombre soltaba en un lenguaje manido, grosero y poco imaginativo, pero con un odio sorprendente.
Aquí estamos, pensó Guy. En una ciudad moribunda. ¿Dónde si no se pasaría uno el día siendo amable con gilipollas que sólo sirven para dilapidar el dinero de los demás en subsidios y gastos judiciales? ¿Dónde si no eludiría mendigos y tardaría una hora en cruzar la ciudad para acabar siendo víctima del desprecio de las mujeres, pasando frío y soportando los insultos de un hombre cuyas secreciones han dejado de ser un secreto?
Guy vio reflejada en el rostro de una de las holandesas la idea de que aquel hombre necesitaba ayuda y comprensión. Se imaginó que en el suyo se vería reflejado el convencimiento de que había que arrearle un par de patadas en la cabeza. Hasta matarlo, a ser posible. Estaba a punto de perder los nervios. El problema era que el ofensor estaba viejo, débil y borracho, así que sólo conseguiría darle una paliza. En cierto modo, esto era lo que más rabia le daba: el borrachín estaba amparándose en el concepto del decoro que ellos defendían. Además, su conocimiento de la ley le hacía temer que fueran a acusarle de agresión u homicidio sin premeditación.
Para colmo, las mujeres no verían con buenos ojos que le pusiera la mano encima. Eran un poco raras cuando se trataba de este tipo de cosas. Por otra parte, no tenía sentido responder a sus insultos, pues de ese modo sólo conseguiría echar leña al fuego.
—Hay gente que no es precisamente amable —continuó el hombre—. Hay gente que… —Y volvió a emplear el verbo que más éxito ha tenido en los muros de las ciudades desde que fueron inventados.
Optaron por acabar las copas. Guy se preguntó si existiría un país en alguna parte donde ejecutaran a los individuos como aquél y pensó que, si pudiera, emigraría allí. Sin embargo, en el preciso momento en que apuraban sus vasos, el hombre se marchó.
Como el contingente holandés se quedaba en casa de Vicky, Guy las acompañó para que, si a alguien más le daba por insultarles, pudiera ayudarles a hacer caso omiso. Además Guy se enorgullecía de no arrojar la toalla; cabía la posibilidad de que las tres chicas se despojaran de la ropa y tuvieran ganas de que alguien les hiciese un masaje con aceite aromático. Pero, como suele ocurrir, no ocurrió nada de eso.
Llamaron un taxi para él. Se le había escapado el último metro, de modo que iba a rematar la jornada pagando una buena cantidad de dinero por una carrera hasta el sur de la ciudad. Apenas llevaba diez segundos en el vehículo cuando el conductor, que era jamaicano, le preguntó si podía pedirle consejo. Entonces le contó que en Jamaica había conocido a una chica y se habían casado; se la había traído a Londres para vivir allí, pero ella se había fugado al cabo de una semana.
—Conque hice que la deportaran.
Todo había salido a pedir de boca, pero entonces él había vuelto otra vez a Jamaica, había hecho las paces con ella y ahora quería traérsela de nuevo. Estaba pensando en llamar al Ministerio del Interior.
Guy se imaginó la gracia que iba a hacerles la llamada a los del Ministerio. Se imaginó al taxista entrando en las oficinas de Jones & Keita a pedir consejo; como la mayoría de sus clientes, parecía estar compitiendo por un premio internacional a la imbecilidad. El taxista debía de tener cuarenta y pico años, y Guy sospechaba que su mujer no llegaría a los veinte; a buen seguro sería una señorita más madura y sensata tras su deportación, que se las arreglaría para echarse sus polvos suplementarios mientras su marido recorría las calles, o bien volvería a esfumarse, sólo que con mucho más esmero que la primera vez.
Sin embargo, quizá porque estaba cansado, a Guy no le pareció tan estúpido; simplemente formaba parte de lo cotidiano. Era algo que hacía la gente. Además, aparte del billete de avión, ¿qué diferencia había entre ir a Kingston e ir a Hampstead?
—Inténtelo.
—Eso mismo digo yo, que hay que intentarlo.
El coche se averió en Acre Lane. Guy aguardó un rato pacientemente a ver si el taxista era capaz de ponerlo en marcha. Luego le pagó y se dispuso a hacer a pie los diez minutos que lo separaban de su casa.
—Buena suerte con su esposa —le deseó, sorprendido de estar hablando en serio.
Alzó la vista para mirar la Luna, pero no la vio por ningún lado.