Tras sacar las pistolas limpiamente, el Niño las hizo girar varias veces y volvió a enfundárselas sin apartar en ningún momento la mirada de su adversario imaginario. No había perdido coordinación y todavía era capaz de hacerlo con rapidez (pese a que tenía que estar perdiendo velocidad).
También sabía que algo iba mal. Lo notaba en la garganta cada vez que respiraba, pero no sabía de qué se trataba ni si podía hacer algo para remediarlo.
Sacó la petaca de tabaco y lió un cigarrillo mientras trataba de acordarse del momento en que se habían torcido las cosas.
Tenía tiempo de sobra para pensar. Se había pasado años haciéndolo y le había servido de bien poco.
Su trayectoria profesional había acabado de la misma manera. Hacía semanas que algo le olía mal. En realidad hacía meses, pero no lo había asociado al hecho de que estuviera apartándose del recto camino.
No fue decisión suya dejar el trabajo. Hubiera podido dimitir sin más, pero no: tenían que despedirlo, quizá para poder echarle la culpa a otra persona si luego lo lamentaba. Su resistencia a tirarlo todo por la borda quizá guardaba relación con la manera en que había conseguido el trabajo. Tras darse cuenta de que ya era hora de buscarse un empleo como es debido (con traje, sueldo digno y pensión), vio una oferta de trabajo en el Departamento de Urbanismo, fue a la biblioteca, buscó los cursos de urbanismo, improvisó un currículo ficticio y mintió como un bellaco durante las entrevistas. Libre de las trabas del conocimiento y capaz de contar chistes sin el menor esfuerzo, se llevó el gato al agua.
No lo cazaron porque, aunque el trabajo estaba bien pagado, no tenía que hacer nada. Asistía a reuniones en que los chistes eran bien recibidos e iba de un lado a otro en coche para ver farolas. Una ciudad que se precie necesita un Departamento de Urbanismo, pero la verdad es que las ciudades se urbanizan solas. Quizá la facilidad con que había embaucado a sus compañeros le impidiera sentir un mínimo respeto por ellos o, sencillamente, puede que cinco años de aburrimiento hubieran podido con él.
Los problemas comenzaron con una taza de té. En coche llegaba al trabajo enseguida, pero cuando aumentaba el tráfico tardaba media hora larga. Le costaba despertarse; la única manera de abandonar la cama era dar un par de vueltas sobre sí mismo y caer al frío y duro suelo, lo que le proporcionaba el ímpetu suficiente para alcanzar el cuarto de baño. Había perfeccionado este método hasta tal punto que llegaba al trabajo no a la hora, sino con tres o cuatro minutos de retraso; de ese modo nadie se quejaba y él podía quedarse un poquito más en la cama. Se tomaba el té de un trago, se metía unas tostadas en la boca, iba corriendo al coche mientras se ajustaba la corbata y luego se pasaba un rato en los embotellamientos alimentando su odio por todas aquellas caras conocidas.
Una mañana iba tan mal de tiempo que se llevó la taza de té al coche para tomársela por el camino. Al cabo de mes y medio ya subía al coche en albornoz y se afeitaba, vestía y preparaba el desayuno dentro del vehículo. La gente se le quedaba mirando, pero a él le daba igual, y le costó tiempo darse cuenta de lo peligroso que era mantener esa actitud. Antes de que le llamaran la atención por su comportamiento, llegó al extremo de acudir al trabajo después de comer vestido de vaquero de arriba abajo y de ponerse a dar vueltas a los revólveres durante las reuniones.
Los primeros cuatro meses de paro fueron los peores; transcurrido ese tiempo, uno se acostumbra y deja de darle tanta importancia. Él se imaginaba que sería como ahogarse: uno pierde el dominio de sí mismo y chapotea, pero luego se le pasa la angustia y se deja llevar. De todos modos, a esas alturas, vestirse y lavarse era algo que se había transformado en trabajo. No había hecho gran cosa en el pasado, y desde luego nunca volvería a tener nada digno de ser llamado empleo. Sin embargo, no podía pretender que el fin de su matrimonio tuviera algo que ver con el hecho de que hubiera colgado el traje y la corbata en el armario; su matrimonio había tenido su propio cronómetro. Él y su mujer vivían en partes distintas de la casa y rara vez llegaban a pelearse, igual que animales de especies distintas que un guardia insensato hubiera metido en la misma jaula. No obstante, cuando ella le dijo adiós por última vez, no se sorprendió mucho de verse sollozando.
¿Cuándo se había equivocado de camino? Mejor dicho, ¿cuándo se había pasado el desvío? De joven, cuando le habían preguntado qué quería ser de mayor, nunca había respondido: «Me veo todo el día sentado, en una casa prácticamente vacía, en un sofá desgastadísimo, de esos que deben de utilizar los bomberos para entrenarse. En resumen, me veo un fracasado, pero un fracasado de los que ni siquiera merece la pena hablar; no uno que ha visto cómo se le iban al traste grandes proyectos, sino un fracasado sin más, de los que rara vez salen de casa».
Esto era lo único bueno de no tener dinero: resultaba más fácil ser ordenado. En su sala de estar tenía un televisor (de esos que un ladrón miraría de reojo) sobre un pedestal de guías telefónicas, el sofá, un cacto muerto, un wok herrumbroso que no sabía si guardar, sus pistolas con cachas de nácar y un ejemplar de Los jefes indios famosos que he conocido de O. O. Howard. Durante la última década había vendido, prestado o regalado casi todo lo demás. Si le hubieran hecho una oferta mínimamente aceptable, también habría vendido las pistolas.
Miró por la ventana y vio que el cielo era un gran veto gris. También vio a Floren, el vecino de la casa de al lado, que estaba desmontando y esparciendo las piezas de otro vehículo para que se oxidaran en el cementerio de coches en que había acabado por convertirse su jardín. Floren interrumpió su labor de chatarrero para escarbarse la aleta izquierda de la nariz con un clavo negro.
Siempre le ocurría lo mismo. Una vez, mientras pasaba en tren por las afueras de Birmingham, había tenido el placer de ver fugazmente en otra vía, en el momento en que se alejaban los trenes, a Margaret Thatcher, quien, sentada en primera clase, estaba metiéndose un dedo de hierro en su nariz de hierro. De chaval, durante su gran tour por Estados Unidos, en un pequeño bar del aeropuerto de Phoenix, había visto a John Lennon tomándose una Coca-Cola y hurgándose la nariz, y se le habían quitado todas las ganas de pedirle un autógrafo. Para colmo, se había encontrado con George Best en un pub anónimo cerca de Oldham, cavilando junto a una pinta de cerveza en un discreto reservado sobre lo que habría podido hacer, y le había visto recurrir a los dedos. Se le había concedido el extraño don de cazar a celebridades en plena limpieza nasal, pero no había sabido sacarle provecho.
Sabía desenfundar rápido, por supuesto, aunque tampoco había logrado llegar muy lejos con ello. Con sus actividades como pistolero sólo había conseguido una invitación de su antigua escuela para hablar sobre las tradiciones del Oeste.
En la repisa de la chimenea tenía todavía una fotografía de los cuatro. Iban todos emperifollados: el Grupo de Bramhall (la Sociedad para la Recreación de la Historia de la Frontera del Distrito de Bramhall). Aunque habían pasado otros por él, el núcleo lo formaban Baz, Cabezahueca, Wotjek y él. Eran ellos los que habían acudido a las ferias, a las casas de ancianos, a la inauguración de un supermercado, a la televisión local.
El Lejano Oeste le fascinaba desde pequeño. Había atesorado toda la información sobre el tema que había ido encontrando. Si uno quería saber dónde se hallaba exactamente Doc Holliday durante el tiroteo de OK Corral, o cuál era la bebida preferida de Jesse James o cuántos duelos se habían producido en Oklahoma en 1870, él era la persona a la que debía preguntar. Le había costado años averiguar por qué le atraía tanto (a él y a otros), pero a medida que se hacía mayor fue comprendiendo que se trataba de un mundo donde era posible identificar los problemas (llevaban sombrero negro) y resolverlos. Si uno tenía un problema, no llamaba a la policía, escribía al diputado de su distrito electoral o pedía consejo a un abogado, sino que se ponía la pistolera y se iba a poner remedio a la situación. Éste era el gran inconveniente de la vida: nada tenía remedio.
Lamentándose de lo mucho que había costado el marco, volvió a colocar la foto en su sitio. Él era el único que quedaba del Grupo de Bramhall.
Baz («el Alegre Ranchero») se había marchado al sur de la frontera. El Niño siempre había sospechado que su afición al Lejano Oeste no era sino una excusa para ocultar su deseo de abandonar a su mujer y sus hijos. «Los chicos cuentan conmigo», respondía cuando su mujer protestaba, describiéndose como chófer pese a que casi nunca podía coger el volante a causa de las borracheras.
Baz hacía todo lo posible para alejarse de su mujer y sus hijos. También participaba en maratones. «Son carreras benéficas, querida, y los chicos cuentan conmigo». Su mujer pensaba que, cuando salía de casa dando saltitos en chándal y zapatillas de deporte, se dirigía en realidad al pub, y muchas veces lo seguía con el coche. Parecía un disparate, pues Baz tenía una panza del tamaño de un niño de doce años, y sin embargo era capaz de correr una maratón en menos de cuatro horas incluso con toda la parafernalia de Dodge City a cuestas; hasta esos extremos llegaba para escapar de las personas que tenía a su cargo.
Baz combinó sin ningún problema la excusa de las obras benéficas y la de las maratones cuando se largó corriendo a Marbella con trescientas cuarenta libras para niños desfavorecidos. No era una cantidad por la que mereciera la pena correr; simplemente daba pie a hacerlo.
Había abierto un bar (El Diablo Rojo) con una jovencita despampanante que parecía uno de esos bombones que se aprovechan de los tíos monolingües, gordos y viejos, pero al final resultó ser una mujer casada con dos hijos. Al principio habían recibido todos una fotografía en la que aparecía Baz con una sonrisa forzada, la camiseta en la que ponía «Nacido en el Norte para vivir y morir en el Norte», una pinta de cerveza sin identificar y la seductora señorita.
Al parecer, quería volver, pero tenía miedo de que le obligaran a pagar la manutención de sus hijos. Debía de andar muy jodido, de lo contrario hubieran tenido noticias de él. A Baz le daba igual mantener el contacto, pero siempre había creído que, si había motivos para presumir, había que hacerlo.
Baz era de Manchester y tenía que regresar. No podía vivir sin la cerveza caliente y la lluvia fría. El Niño dudaba que él llegara a echar mucho de menos Manchester si le dieran la posibilidad de vivir en un lugar próspero y soleado. Ahí estaba la ironía: prácticamente no había salido de Manchester, pero se moría de ganas por marcharse.
Naturalmente, había tratado de escapar. A los diecinueve años había ido a Estados Unidos con la idea de seguir los pasos de Doc Holliday y encontrar la manera de quedarse. Había descubierto que, en Arizona al menos, existían dos clases de trabajos: los que requerían titulación y permiso de residencia —es decir, los que se reservaban los estadounidenses— y los que no requerían ni titulación ni permiso de residencia… que se quedaban los mexicanos dispuestos a trabajar por cantidades irrisorias de dinero.
Desesperado, conoció a Pat, un hombre de un optimismo desbordante y propietario de un camión cargado con mil tanques de juguete que funcionaban a pilas. Al final, él y un negro llamado Steve (que quería llegar a Los Ángeles a dedo para un campeonato de hula-hop) se pasaron tres días intentando vender los tanques en todas las tiendas de Phoenix.
Pero no se trataba de convencer a los dueños para que hicieran un pedido de tanques, sino de vendérselos a los dependientes de los comercios. Pat tenía la teoría de que la gente que trabajaba en tiendas no tenía tiempo suficiente para ir de compras y en el fondo se moría de ganas de comprar tanques a pilas. Para ello era imprescindible que el Niño tuviese un ayudante que demostrara lo alucinantes que eran los tanques mientras él se ocupaba de la venta.
Al final acabó sintiendo un profundo respeto por la cortesía y la tolerancia de los estadounidenses; o quizá fuera que, si uno trabajaba en una perfumería o trataba de arrastrar gente hasta las Bahamas desde una agencia de viajes, no se esperaba que fuera a entrar alguien a venderle un tanque. Él también acabó con una partida entera de tanques por vender, aunque, tras pasarse una agotadora tarde charlando con un aburrido chaval de dieciséis años al que habían dejado a cargo de una floristería, había estado a punto de colocar uno.
Pat era un hombre de negocios demasiado aficionado a los experimentos como para ganar dinero, pero lo bastante amable como para invitarles a comer tras el fracaso. El Niño no había comido mejor en su vida. La comida era bazofia: puré de patatas de sobre, una chuleta de cordero dura flotando en un charco de salsa y unas judías verdes blandas que sabían igual que si las hubieran tenido una semana metidas en unas botas de vaquero; y todo eso en un restaurante destartalado al que le faltaba una pared. Pero hacía dos días que no comía nada excepto un donut rancio en la floristería. Dejó el plato limpio como una patena y luego se quedó mirándolo con melancolía.
Sin embargo, el Niño tenía el billete de avión cerrado y aún le faltaba una semana para volver a Inglaterra. Aunque llegó al extremo de decir que se le había muerto toda la familia, la compañía aérea no dio su brazo a torcer. Estaba rebuscando en un contenedor de basuras al lado de un Kentucky Fried Chicken cuando conoció a McGregor.
McGregor era dueño de una pequeña granja de cerdos y, como tenía que ir a Chicago a la boda de su hijo, estaba buscando a una persona que le cuidara la casa durante una semana. El acento inglés y el hecho de que supiera lo ocurrido en Coffeyville en 1892 convencieron a McGregor de que el Niño era el hermano menor de la Honradez, de modo que le confió su casa y su colección de objetos relacionados con las elecciones de Uruguay, mientras un mexicano regordete hacía las veces de porquerizo. Le dio una pistola reluciente y un consejo: «Si aparece alguien, líate a tiros con él».
Aparte de su interés por los procesos electorales latinoamericanos, McGregor no era muy aficionado a acumular cosas: no tenía ni libros, ni televisor, ni equipo de alta fidelidad, ni una baraja de cartas. Tenía una radio, pero o no funcionaba o él no consiguió que lo hiciera. El Niño pasó una semana tranquila y se comió todo lo que había en el frigorífico (varios quesos de leche de vaca, unos más rancios que otros), pero, a medida que pasaban los días hubo de decirse a sí mismo cada vez con más frecuencia que era una persona afortunada. El mexicano no hablaba ni una palabra de inglés y, tras fijarse en cómo daba de comer a los cerdos la primera mañana, comprendió por qué Frank James había inventado el robo de bancos en 1886.
La granja se encontraba a cinco kilómetros de la carretera más cercana, y lo único que se podía hacer en ella era mirar el helicóptero del Servicio de Inmigración que pasaba de vez en cuando por la zona y pasearse desnudo (presentía que con un paquete besado por el sol tendría en Manchester el triple de posibilidades), pero hacía tanto calor que sólo era capaz de permanecer en el exterior veinte minutos seguidos.
Antes de acabar la semana se volvió loco de remate y se fue a pegarles tiros a los cactos a la luz de la luna. Le hizo sentirse mejor, pero le daba tanta vergüenza haber gastado munición que se inventó la historia de que había tenido que disparar a dos ciclistas de aspecto sospechoso que pasaban por ahí. Esto le supuso un plus de cien dólares, que se gastó en su primer par de botas Nocona.
Nadie sabía dónde estaba Baz. En cambio, todo el mundo sabía dónde estaba Wotjek: en la cárcel de Strangeways, condenado a cadena perpetua. Wotjek («el Hombre sin Nombre», pese a que sí lo tenía, sólo que nadie sabía cómo se escribía y pronunciaba, y además daba igual) siempre había sido una persona abiertamente fogosa, lo que resultaba inquietante tratándose de alguien que manejaba armas. Había tenido que quedarse en Gran Bretaña a causa de la declaración de la ley marcial en Polonia. El Lejano Oeste presentaba para él dos características interesantes: era estadounidense (y, por tanto, nada ruso) y había armas en él. Wotjek estaba una vez bebiendo a solas en un pub cuando un joven carpintero irlandés le pegó con la puerta y le tiró la mitad de la pinta al suelo. Una simple disculpa de cortesía habría bastado para zanjar el asunto, pues, aunque estaba loco, Wotjek daba una enorme importancia a los buenos modales. El carpintero se sentó con sus colegas y Wotjek le puso un cañón del 22 entre las cejas.
—¡No dispare! ¡No dispare! —chilló el carpintero—. Tengo tanto miedo que me he meado encima —añadió, al tiempo que se echaba cerveza en la entrepierna para que pareciera que se había orinado.
Ahí estaba el problema: cuando uno va haciendo el gilipollas a ciento cincuenta por hora le resulta imposible frenar a tiempo. El carpintero pensó que Wotjek era un patán, no se creyó que la pistola fuese de verdad y probablemente tampoco vivió lo suficiente para percatarse de que sí lo era.
El error de Wotjek estuvo en llevar un arma. Tú lleva un arma y ya verás cómo un día te encuentras con alguien que te suplica que le pegues un tiro. Pero, llegados a ese punto, el Niño podía entender por qué Wotjek había disparado. Todos necesitamos que se nos tome en serio.
Irónicamente, obraban en poder del irlandés objetos que podían ser utilizados sin dificultad para la fabricación de bombas (aunque de eso no se habló en el juicio). Además, la policía le tomó simpatía a Wotjek y quiso hacerle un favor, pero no hubo manera. Según el informe del abogado, si Wotjek sólo le hubiera pegado un tiro, le habrían acusado únicamente de homicidio (como consecuencia de un arrebato), pero, como al carpintero le había dado tiempo de pedir perdón, lo condenaron por asesinato (homicidio premeditado).
Durante dos años, el Niño fue a visitarlo y le pasó tabaco y chocolate de forma clandestina, pero un día Wotjek anuló su permiso de visitas. Fue la cosa más insultante y humillante que le había ocurrido nunca.
Luego estaba Cabezahueca. Cabezahueca («Niño el Asesino») proyectaba aeropuertos. Los proyectaba, pese a que nadie ejecutaba nunca sus proyectos (en Liberia habían llegado a mostrar interés en uno de ellos). Él se ocupaba de todos los contratos y la publicidad del grupo. Pero un día se marchó de vacaciones con una chica, y la última noticia que tuvieron de él fue una postal con sello de Aberdeen, donde dirigía un museo de agujas.
Él era el único que quedaba del grupo. El Niño de Bramhall se tiró un pedo para dejar clara la idea. Se tiraba pedos a todas horas, auténticos quitapinturas que le hacían difícil soportar su propia compañía. Él médico le había lanzado una mirada de significado evidente: «Está viejo. ¿Qué quiere?». A sus cincuenta y dos años iba a ver esa mirada cada vez más a menudo. Daba igual que cambiara de régimen, comiera carbón o se inflara de antibióticos: nada ponía coto a las ventosidades. La digestión de soles situados a años luz de distancia no tenía el menor secreto, pero nadie era capaz de domesticar su intestino grueso.
Se dio cuenta de que era la hora de los resultados definitivos del fútbol y encendió la televisión. El Arsenal había derrotado al United por 1 a 0. Las garras de la pesadumbre le oprimieron la garganta. Sin necesidad de oír el resumen del partido, supo inmediatamente que todo se debía a Cole. Se trataba de otro de los grandes misterios: por qué Ferguson, que al fin y al cabo sabía más de fútbol que él, seguía sacando a Cole en lugar de reconocer que era una pérdida de dinero y mandarle a hacer algo útil como vender entradas.
El Niño fue al pub del barrio pensando en el éxito, por lo que al llegar al cruce no se fijó en que David Beckham, sentado en un Porsche esperando a que se pusiera verde el semáforo, sujetaba con una mano el volante y con la otra intentaba atravesar la aleta izquierda de la nariz.
Qué cerca había estado de alcanzar el éxito. Tan cerca que había dejado en él sus huellas dactilares. Brook nunca había cabalgado con el Grupo de Bramhall, pero se había tomado un par de copas con ellos porque estaba obsesionado con la mitología india, y nunca se olvidaba de contar la historia de la pantera que perdía la polla. Siempre se había llevado bien con él, y al abrir su primer solárium en 1972 le había ofrecido ser socio comanditario a cambio de mil libras.
Normalmente el Niño nunca tenía más de cinco libras en efectivo, y los bancos preferían untar su dinero con salsa barbacoa y ponerlo al fuego antes que prestárselo a él. Pero le sonrió la suerte. Por aquel entonces trabajaba de peón y, un fin de semana, mientras demolía una casa abandonada tiempo atrás, encontró en el ático, escondido bajo la cubierta de una viga, un paquete de guineas de la época Regencia. El Niño no se molestó en hablar de su hallazgo con sus compañeros de trabajo.
Recordaba cuando salió de casa para reunirse con Brook en el pub. No conseguía olvidarse de las palmaditas que había dado al grueso fajo que llevaba en el bolsillo de la chaqueta, del paralizante horror que se había apoderado de él al ir a entregárselo, de lo desesperado que se había sentido mientras buscaba el sobre desaparecido.
Asombrosamente, lo había encontrado tres semanas después detrás del sofá. Pero Brook ya había llegado a un acuerdo con un nigeriano que, aunque acabaría estafándolo de mala manera, no le impediría hacerse multimillonario, ya que Brook «había traído más rayos ultravioleta a Lancashire que el sol». Si el Niño le hubiera llevado el dinero, podría haberse quedado tranquilamente cruzado de brazos.
En vez de dedicarse al negocio del bronceado, el Niño se compró unos Colts Peacemaker, auténticos aunque en mal estado. Siempre que se veían Brook decía: «Vamos a tomar una copa» y «Voy a ver si puedo conseguirte una participación». Pero a principios de los años noventa Brook dejó de decir eso y se limitó a sonreír.
Cuando entró en el pub del barrio, el Niño se fijó inmediatamente en una joven. Pero lo que le llamó la atención fue que estaba recogiendo los vasos vacíos. Aunque no tenía un rostro muy agraciado, sus senos eran tan redondos que el Niño se preguntó si no se los habría operado, pero luego se acordó de que a los dieciocho años era normal tenerlos así. Era una niña provista de tetas.
Granger dijo: «Niño, te presento a Melody. Melody, el Niño». Lo que quería decir en realidad era que iba a dejar de cobrar el dinero que ganaba aparte del paro. De vez en cuando el Niño recogía los cascos en el pub y, en días de mucho ajetreo, echaba una mano a cambio de una copa o unos billetes, que, junto con lo que le pagaban los Wilson por cuidar de sus gatos cuando se iban de vacaciones (tres veces al año), era la única remuneración que recibía.
No se enfadó. Era incapaz de romper la rutina; tenían que rompérsela. Además, Granger no iba a aprovecharse de la situación. Era igual que él: no le estaba permitido divertirse.
Granger le invitó a una pinta: el finiquito. El Niño trató de bebérsela saboreando cada sorbo, pero disfrutó igual que si hubiese estado viendo beber a otra persona. Se marchó como si hubiera ido solamente a echar un trago.
En casa cogió las cincuenta libras que había guardado en el horno, que nunca había usado. Era el fajo de la esperanza. Por si acaso el universo le sugería una solución a cambio de ese dinero; por si acaso Brook le vendía la mitad de su cadena de soláriums y gimnasios por esa cantidad, por si acaso un platillo volante aterrizaba en su jardín trasero y le ofrecía un cubo de diamantes a precio reducido. Aunque se había pasado prácticamente los diez años anteriores recorriendo una y otra vez el camino de ida y vuelta entre el pub y su casa, nunca se había desprendido de aquel paquete de cincuenta inutilidades.
Se puso las pistoleras. El arte de desenfundar rápido dependía de su correcta posición. Y también de la práctica y el talento, aunque la mayoría de los pistoleros de pura cepa nunca habían visto a nadie desenfundar rápido. Para ellos bastaba con disparar por la espalda con un fusil desde un lugar oculto a cuatrocientos metros de distancia.
En marzo, una vez que había ido a comprar tabaco había tropezado con un policía tendido en la entrada de su casa. Tenía cara de pocos amigos, pero no porque hubiera tropezado con él, sino porque estaba tumbado en la gravilla bajo la llovizna y temía que le pegaran un tiro.
Se trataba de una falsa alarma. La causante era la octogenaria señora Mortimer, que había tratado de ahuyentar con una escopeta de pistones a los estorninos que estaban comiéndose sus semillas de hierba. Algún idiota la había visto disparar y había llamado a los representantes de la ley. Cuando el Niño era joven, las cosas eran distintas. La gente se conocía; no necesariamente se conocían bien, ni necesariamente se tenían simpatía, pero un asedio como el de la casa de la señora Mortimer no se habría producido. La tensión había alcanzado extremos peligrosos, porque la anciana estaba sorda y no se enteraba de los avisos que le daba la policía por megáfono.
El Niño tuvo suerte. Estaba buscando la manera de llamar la atención de la policía cuando de pronto oyó unos martillazos. Era Floren. Siempre estaba pegando martillazos, serrando, raspando, lijando, dando golpes y taladrando. Hacía doce años que era vecino suyo, y durante ese tiempo había hecho suficiente bricolaje como para construir cinco casas. Si no estaba haciendo bricolaje, desmontaba coches y luego se olvidaba de ellos.
Cuando Floren abrió la puerta de la calle, el Niño estaba con la mano levantada, amartillando su arma. Floren cerró de un portazo. Al Niño casi le dio satisfacción ver que le entraba miedo.
A continuación se dirigió al centro de la calle y vació las dos pistolas en el aire.
Volvió a casa, cogió un sobre de la compañía de aguas (qué cómodo resultaba un recibo sin pagar), escribió «Para el policía que me haya disparado» y metió las cincuenta libras. En el dorso de una circular de la iglesia, anotó: «Ya sabe usted por qué». Luego, tras pensárselo bien, añadió: «Quiero que quede claro que ha sido todo culpa mía. Lo he hecho todo de manera que parezca real porque necesitaba ayuda. Por favor, disfrute con el contenido del sobre adjunto. Se trata de un obsequio. Sinceras disculpas del Niño de Bramhall».
Cargó de nuevo las armas con balas de fogueo y volvió a pensar en el Oeste y en las oportunidades que tenía allí uno de llegar a ser una persona importante por sus propios medios.
Cuando oyó que decían su nombre, se dirigió tristemente hacia la puerta, listo para desenfundar rápido por última vez.