El primer asesinato merece ser estudiado detenidamente. Yo no le presté la menor atención, pero no todo el mundo tiene la suerte de poseer mi talento, y el método que elija una persona dice mucho de ella. Mi primera víctima murió de un golpe en la cabeza con esa maleta llena de palabras que es el Larousse Gastronomique, por estrangulamiento con sus propias medias, acuchillada con un cuchillo de trinchar marca Sabatier y cortada por los cordones de apertura de su paracaídas justo antes de salir despedida por la puerta trasera del coche.
Una bomba puede ser sumamente eficaz y encaramarle a uno a lo más alto del marcador, pero es preciso tener experiencia y poder obtener fácilmente materiales que no se suelen encontrar en la tienda del barrio. ¿Sabes realmente algo sobre el tema? No te tragues la estupidez esa de arrojar una cerilla a un montón de fertilizante. A menos que tengas la preparación de un profesional, es muy difícil que salga bien. Aparte de esto, las bombas tienen casi siempre un aire pretencioso, y encima son mecánicas e impersonales y ponen en evidencia aburridos traumas políticos. El mejor tipo de asesinato es el que se comete en la intimidad. Uno debe notar el último aliento de la víctima en la mejilla. Por eso, a la hora de la verdad, tampoco valen las armas. Agenciárselas resulta mucho más difícil de lo que uno se imagina, diga lo que diga la prensa. Además, incluso si uno pega el tiro lo bastante cerca como para causar quemaduras de pólvora en el blanco, no puede evitar sentirse ajeno a lo ocurrido. Hay que evitar que a uno lo metan en el mismo saco que a soldados y asesinos a sueldo, mediocres que sólo matan por dinero.
No, quien quiere convertirse en una auténtica pesadilla lo hace porque le causa satisfacción y utiliza las dos manos, como siempre lo han hecho los artistas. Ese soy yo: Don Diestro de la Destreza, para servirle.
Recuerda: primer asesinato no hay más que uno, así que no desaproveches la oportunidad.
Son tantas las decisiones que hay que tomar… ¿Quieres conocer a la víctima o no? ¿Cómo te acercarás a ella? ¿Qué piensas hacer con el cadáver? ¿Quieres que te cojan o no? ¿O vas a montártelo en plan vers libre, pasando de pensar en ello, a ver cómo sale el asunto?
Seamos sinceros, porque la sinceridad es la única sustancia que debe quedar entre los rastros de sangre que deja un artista en su camino. El hecho de quitar de en medio a tu señora, a tu jefe, a tu padre o al repartidor de periódicos te pone en contacto con la naturaleza, pero también indica claramente que no vas a permitir que te toquen mucho los cojones los demás miembros de tu comunidad. Ahí radica el problema: a todos se nos pueden ocurrir buenos motivos para recurrir al homicidio.
Elevemos la sinceridad al plano de la genialidad: el asesinato de lujo sólo favorece a una parte. Por ejemplo, los hombres que se cargan a mujeres (o, naturalmente, los hombres que se cargan a hombres que hacen las veces de mujeres) para divertirse. Es algo semejante a la diferencia entre ir al pub y matar a alguien que te ha volcado la cerveza (de ese modo nadie volverá a hacértelo) y matar a alguien que no estaba metiéndose con nadie (de ese modo serás el centro de atención la próxima vez que vayas al pub). Cargarse a alguien porque sí, de eso se trata. Hay que reconocer que el otro equipo ha contado con algunos profesionales dignos de admiración: viudas negras que se forraban con pólizas de seguro o venenosas tiranas que se han abierto paso hasta el trono con ayuda de la cicuta. Pero se echa de menos la gratuidad. Si uno estrangula a una mujer hermosa con uno de sus artículos de lencería cara (fíjate en la ironía), lo que está queriendo decir es: no importa, puedo agenciarme otra sin ningún problema; incluso si se guardan en el frigorífico algunas partes de su cuerpo para hacer joyas u organizar una fiesta post mortem por todo lo alto. De lo que se trata al final es de caer bajo, y mandar a una mujer a la sepultura es el colmo de la postración.
Tú eliges; ahora bien, después no te quejes.
Luego está el asunto de saber cuándo unos cuantos crímenes ascienden a la categoría de asesinatos en serie. Si uno se carga a una persona, la gente no le da mucha importancia. Lo mismo podría ocurrir con un filete que lleva demasiado tiempo fuera del frigorífico, el patinete de un niño o una picadura de avispa; cualquier accidente, cualquier casualidad, tendría el mismo efecto. Uno puede matar a dos personas de chiripa; pero matar a tres…, eso ya supone entrar en el club de Caín. Sin embargo, a partir de ese momento uno debe andarse con cuidado, de lo contrario lo confundirán con un roquero o con un majara como los West, Gacy, Bundy y Dahmer.
Yo tuve que despachar a mi chica porque se la estaba cepillando otro. ¡Cómo!, dirás, ¿tras soltarme un sermón me sales ahora con un vulgar crimen pasional? Anda y vete a dar el coñazo a otro… Pues no, esto es material para avanzados (fíjate qué listo soy). La honestidad se da en diversos formatos. ¿Cuánto jamón necesita un sándwich para ser un sándwich de jamón? Y sólo porque algo parezca un sándwich de jamón no significa que lo sea en realidad. Al confesar que soy la causa de su muerte, lo hago de manera que suscite una duda: ¿perdí los nervios tras un mal día, o se me presentó una buena oportunidad de ser una pesadilla en unas circunstancias que sabía que me ahorrarían unos cuantos años si acababa en los juzgados?
La misma sospecha es válida para el asesinato del tío que se la estaba cepillando. ¿Me dio realmente un arrebato pasional o es que tenía ganas de divertirme? Y teniendo en cuenta que luego apareció el chico de la pizzería con el pedido y acabó desollado, resulta casi imposible creer que sencillamente no pude remediarlo.
Yo te asesinaría en provincias para que cuando llegases a Londres se pensaran que no se informó como es debido sobre tus actividades.
Siempre he sido pro-emociones fuertes y anti-mal rollo. La felicidad fue una de las grandes preocupaciones de mi madre; su especialidad era combatir el aburrimiento. Si heredé algo de mi padre, lo ignoro (y me trae sin cuidado). En cualquier caso, no lo habría necesitado. Me ha venido todo de mi madre, especialmente la paciencia. Ella era capaz de esperar hasta cuatro meses a que hiciésemos las maletas y nos fuéramos a vivir a otro lado en busca de la felicidad. Desde los once a los dieciséis años tuve treinta y dos profesores de arte distintos, y puse todo mi empeño en ser un mal alumno con todos. No quería que ninguno me animase y luego se pusiera medallas si llegaba a triunfar.
Desde el momento en que mi madre me dio unos lápices de colores, no pensé más que en ser artista. Durante mucho tiempo creí que mi nombre, John Smith, supondría un impedimento. Era joven e insensato. El nombre de uno debería resultar pintoresco por sus obras de arte, no al revés. Sin embargo, la discriminación campa por sus respetos. Basta con echar una ojeada a la historia; a pesar de que somos muchísimos, nunca ha habido un primer ministro apellidado Smith, y no figura ninguno en las filas de los grandes artistas. ¿Acaso eligieron a un Smith para hollar la Luna? ¿Acaso hay alguno que tenga en la repisa de la chimenea una estatuilla del Premio Nobel? De todo esto sólo cabe deducir una cosa: existe una conspiración bien organizada para impedir que los Smith tengan éxito. Fíjate en la guía telefónica de Londres, con sus veinte páginas sólo para nosotros. Ahora bien, cuando tus enemigos hacen cola para luchar contra ti, deberías darles las gracias sincera y generosamente, porque, mientras te abres paso a machetazos entre su colección de extremidades, están contribuyendo a que tu inminente victoria resulte muchísimo más impresionante.
En lugar de ponerme a competir con los demás en la escuela y llenarme la cabeza de todo tipo de conocimientos innecesarios para la formación del artista, me pasaba el tiempo buscando otro nombre. Sabía que era demasiado joven para crear una gran obra (un artista debe mantener siempre los ojos bien abiertos), de modo que me dediqué a forjar mi leyenda. Siempre he sido anti-prisas y pro-reflexión. Por eso ocupaba las horas del día inventándome posibles nombres para un artista capaz de explicar el mundo: Ron Astronomía, Menudo Mercedes, La Increíble Máquina de Concebir, Bingo Avergonzado, Soba Glándulas, Er Dario, Phil Foca, Tan Solo, Juerga en Gondar y muchos más que no eran tan buenos. Al final me quedé con Johnny Genio, pues me pareció que, además de ser una muestra de respeto hacia mis raíces y describir el aspecto más importante de lo que quería ofrecer, a los estudiantes de arte no les resultaría muy difícil de escribir cuando hicieran trabajos sobre mi obra.
Todo el mundo sabe que los artistas como Miguel Ángel, Picasso, Renoir y Durero llegaron tan lejos únicamente por el nombre que tenían. Pero, tras haber invertido miles de geniales horas en la génesis de un nombre del que pudiera sentirme orgulloso, me di cuenta casi al instante de que, por fenomenal que fuese, constituía un error. Uno es quien es (ojos como platos). Comprendí que mis esfuerzos por eludir el problema que planteaba el prejuicio anti-Smith decían muy poco de mi valentía. En cualquier caso, me propusieron otros nombres.
Gilipollas. Comejerbos. Hijoputa. Maricón. Turboimbécil. Zulú. Bobo. Principiante. Indigente. Pajillero. Colgado. Degenerado. Apestoso. Boñigo. Majara. Ley del embudo. Tonto del bote. Cabrón. Gilipollas. Asqueroso. Neomarica. Aprendiz. Soplapollas. Cagarro. Soplapollas. Follaovejas. Aguafiestas. Pervertido. Panoli. Idiota. Mamón. So mamón. Robaperas. Imbécil. Corruptor de menores. Fracasista. Anticristo. Tío mierda. Capullo. Esto es sólo una muestra de las cosas que me han llamado por ser artista y apellidarme Smith. Pero es absolutamente normal que la gente te mire por encima del hombro, que se burle de tu pinta, que se asome a la ventanilla del coche y te escupa. Cuando se quitan el cinturón de seguridad, bajan del coche, rebuscan en el maletero y se abalanzan sobre ti con una palanca del cinco (o incluso del seis —ojos como platos—), te están confirmando que tu aprendizaje va por buen camino. ¿Que te echan gasolina en el buzón y te gritan «vamos a cortarte la línea telefónica»? Buena señal. El mundo está lleno de gente que desprecia el mundo.
Pero uno también comete errores. A todo el mundo le pasa. No tienen nada de malo, lo importante es dejar de cometerlos y no volver a ser un «errorista».
Eso sí, descubrir los errores resulta mucho más difícil de lo que uno se imagina en un principio. A veces se esconden tras los éxitos, como rastros de ratón bajo una alfombra o coágulos bajo un posavasos. Otras veces los éxitos dormitan tras los fracasos más estrepitosos, cual perlas ocultas bajo esos grandes pegotes de moco solidificado conocidos popularmente como ostras.
Creo que es imprescindible que un artista se mantenga en contacto con la comunidad y disfrute de la vida en la medida de lo posible. La torre de marfil es una dama de hierro anti-saludable. Yo sabía lo importante que era evitar esas salas de evisceración que son en el fondo las facultades de bellas artes. Por eso me hice profesor de autoescuela autónomo. Era mi propio jefe y no tenía ataduras. Así te pasas el día dando vueltas por ahí y, como vives dentro del coche, acabas conociendo la calle (y además te evitas la molestia de andar sacando y metiendo tus cosas de la maleta). Mi camino era el camino recto.
Habrá quien considere desconcertante la falta de intimidad, el hecho de que el público tenga el privilegio de verte por una ventanilla día y noche, pero creo firmemente que es preciso someter a examen hasta el menor movimiento del artista. Yo soy anti-misterio y proespectáculo.
De todos modos, esto lo hice con el propósito de dar una pincelada de color a mi biografía y, de paso, dar tiempo al Proyecto. Mi intención era, como quien dice, poner la mesa para la gran comilona de la cultura occidental, revelarme como el Salvador y Proveedor del Arte, como el Exponente de los Múltiples Todos. Pintar dentro de un coche obliga a limitar el tamaño del lienzo, pero, afortunadamente, yo poseía un don natural para los cuadros de cinco por cinco centímetros.
Encontrar aparcamiento gratis en Londres no es fácil. Pasé años enteros de mi aún joven vida conduciendo de un lado a otro en busca de clientes o simplemente tratando de encontrar un buen sitio. Pero así es la vida en el asfalto; además, no hay nada comparable a un buen atasco para que te hierva la sangre en las venas. Una carretera paralizada es mejor que cualquier oficina o estudio para trabajar como es debido. Recorrer Londres al volante le enseña a uno muchísimas cosas sobre la naturaleza humana. Y es importante que el artista sea independiente; uno tiene que agenciarse dinero contante y sonante sin que le retuerza la mano la clientela. En cuanto uno se propone vender o agradar, empieza a conceder importancia al mercado y se olvida del arte. Ahora bien, cuando el arte es lo primero empiezan indefectiblemente a llegar carretadas de piedras preciosas y fajos de billetes de alto valor nominal pertenecientes a monedas fuertes.
Durante aquellos años que precedieron a la fama me libré de entrevistas y compromisos, y eso me permitió disfrutar de cierta libertad. No despreciéis el anonimato, mis jóvenes amigos, pues gracias a él uno puede tropezar y caerse sin que nadie se dé cuenta. Yo trabajé de firme y experimenté. Aunque nunca conseguía evitar que mis obras se tiñeran de cierta vivacidad, en algunas se notaba más el relleno de la inspiración que en otras. De todos modos, me mantuve tozudamente alejado de los círculos artísticos, las galerías, los clubes, los colegios, los museos y las tiendas de postales, ya que no quería que mi genio se contagiara de la bacteria de la mediocridad por contacto con las sobras de los demás.
Entre las obras más destacadas de mi primera época destacaría las siguientes: Retrato del artista un segundo antes de ser atacado por un propietario furioso porque le obstruye el vado por el que se accede a su casa, blandiendo una pretenciosa lámpara giratoria de la que quiere deshacerse; y mi tubo de escape en Baron’s Court, Este monóxido de carbono es mío, este monóxido de carbono es tuyo. En una línea más tierna destacaría Transportista aburrido perforándose la oreja.
De todos modos, al cabo de diversas pruebas uno acaba encontrando su fuerte. Desde el punto de vista pictórico, he de decir que se ha cometido una injusticia con los perros. El prejuicio anti-perro que impera actualmente en el mundo del arte supone un error, y es precisamente en este ámbito donde yo he hecho mi contribución más importante. Me refiero al ciclo de pinturas inaugurado por el retrato de un valiente terrier escocés de profundos y enternecedores ojos castaños y con la lengua fuera a los pies de una estatua de Eros, titulado Perdido en Londres (está mal que yo lo diga, pero constituye una magistral combinación de emoción y crítica social; a Durero le bastaría con ver las pinceladas del collar para echarse a llorar). Luego está la brutal conmoción que produce mi retrato de un encantador terrier de Yorkshire de profundos y enternecedores ojos castaños con la mirada levantada, que tiene por título ¿Quieres ser mi amigo? Ascendiendo en la escala canina, nos encontramos con el agridulce orgullo de un rottweiler de tres patas visto desde atrás en Hyde Park: Monarca de todo lo que contempla con sus profundos y enternecedores ojos castaños. A continuación hallamos el maravilloso contrapunto de dos galgos de profundos y enternecedores ojos castaños unidos por la salchicha natural que estaban comiéndose al mismo tiempo, en Compañeros; sus babas representan la defensa más convincente de la riqueza interior que haya logrado plasmar cualquier artista que yo conozca. Los perros de caza, los carlinos, los afganos, los setters, los sabuesos, los chihuahuas, los corgis, los San Bernardo, los caniche, todos ellos preparan el terreno para los descarados, profundos y enternecedores ojos castaños del bóxer que busca la complicidad del público mientras hace pipí en la garita de un miembro de la Guardia Real apostado delante del Palacio de Buckingham, en De paseo; su pata trasera izquierda constituye todo un universo en miniatura y un léxico de la trascendencia. Se recomienda un estudio minucioso del cuadro.
Nadie sabe exactamente cuándo nació la pintura, si hace veinte o treinta mil años (por favor, elige la opción que prefieras). Sin embargo, puedo decirte exactamente cuándo acabó su historia: a las nueve y nueve minutos del 9 de septiembre de 1999. Fue entonces cuando di los últimos retoques a lo que sabía que habría de ser el último cuadro que pintaba yo y el último que se pintaba en el mundo. Tras esta obra, la mejor de todas las mías no tenía sentido añadir nada más. Había agotado el mundo tanto desde el punto de vista pictórico como desde el pigmentario (elegí a propósito una fecha que fuera fácil de recordar para los futuros estudiantes de bellas artes; en realidad, prácticamente había acabado ya el día 8, pero me reservé unas cuantas pinceladas para el día siguiente con la idea de que todo encajara cronológicamente).
Ya no soy un ingenuo. Sabía que ni siquiera un talento alucinante (en contadísimas ocasiones había conocido el mundo uno semejante) sería suficiente. Sabía que tarde o temprano mi genio acabaría siendo el centro de atención y que la mejor fruta necesitaba un tendero; en consecuencia, cuando hube cebado bien mi obra, empecé a explorar de incógnito los círculos de los traficantes de obras de arte. Haciéndome pasar por un sencillo y despreocupado profesor de autoescuela, aferrado a mi ejemplar de El mercado del automóvil, entraba en The Goat Tavern y en otros pubs cercanos a Cork Street y, fingiendo que ignoraba el significado de la palabra «arte», sacaba lo que podía de las conversaciones informales que oía a mi alrededor y extraía datos de los mariscales de campo de la información. Discretamente, cuando nadie miraba, ojeaba revistas y libros en bibliotecas tranquilas para enterarme de quiénes manejaban la pasta, quiénes eran los matones hipergordos y quiénes tendían en el negocio los puentes que me permitían acceder sin el menor esfuerzo a la publicidad y una gloria digna (es decir, quiénes podían encargarse del transporte y el papeleo).
Lo más probable es que no hayas oído hablar de Renfrew. El no necesita que lo conozca el público. Hay quien sí lo necesita. A algunas personas les hace falta el renombre para tener dinero y poder: celebridades de la misma ralea que las chicas del tiempo, los vendeintimidades, los escupestupideces, los pastores de la vacuidad. Llámalos como quieras; me refiero a los que se inventan penas y glorias para los que llevan una vida sin pena ni gloria. Y luego están los que tienen la fortuna de ganar una fortuna porque les gusta chupar cámara. Pero Renfrew no necesita aparecer en la prensa para tener dinero y poder, y le basta con ser conocido sólo por unos cuantos miles de personas. Aunque seguramente sea más gruesa que la mía, en su libreta de direcciones sólo hay cabida para dos categorías: artistas (muy ricos) y compradores de arte dispuestos a pagar sumas de cifras semejantes a un ciempiés (escandalosamente ricos).
No todas las historias sobre Renfrew resultan aterradoras. Algunas son más que eso. El testimonio más elocuente es el silencio que impone su nombre. Nadie quiere decir nada que pueda llegar a su conocimiento, porque, por elogioso que consideres el comentario que hayas hecho, cabe la posibilidad de que venga de todas formas y te destroce las rodillas a tiros. Un crítico de arte que definió a Renfrew en la prensa como el principal marchante de su generación y un hito de la cultura vio truncada su carrera profesional. Pese a estar bastante delgado, Renfrew es el matón más hipergordo de los matones hipergordos.
Uno siempre oye las mismas cosas sobre él. Nada de cumplidos. Nada de bombo. Nada de negociaciones. A los rehenes los matan a las primeras de cambio. El dice un precio y lo único que cabe responder es: «Aquí tiene usted el cheque». A la menor divagación, al menor comentario sobre el tiempo (parezca o no el preludio de un regateo), al menor intento de retrasar el pago, va y te cuelga. Y no sirve de nada llamarle al cabo de un minuto con una oferta mejor; pasarás el resto de tu vida manteniendo un sinfín de breves conversaciones con su secretaria.
Rumores, rumores… Renfrew no quiere tratos con la gente. Nunca queda con nadie. Jamás da la mano. Sus empleados han de tomar un complejo cóctel de vitaminas todas la mañanas, y están todos inmunizados contra tal cantidad de enfermedades comunes y extrañas que podrían comer estiércol en el vertedero de basuras menos higiénico de cualquier país y no les pasaría nada. Cuando su secretaria necesita un documento firmado, lo pega a la mampara de cristal de la oficina de Renfrew; él le da el visto bueno desde el otro lado, en el que se sienta rodeado de complicados y caros sistemas de filtrado de aire, y luego envía desde su cubículo un sello con su firma. Según cuentan, fuera de este coto de aire purificado, lleva un traje especial para la guerra biológica.
Me pregunté cuál sería la mejor manera de que Renfrew se fijara en mi brillantez y llegué a la conclusión de que no había mejor forma de presentación que presentarme yo mismo, así que opté por plantarme ante él sin más.
Pensé en recurrir a algún subterfugio, a alguna argucia ingeniosa, pero al final rechacé tales artimañas y ardides por considerarlos indignos de mí. De ese modo, con el destino encaramado a mi hombro cual loro dispuesto a llevar la voz cantante, entré en la galería de Renfrew.
Lo reconocí al instante. Allí estaba, con su metro ochenta y pico de altura, su traje gris ceniza (su sastre de Savile Row nunca le toma las medidas, sino que tiene que mandarle el traje —siempre gris ceniza— una y otra vez hasta que le quede bien) y su rostro enjuto (sólo pasan entre sus labios verduras sin aditivos asadas a la parrilla). Se encontraba al fondo de la galería, examinando un tapiz, totalmente desprotegido, sin ningún traje para la guerra biológica. Me di cuenta de las estupideces que se inventa la gente sobre las personas influyentes.
De todos modos, sabía que no era nada habitual encontrarse el camino expedito hasta su persona y que aquello debía de ser una señal inequívoca de que la historia estaba abriéndome sus puertas.
—Señor Renfrew, tengo el placer de decirle que éste es sin duda el día más importante de su trayectoria profesional y probablemente de su vida. Antes de que me dé las gracias por haberlo elegido, permítame que le explique lo que tengo que ofrecerle…
Renfrew no dijo nada, pero, cuando alzó su ceja izquierda, afloró a su pálido semblante justo debajo de ella una mezcla de horror, aversión, fastidio e incluso miedo, una mezcla que incluso a mí me habría costado reproducir en un lienzo.
¿Quién iba a imaginarse que hubiera guardas de seguridad en una galería? Yo no, desde luego. No me esperaba que fuesen a aparecer silenciosa y velozmente de la nada los típicos matones cachas con nariz de boxeador. Quizás otros transgresores (pensionistas de excursión que daban codazos a los lienzos o insensatas jóvenes que hacían caso omiso de la prohibición de fumar) recibieran una firme pero amable advertencia. No fue mi caso.
Vi que mis pies se elevaban a unos cinco centímetros del suelo mientras me llevaban hacia la puerta dos gorilas elegantemente vestidos, ambos del tamaño de una pequeña multitud. Herido por su conducta anti-Smith y admirado del buen corte de sus trajes (ojos como platos), me mantuve en silencio mientras me sacaban a la calle, me llevaban a rastras hasta un contenedor cercano, lo abrían y me arrojaban dentro de él. Uno de ellos buscó una bolsa de basura maloliente para echármela por encima a fin de dejar claro el mensaje (este innecesario subrayado con trazo grueso es típico de los que no son artistas; si el mensaje está claro, no hace falta repetirlo).
En lugar de sentirme profundamente descorazonado, me quedé impresionado de lo bien vigiladas y protegidas que se hallaban las cumbres del arte. Además, si uno es artista no debe tener miedo a las nuevas experiencias, y dudo que haya mucha gente metida en el negocio de la creación que no haya caído alguna vez de cabeza en un contenedor. Es más interesante de lo que uno se imagina, y yo sabía que para mis biógrafos aquello constituiría un material magnífico. Estaba convencido de que Renfrew y yo nos reiríamos de ello en el futuro, aunque su risa siempre transmitiría cierto nerviosismo. El corazón del auténtico artista siempre rebosa generosidad. Tomé la decisión de tender la mano a aquellos matones cuando Renfrew organizara mi exposición El mejor amigo del hombre.
Sin embargo, mientras trataba de salir del contenedor me di cuenta de que conocía a uno de ellos. Cuando era un rapazuelo, su cabeza almendrada (ojos como platos) había sido objeto de mi admiración a causa de su insólita forma. No recuerdo a los compañeros de instituto (si apenas me acuerdo de los institutos, ¿cómo voy a acordarme de los compañeros?), salvo a los más anti-arte de todos: Fred East, que me atacó con una cortacésped, o Ganso Mahoney, quien, si no llega a ser por su deficiente coordinación y su falta de experiencia con la jabalina, podría haber privado al mundo de mi persona.
—Peter, ¿eres tú?
—¿Cómo?
—Peter, soy yo. John. John Genio; fuimos juntos al instituto de secundaria Thamesmead.
Se quedó mirándome.
—Si quieres que te diga la verdad, colega, no me suenas de nada. Pero ya que fuimos al mismo instituto…
Peter se metió una mano en el bolsillo y se puso en el puño un aro de metal con el borde dentado. Si no me hubiera dejado completamente sin sentido, no cabe duda que el golpe me habría dolido mucho.
Pero esto formaba parte del necesario proceso de iniciación. ¿Qué iban a pensar de mí si me convertía en el amo del mundo del arte sin haber recibido alguna paliza? Uno siempre ha de pensar en sus biógrafos, y unas cuantas semanas de pugna no suponen un gran sacrificio. Además tenía que reconocer que Renfrew debía de ser víctima de incesantes impertinencias por parte de artistas sin talento y sin ninguna posibilidad, por lo que merecía cierta comprensión.
Lo que tenía que hacer era sencillamente conseguir que viera mis obras de arte, y entonces todo caería por su propio peso. Pensé que si aguardaba delante de su galería todo quedaría solucionado. Él saldría de su coche, vería mis fenomenales cuadros y la historia del arte ya nunca volvería a ser la misma. Sin embargo, la mañana en que fui a esperarle, quien salió del coche fue Pete, y, al menos que yo sepa, la historia del arte no se vio afectada en absoluto. Me obligó a comerme una esquina de mi lienzo a punta de cuchillo, tras lo cual anduvimos paseando unos minutos hasta que encontró una luna de escaparate contra la que arrojarme.
En consecuencia, seguí a Renfrew hasta su suntuosa mansión de Highgate. De madrugada, al amparo de la oscuridad, monté cuidadosamente una pequeña exposición de mis cuadros frente a la ventana de su cocina para que, a la soñolienta luz del amanecer (ni mucho menos la más idónea), pudiera ver mientras desayunaba el futuro y el fin del chafarrinón. Renfrew debió de advertir algún cambio en su jardín, porque observé que Pete avanzaba hacia mí con un arbolillo que se había procurado sin la menor consideración hacia el medio ambiente. Me di cuenta de que había llegado el momento de ahuecar el ala. Por muy corpulento y regordete que fuese, Pete era capaz de alcanzar una aceleración digna de un coche de carreras y, a pesar de las considerables cantidades de adrenalina que afluían a mi viejo corazón como consecuencia de mis anteriores encuentros con él, si no llega a caerse en un agujero, me habría cazado sin la menor dificultad.
Se había colado por una trampilla colocada en el césped por un artista que se había escondido en un agujero para hacer una performance titulada Dos semanas en el jardín de un marchante. La performance consistía en una insólita mezcla de teoría y tácticas de supervivencia que obligaban a su autor a vivir en el jardín de Renfrew sin provisiones y a dejar constancia de sus experiencias. Daba pena. Debilitado por una dieta de gotas de lluvia, pétalos de narciso, escarabajos, un cacahuete que le había mangado a una ardilla y unas sobras de pan rancio que alguien había dejado a los herrerillos, el artista conceptual oculto era carne de cañón para el enfurecido Peter, quien, poco convencido de la seriedad de la misión artística del conceptualista, le rompió tres costillas, lo que, en opinión de todo el mundo, se convirtió irónicamente en el elemento más destacado de la obra y, gracias a las acciones legales emprendidas con posterioridad, le proporcionó una gran cantidad de publicidad.
Pensando que no debía tener miedo a ser convencional, envié a Renfrew dos cuadros por correo, pero, dado que no me llamó al busca, sin duda no los recibió o no los vio.
Claro que no iba a rendirme, aunque empezaba a pensar que mis biógrafos iban a encontrarse con el trabajo hecho. Siempre he sido anti-rendición. Hay más galerías en Cork Street, me dije, y más calles en Londres, y más ciudades en nuestro hermoso país. Se me ocurrió que, para una galería menor o de provincias, mis obras representarían una magnífica oportunidad de llenar el vacío dejado por Renfrew. Asombrosamente, se negaron una y otra vez a comprender esto.
Acabé por ver el precio que iba a tener que pagar por mi originalidad y comprendí que no sería fácil combatir los siglos de opresión que habían padecido los Smith. Pero reconocía que también yo era culpable de defender un pensamiento pro-convencionalismos. Es preciso evitar la Aceptación. La Aceptación equivale a decir que el arte es para las galerías o para otras pinturerías públicas reconocidas. Una noche, mientras esperaba junto a una muchedumbre a recoger mi ración de gambas en ese bastión de la supremacía tandori llamado El Amanecer del Raj, me di cuenta de que aquél era un buen lugar para exponer mis obras de arte y hacerme al mismo tiempo con un público y un poco de salsa Bombay, o, sin apartarme de esa venerable tradición, cambiar uno de mis cuadros por un suministro de curry y bindi bhaji para toda la vida.
Pero todavía tenía que aprender varias lecciones sobre el alcance de mi originalidad y sobre ese aspecto de la Aceptación consistente en saber que los restaurantes de comida para llevar están para que la gente compre comida preparada, no para lanzar una forma de arte destinada a cambiar la civilización. Por ejemplo, en Holloway Road me llevé unos cuantos palos por culpa de un palillo de aspecto sospechoso. Pero, cuanto mayor es la originalidad de uno, más difícil resulta la Aceptación. Es como intentar tumbar una puerta de roble con la nariz (conste que nunca lo he intentado, la verdad sea dicha).
Las cosas hay que mirarlas sin anteojeras (ojos como platos). Por desgracia, comprendí que me había adelantado varios años a mi época y que lo único que podía hacer era guardar la cumbre de la pintura en un garaje de Willesden y esperar a que el mundo me alcanzara.
Pero yo no soy de los que se duermen en los laureles. Me puse a buscar un nuevo camino para lograr la victoria y sólo me costó tres cuartos de hora crear una forma de arte completamente nueva. Estaba tomándome una copa en el Marquis of Granby; cuando el establecimiento empezaba a llenarse, apareció una pareja y se sentó a mi mesa. No pude evitar oír su conversación: estaban recién casados y a él acababan de destinarlo a Plovdiv, Bulgaria, para un año. No estaban precisamente contentos con la noticia.
—Le va a encantar —les dije, sin saber por qué.
—¿Ha estado allí?
—Viví dos años —respondí.
Aunque más bien habría que decir que la respuesta salió de mis labios: no fui yo quien se puso a perorar sobre la temporada que había pasado en la campiña búlgara trabajando como experto en purificación de aguas. Hablé con entusiasmo sobre la cordialidad de los búlgaros, la calidad de su cocina y la belleza de sus paisajes. Les enseñé una frase útil en búlgaro, un saludo que sólo valía para las once en punto de la mañana (lo ideal era decirla cuando sonaba la última campanada de la iglesia) y que se consideraba la expresión más fina y hermosa de todo el idioma, hasta el extremo de que había gente dispuesta a recorrer todo el país con el único propósito de poder decírsela a una persona muy estimada, y hombres maduros con cara de insensibles que se echaban a llorar con sólo oírla. Les di incluso la dirección de dos amigos y les aseguré que hablaban un inglés impecable y que estarían encantados de enseñarles la ciudad.
Naturalmente, el único contacto que había tenido con Bulgaria era una botella de tinto del país que había cogido en una tienda de bebidas alcohólicas para devolverla acto seguido a su sitio. Lo único que sabía sobre el país era que se encontraba en África.
Pero, como no me había distraído en ningún momento (ojos como platos), la Gran Idea me puso sobre la pista de una nueva forma de arte. La llamé «trolilla». Desde luego, el profano o la persona que carece del necesario grado de sofisticación y discernimiento puede confundir la trolilla con una mentira. La trolilla no es una bola, sino una invención personalizada, una historia hecha a la medida. Existe un abismo entre lo que yo hago y las negaciones rotundas o las indicaciones equivocadas aunque sin malicia que constituyen la gran mayoría de las falsedades («todo va bien» o «ahora mismo te lo traigo»), o ir a un pub y afirmar que uno es piloto de caza, o tratar de vender a un estúpido varias hectáreas de terreno pantanoso o un ladrillo en la Costa del Sol. Es la misma diferencia que hay entre el bisturí de un cirujano y la navaja automática del matón (yo soy el bisturí del cirujano).
Gracias a mi entusiasmo y a mi convicción, la pareja veía ahora la situación de una forma completamente diferente. Mi historia sobre la purificación de aguas búlgaras les había causado la misma sensación de elevación que producen las obras de arte. Les había dado alas. Jovialidad para la comunidad. Quizás aquella trolilla tuviera en Bulgaria un final rápido, pero también podía durar toda una vida y acompañar a la pareja hasta su última morada. Ninguna obra de arte es capaz de burlar siempre al tiempo.
Además, me invitaron a una pinta de cerveza. El arte hay que pagarlo; así es como uno sabe que es arte. Para que veas cómo es la vida basada en el tiempo.
La noche siguiente a la invención de la trolilla me encontraba en La Babosa y La Lechuga cuando una mujer se me puso a lloriquear porque su tía tenía cáncer de pecho. Le conté que era diseñador de cubiertos, pero que dos de mis tías también habían tenido cáncer de pecho, habían sido tratadas con éxito quince años antes y ahora estaban pictóricas de vitalidad. Una de ellas era una incorregible corredora de maratones; la otra, una entusiasta jugadora de tenis que había derrotado recientemente por seis juegos a cero al médico que se había equivocado con el primer diagnóstico. Mi público se marchó con una sonrisa en los labios. Las cosas continuaron de la siguiente manera:
IDENTIDAD | TEMA | HONORARIOS |
---|---|---|
Diseñador de cubiertos | El cáncer de mama es pan comido | Una botella de Corona |
Criador de serpientes | Evasión fiscal | Un licor escocés y una pinta de Fosters |
Teólogo | Las agencias matrimoniales están en el ajo | Vino blanco seco, cacahuetes tostados con miel |
Entrenador de jockeis | Los sesenta son la flor de la vida | Media pinta de sidra |
Comentarista de cricket | Las familias de acogida son estupendas | Agua mineral (con gas), cortezas de cerdo |
Periodista especializado en maquetas de trenes | El desempleo puede resolverse sin dificultad | Nada para beber; media chocolatina de menta |
Bailarín de ballet | Los bastardos son castigados | Una botella de Rolling Rock |
Especialista en la gaya ciencia de la hamburguesa | Eres bella, no gorda | Tuve que invitarla a un Campari |
Criador de serpientes | Tu hijo fugado no está muerto, sólo se ha fugado | Una pinta de Greene King Ipa |
Periodista especializado en maquetas de trenes | La vida no es una mierda | Una pinta de Guinness |
La trolilla funcionaba. Aunque no ganaba nada de pasta, al menos estaba recibiendo la atención que merecía. Andaba yo dando cuenta de una pinta en The Goat Tavern, preguntándome cómo podía sacar partido a la trolilla para encontrar la manera de refugiarme en un idílico enclave rural, cuando la Gran Idea acudió de nuevo a mí. Un broncas acababa de llevarse un taburete de la mesa a la que yo estaba sentado.
—Deja eso donde estaba —dijo mi voz, cuando yo apenas había empezado a pensar en si era necesario pedir permiso incluso para llevarse siquiera un mueble innecesario. Mi voz había utilizado un tono de impaciencia que habría que reservar para quienes son mucho más pequeños y débiles que uno.
—¿Y si no, qué? —preguntó el broncas.
Ambos nos rendimos a la evidencia de que no sólo le apetecía, sino que era muy capaz de darme una auténtica paliza. Aunque no oculto que soy pro-mantenimiento de la forma física, mis genes me han dotado de un cuerpo menudo y, por desgracia, mi dedicación al arte sólo me ha proporcionado unos músculos prácticamente invisibles.
—Soy un artista y necesito ese taburete —exigió mi voz.
—¿Y si no, qué?
—Te retuerzo el pescuezo.
Debo decir que estaba sorprendido del rumbo que habían tomado las cosas. Aparte de ser un atrevimiento, lo que había dicho era imposible. Incluso si el broncas hubiese estado atado y amordazado y se hubiera apoderado de mí una desenfrenada furia anti-broncas, como mucho habría conseguido echarle un severo rapapolvo. Recuerdo que una vez estampé un periódico enrollado contra una mosca azul descomunal que estaba sacándome de quicio, pero lo único que conseguí al hacerlo fue que aumentara el zumbido. Todavía me entristece pensar en unas hormigas que pisé sin darme cuenta en un cajón de arena de Margate cuando tenía once años.
Pero uno ha de fiarse de lo que encuentra en esos oscuros recovecos. ¡Ah, los oscuros recovecos…!
—Haberlo dicho antes —dijo el broncas, volviendo a poner el taburete en su sitio.
Esto demuestra que, por el mero hecho de que algo esté cantado, no significa que vaya a ocurrir. A veces uno se tira por la ventana y flota en el aire. Yo siempre he sido anti-cobardía y pro-valentía, pero estos métodos nunca me han parecido adecuados para hacer frente a individuos más grandes que yo, igual de grandes que yo o más pequeños que yo pero con ganas de hacerme la cara nueva.
Luego, cuando iba a marcharse, el broncas me señaló y dijo:
—Miradlo. Es un asesino. Un asesino despiadado.
Entonces se me acercó alguien y me preguntó si quería beber algo. Doy a continuación el resumen de las trolillas que conté aquella semana:
IDENTIDAD | TEMA | HONORARIOS |
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Asesino múltiple | Matar gente es fácil (Tanto como atrapar moscas) | Tres pintas de Carlsberg, dos ginebras con tónica, un Chivas Regal, un pastel de lentejas picante, arroz basmati, helado de ciruela, infusión de café |
Asesino múltiple | Matar gente es difícil (muebles tirados, etcétera) | Cuatro botellas de Stella Artois, cuatro chupitos de vodka con sabor a miel, dos paquetes de patatas fritas saladas con sabor a vinagre, un paquete de Benson & Hedges |
Asesino múltiple | Cómo imploran clemencia las víctimas | Cinto botellas de Pils, dos de Famous Grouse, buñuelos de espinacas con salsa de carne, lenguado al limón, patatas fritas, salsa tártara, media botella de Chardonnay neozelandés (excelente). Un libro de poesía dedicado. Una invitación a pasar las vacaciones en la estación de esquí de Cloisters |
Asesino múltiple | Desagües y restos mortales | Cinco botellas de Grolsch, tres margaritas, una botella de champán R de Ruinart (París en bouteilk), trucha ahumada con rábano picante casero, ensalada de achicoria y lechuga lollo rosso, chuletas de jabato sobre un lecho de nabos glaseados y macedonia de verduras, botella de Blagny del 89, terrina de dos chocolates, vaso de Sauternes, un Cohiba, un Glenmorangie de dieciocho años, un canuto (con Northern Lights), una raya de perica, la copia del director de una película en VHS, una polaroid de una chica con el número de teléfono garabateado en el dorso |
Incluso cuando sueltas una buena trolilla, has de ingeniártelas para que te resulte interesante a ti mismo y al mismo tiempo retenga la atención del público como si le hubieras lanzado unas boleadoras. Cuando contaba que había salido de la cárcel aquella misma mañana, saltaba a la vista que quienes me escuchaban se preguntaban cosas como: si realmente debería estar en la calle o si sería otra bromita de los loqueros, un nuevo fracaso de una junta de seguimiento de presos en libertad condicional con una confianza excesiva en la capacidad del ser humano para reformarse. Si uno lleva una temporada fuera de la cárcel, existen bastantes posibilidades de que consiga echar el freno a sus lamentables debilidades y no vuelva a manchar su reputación, pero, cuando se dedica a soltar trolillas, debe buscar un equilibrio entre su creciente fama y la novedad que supone estar libre. En el momento en que uno empieza a ser conocido por sus trolillas, para evitar que le cacen tiene que dejar de decir «he salido de la cárcel esta misma mañana» y utilizar una frase más vaga como «acabo de salir».
Pero la gente no suele hacer muchas conjeturas que respondan al hecho de que uno no está entre rejas, sean de goma o del tipo que sea. Como todos sabemos, en la actualidad el asesinato apenas supone un estorbo para la libertad. Y lo bueno de llegar a los treinta es que no resulta difícil convencer a la gente de que te has pasado diez años a la sombra.
Ahora paso casi todas las tardes en el Chelsea Arts Club. Nada más entrar, a mano derecha, hay un reservado con dos butacas pro-descanso y una balda con libros. Me he leído muchos porque en mi época pretrolilla (una vez tomada la decisión de enseñar mis cuadros) solía pasar bastante tiempo allí con el propósito de ver qué tal me sentaba la compañía de otros artistas. Como ya había demostrado mi valía, pensaba que igual era un error negarse a saber en qué andaban metidos los demás, conque me sentaba junto a la barra y les decía a los clientes del pub: «Yo soy un gran artista. ¿Usted también?».
Me costó Dios y ayuda descubrir que, tanto si busca compañía como si la rehúye, en el fondo el artista se encuentra solo en la accidentada carrera hacia la gloria.
FRASE | EJEMPLO DE RESPUESTA |
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Soy un gran artista |
Me alegro por usted Estoy hablando con un amigo ¿Me prestas veinte libras, entonces? Vaya Tengo que coger un tren dentro de diez minutos |
¿Le apetece hablar de arte? |
Pues la verdad es que no He quedado con un amigo Ese sitio está ocupado Ésa es una pregunta peligrosa Este mes mis instalaciones tienen un veinte por ciento de descuento |
Pero la época en que imperaba el prejuicio anti-Smith pertenece al pasado.
Un grupo de personas fascinadas me rodeaba una noche mientras yo decía:
—Lo más importante de todo es que me he perdonado a mí mismo. Por eso ahora puedo disfrutar al máximo de la vida. No hay manera de recuperar a los muertos, pero, incluso en el caso de que fuera posible, imagínense ustedes todos los problemas legales que esto supondría en el terreno de la vivienda, la propiedad, los aparcamientos…
De pronto me di cuenta de que la atención de todo el mundo (juguete de mi voluntad hasta aquel momento) se había desplazado hacia otra persona. Ahora mi público mostraba lealtad a un individuo alto vestido con un traje gris ceniza. Era Renfrew. Vi una mano tendida hacia mí y la estreché antes de que desapareciera en un abrir y cerrar de ojos, igual que un animal atrapado que sale corriendo de la trampa.
—Señor Smith, tengo entendido que usted pinta. ¿Sería mucha indiscreción preguntarle si tiene representante?