Cuando cruzó Cambridge Circus, Jim pensó que debía haber sido banquero.
La imagen de unas vacaciones pagadas le consumía con una ferocidad mayor que cualquier deseo físico. Desde Shaftesbury Avenue se extendían unas playas espectrales. La idea de que le pagaran por no dar golpe, incluso si se trataba simplemente de pasarse el día en casa mirando las musarañas, casi le hacía perder el sentido.
Claro que le quedaba el consuelo de ser su propio jefe, circunstancia tan cacareada que no alcanzaba a comprender por qué le merecía el menor respeto a la gente; probablemente se trataba del concepto más sobrevalorado de la historia del pensamiento. Ser tu propio jefe se reducía a elegir el siguiente culo que esperabas lamer o el próximo montón de mierda que ibas a limpiar. Ni más ni menos.
El otro aspecto que le atraía enormemente de trabajar en un banco era cobrar un sueldo, algo que, por lo visto, les sucedía a los banqueros. Él reunía las condiciones más importantes para ser banquero. Tenía varios trajes y ganas de hacer lo que fuera por dinero. Tenía los trajes, las corbatas y una indiferencia absoluta hacia los placeres de la vida y el modo de comportarse que se le pudiera exigir. Lo que no tenía era un sueldo. Lo de ser dueño de tu propia empresa era la mejor cosa del mundo si funcionaba, pero siempre podía ocurrir lo contrario…
Una vez (aunque no había hablado con nadie del tema), hacía ya mucho tiempo, había intentado trabajar en un banco.
Le habían entrevistado en tres, dos británicos y uno japonés. Eran la leche de grandes, y sus nombres infundían temor a la gente del mundillo de las finanzas. Él se había tomado las entrevistas en serio porque había tenido que imponerse a cientos de candidatos para llegar hasta allí y porque siempre había concedido un enorme valor al dinero.
Se había esforzado, pero ahora, gracias a la experiencia acumulada durante las décadas transcurridas, se daba cuenta de que habría podido poner más de su parte. No había llegado a tirarse al suelo, no se había arrastrado ni había gritado que su trabajo era mucho más importante que la vida, la muerte, el universo y cualquier cosa que quedara por descubrir. Como ya sabía lo que suponía entrevistar a posibles empleados, ahora comprendía que, al margen de cómo se formulasen las preguntas y de lo solemne que fuera el ambiente, el placer principal consistía en lograr que el o la aspirante se humillara, se degradara, se pusiera a la pata coja, se revolcara y ladrara. «Soy aburrido, soy insignificante, los dos sabemos que sólo quieres este trabajo por el dinero. Así las cosas, ¿qué vas a hacer por mí? ¿Vas a menear las tetas? ¿Vas a dejar que vea lo desesperada que estás?».
Claro que, aparte del hecho de que no se había humillado, posiblemente se habían percatado de que los consideraba unos cabrones, pues eso era lo que pensaba. Desafortunadamente, no había sabido actuar con más precaución por culpa de un plan concebido para conseguir rápidamente todo lo que quería: ser manager de un grupo de rock de Exeter. La razón por la que se lo habían pedido constituiría siempre un misterio para él, aunque sospechaba que tenía algo que ver con la circunstancia de que sabía leer y escribir y era dueño de un traje. Además estaban convencidos de que jamás trataría de engañarlos, pues los nueve miembros del grupo sabían dónde vivían sus padres y eran capaces de darle una paliza y dejarlo sin conocimiento.
Por extraño que parezca, Cincuenta Dedos Desenfrenados (nombre gracioso donde los haya) eran muy buenos. Por eso accedió a hacerse cargo de ellos (por eso y porque, dada su incapacidad para tocar un instrumento, trabajar de manager era para él la única manera de entregarse a un desenfreno verdaderamente universal). No tocaban muy bien y sólo habían compuesto dos de las diez canciones de su repertorio (que además eran con mucho las más flojas), pero transmitían una excitante sensación de peligro, sobre todo Benny, el guitarra solista, que tenía aterrorizado a todo el mundo en cien kilómetros a la redonda de Exeter. Para él, divertirse consistía en ir a una discoteca donde nadie lo conocía y no hacer absolutamente nada que pudiera evitarle enzarzarse en una pelea con un mínimo de media docena de tíos. Jim cometió en una ocasión el error de acompañarlo a una discoteca de Plymouth: tuvo que encerrarse en el cuarto de baño mientras Benny hacía frente a un grupo de marineros del Devonport Gun Crew que ocupaba toda la pista de baile. Al cabo de un rato (que a él le pareció una semana), oyó que llamaban discretamente a la puerta. «¿Jim? Soy yo, Benny. Ya podemos marcharnos».
Cincuenta Dedos Desenfrenados hicieron treinta bolos; lograr reunir todas las veces a los nueve miembros del grupo dejó a Jim sumido en un estado de rabia, agotamiento y confusión. Para el último concierto había quedado con un crítico musical importante; el periodista logró llegar a Exeter, pero al final se perdió el concierto porque Gary, el saxofonista, lo mandó al hospital cuando intentaba hacerse el simpático antes de que empezaran a tocar. A Jim no le habría extrañado que le partieran la cara Benny o Vince (a quien le salía la mala sangre por los poros; se rumoreaba —y Jim se lo creía— que los caseros de Exeter habían puesto precio a su cabeza porque había destrozado multitud de casas de su propiedad y les había robado de formas tan variadas como innovadoras), pero sí que lo hiciera Gary, que era vegetariano, pues, como él mismo te explicaba tanto si querías como si no, no soportaba que sufrieran los animales. Encima era ciego. Jim rescató al periodista en el preciso momento en que Vince le decía a Gary con insistencia: «Ahora dale una patada en la izquierda, tío».
Cuando terminaron el concierto, la policía irrumpió en la sala y detuvo a todo el mundo excepto a Vince, quien, como siempre, se las había ingeniado para escaquearse. Hubiera podido ser el comienzo de una locura desenfrenada, rentable y de lo más animada, pero no fue así. Ni aquel periodista ni ningún otro escribió una sola línea sobre ellos. Jim vio que la policía metía a Benny en la misma furgoneta que a él. Ahora, cada vez que iba a Exeter, preguntaba por él, pero nadie sabía nada. Benny siempre había ido a su aire. Por otro lado, su hermano pequeño, que no sabía afinar una guitarra y era incapaz incluso de aparcar en zona prohibida, se había convertido en un productor respetado y era dueño de grandes edificios en los Docklands.
A continuación, Jim trabajó para el señor Hielo, pero no por iniciativa propia o porque tuviera talento para nada, sino porque se encontraba en el club de golf adecuado. Aborrecía el golf, pero trabajaba allí de camarero y, quizá porque no tenía ni idea de que estuvieran entrevistándole, hizo buenas migas con el señor Hielo y se quedó asombrado cuando oyó que le ofrecía trabajo.
Cuántas mentiras se oían. Cuántas gilipolleces, cuántas chorradas… Como las que se decían sobre los mafiosos, por ejemplo. ¿A qué se dedicaban los mafiosos según la opinión general? A la droga, la prostitución, el robo a mano armada… Pues bien, de esos negocios él prácticamente ni se había enterado.
El especialista en anestesiología que vivía en Ealing, encima de la casa que él estaba cuidando, invertía su dinero en comprar pisos en el West End y llenarlos con las furcias israelíes y japonesas que le agenciaba la gente del gremio. Para el anestesista se trataba de una estimulante combinación de inversión y pasatiempo. Iba al aeropuerto a recoger a las chicas, se ocupaba de la decoración de los pisos y andaba siempre de aquí para allá comprando plantas de maceta y portatostadas. A Jim se las ofrecía a mitad de precio.
Drogas: el mejor camello que tuvo en la época en que se ponía a gusto (cuando era joven y disponía de dinero) era un general de brigada jubilado, veterano de las Malvinas y dueño de un poblado bigote, quien, a pesar de que vivía en Tunbridge Wells, iba al centro a hacer las entregas con una puntualidad propia de un oficial de la Academia Militar de Sandhurst. Tenía que reconocer que, exceptuándolo a él, casi todos los camellos que conocía eran unos inútiles que nunca llegarían a hacer nada más importante que llenar estantes en un supermercado, o bien madres solteras con críos mocosos que tenían una buena clientela porque se encontraban en casa a todas horas (y también porque, si las pillaba la policía, siempre podían echar mano de sus hijos para implorar clemencia).
Robo a mano armada: Jim conocía a Herbie, el camarero de Blacks, que había pasado cuatro años a la sombra por robar un furgón blindado (lo pescaron porque se había dejado la cartera). Herbie era uno de los tíos más simpáticos que conocía: cuando veía sangre se desmayaba, había salido con vida de la cárcel porque les planchaba las camisas a los matones, y ahora obtenía la mayor parte de sus ingresos gracias a los muñecos que hacía para los clientes del Blacks (su especialidad eran los ositos de peluche de anticuario falsos). Había aprendido a coser en el talego y le gustaba relajarse traduciendo poesía española (muy mal, por lo visto).
No, los verdaderos mafiosos, los auténticos delincuentes, los cabrones de verdad no se molestaban en delinquir. La delincuencia era para los incompetentes, para los pringaos, los estúpidos, los aburridos, los chulos de tres al cuarto, los domingueros. Eso no daba dinero, y tarde o temprano acababa uno con sus huesos en la cárcel. Los mafiosos de pura cepa se dedicaban al mundo del deporte o al negocio de la música.
Con el señor Hielo, Jim se ocupó de boxeadores y de jugadores de billar, por lo que tuvo ocasión de comprobarlo. Estuvo seis años metido en el asunto, y resultó un trabajo recomendable por varias razones: viajes, dinero a espuertas y copeo con famosos.
Pero lo dejó. Es lo que pasa cuando las cosas van bien: uno se fija sólo en ellas y es incapaz de ver más allá.
Al principio la situación le había ofuscado; le encantaba el hecho de ser su propio jefe, y se sentía aliviado porque algunos aspectos del trabajo con Hielo le ponían nervioso. No es que hubiera ocurrido nada desagradable. Por el mero hecho de trabajar para Hielo todo el mundo daba por sentado que era un tío duro, y en los círculos del boxeo se mantenían los buenos modales porque todo el mundo era consciente de que una pelea podía tener graves consecuencias. Nada que ver con lo que contaba el anestesista de Israel: «Todo el mundo tiene armas. Todos. Por eso hay menos delincuencia. Entras en casa de alguien y te pegan un tiro. Robas un banco y te pegan un tiro. Pones la música demasiado alta y te pegan un tiro. Te pones a pegar tiros por ahí porque sí y te pegan un tiro». La gente del mundo del deporte era muy educada, pero Jim siempre tenía miedo de que Hielo se le presentara alguna mañana con un par de empresarios muertos para que los enterrara.
Al final, su trabajo, aunque entretenido, había sido de poca monta. Tenía que ponerse un traje y hacer gestiones sin importancia: llevar bolsas, llamar taxis, comprar alcohol y reírse de chistes. Además, satisfacciones no había muchas.
Un día, a las cuatro de la madrugada, lo despertó el teléfono. Se levantó para responder, dio un traspié en la oscuridad y se abrió la cabeza con el marco de una puerta. La llamada era de uno de sus boxeadores, que se encontraba en un hotel de Las Vegas.
—Jim, tío. Tengo un problema…
Se le encogieron las tripas. ¿Una violación? ¿Un asesinato? ¿Algún asunto de drogas? ¿Un brazo roto? ¿Lo habrían desplumado en alguna partida? ¿Le habrían atacado?
—La bañera no tiene tapón.
A pesar de que estaba amodorrado, medio aturdido y pringando la alfombra de sangre, Jim logró hacerse una composición de lugar: la distancia entre Londres y Las Vegas, el hecho de que aún tardaría unos días en volver, el afecto que se sabía que Hielo sentía por él y la circunstancia de que fuera un boxeador prometedor pero no una estrella (sólo un peso gallo que vivía con su madre). Dos respuestas brillaron en la noche: «Vete a tomar por el culo, gilipollas» y «Darius, habla con recepción y ellos se ocuparán del asunto». Al final optó por hacer las veces de buscatapones, aunque nunca se lo había perdonado a sí mismo.
Pero entonces lo dejó. Durante una temporada, no se arrepintió. Garrido, el vendedor que había informatizado la oficina de Hielo, le habló de Internet. Garrido era el único vendedor de ordenadores honrado de Gran Bretaña y el único que sabía explicar las cosas, probablemente porque sabía lo que vendía. Le habló de ello cuando cualquier referencia a Internet sólo podía provocar en él una reacción de extrañeza. Trabajar con Hielo (ese maleante de tercera generación procedente del East End y residente en Chislehurst que llevaba un traje de saldo, unas gafitas espantosas y un corte de pelo que hacía veinte años que no se cambiaba) no le había enseñado nada salvo las discotecas que les gustaba frecuentar a los boxeadores.
Lo que le habría gustado aprender de Hielo era cómo dirigir un negocio. De repente, cuando ya lo tenía montado, Jim se encontró con que la satisfacción de ser independiente quedaba aplastada cual perrillo bajo las ruedas de un camión. El gobierno, el ayuntamiento, las empresas de servicios públicos, los clientes, los empleados, los de la limpieza, los vecinos, el sistema de correos, los fabricantes de contestadores automáticos, el transporte público, los semáforos, el planeta entero se pone a hacer cola para pegarte una patada cuando tienes una empresa. Nunca se había sentido solo hasta que montó Verdad Suprema S. A. (nombre de un estilo de kárate que había estudiado durante dos semanas).
Jim empezó a preguntarse si no sería tonto. Cuántas mentiras se oían. Cuántas falsedades. ¿Era él el único que se las había tragado? ¿Eran estas mentiras simples convenciones que la gente tenía que aceptar, como los nombres de las calles, pero sin tomárselas en serio? Cambridge Circus, por ejemplo, no tenía nada que ver ni con Cambridge ni con el circo. Era, lisa y llanamente, un vertedero atestado de gente. Tan decepcionante como el adagio que dice que todo esfuerzo tiene al final su recompensa. Ya, ya, que te crees tú eso…
Y luego estaba eso de que Londres era una ciudad: otra mentira como un templo. No era una ciudad, sino una guerra. A la gente fina no la liquidaban en la acera y sus cadáveres no eran abandonados en las alcantarillas; se mantenía cierta discreción. El saqueo y la masacre solían tener lugar en la intimidad, pero la reserva no los hacía menos despiadados. De esto se había dado cuenta hacía poco. La verdad era horrible. La verdad sabía fatal. Quizás era como en las malas películas de suspense, cuando te enterabas de lo que ocurría y guardabas silencio; o quizá como en la vida real, cuando comprendías cómo eran las cosas en el fondo y también guardabas silencio.
Jim invertía buena parte de sus energías en desear volver al pasado, para tener la oportunidad de ser quien había sido antes, para poder darse una bofetada y decirse: arrástrate, consigue el trabajo, coge el dinero y haz lo que te dé la gana los domingos por la tarde. Su obsesión con las vacaciones pagadas, la mera posibilidad de marcharse, no para dos semanas, ni siquiera para una, sino para un fin de semana durante el que pudiera desconectar y estarse mano sobre mano, empezaba a darle miedo. La única manera de dejar de pensar en las vacaciones pagadas era soñar con una baja por enfermedad: para él era el paraíso ponerse enfermo y guardar cama durante dos días (y sin dejar de cobrar, mientras otra persona se veía obligada a sustituirlo en el trabajo, incluso si no lo hacía especialmente bien). Jim se daba cuenta de lo maravilloso que era ser un asalariado y de lo mucho que envidiaba a los humildes y modestos empleados que salían de la oficina y no tenían que pensar en el trabajo hasta el día siguiente. Los placeres de pertenecer a semejante categoría le parecían irresistibles.
Los aventureros que se creían que llevaban una vida arriesgada por recorrer guerras civiles en bicicleta, practicar la caída libre con paracaídas o correa elástica, hacer alpinismo o meterse cocaína pura no sabían qué era el riesgo de verdad. No había nada tan peligroso como tener una empresa propia. Si uno saltaba de un avión, sólo se jugaba la vida; si dirigía un negocio, por pequeño que fuera, incluso si se trataba de una tienda de barrio, arriesgaba el alma.
Cuando pasó por delante del teatro de St. Martin, en Leicester Square, un chico menudo de dieciséis años (acompañado de otro chico menudo de la misma edad y de una chica feísima también de dieciséis años) chocó con él con más fuerza de la que hubiera cabido esperar de un joven de esas características. Llevaba cada uno una lata de cerveza Tennent’s. Ninguno iba prestando atención porque debían de ser de algún pueblucho de provincias y estaban bastante ciegos.
Ésa era la única razón por la que merecía la pena vivir en el nocivo caos de Londres; allí uno podía mirar descaradamente por encima del hombro a paletos procedentes de lugares donde las noticias más interesantes eran las ofertas especiales del supermercado.
Jim estaba harto de turistas. Era imposible ir a ninguna parte sin toparse con una horda de italianos de catorce años convencidos de que estaban teniendo toda una revelación porque se encontraban encima de un pedazo de hormigón justo al norte de ese gran canal de caprichosas aguas residuales llamado Támesis.
El crío no le había empujado adrede, por lo que el asunto tenía aún más delito. Ni siquiera había reparado en cómo le fulminaba Jim con la mirada. No estaba bien que un frágil chaval de uno sesenta de altura se diera un encontronazo con alguien que medía uno ochenta y cinco y pesaba noventa y cinco kilos (por mucho que fuera dueño de su propia empresa). Tenía algo de error ancestral. Jim se quedó mirando la granujienta cara del crío y de pronto se dio cuenta de por qué había prosperado de tal manera la esclavitud. Conocía perros más inteligentes y profundos que aquel chaval…
Jim estuvo a punto de destrozarle la cara de un puñetazo y darle una lección sobre la importancia que tenía la gente más corpulenta que él. Horrorizado, comprendió que la única razón para no pegarle era que iba a ver a un cliente, y no causaría buena impresión llevar el traje manchado de sangre. Algo odioso estaba incubándose en su corazón. Necesitaba unas vacaciones de inmediato.
Encontró la dirección y subió como buenamente pudo los cuatro tramos de empinados escalones. Ninguno de sus posibles clientes tenía nunca una oficina lujosa en una primera planta o en un edificio con ascensor. Esta vez se trataba de una nueva empresa integrada por un diseñador, una perilla y una estudiante.
Pero el diseñador y la perilla no estaban.
—Le hemos llamado —dijo la secretaria con un gesto de preocupación sorprendentemente sincero.
El diseñador había tenido que marcharse a todo correr porque su madre se había puesto enferma hacía media hora. Jim llevaba el móvil desconectado, pues no tenía con qué pagar una batería nueva y no había podido comprársela. Tampoco tenía con qué costear el móvil, pero no podía prescindir de él. Por mucho que le fastidiara, se trataba de la más razonable de las excusas. Era una pena; casi habría preferido que el diseñador se hubiese olvidado de la cita o que se hubiera retrasado a causa de una buena comida, que era lo habitual. Así habría podido enfadarse, ofenderse y dar por perdida aquella fuente de ingresos.
En cambio, iba a tener que volver otro día para que le salieran con alguna de las mil y una razones por las que no hacía falta que les diseñara una página en Internet. Aquí estoy, se dijo, en el lugar correcto en el momento oportuno, y nada, ni por ésas.
Al volver a Old Compton Street, un mensajero gigantesco salió a toda velocidad de una tienda de bebidas alcohólicas y estuvo a punto de enviarlo a la alcantarilla. El mensajero era demasiado fuerte para pensar siquiera en pegarle, por lo que Jim se limitó a mirarlo con cara de pocos amigos. Bordada en la chaqueta de cuero que cubría su descomunal espalda, llevaba una imagen de un esqueleto montado en una moto. Era un esqueleto robusto, con unos pectorales magníficos, unos brazos tremendos, pómulos marcados y buena planta. Con un pañuelo de colores, joyas ostentosas y una guadaña sujeta a la espalda, el esqueleto sonreía y pisaba el acelerador sobre la leyenda LA MUERTE MONTA HARLEY.
Mentira. Un mes antes a Jim le habían hecho el engorroso encargo de llevar al veterinario el perro de un anciano vecino suyo para que le pusieran la última inyección. Como había tenido miedo de ofender al anciano con su absoluta falta de interés por el sarnoso cocker spaniel, le indignó la indiferencia con que el veterinario llevaba a cabo la tarea. En un abrir y cerrar de ojos, Oslo había dejado de ser un perro apestoso, sordo e irritante para convertirse en un montón de pelo. No quedaba ni rastro de su carácter. Había sido eliminado. El veterinario no hizo el menor intento de tranquilizarle, no soltó ninguna frase hecha. Probablemente se esmeraba más cuando preparaba una taza de té.
La muerte no sería un chulo. Ni un guaperas. Ni sexy. No tendría nada de impresionante. La muerte sería como el veterinario. Aburrida. Y cansada. Cansada de la afectación de la gente, cansada de la gente misma. Calva, gorda y mal vestida. No sabría cómo tratar a los pacientes. No tendría nada que decir. No tendría porvenir, ni dinero. Sería lo opuesto a una persona con carácter. La muerte sería la última en ser elegida para un partido de fútbol. La muerte tendría la polla del tamaño de un cacahuete. Sería la persona que te encuentras enfrente en la oficina del paro. El pequeño basurero que guarda silencio. La muerte subiría al autobús y no haría ningún comentario interesante en la cola.
Jim volvió a la oficina dando un paseo y se encontró allí con Betty, pese a que no tenía nada que hacer. Betty siempre estaba adorando su ordenador, desvelando claves. Ni siquiera le preguntó cómo le había ido con el cliente; estaba enfrascado en un juego de marcianitos, pero no jugaba sino que le abría las tripas para encontrar la clave y volver a diseñarlo.
Cuando se habían conocido, Betty (que le había llegado adjunto a una partida de ordenadores procedente de una tienda de informática en quiebra), con una franqueza insólita y delirante que ya no volvería a mostrarle, le había dicho qué apodo tenía en el colegio y le había confesado cuánto lo detestaba. Durante un tiempo uno piensa que lo ha conseguido, pero la verdad es que al final nunca llega a librarse del colegio. Jim aprovechaba cualquier oportunidad para usar el mote, y es que no tenía ningún sentido negarse el placer de torturar a los demás.
Ahora sólo quedaban ellos dos en la oficina. Betty debería haber estado trabajando para algún gobierno, cifrando y descifrando cosas. Casi todo su trabajo se limitaba a software ya disponible, que Jim habría podido utilizar si se hubiera molestado en leer los manuales con atención. Tener a Betty en la oficina era igual que ser dueño de una tienda de alimentación y pagar a Einstein para que fregara el suelo.
Así pues, ¿qué pintaba allí? Había cosas que Jim no sabía; no sabía andar en monociclo, ni hacer juegos malabares con machetes, ni portugués. Pero, si invertía una enorme cantidad de tiempo, tenía la posibilidad de avanzar en cualquiera de estos terrenos. Betty, en cambio, no sabía tratar a la gente, y jamás aprendería a hacerlo. Era incapaz de llamar a nadie, por ejemplo. Si se quedara atrapado en un edificio en llamas, los bomberos no se enterarían del incendio por él. Muy de vez en cuando, tras hacer un esfuerzo ímprobo, lograba coger el teléfono (aunque esto le dejaba agotado para el resto del día), pero llamar le resultaba tan difícil como hacer una triple voltereta hacia atrás.
Con el movimiento que tenían en la oficina, Betty habría podido ganarse la vida modestamente trabajando en casa. Y Jim también, si hubiera llevado la empresa desde su piso. Pero estaban unidos por un singular pacto de empobrecimiento. Betty ganaba un sueldo ínfimo desde el primer momento; al cabo de poco tiempo, aunque no las tenía todas consigo, Jim se lo había bajado de doscientas a cien libras semanales, escudándose de una manera tan sincera como ridícula en la mala suerte que tenían con los clientes y asegurándole que se trataba de una medida de emergencia, de carácter provisional y extraordinario. Cuando finalmente se lo bajó a cincuenta, lo hizo con toda la intención, a ver si se largaba y él podía mandarlo todo al diablo. Hacía dos meses que Betty no ingresaba ni un penique, pero seguía teniendo un sueldo nominal, lo que significaba que nominalmente él continuaba siendo el jefe. A Jim se le había pasado por la cabeza reducirle el sueldo nominalmente a treinta libras, pero había llegado a la conclusión de que la medida repercutiría en su imagen, ya que se pasaría de una indignante situación de explotación a otra digna de lástima.
—Ya… —musitó Betty por el auricular.
Cuando hablaba por teléfono, tenía la costumbre de bajar mucho la voz y taparse la boca con la mano, pues creía que Jim no le oiría, sentado como estaba a metro y medio de distancia en una oficina carente de actividad.
Durante mucho tiempo habían tenido en la oficina a una secretaria llamada Vera. A Jim le había costado lo suyo averiguar por qué le gustaba tanto, pues Vera llevaba la mala suerte escrita en la frente. Todas las mañanas iba al gimnasio dos horas antes de trabajar, pero la grasa se reía de ella. Al menos una vez al mes le entraban ladrones en casa, la atracaban o le robaban el coche. Las lavadoras se le tragaban la ropa. Los hombres casados con los que se enrollaba la trataban como a un perro. Siempre estaba peleándose con sus compañeras de piso y dedicaba su tiempo libre a buscar casa nueva e ir a la anterior a recoger el correo. A menudo se dejaba la compra en el autobús.
Pero Jim sólo supo apreciar en su justa medida las admirables cualidades de Vera cuando contrató a Rebecca. Rebecca era guapa, y en el momento de contratarla Jim había considerado seriamente la posibilidad de liarse con una mujer como ella (algo que no conseguía desde hacía años).
Pero Rebecca tenía un defecto: era feliz. Una noche Jim entró en un bar, la vio riéndose con sus amigas y decidió despedirla. La falta de trabajo en la oficina le habría obligado a hacerlo de todos modos, pero él no se engañaba y sabía cuál había sido el desencadenante: Rebecca había cometido la temeridad de divertirse. Jim era consciente de que durante cinco años (prácticamente el tiempo que llevaba en el mundo de los negocios) no había sido feliz. No había tenido cáncer, ni se había sentido angustiado a cada momento, pero había estado atareado con el trabajo o preocupado por él, o se había metido en insatisfactorias aventuras en su vida privada. Por la mañana se despertaba derrotado, y a lo largo del día no experimentaba ninguna mejoría. No se sentía animado ni siquiera durante unos minutos. Le horrorizaba la manera en que se había vengado de Rebecca, pero era lo mismo que ver en la televisión otra atrocidad mal filmada en un país que no sabrías encontrar en el mapa: sientes un levísimo remordimiento y luego vas a coger algo de la nevera.
—Ya… —repitió Betty.
Jim vio que la llamativa figura de Serafina entraba en la oficina de al lado y le dirigió una sonrisa. No alcanzaba a comprender qué falta le hacía un despacho a una preparadora física. El de Serafina era diminuto, si bien lo lógico habría sido que lo hiciese todo con el móvil. Jim se imaginaba que el despacho sería para ella un apéndice del éxito, igual que el coche deportivo. Serafina pasaba por allí sólo dos veces por semana y se estaba media hora o una hora como mucho. Como de costumbre, vestía los colores más chillones posibles; esta vez iba de amarillo y verde loro, enfundada en un pedacito de lycra tan estirado que inspiraba lástima, aunque su belleza y perfección física eran tales que hasta con una tienda de campaña encima habría llamado más la atención de lo que cualquier mujer pudiera desear. Por mucho que la mirara, Jim seguía sin comprender cómo podía tener semejante cuerpo. En eso consistía su trabajo: era una forma inmaculada de prostitución.
Dos o tres años antes le habría echado los tejos. Estaba claro que era demasiado bonita y las cosas le iban demasiado bien como para que pudiera comprenderlo a él (Serafina era la viva imagen del éxito), pero aun así lo habría intentado. Estaba perdiendo la pelea, empezaba a notar en su interior un estancamiento atroz. Notaba un olor, una peste a bayeta que le seguía a todas partes. Por mucho que se lavara seguía oliendo mal; se cambiaba de ropa, se restregaba, se empapaba de aftershave, pero era lo mismo que si se rociara con el perfume del fracaso. Su cuerpo había empezado a descomponerse sin el incentivo de la tumba.
No, lo que estaría bien ahora sería tener una buena foto de Serafina desnuda, se dijo. Así podría llevármela a casa para dar rienda suelta a la imaginación. Sería más fácil para todo el mundo. Nadie sufriría. En el colegio, lo que más ilusión le hacía (aunque, naturalmente, nunca lo había reconocido) era casarse con una mujer por la que fuera capaz de dar la vida y viceversa. Ahora le costaba un esfuerzo ímprobo incluso elegir restaurante (y pensar en la cuenta), ponerse de acuerdo en una película que los dos quisieran ver o concentrarse en decir lo correcto o, por lo menos, en no soltar una inconveniencia. Eran increíbles los comentarios que le habían costado una novia («Ganarán los laboristas»; «tienes unas piernas estupendas»; «te quiero»). No se podía decir prácticamente nada sin temor a equivocarse, pero aun así Jim intentaba filtrar las declaraciones destrozarrelaciones.
Pronto acabaría todo. Ya prácticamente no se enfadaba; mostraba más bien esa actitud de aceptación que alcanzan en teoría los enfermos terminales cuando se dan cuenta de que rebelarse no sirve para nada. La bancarrota sería un alivio, un bálsamo, porque entonces podría arrojar la toalla. Probablemente conseguiría trabajo en alguna parte y, aunque no se haría rico, viviría de forma mecánica.
—Ya… —dijo Betty y colgó—. Resulta que… Bueno… No creo que tarde mucho.
Se puso la chaqueta y dejó a Jim en aquella enorme boca de seis por seis y medio por tres que sólo devoraba dinero. Se iba a desjoder algo. Tenía amigos que trabajaban para los pesos pesados y que le llamaban de vez en cuando. Cuando tenían un problema gordo, cuando sus bien pagados descifra-claves se veían en un callejón sin salida y sus clientes estaban mirando hacia otro lado, llamaban a Betty a escondidas para que les solucionara la papeleta. Naturalmente, no le pagaban. A él le encantaba, siempre y cuando se tratara de algo grave. Los problemas sencillos (un ordenador desenchufado) lo ponían furioso; si se trataba de un desastre que le obligaba a trabajar sin descanso cinco días con sus noches, volvía a la oficina entusiasmado.
Cuando Jim había empezado, existían en Londres tres empresas relacionadas con Internet. El primer problema había consistido en explicar qué era Internet. Las respuestas negativas eran de tres tipos: la primera se resumía en «no acabo de entenderlo»; la segunda en «esto es muy interesante y tiene usted toda la razón, pero ya le llamaremos cuando se calmen las cosas»; y la tercera en «ya tenemos una página en Internet».
Y de pronto surgieron docenas de competidores, y eso sin contar las grandes empresas que creaban su propio software y a las pequeñas que compraban sus webs en la tienda del barrio. Jim había participado en la fiebre del oro y había acabado con un pedazo de carbón. No tenía la menor gracia. Se daba cuenta de que los pioneros nunca conseguían lo que se proponían; acababan sin blanca, buscando en bares gente con ganas de escucharlos, o se morían de frío y sus huesos eran pisoteados por aprovechados forrados de pieles.
Jim se acercó al ordenador de mesa de Betty. Era suyo; Jim no habría tenido con qué pagarlo. Era el ordenador más potente que había a la venta aquel mes, el que tenía el chip más temido.
Pero Betty no sabía prácticamente nada sobre hardware. Jim tampoco sabía gran cosa, pero sí lo suficiente como para desatornillar la caja del ordenador y extraer la placa base. La puso en el suelo, la aplastó cuidadosamente con el pie derecho y luego volvió a meterla en el ordenador.
Eso le mantendrá ocupado un rato mientras estoy fuera, pensó. Aquel viaje a Francia no eran unas vacaciones. Era su última oportunidad.
La lluvia caía despiadadamente, como si tratara de darle alcance. Cuando miró por la ventanilla del avión, en el encapotado aeropuerto de Niza, trató de pensar en alguna cosa para tranquilizarse.
Sí, era injusto. Se había desplazado en el mes de agosto desde Londres (donde el sol brillaba ahora por primera vez desde hacía cuatro meses) hasta el sur de Francia para encontrarse con la lluvia después de haberse gastado en las vacaciones un dinero que no tenía. Hacía ocho años que no disfrutaba de unas vacaciones. Lo había pensado durante el vuelo. Llevaba ocho años sin pagar dinero por ir a un sitio a pasárselo bien. Durante ese tiempo no había trabajado todos los días, pero poco le había faltado.
Desde que habían aterrizado llevaba conteniendo las ganas de echarse a llorar y gritar: «Llevo ocho años sin vacaciones. Vivo en una ciudad sin sol. Todo lo que pido son cinco días despejados, y por eso he venido al sur de Francia, región famosa por su abundancia de sol, sobre todo en pleno agosto, mes famoso por su insoportable calor. No quiero cultura. No quiero entretenimiento. No sueño con mujeres. Todo lo que pido son cinco días de sol».
Cuando Jim había tomado asiento en la agencia de viajes, horrorizado por el precio del billete (ya era demasiado tarde para conseguir una tarifa especial o volar en clase turista), no sabía cuánto tiempo quería pasar en la costa.
Un fin de semana largo, de cuatro días, era muy tentador, pero se traducía en tan sólo dos días de relajación, ya que, debido al horario de los vuelos, no iba a poder disfrutar del sol ni el día de llegada ni el de regreso. Además, ya que iba, ¿por qué no se quedaba un poco más? Le gustaba la idea de estarse dos semanas (¿a quién no?), pero eso era imposible: alquilarían la oficina a otra persona y se olvidarían de él hasta sus acreedores. En realidad una semana quedaba reducida a cinco días, pero sonaba muchísimo mejor. Cinco días eran de hecho una semana laboral, pero, dicho así, no parecían lo mismo; parecían lo que eran, cinco días. Producían el mismo efecto que dos o tres días, aunque hubiera un suplemento. De todos modos, ni siquiera una ausencia de sólo cinco días le tranquilizaba, pues justo en ese tiempo podían hacerle la esperada llamada, la llamada de ese pez gordo que estaba deseando proponerle un gran negocio. De acuerdo, recibía muy pocas llamadas y, si alguien tenía interés, no le importaría esperar unos días; incluso cuando se las ingeniaba para vender sus servicios, el asunto solía alargarse muchísimo, pues suponía meses de interminables negociaciones. Aun así, no conseguía ahuyentar el temor de que, si no se encontraba en la oficina para decir «pasaré la semana que viene», el negocio se iría al traste.
Jim sabía que ese miedo se debía a una ocasión en que, cuando aún disfrutaba de su condición de jefe de sí mismo, se había dado el gustazo de comer sin prisas y tomar el sol durante veinte minutos en Soho Square. Al volver al despacho, se encontró con que la embajada francesa había dejado un recado a las 12:15 (tres minutos después de que se hubiera marchado), y cuando devolvió la llamada a las 3:37 (se había fijado en la hora) ya había perdido el trabajo. Le jodió, porque le gustaba la idea de darse un garbeo por la embajada francesa (las francesas le ponían, incluso las que no eran muy atractivas) y, sobre todo, porque después se enteró de que el trabajo se lo había llevado Cresswell. Era el temor a no coger esa llamada salvavidas, esa llamada que le permitiera ganar una fortuna, lo que había constituido un factor determinante (junto con la falta de dinero) para que se pasara ocho años sin tomarse unas vacaciones.
La empleada de la agencia de viajes se lo quedó mirando. Saltaba a la vista que era una mujer de trato fácil, pero estaba empezando a perder la paciencia. Jim tenía la mente en blanco. No sabía qué hacer. No se decidía. Muchas parejas decidían casarse sin darle tantas vueltas. Estaba tan hundido que no sabía si prefería cinco días o una semana. Le había dado un calambre en las entendederas. Era como si la empleada le hubiera pedido que multiplicara mentalmente 123.768 por 341.977.
Jim trató de encontrar un tema de conversación para disimular su impotencia. Era patético. A eso había llegado, a verse incapaz de tomar una decisión en una agencia de viajes, a no acertar a levantarse y salir de allí. En fin, que era un inútil. Estaba convencido de que se trataba de la decisión más importante de su vida, y nada, ni por ésas; pero, si se marchaba ahora de la agencia, nunca se iría de vacaciones y se desmoronaría sin más. Lo único que le pasaba por la cabeza era que siempre había tomado la decisión equivocada. Buscó en su interior señales, pistas, deseos…
—¿Está al tanto del fútbol? —preguntó a la empleada de la agencia de viajes.
—Cinco días no está mal —comentó ella.
Era comprensible: la venta de un billete para Niza no constituía precisamente el momento culminante de su jornada. Tres personas más esperaban impacientes a que las atendiera para llevarse, como no podía ser de otra manera, a todo el clan familiar a Melbourne. Quizá para ella fuera algo habitual encontrarse en la agencia con individuos hechos polvo y con expresión ausente.
Cuál no sería su asombro cuando vio que aceptaban su tarjeta de crédito; aquello indicaba el poco cuidado que tenían con los límites de disponibilidad los bancos que las emitían. Jim sintió una gratitud desbordante hacia la empleada de la agencia de viajes y pensó en comprarle un ramo de flores, pero eso habría equivalido a reconocer que era un caso perdido; además, no tenía dinero suficiente si pretendía comer. Quizá fuera aquélla la ayuda más valiosa que le habían prestado en su vida; quizá fuera la mano salvadora que le impediría ahogarse en el mar de sus propias preocupaciones.
Cuando bajó del avión, Jim se repitió que daba igual que lloviera. Eran las cinco y pico, por lo que no habría podido ir a la playa de ninguna de las maneras y, como ahí nunca había precipitaciones en agosto, el hecho de que estuviese lloviendo en aquel momento significaba que probablemente no llovería al día siguiente, de modo que podría estarse en la playa todo el tiempo que se lo permitiera su piel.
Mientras esperaba a recoger su equipaje, observó que, en efecto, la persona en cuestión era Charles Kidd. En Heathrow, al final de la sala de embarque, había visto a alguien que se le parecía, pero no estaba seguro y se sentía demasiado cansado para acercarse a comprobarlo. Kidd era abogado y había hecho varios trabajos para Hielo. Jim lo había visto por última vez hacía años, cuando subía a un taxi con dos mujeres a las que iba a llevarse a la cama. Las mujeres no eran ni guapas ni feas. En la fiesta había hablado con una de ellas, una fisioterapeuta medio birmana que a todas luces buscaba compañía, pero él ya se había fijado en una estudiante estadounidense muy simpática que estaba preparando una tesis doctoral sobre solución de conflictos. Luego, cuando ya era demasiado tarde, se había dado cuenta de que la estudiante era igual de simpática con cualquiera que le prestara atención y de que no tenía el menor interés en relacionarse con él.
Kidd se encontraba en el otro extremo de la cinta transportadora, donde no había todavía nada de equipaje. Jim decidió no ir a saludarle. Estaba completamente agotado. No tenía nada en contra de él; es más, le caía bien, pero no había nada que necesitara decirle, y si iba y se ponían a charlar Kidd le preguntaría: «¿Qué tal los negocios?», y tendría que decirle: «Bien». Lo más difícil de todo era mentir. Uno no podía dejar entrever la más mínima señal de agobio delante de la gente del gremio, y resultaba indigno decirles a los amigos: «A menos que se produzca un milagro, la semana que viene voy a agenciarme una soga para ahorcarme».
El equipaje seguía sin salir. Al cabo de diez minutos, Jim tenía que hacer tal esfuerzo para mantener los ojos abiertos que se acercó a Kidd como si tal cosa. El abogado se alegró enormemente de verlo.
—¿Qué haces tú por aquí?
—Voy a pasar unos días en casa de un amigo.
—Yo voy a ver a un amigo que tiene una mansión gigantesca en Saint-Tropez. Es asquerosamente grande; tiene piscina privada, y unos muros enormes. No hace falta poner un pie en la calle. Ya sabes que las playas dan asco durante esta época del año. ¿Por qué no te vienes?
De repente a todo el mundo le había dado por invitarle a pasar unos días en el sur de Francia. Era tentador. La casa de Hugo se encontraba en las afueras de Niza, y a Jim no le cabía la menor duda de que resultaría inhóspita y deslucida comparada con el sitio al que acababan de invitarle. Kidd no tenía que convencerle de nada; Jim estaba seguro de que sería un palacio y de que estaría lleno de bellas y ricas francesas, todas desnudas y muriéndose de ganas. Primero piensas que la vida es algo apasionante y atractivo; pasado un tiempo, llegas a la conclusión de que no es así; luego te das cuenta de que sí que lo es, pero no para ti. Sólo lo es para los invitados. Tú tienes que conformarte con mirar por el ojo de la cerradura, se dijo Jim.
En realidad, probablemente era ésa la única manera que tenía de acabar llevando una vida digna: un matrimonio ventajoso. El viejo truco de casarse con una rica. El padre de Kidd era dueño de un par de calles de Londres, uno de sus hermanos era diputado, el otro tenía una red de clubes nocturnos por toda Europa y, pese a todo, él era simpático a más no poder. Jim estaba más que dispuesto a hacerle caso y olvidarse de Hugo, quien a veces le resultaba un tanto cargante. Pero sabía que le estaría esperando fuera y, por mucho que le apeteciera, no se le daba muy bien ser un cabrón.
La bolsa de Kidd fue el segundo bulto en salir del avión. Jim le deseó unas buenas vacaciones y luego tuvo que esperar media hora más para recoger la suya, que apareció justo en el momento en que creía que iba a tener que ponerse a rellenar impresos.
A pesar de que llovía a mares, Hugo estaba esperándole fuera en pantalón corto.
—¿Dónde leches te habías metido?
—He tenido que complacer a una de las azafatas —respondió Jim.
Jim observó que, por un momento, Hugo se lo había tomado en serio. El hecho de que hubiera sido, con peculiar ineptitud, manager de un grupo de rock durante veinte minutos había dejado a Hugo completamente convencido de que era una bestia salvaje. Los que nunca habían estado metidos en el mundillo no podían evitar pensar que el negocio de la música consistía en una orgía ininterrumpida, cuando en realidad Jim había hecho todo el trabajo desde la cocina de su madre, lo único que había recibido a cambio durante toda la aventura había sido una amenaza de muerte y, si le preguntaban cómo era la profesión, siempre optaba por decir que resultaba tan emocionante como hacer cola en una oficina de correos.
Hugo había ido al colegio con él. No habían tenido una relación muy estrecha, pero volvían a casa todos los días por el mismo camino. Jim se acordaba de él por dos razones en particular: por las frecuentes palizas que le daban por ser alemán (sólo ser negro hubiera sido peor), aunque él les daba pie al animar descaradamente a Alemania durante los partidos de fútbol internacionales, y por el hecho de que tenía la polla como un pepino, lo que posiblemente provocó nuevas palizas. Hugo constituía un ejemplo fascinante del incumplimiento de las leyes genéticas. Su padre daba clases de literatura en la universidad y su madre era profesora de violín. Por su parte, Hugo habría leído en su vida cinco libros (no de texto), y además bajo coacción. Jim recordaba que ya a los doce años prefería que no lo vieran en público con él por la mierda de discos que llevaba.
Apenas lo había visto desde la época del colegio, aunque estaba al tanto de su trayectoria, ya que de vez en cuando la madre de Hugo se encontraba con la suya en el supermercado. Sin embargo, un mes antes se había topado con él en un restaurante italiano de Charlotte Street. Hugo le había contado que salía con una rusa y que había alquilado una casa en Cháteauneuf, en las afueras de Niza, para varias semanas. ¿Por qué no iba a pasar unos días con ellos?, le había preguntado. Aunque la cordialidad de su saludo y la generosidad de su gesto le habían conmovido, Jim le había respondido que no. Luego había recapacitado y se había dicho: ¿por qué no? No cabía duda de que necesitaba unas vacaciones, y estaba demasiado viejo y deprimido para ir solo a ninguna parte.
A Jim también le conmovió que Hugo hubiera ido al aeropuerto a buscarlo, hasta que recordó que, si bien no había manera de que te prestara cinco libras, era capaz de llevarte con sumo gusto de Londres a Inverness en coche. Hugo era capaz de llevarte en coche al cuarto de baño.
Cruzaron el aparcamiento en zigzag, sorteando los enormes charcos bajo la lluvia. Jim no era demasiado aficionado a los coches, pero sabía reconocer un BMW flamante y caro cuando se encontraba con uno. Verlo fue lo mismo que descubrir un universo paralelo. A Hugo nunca le había contado que había solicitado un puesto de trabajo en el mismo banco en el que había empezado él. Era una de esas humillaciones de las que uno se reía con un buen amigo. Pero Jim se había considerado siempre más inteligente que Hugo, y aquello le había dolido, porque Hugo había llegado lejos (a pesar de que su padre le había escrito la carta de solicitud) y porque no había nada peor que prostituirse para descubrir luego que nadie está interesado en los servicios de uno.
Aquel coche y el chalet alquilado podrían haber sido suyos, y podría haber sido él quien ocupara el asiento del conductor y quien recogiera en el aeropuerto a un conocido sin blanca recién llegado de Londres.
Pese a la persistente lluvia que caía, incluso las señales de tráfico francesas le animaron. Eran más elegantes, más sofisticadas que las inglesas. Era maravilloso encontrarse lejos de Londres, de vacaciones. Jim se acordaba de que Cháteauneuf era un barrio residencial situado a poca distancia en autobús de Niza. Tras veinte minutos circulando a gran velocidad, pronto quedó claro que el Cháteauneuf donde Hugo había alquilado el chalet era un lugar distinto y que el concepto «afueras de Niza» era muy flexible. Se alejaron de la costa a todo correr y Jim empezó a suspirar con una amargura cada vez más profunda por Kidd y la «choza» de Saint-Tropez llena de aristocráticas bellezas.
—Katerina preparará algo para comer, y luego podríamos ir todos a alguna discoteca de Cannes —sugirió Hugo, mientras le daba, supuestamente en broma, un puñetazo en el muslo derecho.
Le golpeó sobre todo con los nudillos, haciéndole tanto daño que le dejó insensible la pierna entera.
Jim sintió escalofríos sólo de pensar en ir a una discoteca y decidió esperar cinco minutos a que dejara de haber curvas en la carretera y Hugo creyera que se había olvidado del puñetazo para arrearle él uno bien fuerte. Hacía años que no iba a una discoteca. Hacía años que no tenía ganas de hacerlo. De los dieciséis a los veinticuatro años había vivido dentro de ellas, pero la perspectiva de pagar para quedarse sordo y ser aplastado por adolescentes que se peleaban por que les sirvieran en la barra casi le puso malo. Hacía tres días que no pegaba ojo por culpa de una propuesta de última hora para una discográfica en la que había tenido que dejarse la piel. Se pasa uno semanas sin nada mejor que hacer que limpiarse las uñas y en el preciso momento en que hace la reserva para marcharse de vacaciones alguien le ofrece competir por una página valorada en varios millones de libras. Tras pasarse cuarenta y ocho horas sin dormir, habían vuelto a precisar sus servicios urgentemente.
La llamada era de una empresa de televisión, de un tal señor Cielo, un nombre tan inapropiado como inolvidable. Jim se acordaba bien de él. Una de las características más notables de las grandes empresas era que los individuos responsables de los trabajos relacionados con Internet eran siempre los más inútiles para encargarse de cualquier asunto importante. Eran los chapuceros que deberían estar despedidos pero seguían ahí porque estaban emparentados con algún pez gordo o porque se habían compadecido de sus familias. Pese a la fama de despiadado que tenía el mundo empresarial, Jim no sabía de nadie a quien hubieran despedido por incompetencia o enfermedad. Sólo había despidos cuando se acababa la pasta, y entonces daba igual lo espabilado que fuera uno. Y, por supuesto, los pobres diablos como Cielo eran los más interesados en que les lamieran el culo a conciencia.
Jim había trabajado a destajo durante una semana a fin de preparar el paquete para Cielo, no sólo por la esperanza de ganar dinero, sino porque las posibilidades del trabajo le habían hecho concebir auténticas ilusiones. Quizás a Cielo no le había gustado. Quizá no lo había entendido o le había parecido muy caro, o puede que le hubieran hecho una oferta mejor o no le hubiera llegado la suya. Jim no lo sabía porque no había podido hablar con él, ni había conseguido sacar a las secretarias de su oficina ningún tipo de respuesta ni nada mínimamente parecido a un dato. Que Cielo pasara de él le resultaba molesto, pero aún lo era más que lo hicieran unas descerebradas cuyo mayor logro en la vida había sido ponerse maquillaje. Después de pasarse el verano telefoneando a diferentes horas del día, Jim se dio por vencido.
Sin embargo, dieciocho meses después de que Jim se hubiera cansado de pelearse con su oficina, Cielo le había llamado.
—Hay algunos aspectos de su propuesta que me gustaría discutir con usted —dijo.
Jim se quedó asombrado ante la reaparición de Cielo. Por eso no llegaba a ninguna parte, porque no sabía ponerse en el lugar de los demás, así de sencillo. ¿Por qué había que esperar año y medio para responder a alguien? Cabía suponer que la recua de vendedores que buscaban habitualmente su favor, así como el resto de cobistas y aduladores varios, habían quedado fuera de competición. Pero, aun así, ¿cómo era capaz de llamar al cabo de año y medio y pretender encima que se arrastrara un rato a sus pies?
—No me diga… —respondió Jim.
—¿Puede venir mañana a charlar sobre el asunto?
Jim sólo se había reunido una vez con Cielo. Había sido en su oficina de Newcastle, a las nueve de la mañana. Jim había salido a las cuatro y media de la madrugada y se había gastado una pequeña fortuna en el billete de tren, pero estaba animado porque se trataba de una reunión importante. Una entrevista personal significaba que se acercaba el momento de cobrar el cheque. La reunión con Cielo había durado cuatro minutos. Jim sólo había sido capaz de pensar en el cachondeo que debían de traerse las secretarias todo el día con su jefe. Por su parte, Cielo se había pasado tres minutos y medio elogiando las virtudes de Newcastle, tras lo cual le había preguntado por la propuesta, la clase de petición para cuya comunicación habían sido inventados los teléfonos y el correo.
—Estoy muy ocupado —había respondido Jim.
Curiosamente, decía la verdad. Tenía que tomar un avión en el plazo de veinticuatro horas, hacía dos días que no dormía, y aún le quedaba uno de trabajo antes de ir deprisa y corriendo al aeropuerto. Jim vio cómo le temblaba el auricular en la mano.
El negocio se le estaba yendo a pique a tal velocidad que ya no le quedaba tiempo para hacer negocios. Por supuesto, Cielo era de los que siempre le hacían a uno perder el tiempo. Si algo tenía claro Jim era que sólo quería que apareciese alguien por su oficina para confirmar su poder. Por eso ni se le pasó por la cabeza sugerir un nuevo encuentro para cuando volviese. Pero ¿y si se equivocaba? ¿Y si aquella propuesta constituía su salvación? ¿Y si se trataba de una repugnante oportunidad para hacerse rico y triunfar? ¿Y si Cielo, el engañaempresas por excelencia, acababa ofreciéndole por fin un contrato?
—Siempre podemos buscar otra empresa para hacer negocios —le advirtió.
Jim notó con malestar que había dejado el tono de amigo de toda la vida para pasar directamente al de matón.
—No, lo que puede hacer es buscarse a algún otro si quiere seguir jodiendo a la gente.
—Había pensado acostarme temprano —respondió Jim.
—Eres un cabrón de mierda —replicó Hugo.
Asunto resuelto. Había cometido un error; debería haber reaccionado con un entusiasmo desbordante a la idea de ir a la discoteca y luego haber fingido una intoxicación después de cenar. Estaba tan cansado que casi tenía alucinaciones. Al principio Kidd le había parecido un producto de su imaginación.
Como le había dado a entender que no quería ir, Hugo iba a hacer todo lo posible para arrastrarlo hasta la discoteca. A Hugo le encantaba esa clase de sadismo en pequeña escala. Además, debería haberse imaginado que Hugo estaba en pleno «síndrome de la novia jovencita» y quería demostrar que todavía tenía fuerzas para pasarse la noche entera de mambo. Un par de patines en línea le llamaron poderosamente la atención en el asiento trasero del coche: otra declaración de vigor y modernidad.
—¿Cuántos años tiene Katerina?
—Veintidós —reconoció Hugo no sin cierto apuro.
Cuando las edades eran treinta y seis y veintidós, una diferencia de catorce años no permitía hablar de asaltacunas, pero poco faltaba.
—¿Y cómo la conociste?
—¿Te acuerdas de mi amigo Gavin?
—No.
—¿Cómo no vas a acordarte?
—Que no.
—Que sí, hombre, Gavin. Lo conociste en una de mis fiestas.
—Ah, sí, ahora caigo…
Jim no se acordaba, pero Hugo empezaba a tomárselo a mal.
—¿Cómo es físicamente?
—¿A qué viene esa pregunta?
—Si te acuerdas de él, sabrás cómo es físicamente.
—No lo sé. Como cualquier ser humano…
—¿De qué color tiene el pelo?
—Moreno.
—Prueba otra vez.
—¿Rubio?
—¿Lleva gafas?
—No recuerdo que llevara cuando lo conocí.
—No te acuerdas de él en absoluto. ¿Por qué has dicho que sí te acordabas?
—Porque no quería discutir sobre el tema.
—Bueno, pues ha acabado en San Petersburgo, dirigiendo unos supermercados. Se echó una novia rusa y se casó. Fui a la boda y conocí a Katerina. Es amiga de la mujer de Gavin. Lo demás vino rodado.
—Entonces, vive contigo en Londres, ¿no?
—En este momento sí. Lo que me costó conseguirle un visado… Tuve que buscar a un puto abogado y escribir al diputado de mi distrito electoral. Meses tardó el asunto. Y luego tuve que pagarle un curso en Christie’s. ¿Tienes idea de cuánto cuesta uno de esos cursos? Están convencidos de que todas las chicas solteras rusas que quieren venirse al Reino Unido son putas. Y de los franceses mejor no hablar. Pensaba que íbamos a tener que suspender las vacaciones. No le dieron el visado hasta la víspera los muy hijoputas.
Ian le había dicho que la chica de Hugo era la mujer más bella que había visto en su vida. Tenía que ser realmente excepcional para que Hugo apoquinara tanta pasta.
—¿A qué se dedica?
—A nada en particular. Es que ahora en Rusia está todo el mundo en paro.
Jim no podía creerse que no hubieran llegado todavía. ¿Dónde estaba la casa? A esas alturas ya debían de encontrarse cerca de París. ¿Y si le daba un puñetazo a Hugo?
—Está con ella una amiga suya, Alzbeta —prosiguió Hugo—. Está de bastante mal humor porque no le ha gustado ninguno de los hombres que han pasado por casa hasta ahora. Nos harías a todos un favor si te ocuparas un poco de ella. —Viniendo de él, la sugerencia no podía ser muy recomendable—. El reparto de camas está… bastante complicado en este momento —añadió Hugo. Jim se puso tenso, pues se acordaba de lo que le había dicho en el restaurante cuando lo había invitado: «Hay espacio de sobra»—. Si te entendieras con Alzbeta, el reparto de camas sería más sencillo. Si no recuerdo mal, eras bastante parado, conque tendremos que buscar alguna solución para esta noche. Disponemos de cuatro dormitorios, que deberían ser suficientes; pero hace un par de días apareció de forma imprevista un amigo de Ralph, de modo que Katerina y yo estamos en uno, Ralph en otro y Alzbeta en el tercero. Ibas a quedarte en el suyo, pero Alzbeta durmió toda la semana pasada en el sofá, cuando estaba Udo en casa, así que se ha ganado el derecho a dormir en la cama. En fin, que hasta que no consigas colarte en su habitación tendrás que elegir entre dormir en el sofá o compartir la cama con Derek, el amigo de Ralph. Eso durante dos noches, al menos; luego vendrán Marcus y Jane, y habrá que organizarlo todo otra vez.
Jim estuvo a punto de estrangular a Hugo. Ésa era la razón (por si hacía falta que se lo recordaran) por la que no había mantenido el contacto con él. Era un gilipollas, un capullo integral. ¿Qué le costaba reconocer que se había pasado de hospitalario? Ahora podía estar en Saint-Tropez, disfrutando de un estilo de vida que durante mucho tiempo sólo había vislumbrado a distancia.
En su adolescencia Jim había dormido en el suelo, en camas repletas de extraños, en estaciones de tren e incluso en un establo. Nada que objetar. Pero algo cambiaba a partir de los treinta; uno necesitaba su espacio, necesitaba un mínimo de comodidad. ¿Qué importaba Saint-Tropez? Incluso un hotel de mala muerte en Niza habría estado mejor que aquello. Dormir plácidamente durante largas horas, levantarse tarde y luego ir a la playa y buscar la compañía de los pechos más serenos… Sin embargo, allí estaba, camino de París, a punto de perder el sueño por culpa de los ronquidos de un financiero pajillero.
La modorra hizo que se le pasara el enfado. De buena gana le habría contestado algo a Hugo, pero así sólo habría conseguido que disfrutara aún más. Además, estaba demasiado cansado para enfurecerse. Tenía tanto sueño que, si Hugo le hubiera arrojado a la cuneta y le hubiese dicho que pasara la noche allí, no habría dicho esta boca es mía.
—¿Qué tal los negocios? —preguntó Hugo.
—Bien —respondió Jim.
Hugo dio marcha atrás y metió el coche en la entrada de la casa con el cuidado de quien se preocupa más por la pintura de su vehículo que por su madre, de quien disfruta demostrando lo magistralmente que da marcha atrás.
El agotamiento produce una sensación de libertad, reconoció Jim cuando entró en la casa. Le daba igual si estaba presentable o si causaba una buena impresión a las chicas. Katerina y Alzbeta estaban sentadas a la mesa de la cocina, con el aspecto relajado de unas mujeres que ya han resuelto la papeleta de la cena. Se hallaban enfrascadas en la lectura del Sun, que tenían abierto por las páginas de deportes. A Jim no le cupo la menor duda de que, a cambio de la estancia en el sur de Francia, ellas se encargaban de cocinar y de hacer todas las tareas domésticas, y de que esto a Hugo no le daba ni vergüenza ni cargo de conciencia.
Katerina no era la mujer más bella que había visto Jim en su vida, pero «bella» figuraría siempre entre las palabras necesarias para describirla. Era rubia y llevaba un vestido ligero que hacía resaltar su bronceado.
—Jim, nos han hablado mucho de ti —dijo riéndose, con un ligero acento y un punto de fina coquetería.
«Nos han hablado mucho de ti» era una de esas frases que le decían a uno un par de veces al año, pero a Jim nunca se le había ocurrido una respuesta ingeniosa y no era cuestión de ponerse a buscar una en ese momento. Katerina le gustó desde el primer momento, precisamente cuando se dio cuenta de que se había olvidado de devolverle el puñetazo a Hugo.
Alzbeta era pecosa. Tenía el pelo castaño recogido y llevaba una camiseta amplia y pantalones cortos holgados. Parecía la típica chica callada que se toma el tema del amor muy en serio. A Jim también le resultó simpática, pero nada más.
—Nosotras tenemos una pregunta importante para ti. ¿Quién es Macmandanga? —quiso saber Katerina.
—Macmamada —precisó Alzbeta.
—No, Macmanguta —leyó Katerina en el periódico.
—Os referís a MacManaman —aclaró Jim, mientras miraba por encima del hombro de Katerina.
—Sí. Aquí viene todo sobre él: cuándo nacer, qué hacer en la cama, qué ropa gustarlo. Pero no dice quién es.
—Es un futbolista —explicó Jim. A Katerina y Alzbeta se les iluminó la cara. Se echaron a reír y cruzaron unas palabras en ruso. Jim se sintió como si acabara de descubrir la fusión fría—. Es muy bueno. Juega en el Liverpool —añadió para demostrar que sabía realmente de qué estaba hablando.
—Futbolistas rusos los mejores del mundo —aseguró Alzbeta.
En aquel momento entró Hugo.
—¿Qué? ¿Se sabe algo de la cena?
Estaba claro que quería que le sirvieran su comida, pero se sentía un poco cohibido por Jim.
Katerina señaló una cacerola grande que hervía a fuego lento.
—La sopa está lista, pero estamos leyendo periódico. Diez minutos.
Ella y Alzbeta reanudaron su excursión por las páginas de deportes.
—¿Dónde está Ralph?
—Ralph y Derek han salido. En coche.
Katerina había respondido como si se alegrara enormemente de ello.
Hugo enseñó el chalet a Jim. O era nuevo o le habían dado una buena mano de pintura. Podía elegir entre dos sofás grandes de cuero, impecables salvo por unos periódicos ingleses que había esparcidos aquí y allá, unas cajas de discos compactos rusos y varios ceniceros llenos a rebosar. Salieron al jardín.
Aquello era el paraíso en miniatura. El enorme jardín estaba tapiado, aunque las flores, los árboles y los arbustos eran tan numerosos y exuberantes que hubieran aislado la propiedad de la carretera y el resto de la población por sí solos. Había una piscina, pero Jim se llevó una decepción cuando vio que era un tanto pequeña para bañarse. Se trataba de una de esas pilas que instalaban para que en el folleto pudiera poner que había piscina. Pero cumplía su función, ya que invitaba a quitarse la ropa, y desde luego era lo bastante grande como para echar un polvo dentro (en realidad, la principal justificación para tener una piscina). En su fuero interno, Jim sabía que le gustaría bastante ver a Katerina ligera de ropa, algo sin duda inevitable en aquel escenario, aunque también era consciente de que lo que necesitaba urgentemente era un lugar pequeño y cerrado provisto de un colchón donde poder recluirse durante las doce horas siguientes. Luego estaría preparado para plantarle cara otra vez al universo.
A lo lejos, en el horizonte, se divisaba algo que recordaba vagamente a un paisaje industrial, pero había que forzar la vista para verlo bien.
Hugo le llevó una cerveza.
—Son muy temperamentales estos rusos. —Tras referirse a los diez minutos que estaba haciéndole esperar Katerina para tomarse su sopa, Hugo se puso a hablar de su tío mayor, que había matado rusos con una ametralladora en el frente oriental durante la segunda guerra mundial—. No paraban de echárseles encima. Toda su estrategia consistía en encontrar armas alemanas y abalanzarse sobre ellas. Mi tío no paró hasta que se le fundió el cañón.
Jim se preguntaba qué hacía Katerina con Hugo. Por qué estaba Hugo con ella saltaba a la vista: era deslumbrante, inteligente y seguro que explosiva como la dinamita. A decir verdad, Hugo podía resultar entretenido si se lo proponía; era alto y, para ser un financiero de treinta y seis años, estaba en bastante buena forma y tenía un auténtico cochazo. Podía llevarte a donde quisieras. ¿Iba a sentar la cabeza?, se preguntó Jim. ¿Iba a meterse en la movida de procrear?
Ninguna de las chicas con las que había salido Hugo le había hecho cambiar de vida. Algunas relaciones le habían durado un año más o menos, pero Jim no tenía constancia de que se hubiese enamorado de nadie que le hubiera hecho perder el sentido e hincar la rodilla. Una noche del último año de instituto, Jim había invitado a su novia a un restaurante caro de Exeter especializado en pescado, y se había encontrado con Hugo en la entrada. Ya llevaba dos meses saliendo con Sophie. Al día siguiente Hugo le había preguntado: «Pero ¿no te habías acostado ya con ella?». «Sí». «Entonces ¿por qué la invitas a cenar en un restaurante caro?».
De todos modos, Jim tampoco podía decir que las pasiones desaforadas le hubieran hecho a él ningún bien. La relación con Sophie había acabado mal, como intuía que solía ocurrir con las pasiones desaforadas. Había intentado portarse como un adulto responsable, pero era Hugo quien tenía un trabajo como es debido, un chalet, un coche y una novia rusa de la que alardear.
Katerina y Alzbeta pusieron la mesa con la pericia de un experto y sirvieron la sopa de champiñones en una sopera de porcelana. Estaba buena, aunque él también habría sido capaz de prepararla. El siguiente plato era, como no podía ser de otra manera, ensaladilla rusa; estaba para chuparse los dedos. Hugo se atiborró, haciendo ruido y sin felicitar en ningún momento a las cocineras. Jim alabó la ensaladilla y se sirvió otra ración mientras Alzbeta lo escrutaba.
—Tú no parecer informático —dijo.
—¿Cómo son los informáticos?
—Como Derek.
Alzbeta se rió y retiró los platos rápidamente antes de que él pudiera coger nada para llevarlo a la cocina. Seguramente había hecho aquel comentario con intención de halagarle, pero de paso había sacado a la luz una verdad oculta. Tal vez tuviera algo que ver con ello el hecho de que el éxito le rehuyera. ¿A qué se parecía él? Tendría que preguntárselo. Igual Alzbeta podía aconsejarle sobre su futuro profesional.
Oyeron que se abría la puerta, y entró un individuo bajo con unas desvencijadas gafas negras. Hugo hizo las presentaciones: era Ralph. Para tratarse de una persona que movía miles de millones de libras, las gafas resultaban grotescas.
Eran la clase de gafas que llevaría el hijo de doce años de una madre soltera sin ingresos ni gusto. Cuando se le acercó, Jim vio que llevaba algo de celo en uno de los brazos.
—¿Dónde te habías metido? —preguntó Hugo.
—Por ahí, conduciendo —respondió Ralph.
Tenía el inconfundible aspecto del hombre que acaba de pasar otro día de sus preciosas vacaciones anuales (los veintiocho días sagrados en que no ha de dejarse los huevos trabajando) sin echar un polvo. Jim se dio cuenta de que se trataba de la misma táctica que había utilizado él durante la adolescencia: te subes a un coche y te pones a dar vueltas con la esperanza de que unas mujeres se materialicen de repente en el asiento trasero.
Alzbeta puso nuevamente cubiertos en la mesa.
—Alzbeta, ¿vas a acostarte conmigo? —preguntó Ralph.
—No.
Alzbeta volvió a desaparecer en la cocina. Las peores eran siempre las bajitas; porque si un tío se llevaba a la cama a una mujer más alta que él no era para cepillársela, sino para demostrarle que no era tan bajo. Ralph encendió un cigarrillo y le dio una profunda calada.
—Hugo dice que te dedicas a lo de Internet. Te puedes pasar un buen rato hablando con Derek sobre ese tema. Él también anda metido en ese asunto.
Jim asintió como si nada pudiera causarle más satisfacción. Estaba seguro de que iba a desmayarse. Mientras observaban cómo Alzbeta volvía con la sopa y la ensaladilla se produjo un silencio. Jim hubiera dado cualquier cosa por ver reconocido su derecho a irse a dormir. Tras unas hercúleas chupadas, Ralph redujo su cigarrillo a cenizas.
—Derek y yo ya hemos comido, Alzbeta. Hemos pasado por Ronald McDonald’s.
—Entonces ¿por qué traer comida yo? —preguntó Alzbeta.
—No tengo ni idea —respondió Ralph.
Volvió a abrirse la puerta. De la oscuridad surgió un individuo alto, flaco como un fideo, blanco y tímidamente británico, y miró alrededor con recelo, como si fuera a acercársele algún extranjero: el típico inglés haciendo el mamarracho fuera de su país.
—Jim, te presento a Derek —dijo Ralph.
Ya sabía quién era. De todos los Dereks del mundo, de todos los Dereks del mundo relacionados con Internet, tenía que ser precisamente ese Derek: Derek Cresswell. El hombre al que más odiaba. Lo odiaba tanto que casi le daba vergüenza, porque era un odio que le sacaba de quicio, un odio tan profundo que estaba envileciéndolo. Había agotado sus últimas reservas de energía, se había pasado un día entero viajando hasta el sur de Francia y se había gastado cientos de libras que no tenía para compartir una habitación con un hombre al que mataría de buena gana.
El porqué de su furibundo odio por Derek no era fácil de explicar. Había varias razones evidentes: Derek dirigía una empresa de Internet con enorme éxito. Este éxito se debía sobre todo a que le había pisado unos contratos por los que él había sudado sangre. Lo había dejado en la miseria casi sin ayuda de nadie. Y ni siquiera valía para su trabajo. Jim oía decir una y otra vez a los clientes que se iban con él que sus páginas no funcionaban como se suponía que debían hacerlo, que daban más problemas que un conductor manco y con los ojos vendados al cruzar los Alpes. Si Derek hubiese sido competente, quizá sus victorias hubieran resultado algo más soportables.
Pero, aparte de Derek el genio de los negocios, estaba Derek, el ser humano. Del mismo modo que los enanos eran la gente más avasalladora del mundo, los rascacielos (Derek medía uno noventa y dos) jamás lograban encontrar su sitio; tenían que pedir disculpas, como plantas hipertrofiadas que se desploman por todos lados. Y luego estaba el problema de su nombre. A Jim nunca le habían caído bien los hombres que se llamaban Derek. Las mujeres que se llamaban Amanda, por ejemplo, siempre le habían gustado (se había acostado con tres); en cambio, los Dereks que había conocido le habían parecido todos profundamente antipáticos.
El único consuelo que le quedaba era que Derek tampoco se alegraba de verlo. No lo odiaba tanto como Jim a él (eso era imposible), pero saltaba a la vista que se sentía incómodo.
Jim estaba tan agotado que, si el chalet hubiera contado con una habitación para suicidas, habría excusado su presencia y se habría tragado varios frascos de pastillas. Luego pensó en llamar un taxi, en salir huyendo sin dar explicaciones, pero rechazó la idea. No iba a ser él quien cediera terreno.
Hacer teatro ya fue el colmo.
—¿Qué tal los negocios? —preguntó Derek.
—Bien.
—¿Os conocéis? —preguntó Hugo.
Incluso él se había percatado de que allí pasaba algo. Derek se acercó a un sofá dando un rodeo, se dejó caer en él y se puso a hojear un periódico con desgana. Ralph y Hugo se quedaron un tanto sorprendidos de ver que él y Jim no tenían nada más que decirse, pero no hicieron ningún comentario.
Alzbeta volvió para recoger lo que quedaba de la cena.
—Alzbeta —dijo Ralph, al tiempo que encendía otro cigarrillo—. He leído un artículo sobre un avión de carga ruso que se ha estrellado. Han muerto todos los que iban a bordo. Me ha recordado lo que decías antes, aquello de que los pilotos rusos eran los mejores.
Alzbeta no respondió y se marchó con los platos. No tenía que fingir que no le había oído: para ella Ralph no existía.
—¿Qué? ¿Tomamos una copa? —propuso Ralph mientras se dirigía a la botella de whisky más grande que Jim había visto en su vida.
Hugo vio que Katerina se dirigía al piso de arriba.
—Voy sólo a darme una ducha —explicó—. Una larga. ¿Os parece bien si salimos a las nueve?
Derek dejó el periódico, dijo «vale» y desapareció sin hacer ruido.
—¿Quieres un whisky, Jim? —preguntó Ralph.
—No, gracias.
El alcohol habría sido un tiro de gracia. Lo que necesitaba era un pozal de café bien cargado. Ralph fue al teléfono y se puso a marcar un número.
Jim pugnaba con el enorme lastre de la injusticia que se negaba a abandonar su persona. Una de las pocas ventajas de hacerse mayor era que importaba menos lo que pensaran los demás de uno. Le daba igual que le acusaran de ser un cabrón de mierda o un aguafiestas, aunque esa misma indiferencia hacia lo que sucedía alrededor fuera un primer paso para acabar haciéndose pajas en el parque delante de las niñas. Nada le habría hecho tan feliz como dirigirse al piso de arriba y desconectar, pero no podía soportar la idea de despertarse en la misma habitación que Derek, oírle respirar, olerle la piel y verle el culo.
Los sofás irradiaban confort, pero echarse un sueñecito en uno de ellos equivalía a ceder terreno. A Jim le habría gustado tener un aparato para calcular a quién le horrorizaría más compartir la habitación, si a él o a Derek. Estaba dispuesto a sufrir el castigo eterno siempre y cuando Derek lo sufriera un segundo más que él.
Ralph estaba ahora hablando por teléfono con voz melosa:
—Suzy, ¿por qué no te vienes a pasar unos días? Este sitio es increíble. Oye… —añadió mientras dirigía el auricular hacia donde se encontraba Jim—, dile a Suzy que este sitio es increíble.
—Suzy, este sitio es increíble —repitió Jim para complacerle.
—Es Jim, el hombre más digno de confianza que conozco.
Ralph había llegado a ese punto de las vacaciones en que la desesperación le empuja a uno a recurrir a la libreta de direcciones para intentar importar placer. Jim podía imaginarse a Ralph antes de ponerse a pensar si invitaba a Suzy y de decidir que no lo haría, atraído por la aventura, por el reclamo de lo desconocido, confiando en la entrega tardía de un paquete de felicidad compensatoria con sello del extranjero. Vio cómo bostezaba mientras Suzy probablemente le explicaba que tenía que lavarse el pelo o descongelar el frigorífico. ¿Por qué cojones tenía que bostezar? ¿Cuánto tiempo llevaba levantado? ¿Diez horas? ¿Veinte? Un hombre hecho y derecho ni siquiera se planteaba la posibilidad de bostezar mientras no llevara levantado un mínimo de cuarenta y ocho.
Lo que tenía que hacer para poder acostarse, concluyó, era ir a la discoteca y enrollarse con una tía, algo que sólo había conseguido una vez en la vida. Jim se rió entre dientes al pensar que sus amigos casados y con críos seguían convencidos de que se pasaba follando las veinticuatro horas del día mientras él estaba tramando llevarse a una mujer a la cama sólo para poder acostarse. Hiciera uno lo que hiciese, la cosa estaba cruda. Jim había visto a amigos suyos (incluso a los que estaban felizmente casados) arrastrarse a cuatro patas y emitir ruidos de animal con sus vástagos subidos a la espalda.
Una vez, a los ocho años, Jim se había parado a mear después de la clase de natación y había perdido el autobús. Se encontraba a una distancia inimaginable de su casa, hacía frío, no tenía dinero y no sabía qué hacer. Su forma de afrontar el problema fue echarse a llorar. Esa sensación de abandono y abatimiento volvía a apoderarse de él cada vez más a menudo. Te fabricas tus propias linternas para mantener a raya la oscuridad durante unos años y crees que tus miedos desaparecerán, pero sólo se mantienen ocultos, a la espera de que estés más débil para poder regresar.
Londres no era una ciudad cara; era una carterista con diez manos que no sólo te registraba toda la ropa, sino que además te miraba debajo de la lengua y dentro del recto a ver si llevabas escondido algo de valor. Bastaba con que te quedaras quieto en una esquina para que te desapareciera el dinero, y a nadie le importaba si gritabas.
Jim intuía que no iba a tardar en darse por vencido, y eso le asustaba. Sabía que, cuando uno se ponía las negrísimas gafas de la desesperación, ya nunca volvía a ver la luz del sol. Tenía que recuperar la esperanza, aunque no podía evitar pensar para sus adentros que eso no le había valido una puta mierda durante sus treinta y seis años de vida.
De pronto empezaron a oírse en el techo unas rápidas sacudidas.
—Es Hugo… —comentó Ralph—. Cuando se trata de él, Katerina se queja absolutamente de todo: que si es un ignorante, que si es un capullo, que si tiene la misma sensibilidad que un bulldozer… Pero luego se lo hacen tres veces al día. —Ralph bostezó—. Voy a arreglarme.
Jim se compadeció de él y estuvo a punto de decirle que no se molestara, que un poco de aftershave no iba a cambiar nada.
Aunque se le cerraban los ojos, temía estar demasiado cansado para quedarse dormido. Notó que tenía el estómago algo revuelto. Los muebles empezaron a dar vueltas a su alrededor. Estaba tan hundido que le entraron ganas de gritar. Como le habían dejado solo en la sala de estar, decidió poner algo de música. Se suponía que eso era lo que hacía uno cuando estaba de vacaciones. Llevaba dos cintas.
Ahora sólo compraba grabaciones piratas. Tras su fugaz paso por el negocio de la música, rechazaba por esnobismo la música que se podía adquirir en cualquier calle comercial. La calidad de la mayoría de las grabaciones piratas era penosa, pero Jim se consolaba pensando que el típico cliente de unos grandes almacenes no tendría ninguna.
Sin embargo, con el paso del tiempo había aprendido a apreciar su pésima calidad, sobre todo cuando se trataba de grabaciones en vivo. Casi ningún álbum en vivo oficial se grababa en directo; eran versiones retocadas en un estudio y, aparte de la foto de la carátula, por lo general no tenían nada que ver con el concierto propiamente dicho. Lo que le gustaba de las cintas piratas era que no tenían trampa ni cartón; lo que se oía era lo que había, ni más ni menos. Además había descubierto que ahora cultivaba un gusto sumamente especializado: durante el último año se había aficionado con fervor a los últimos conciertos.
De muchos de ellos existían versiones oficiales, pero no eran lo mismo. La buena era la grabación hecha con un micrófono metido en el sujetador de la pirata. Y los grupos sabían siempre que era el último. Unas veces el concierto se organizaba con ese propósito, y otras no; pero ellos lo sabían siempre. Jim había acabado por comprender que quería algo de ellos: buscaba el consejo de alguien que iba a estrellarse. Incluso cuando se trataba de una banda que detestaba, sus últimos acordes ejercían sobre él una fascinación infinita.
Por eso quería la gente que sus héroes llevaran una vida desenfrenada, tan desenfrenada que acabasen de mala manera. Morir en un accidente aéreo o de automóvil no valía; eso podía ocurrirle a cualquiera. Tenían que perecer por culpa de los excesos, para que cuando uno pretendiera ser como ellos supiera exactamente en qué consistía el asunto. Y es que había que evitar las aventuras de la vida real. El castigo era demasiado severo.
Se trataba de una de las lecciones más terribles, pero los padres (suponiendo que uno tuviera padres dispuestos a ejercer de tales) estaban en lo cierto cuando le decían a uno que se buscara un trabajo como es debido, ahorrase dinero, comprara una casa y cobrara una pensión. Tanto dar la lata y ahora resultaba que siempre habían tenido razón. Era siempre el puñado de aventureros que triunfaba el que acababa siendo objeto de análisis; no se prestaba ninguna atención a las hordas de mugrientos chiflados que se gastaban el dinero del paro bebiendo en los pubs y los bancos de los parques, a los guardas de seguridad de cincuenta y cinco años, a los profesores particulares de sesenta que enseñaban las conjugaciones francesas, a la multitud de aburridos que no habían conocido el aburrimiento de no sentirse desesperado.
Una ducha fría en el cuarto de baño de la planta baja obligó a Jim a forjar una alianza más estrecha con la realidad, pero el deseo de dejarse caer en el ataúd y esperar a que llegaran los enterradores no le abandonaba. Y resultaba aún más inquietante el hecho de que su mente tratara en pie de igualdad la idea de ir a la cocina a coger un vaso de agua y la de ir a coger un cuchillo de trinchar para hacer filetes con Derek. Beber agua, acuchillar a Derek, beber agua, acuchillar a Derek… No acertaba a ver la diferencia entre una cosa y otra.
Cuando bajó Alzbeta, Jim no habría sido capaz de reconocerla si no hubiera sabido que tenía que ser ella (Katerina era la rubia). Pero éste era el único propósito de la industria de la moda y la cosmética, y la razón de que les hubiera ido tan bien el negocio durante miles de años sin que guerras ni mesías les hubieran supuesto cortapisa alguna.
La transformación era extraordinaria. Jim se quedó mudo, sin saber dónde clavar la vista: si en el escote, en el pintalabios asesino, en los tacones altos, en la chaqueta de seda negra, en el ceñidísimo pantalón o en la medusa de su melena, cuyos extraños rizos probablemente tenían nombre (aunque él no sabía cuáles). La amiguita de la tía buena se había convertido en una inalcanzable reina de la discoteca. El mensaje en todos los idiomas era: «Adórame».
Jim se arrepintió de no haberse arreglado un poquito más para evitar que su cara pareciera un montón de patatas machacadas.
Hugo sacó el coche centímetro a centímetro. Jim estaba impaciente por saber si Alzbeta subiría al coche de Hugo con él y Katerina o si se iría con Ralph y Derek. Subió al que tenía que subir.
Hugo conducía rápido y, si se tenía en cuenta que aquellas estrechísimas carreteras estaban repletas de machos latinos, de forma temeraria. Resultaba un tanto infantil eso de conducir rápido por el sur de Francia con la música alta y dos rusas jóvenes y guapas en el asiento trasero, pero era divertido, y, por mucho que le sorprendiera, Jim hubo de reconocer que estaba disfrutando. ¿Acaso divertirse era siempre infantil?
En el fondo le daba igual si Hugo se la pegaba con el coche. Mejor palmarla así, con estilo, que a solas en su piso. Últimamente le aterrorizaba la perspectiva de acabar como esos repugnantes montones de huesos que alguien descubre después de que su propietario haya pasado varias semanas en paradero desconocido. Esa idea se debía a un incidente relacionado con un calambre dolorosísimo que había sufrido. Mientras permanecía tendido en el suelo, incapaz de moverse e intimando con la alfombra más de lo que hubiera deseado, había reflexionado sobre el hecho de que no habría tenido ocasión de contarlo si hubiera sufrido un accidente más grave. Betty habría tardado una semana en advertir su ausencia, y varios días más en encontrar a un adulto responsable con el que poder hablar del asunto.
Las chicas estaban charlando en ruso.
—Nada de ruso —exigió Hugo, al que evidentemente le preocupaba que pudieran conspirar a sus espaldas o divertirse hablando largo y tendido sobre sus repugnantes costumbres.
Era una extraña mezcla de arrogancia e inseguridad. Si uno estaba forrado, bien dotado y follaba tres veces al día, ¿de qué iba a quejarse su chica? Salvo de no poder hablar con su amiga en ruso, claro.
—¿Por qué no? —preguntó Alzbeta.
—Nada de ruso.
—Bueno, nosotras hablar en ucraniano. —Y continuaron conversando en un idioma que se parecía sospechosamente al ruso.
A Jim dejó de resultarle emocionante jugar con la muerte, y empezó a perder la noción del tiempo. No distinguía los segundos de los minutos, mientras el coche avanzaba y el sueño iba apoderándose de él. Se animó pensando que a Derek tampoco le iba muy bien en su vida privada; de lo contrario, no estaría allí solo.
Detrás de ellos, Ralph mantenía el furioso ritmo de bandazos y acelerones que imponía Hugo, aunque debía de estar destrozando el Fiat de alquiler. Era como tener otra vez diecisiete años: salir en el coche con unas chavalas en el asiento trasero y echar una carrera a los colegas. El único problema era que, pasados veinte años, cuando uno estaba más gordo, más calvo y más débil, resultaba deprimente seguir con la misma historia de siempre.
Pararon en una gasolinera. Jim se ofreció a salir y traducir, pues sabía que Hugo no hablaba francés, pero éste pensó que podía arreglárselas. Jim observó cómo llenaba el depósito y se preguntó cuánto dinero tendría ahora. Debía de ser multimillonario. Su piso de Docklands valía por lo menos medio millón y, aunque su trabajo no era uno de esos escandalosamente bien pagados que tanto indignaban a los dramaturgos de izquierdas, se sacaría una buena pasta cada año, si no llegaba a las cien mil libras, poco le faltaría. No tenía gastos personales; comía y cenaba por todo lo alto a costa del banco, y en casa se contentaría con unas alubias de lata con tostadas y algo de fruta. Se compraba toda la ropa en rebajas. Apenas salía, porque para ganar tanta pasta tenía que trabajar doce horas diarias y hacer un montón de papeleo durante el fin de semana. Pero lo más importante eran los vacíos legales en las leyes tributarias gracias a los cuales invertía sus ahorros desde hacía años (Hugo le había aconsejado una y otra vez que comprara acciones de empresas brasileñas de telecomunicaciones como si fuera el mayor secreto jamás contado). Un coche y unas vacaciones eran los únicos lujos que se permitía.
De pronto le envolvió la calidez de un perfume. Alzbeta se había inclinado hacia delante.
—Jim, ¿tú conocer antes chicas rusas?
—No. —Era la primera vez.
—¿Y qué parecerte?
—Oh, por el momento muy bien.
Qué ingenio el suyo. Tenía más labia a los diecisiete años. Katerina y Alzbeta reanudaron la conversación en ruso o ucraniano y soltaron unas risitas.
—Las chicas rusas, las mejores del mundo.
Jim observó que Hugo trataba de intimidar al cajero, para lo cual estaba sirviéndose del viejo truco de hablar cada vez más alto con una persona que no entendía inglés. Debía de estar pidiendo la típica jarrita de regalo que daban en las gasolineras. Hugo era una persona digna de admiración: había conseguido un buen trabajo, ganaba mucho dinero, tenía una novia fabulosa y ahora quería una copa gratis. Eran los pequeños detalles los que le ponían a uno en evidencia. Jim no se habría molestado en pedir una jarrita de regalo a una persona que no entendía lo que le estaban diciendo. Probablemente por esa razón le habrían embargado esa tarde los escasos muebles que tenía en la oficina. Se imaginó a Betty sentado en el suelo, incapaz de entender por qué su ordenador no funcionaba.
Entraron en Cannes. Siempre había detestado Cannes; era el sitio más pijo de la Costa Azul. Pero seguía siendo la Costa Azul. A los veintiún años había vivido en Niza con una chica preciosa de la que estaba perdidamente enamorado. Durante cuatro meses había explorado la felicidad. Eso había sido todo. Ahora aquello era historia.
Durante cuatro meses había sido… un héroe en todo, un campeón capaz de abrir ventanas atascadas, arrancar coches inamovibles y mordisquear nalgas. Ahora se despertaba todas las mañanas igual que llevaba haciéndolo durante los últimos dos años, tratando de encontrar una razón convincente para no suicidarse.
Mientras avanzaban lentamente por la Croisette, Jim vio las cafeterías y sintió una profunda nostalgia. No había nada comparable a una cafetería francesa. Las discotecas francesas, en cambio, eran, además de caras, cutres. No obstante, la discoteca a la que se dirigían era bastante impresionante, pues desde su tejado partían unos rayos láser que surcaban el aire con independencia del peligro que supusieran para los aviones que volaban a baja altura.
El local tenía aparcamiento privado. Jim bajó del coche y se hundió en el barro. Hugo echó a andar con paso decidido, ya que tenía que pagarles la entrada a las chicas. Cuando se acercó a la entrada, Jim vio que un gorila rapado y provisto de auricular le hacía a Hugo un gesto de negación (por lo visto, existía una ley según la cual, si no estabas cuadrado y llevabas el pelo al cero, no te daban el trabajo ni aun teniendo cinco cinturones negros y hablando cinco idiomas). Se habían dado cuenta de que eran demasiado viejos o carcas para entrar.
—No te imaginas lo que ha ocurrido —informó Hugo—. Ha entrado lluvia en la discoteca y se ha inundado. Abrirán más tarde.
—¿Cuándo?
—No lo saben.
Naturalmente, en Francia no existía el derecho de admisión. Eso de andar eligiendo a la gente que podía entrar lo hacían en Gran Bretaña y Estados Unidos. En Francia, si veían a alguien que podía pagar los desorbitados precios que cobraban, le dejaban pasar sin pensárselo dos veces.
Era exactamente igual que a los diecisiete años. No merecía la pena volver al coche porque, por lo visto, el aparcamiento se llenaba hasta los topes y Hugo no quería quedarse sin sitio. Optaron por andar sin rumbo fijo.
Asombrosamente, les costó dar con una cafetería; en aquella zona de Cannes se encontraba todo cerrado. Pero para eso estaban las vacaciones; para no hacer nada o pasarse las horas entre polvo y polvo buscando algo que comer o beber. Ahora bien, si uno era un pretencioso o iba de culto, podía meterse en un museo. Finalmente llegaron a un lugar enorme al aire libre donde todavía tenían las luces encendidas y había un camarero a la vista.
En la cafetería había unas treinta mesas, y ellos eran los únicos clientes. El camarero se negaba tercamente a moverse de su pequeña barra, tras la que estaba charlando por teléfono con su chica. No era tarde, se sentían agradecidos por haber encontrado un lugar donde sentarse y estaban de vacaciones, así que, lógicamente, no tenían prisa. Sin embargo, al cabo de unos minutos, la negativa del camarero a acercarse, cuando era imposible que no se hubiera fijado en ellos, empezó a resultarles exasperante.
Hugo le hizo una seña. Ralph silbó. Hugo gritó. Derek dio unas palmadas. Incluso Alzbeta se metió dos dedos en la boca y emitió un prolongado silbido. El camarero era alucinante: realmente le importaba una mierda.
Jim tenía curiosidad por ver quién se pondría más furioso con el locuaz camarero. En una situación normal, él también se habría enfadado. Trabajaba de firme, y la falta de profesionalidad le sacaba de quicio, pero estaba tan machacado y tan mal de dinero que se sentía incapaz de hacerse mala sangre con el camarero o con cualquiera de los genocidios que estuvieran produciéndose en aquel momento a sólo unas horas de allí en avión. Lo que quería era acostarse con Alzbeta, no porque la deseara (no se veía con fuerzas para hacérselo con ella), sino porque quería encontrar un lugar perfumado, cómodo y calentito donde dormir y porque se imaginaba que Derek se quedaría hecho polvo si Alzbeta se iba a la cama con él.
Sintió la tentación, la fortísima tentación, de escabullirse y buscar un hotel para acostarse. Pero sabía que, por muy justificada que estuviera su desaparición, le tacharían de persona poco sociable en fase terminal. Además sería difícil encontrar un hotel con habitaciones libres en aquella época del año. Por si fuera poco, estaba el problema de cómo pagar, que era prácticamente irresoluble. Llevaba cuarenta libras encima, con las que en aquel sitio no le alcanzaría ni para un café con leche, y podían invalidarle la tarjeta de crédito en cualquier momento.
El mismo inconveniente se le presentaba con Alzbeta. Había pensado entrar con ella en la discoteca, invitarla a unas copas, apresurarse a bailar un lento y marcharse con ella a casa. El problema era que costaba cincuenta minutos llegar a casa y que, suponiendo que lograran encontrar un taxista dispuesto a llevarlos tan lejos, sabía que eran todos unos putos estafadores y no tenía con qué pagar la carrera. Jim dudaba que los demás quisieran marcharse. Una vez pagada la entrada, Hugo querría quedarse hasta que los echaran y pudiera dar el dinero por bien gastado; además, como Ralph y Derek no pensaban más que en echar un polvo, no se irían hasta que hubieran hecho proposiciones deshonestas a todas y cada una de las hembras que hubiese en la pista de baile. Por supuesto, si a Derek le sonreía la suerte, su pesadilla nocturna quedaría resuelta, pero entonces habría otro problema que resolver: tendría que esperar varias horas para irse a la piltra.
Miró a Alzbeta. Se le ocurrió que debía hacerle algún cumplido o algo por el estilo. Era lo que mandaba la tradición e igual servía de algo. En realidad, tendría que haberle dicho algo cuando bajaba por las escaleras, pero se había quedado tan asombrado de su elegancia que no había sido capaz.
—Estás muy… guapa.
Una frase insulsa pero segura, que rara vez fallaba y que Alzbeta entendería sin problemas.
—Aquí ser lo mismo —respondió ella.
—Bueno… —dijo Ralph, levantándose—. Voy a ir a pedir. ¿Qué queréis tomar? Me parece increíble que llevemos aquí diez minutos y ni siquiera hayamos pedido.
—Yo quiero cuatro cafés —respondió Jim.
Ralph fue haciendo eses hasta el camarero, que no interrumpió la conversación ni siquiera cuando Ralph le echó encima el humo del cigarrillo.
—Tengo un coeficiente intelectual de ciento sesenta y cinco, gano doscientas mil libras al año, soy súbdito británico y tienes el privilegio, repito, el privilegio de servirme.
El camarero anotó lo que quería sin dejar de hablar.
Jim advirtió que a Derek le salía la amargura por los poros, lo que de inmediato le hizo sentirse mucho mejor. ¿Se trataba sólo del blues de las vacaciones chungas o le pasaba algo grave? ¿Estaría enfermo? ¿Habría entrado en crisis el negocio?
Jim se alegraba de haber pedido cuatro cafés. Las copas tardaron tres cuartos de hora en llegar. Se habría dicho que el camarero tenía algún otro quehacer en la cocina, una partida de póquer o una cita.
—Oü sont les drogas duras, garçon? —preguntó Ralph—. ¿Dónde están los éxtasis en la UE? Oü está la marcha? Nous avons besoin de pillar material. Queremos alles-super-gut, com-prisf.
El camarero esbozó una sonrisa forzada y se fue. Había tenido que vérselas con turistas mucho más desagradables que ellos.
El café estaba frío. Jim y todos los demás se fijaron en los tres gigantescos vasos de alcohol que había pedido Ralph.
—Cogí el número de varios camellos de Niza antes de venir, pero ahora resulta que no responde ninguno —masculló—. Supongo que estarán de vacaciones los muy capullos. —Katerina y Alzbeta parecían estar comparando productos para el pelo, pues las dos jugueteaban con uno de los rizos de la última. Jim hubiera preferido estar en la discoteca, donde al menos la música le habría espabilado—. Y el muy cabrón no me ha traído armañac —prosiguió Ralph—. Esto es coñac. Parece mentira que algunas personas trabajen en lo que trabajan. Es alucinante cómo se lo montan para no dar ni golpe. Una vez conocí a un tío en un bar de Tokio que resultó ser fotógrafo; lo único que hacía era retratar japonesas desnudas. El caso es que me acerqué a una de sus exposiciones, y tenía todo mucho estilo, ya me entendéis, con una iluminación muy bonita. Eran la clase de cosas pensadas para que la gente las cuelgue de la pared, no para que caiga en el execrable pecado del onanismo. Tenían una composición muy buena: fotografías de dos japonesas desnudas juntas, fotografías de tres japonesas desnudas juntas… Había incluso una de seis. Unas con las tetas grandes, otras con las tetas pequeñas. Nada guarro, sólo mujeres de pie. ¿Os imagináis? Japonesas en cueros. Y el tío se ganaba bien la vida así. Pues bueno, eso lo hace cualquiera. Ya sé que igual se necesita cierta aptitud para evitar que el objetivo se manche de polvo, pero eso es todo. Lo que yo hago no requiere ninguna habilidad, pero por lo menos doy el pego.
Mientras volvían a la discoteca, Ralph se quejó de que había ido a la comisaría de policía a preguntar si había en Niza barrios peligrosos con camellos y demás zonas poco recomendables para turistas.
—«No, monsieur», me soltaron. Aquí no tienen problemas de drogas. Me dieron ganas de decirle que yo sí, que no puedo conseguir ninguna. Incluso probé el sencillo truco de dirigirme al negro más cercano, pero trató de venderme una talla de madera.
Hugo fue a echar un vistazo a su coche y volvió echando pestes.
—Algún hijoputa me ha robado la antena. La radio no me habría extrañado, pero ¿qué sentido tiene robar una antena?
La discoteca estaba ahora abierta. Delante de la puerta había varios Lamborghinis, Ferraris y Porsches. La Costa Azul seguía sin poner traba alguna a la ostentación. Hugo entró primero y pagó la entrada de Katerina y Alzbeta. Jim le explicó que no había tenido oportunidad de cambiar libras y le pidió unos francos. Dentro, la discoteca estaba llenándose rápidamente. Jim vio una chica que no podía tener más de diecisiete años y que quizás apenas tuviera trece; le pareció la más guapa que había visto nunca. Eso era lo maravilloso de la Costa Azul francesa: atraía a mujeres de un atractivo inconcebible. No es que él fuera viejo para la chica; para ella, veinticinco ya eran demasiados años. No era viejo; simplemente no existía. Era invisible, de otra dimensión.
Aunque en el interior el ruido era todo lo fuerte que cabía esperar, había una zona al aire libre en la que se podía charlar. Las sillas estaban todavía mojadas de lluvia. Jim se sintió sacudido por un intenso desánimo. Estaba cabreado consigo mismo por no haber tenido el sentido común de irse a un hotel. Se sentía incapaz de hacer nada. Se sentó y notó cómo la humedad se extendía por su pantalón. La camarera no les hacía ni caso y permanecía lo más lejos posible de ellos; mientras tanto, Hugo se quejaba de la desaparición de su antena y Ralph continuaba con sus historias.
—Estaba en una fiesta en Nueva York con Madonna y le dije: olvídate de los musculitos, guapa, y prueba un poco de grasa británica. Por un instante, sólo por un instante, se lo pensó. Si se te están follando a todas horas monitores de gimnasio bronceados, un tío blanco y fofo puede representar un alivio. ¿Vas a acostarte conmigo, Alzbeta?
—No, Ralph.
Ralph fue a pedir unas copas. Jim no podía más. Unas pesas invisibles hacían presión sobre él por varios lados y se le hacía difícil incluso estar sentado. Empezó a sonar música de su juventud y, rezando para que algo de actividad lo despertara, preguntó a Alzbeta si quería bailar. Se quedó asombrado de que le dijera que no. ¿Qué ocurría? ¿Acaso no había estado envolviéndolo con su perfume? Además, aunque no estuviera interesada en él, al menos podía acceder a bailar con él por cortesía.
Hugo estaba totalmente fuera de sí por el asunto de la antena y quizá temía que su vehículo pudiera sufrir otra indignidad. Era algo muy típico de los diecisiete años: devaluar los coches de los demás. No había nada más divertido que encajar monedas en las ranuras de las ventanillas, meter patatas en el tubo de escape, echar azúcar en el depósito, arrancar los espejos retrovisores de una patada, poner chicle en las cerraduras o dar unos botes sobre el techo.
—Yo me marcho dentro de una hora —barbotó Hugo—. Quedaos vosotros si queréis. Podéis volver con Ralph y Derek.
Lamentablemente, era la mejor noticia que oía Jim ese año. Aunque sólo fuera porque le daba esperanzas de pasar unas pocas horas en un sofá.
Ralph regresó con una botella de vodka, otra de whisky y cuatro cervezas en una bandeja.
—No me apetecía volver a la barra cada cuarto de hora. —Jim no quería ni imaginarse cuánto habrían costado las copas. ¿Necesitaría Ralph una página web?, se preguntó. Hugo le había explicado para qué servía el fondo de cobertura de Ralph, pero no lo había entendido. Además, si necesitaba algún servicio en Internet, Derek ya se lo habría proporcionado—. ¿Qué? ¿Jugamos a algo para beber?
Hugo puso mala cara. Katerina y Alzbeta alegaron que no iban a enterarse de nada. Derek indicó que le parecía bien.
—Lo siento —dijo Jim—. No estoy de humor. Mañana por la noche, si queréis.
—Sois unos cabrones de mierda. Con dos sólo no merece la pena. De todos modos, uno debe conocer sus límites —reflexionó Ralph—. El problema es que no veo cómo puede uno conocerlos mientras no se pase de la raya y tenga la sensación de que… se ha excedido. Uno sabe perfectamente cuándo se ha pasado. Aunque entonces suele ser demasiado tarde para volver atrás. Tenía un amigo en Frankfurt que trabajaba todos los días hasta muy tarde, pero antes de meterse en la cama se bebía una botella de whisky entera. Por la mañana estaba estupendamente. Una noche se bebió una botella y un traguito de otra, y se murió.
—Oye, ¿para quién estás trabajando ahora? —preguntó Derek.
Era la pregunta que Jim temía oír. El asunto se las traía. Si mentía, sería fácil pillarlo; por otro lado, si fingía que se trataba de algo confidencial, parecería pretencioso o muy poco convincente.
—No siempre sabe uno cuándo tiene que decir basta. No hay un anuncio donde ponga: te estás pasando de la raya —continuó Ralph, subiendo la voz al tiempo que cambiaba de sitio y se dejaba caer entre Jim y Derek—. No hay una luz que te avise. Tengo otro amigo que era fotógrafo, uno de esos que van a las guerras. Estuvo en Afganistán, en el Golfo, en Ruanda y nada, no sufrió ni un rasguño. Bueno, tenía un ojo morado cuando volvió de… ¿Cómo se llama esa región de Yugoslavia donde hubo tantos combates?
—Podría ser cualquier región de Yugoslavia.
—Es cierto. Bueno, el caso es que volvió con un ojo totalmente morado, y yo le pregunté: ¿Quién te ha hecho eso? ¿Alguien que quería censurarte las fotos? Pues no, resulta que un tío salió volando a causa de un obús y cayó a medio kilómetro de distancia, y su brazo, como si estuviera cumpliendo una misión en solitario, fue y le dio un puñetazo en la cara. No le importó lo más mínimo. Un día se encontraba en Ruanda, en un poblado donde habían matado a todo el mundo. Había estado sacando fotos de los cadáveres en estado de descomposición y las paredes salpicadas de sangre y tenía más de las que necesitaba, porque el mercado de las atrocidades es limitado. Cuando se disponía a marcharse, se fijó en una zanja que había fuera del poblado y se dijo: voy a acercarme. Insistió mucho en esto, en que no tenía por qué ir a mirar; era sólo la costumbre de ir a echar un vistazo. Y fue entonces cuando ocurrió.
Ralph dio una larga calada a su cigarrillo y dejó que el humo saliera de su boca formando volutas. Fue Jim quien le animó a continuar.
—¿Qué?
—Vio algo que le pareció excesivo. Excesivo, sin más. Ya no volvió a encontrarle sentido a la vida. De esto hará, ¿cuánto?, ¿siete años? Aún no se ha recuperado. Dejó el periodismo. Ahora hace fotos de iglesias y edificios de interés histórico. Ya no quiere trabajar con gente.
Jim esperó a que Ralph contara qué había visto su amigo. Había que saberlo. Ralph estaba ahora fijándose en una joven que bailaba sobre una mesa.
—Pero ¿qué vio?
—No voy a contártelo.
—¿Por qué no?
—Porque, si te lo cuento, igual tú también dejas de encontrarle sentido a la vida.
—No será para tanto.
—Eso mismo dije yo. No paré de insistir hasta que me lo contó, y te aseguro que preferiría que no lo hubiera hecho.
—¿Entonces por qué nos has hablado de ello? —preguntó Jim.
—No os he contado lo que vio. Igual no os afectaba tanto, pero ¿quién sabe? Tomaos otra copa.
A las chicas no les gustaba el vodka. Alzbeta había ido al cuarto de baño, pero tardaba muchísimo en volver, incluso para lo que suelen entretenerse las mujeres en el servicio.
—Vámonos —dijo Hugo.
—¿Y Alzbeta?
—Derek se queda. Ralph vuelve con nosotros; no está en condiciones de volver andando.
Al salir, vieron que Alzbeta charlaba animadamente con un grupo de cinco hombres. Como su inglés no era muy fluido, debían de estar hablando en ruso. Su nacionalidad saltaba a la vista, pensó Jim, lo mismo que su profesión: eran gangsters o nuevos rusos, que era como Katerina llamaba a los mafiosos.
Otro error muy común era pensar que los mafiosos eran como los famosos gemelos Kray, los amos del East End de Londres durante los años cincuenta y sesenta: tipos duros con pinta de matón. Sin embargo, los auténticos mafiosos no pasaban más de treinta años a la sombra. Los mafiosos de verdad ni siquiera iban a juicio. Los Kray eran unos imbéciles que dejaban que la prensa publicara sus fotos y cumplían más condena que los asesinos de niños. Los auténticos mafiosos eran los que ganaban dinero y vivían por todo lo alto mientras los Kray estaban en el talego. Los mafiosos no parecían gente peligrosa; eso era una gilipollez. Los que debían parecer peligrosos eran los gorilas, los boxeadores profesionales, los rottweilers y los tiburones. Si uno parecía una persona peligrosa, la gente se ponía en guardia. Los gangsters de verdad tenían la misma pinta que los mejores espías. El auténtico mafioso esperaba hasta que no miraba nadie, se te acercaba y te abría la cabeza con un punzón para partir el hielo mientras decidía adónde iría a comer. Los mafiosos de verdad eran como los que estaban con Alzbeta: gente sin corazón, con aspecto de cadáver.
Llovía a mares, de modo que Hugo fue a coger el coche mientras ellos esperaban. Desde la entrada Jim vio que Derek revoloteaba alrededor de Alzbeta como si fuera un mosquito de un tamaño descomunal. No cabía duda de que Derek era muchísimo más estúpido de lo que se imaginaba. Siempre resultaba difícil adivinar con exactitud las intenciones de las mujeres, pero Alzbeta no iba a acostarse con él de ninguna de las maneras. Además, por las miradas que estaban lanzándole los rusos, saltaba a la vista que de haber estado en Rusia ya habrían hecho con él pan moreno. El alcohol, el deseo sexual o la descabellada idea de que tenía que hacerse valer le habían hecho a Derek perder el norte. Estaba a punto de sucederle algo malo, y Jim prefería no encontrarse presente cuando ocurriera. Era igualito que a los diecisiete años, igualito… Las peleas no empezaban porque sí. Siempre se notaba antes un olor característico, un aroma a puño.
Hugo volvió a casa tan rápido que Jim debería haber sentido pánico, pero ya no se acordaba de cómo se hacía tal cosa. Cuando entraron en el chalet, optó por la solución «estaba tan cansado que me quedé dormido en el sofá». No soportaba la idea de dormir en la misma habitación que Derek.
Apoyó la cabeza en el sofá y… se durmió.
Vio que la luz jugueteaba en el techo. Estaba adormilado, pero a gusto. Luego se dio cuenta de que sobre su camiseta se extendía un largo hilo de saliva. Las babas eran una interesante novedad en la campaña organizada por su cuerpo para humillarlo. Cuando se movió, un intenso dolor le atravesó el cuello, un dolor que le informaba de que el sofá no era al fin y al cabo un lugar tan bueno para dormir y de que su cuello se encontraba en muy mal estado e iba a martirizarlo por lo menos mientras duraran las vacaciones. Sin hacer el menor esfuerzo, volvió a conciliar el sueño… hasta que un indeterminable periodo de tiempo después Hugo le pegó en broma una patada en el estómago.
—Venga, que estás de vacaciones. Deberías estar fuera, divirtiéndote. —Hugo mostraba la energía del tío bien follado que ha pasado la noche en una cama suntuosa—. Voy por unos cruasanes para desayunar. —Jim dio media vuelta en un intento de prolongar su sueño, pero el cuello seguía doliéndole e iba a acabar desvelándose si no… Al cabo de un rato Hugo lo zarandeó—. ¿Has visto a Derek o a Alzbeta?
—No.
—El otro coche no está aquí. —Hugo fue a todo correr al piso de arriba—. Derek no se encuentra en su habitación.
—Igual están a punto de llegar.
—Son las doce pasadas, por Dios. La discoteca cierra a las cuatro.
—Puede que Derek se emborrachara y decidieran quedarse en un hotel.
—Oye, ya sé que piensas que soy un agarrado, pero Derek es muchísimo peor. Tendrías que pagarle para que te invitara a una copa. Te aseguro que no está en un hotel.
Jim trató de adivinar qué ocurría mientras Hugo iba a transmitir su pánico a Ralph. Ralph bajó, todavía borracho, con unos calzoncillos que debía de tener desde hacía quince años.
—No sirve de nada ponerse nervioso. Lo que haya ocurrido no tiene vuelta de hoja —dijo mientras encendía un cigarrillo.
Para tratarse de un hombre maduro que pasa sus vacaciones en el Sur de Francia, Ralph estaba blanco a más no poder y tenía poquísimo pelo. Además había logrado la extraordinaria hazaña de estar flaco y gordo al mismo tiempo (es decir, que era un palillo con barriga de bebedor de cerveza). Sin embargo, tenía razón: tanto si estaban dándose un revolcón en una playa como si se encontraban en un depósito de cadáveres, no había nada que hacer.
Se trataba de un asunto espinoso. A Jim le daba igual si Derek estaba gravemente herido o muerto. No daría saltos de alegría, pero tampoco le entristecería lo más mínimo que la hubiera palmado. Era otra señal de envejecimiento; si hubiera tenido diez años menos, se habría sentido culpable por su indiferencia. Claro que el hecho de que no estuviera eufórico obedecía en buena medida a que la muerte de Derek ya no le servía de mucho. Si hubiera desaparecido del mapa cinco, tres o incluso dos años antes, lo habría tenido todo a su favor, pero ahora todos los gilipollas gafosos de Londres tenían una empresa que diseñaba páginas web.
El otro inconveniente para celebrarlo por todo lo alto era Alzbeta. Cualquier cosa qué hubiera podido ocurrirle a ella era más importante que la satisfacción por la muerte de Derek. ¿A quién le importaban los hombres de mediana edad? En cambio, Alzbeta… ¿cuántos años tenía? ¿Veintidós? Al menos uno debe tener la oportunidad de llevarse una desilusión en toda regla a esa edad.
Ralph se sirvió una buena copa de aguardiente.
—Tanto Derek como Alzbeta tienen este número de teléfono —recordó Hugo—. ¿Por qué no han llamado si han decidido cambiar de plan?
—Igual no querían molestarnos —aventuró Ralph.
Era posible, pero Jim no pudo evitar pensar en unas planchas metálicas que convergían a gran velocidad en las curvas de aquella estrecha y sinuosa carretera.
—Jim, deberías llamar a la policía —sugirió Hugo.
¿Para qué? ¿Para contarles que creían haber perdido a un turista? Podía imaginarse la alegría con que la policía francesa recibiría la noticia. Hugo no bromeaba; quizás incluso hablaba en serio. Su inquietud no era la de quien está preocupado por otro ser humano, sino la de un veraneante que se ve obligado a hacer difíciles llamadas de teléfono, gestiones burocráticas y papeleo, y a consolar a su felatriz por la muerte de su amiga.
Ralph se miró el ombligo a ver si tenía alguna pelusa. Derek era amigo suyo, o al menos eso decía. ¿Estaba simplemente tranquilo o era un hijoputa? Jim se preguntó si no vendría a ser lo mismo. ¿Por qué se le hacía imposible divertirse? Fuera lucía un sol radiante. ¿Por qué no iba a darse un baño tan ricamente? Qué pena daban, rediós.
—¿Ha ido alguien a mirar en la habitación de Alzbeta? —preguntó.
Hugo y Ralph se miraron extrañados de que el otro no lo hubiera hecho ya.
Jim subió. Era una de esas situaciones por las que nadie quería pasar. Siempre existía la posibilidad de que Derek y Alzbeta estuvieran dentro. Podía habérseles averiado el coche, o quizá se lo hubieran robado; lo mismo Derek había bebido demasiado. Igual habían vuelto en taxi. No se imaginaba a Alzbeta acostándose con él, pero no habría puesto la mano en el fuego. Si se encontraban en el dormitorio, sería uno de los momentos más penosos de su vida. Si no estaban dentro, resultaría también bastante desagradable, porque entonces aumentarían las posibilidades de que hubiera sucedido algo grave.
Llamó. No oyó nada. Volvió a llamar más fuerte. Abrió la puerta y vio a Alzbeta dormida sobre la colcha, vestida únicamente con ropa interior negra, y luciendo un bronceado maravilloso. Ni adrede habría estado más seductora. ¿Tan irresistible era Alzbeta, o simplemente era que estaba desesperado? A Jim le entraron unas ganas enormes de ir y montarse encima de ella. Trastornado, volvió a bajar.
—Alzbeta está durmiendo —explicó. Ahora ya podía relajarse. Si Derek se había metido en el negocio de la alimentación de gusanos, no era asunto suyo—. Es hora de bañarse —anunció.
Convencido de que la desaparición de Derek no disgustaría a Katerina, Hugo echó mano de las páginas amarillas para buscar los concesionarios de BMW, pues se daba cuenta de que Jim se negaría a ponerse a hacer llamadas para conseguirle una nueva antena. Jim se quitó el pantalón y se encaminó a la piscina. Había aumentado de tamaño; estaba deslumbrante y de un azul resplandeciente. La piel empezó a ponérsele tensa bajo el sol. De todos modos, la piscina continuaba siendo demasiado pequeña para arriesgarse a lanzarse de cabeza, por lo que se metió poco a poco.
Aquello era una maravilla. No había nada mejor, ni ser rico ni todo el sexo habido y por haber. El agua estaba fresca, pero en su punto. La luz cabrilleaba alrededor, y lo único que oía era el movimiento del agua bajo sus brazos o el chapoteo contra los lados de la piscina. Alcanzaba a oler el perfume de las flores. ¿Por qué no vendrá todo el mundo a vivir aquí?, se preguntó. Aquello constituía todo un misterio. Londres era bastante insoportable, pero no quería ni imaginarse lo que podía ser vivir en Hull, Aberdeen, Gothenberg, Bremen o Rotterdam. ¿Por qué cojones la gente vivía allí cuando podía hacerlo aquí, con sol, la mejor bebida y comida conocida por el hombre, las mujeres más guapas del mundo y suficientes extranjeros como para no tener que hablar demasiado con los franceses?
Sólo los diez minutos de chapuzón (le costó tres brazadas ir de un lado a otro de la piscina) le compensaron de todo lo ocurrido. Hacía años que no sentía tanta paz. De eso se trataba, en el fondo: de joven uno quería placer, pero luego descubría la dicha de la tranquilidad. Ahora bien, un poco de placer tampoco le sentaría del todo mal.
Cuando volvió a entrar en la casa, Hugo estaba todavía al teléfono, pidiendo a gritos una antena.
—Estábamos hablando de si es bueno lamentarse o no.
Jim —dijo Ralph mientras encendía otro cigarrillo—, ¿crees que es mejor vivir la vida sin lamentarse?
—¿Y eso cómo cojones se hace?
—Haciendo lo que a uno le da la gana, sin sentir miedo ni preocuparse por las consecuencias. Pero se me ocurre que estaría bien tener un motivo por el que lamentarse, para saber en qué consiste. Sería espantoso no tenerlo. Imagínate que eres el futbolista con más éxito de la historia y que nunca te ha tocado jugar con el equipo perdedor.
—Yo tengo muchos más motivos para lamentarme. Es demasiado tarde para tener sólo uno.
—A-n-t-e-n-a —dijo Hugo deletreando—. Para una radio. Ra-di-o. B-m-w…
En aquel momento Derek entró lentamente en el salón. Tenía mal aspecto, pero lo más intrigante era el color violáceo de su cara. En el pantalón, que era blanco, llevaba una mancha seca, como de orina.
—¿Dónde hostias está? —preguntó; se quedaron los tres callados—. ¿Dónde hostias está esa puta?
Derek no estaba enfadado; estaba totalmente fuera de sí. Tenía lágrimas en los ojos. A continuación subió apresuradamente al piso superior.
Una vez más, si hubiera ocurrido unos años antes, Jim habría intervenido. Oyó a Derek gritar otra vez. Alzbeta le respondió con otro grito y Katerina hizo lo propio para mostrarle su apoyo. Ralph y Hugo trataban de hacerles entrar en razón. Jim sentía curiosidad, pero quería ducharse en el cuarto de baño de la planta baja. Los gritos continuaron durante un rato, y luego se oyó una serie de portazos. Cuando salió de la ducha, se sentía fatal (se dijo que todavía le faltaba por recuperar una semana de sueño atrasado), pero capaz de hacer frente a las indignidades del día. Hugo estaba sentado, fumándose un cigarrillo.
—Gracias por tu ayuda —dijo.
—He pensado que todo el mundo sabía ya lo que tenía que gritar.
Hugo hizo una mueca con el cigarrillo en la boca. Jim se ablandó. Era un agarrado, un arrogante y un analfabeto. Le sobraba el dinero y encima era un desconsiderado. Pero no estaba corrompido. Sería capaz de acostarse con tu chica, pero sólo si ella estaba realmente por la labor, y él se esforzaría por ocultártelo. Además, le había invitado a pasar unos días en su casa.
—Joder, ahora resulta que, como Alzbeta se ha disgustado, Katerina también está disgustada.
Ya puedes ir despidiéndote de las fenomenales mamadas que te hacía, pensó Jim.
—¿Qué ha pasado? —preguntó para darle la satisfacción de contar una buena historia.
Derek y Alzbeta se marchan de la discoteca. Nada más salir, Alzbeta decide que tiene que ir al váter, le dice a Derek que la espere en el coche y vuelve dentro. Derek se dirige tranquilamente hacia el aparcamiento, donde se encuentra con los cuatro nuevos rusos, quienes le convencen para que se meta en el maletero de su coche. Se ponen en marcha mientras, como era de esperar, Derek se entretiene barajando hipótesis, como, por ejemplo, que lo lleven a un lugar apartado en el monte y lo maten de una paliza.
Pero las intenciones de los rusos no son tan siniestras. Van a casa, pero dejan a Derek en el maletero, donde al cabo de una hora, pese a sus denodados esfuerzos, no puede aguantarse más y se mea. Tras haber dormido profundamente, los rusos vuelven al cabo de un rato para vaciar el maletero y seguir utilizándolo como calabozo, y se quedan indignados ante el comportamiento de Derek. Lo tienen una hora limpiando y luego le rompen tres dedos con la puerta del maletero. Como no podía ser de otra manera, Derek responsabiliza a Alzbeta de todo lo ocurrido.
Alzbeta sale de la discoteca, se dirige al coche y espera diez minutos. Se pone de nuevo a llover. Espera veinte minutos más bajo la lluvia. Al final acepta subir al vehículo de un italiano al que no le importa lo más mínimo llevarla a casa, pese a que son cincuenta minutos de viaje y vive a ciento sesenta kilómetros en dirección contraria.
Para colmo, ahora Derek se había encerrado en su habitación, y Katerina y Alzbeta habían hecho lo mismo en la de ésta.
—Estoy asombrado de que sigan los dos vivos —confesó Jim. Sabía que si había un lugar en el mundo donde no haría dedo ni aceptaría que lo llevara un desconocido era el sur de Francia. Recordaba haber leído que en la Costa Azul asesinaban con monótona regularidad a los autoestopistas—. Ya veo que hay que tener cuidado al elegir con quién se va uno de vacaciones —añadió—. ¿Quieres que llame a alguien por lo de tu antena?
—¿A qué playa vamos? —preguntó Ralph, que acababa de reaparecer. Hugo se llevó una mano a la cabeza en señal de incredulidad—. Hugo, dentro de una hora las chicas se habrán calmado, y Derek necesita dormir.
Sonó el timbre. Con una solicitud impropia de él, Ralph fue a abrir.
—Sí, me imaginaba que sería para mí. —Tenía en la mano un pequeño sobre acolchado. Tras abrir tres sobres más y quitar un montón de cinta adhesiva, sacó una bolsita llena de un polvo de color cremoso. Fue por un espejo y una cuchilla de afeitar y se puso a machacarlo y a hacer rayas—. Caballeros, es nuestro deber recuperar las fuerzas y dar consuelo y ánimo a las mujeres haciendo una excursión a la playa.
—¿Cómo cojones has conseguido eso? —preguntó Hugo.
—Entre el sistema bancario británico y el francés existen unas cuantas diferencias culturales. —Se metió una raya y, a continuación, añadió—: Cuando llamas a un banco en Gran Bretaña y pides que te manden algo de coca porque gracias a ti están haciendo negocios con miles de millones de libras, te mandan a tomar por el culo. Cuando llamas a un banco en Francia, mandan la perica por mensajero desde París, incluso si tardan dos días en hacerlo, los vagos de mierda. —Ralph esnifó otra raya—. Es una cantidad miserable y la perica es una basura. Os invitaría, pero es que no es muy buena —arguyo mientras daba cuenta del resto.
—¿No te preocupa que puedas volverte un cocainómano? —preguntó Hugo.
—No hay peligro. El secreto está en no parar nunca quieto, en ser un blanco móvil: unos porritos por aquí, unas rayitas de farlopa por allá, unas botellitas de vino añejo francés, y luego whisky, chinos, tripis y hongos. De ese modo, al final uno no se queda colgado de nada.
—¿Y qué banco te ha mandado eso? —preguntó Hugo, sin dar crédito a lo que oía.
—Eso es confidencial. Sólo pueden saberlo los clientes ¿Habéis visto la botella de whisky?
Ralph tenía razón. Las chicas aparecieron al cabo de cuarenta minutos con los bártulos para ir a la playa. Decidir a cuál irían resultó largo y pesado. Si en unas había demasiadas rocas, en otras los restaurantes eran malos. En unas habían estado demasiadas veces, y en otras habría demasiada gente. Jim llegó a pensar que no iban a salir nunca.
—Vamos a Antibes —propuso Hugo finalmente.
Como quería ir a comprar una antena, cogieron los dos coches. Derek seguía enfurruñado en su habitación. ¿Diecisiete? ¡Anda ya!, se dijo Jim, la regresión ha llegado ya a los seis años. A él también podían entrarle ganas de encerrarse en su habitación, pero le daría vergüenza hacerlo. Derek regresaría a una elegantísima casa de Little Venice, mientras que él volvería a encontrarse con sus trajes gastados, su ropa interior sucia, sus libros de tapa blanda medio rotos y su inmensa colección de grabaciones piratas. A Derek lo recibiría una docena de empleados serviles, empeñados todos en superarse para generar más ingresos; Jim podría considerarse afortunado si aún estaba esperándolo ese pringao que a duras penas daba los buenos días a la gente con la que llevaba años trabajando. Resultaba deprimente a menos que se olvidara uno del asunto.
Jim insistió en conducir. Las chicas se fueron con Hugo. Ralph tenía un cigarrillo en una mano y una botella de mezcal en la otra. Llevaba una gorra de béisbol de los Raiders de Los Angeles y uno de esos chalecos de malla negra que tanto gustan a los culturistas y a los bailarines de acompañamiento carentes de gusto. Jim logró por fin ver cómo era su tatuaje (se lo había impedido el escaso diámetro de sus bíceps). En el centro tenía una calavera con un cuchillo entre los dientes y, alrededor de ella, una frase que rezaba: CUANDO COMPRENDAS QUE SOY DIOS, TODO IRÁ BIEN.
—¿Y ese tatuaje? —preguntó.
—No tenía ninguna intención de hacérmelo. Ocurrió en San Francisco. Me aposté diez mil dólares con un tío a que me lo hacía. Luego le dije que me lo quitaba con un cuchillo, pero él no quería apostar más de veinte mil dólares. Por una automutilación así, el mínimo son cien mil. —Ralph bebió otro trago de mezcal—. ¿No dicen que este brebaje produce alucinaciones? Estoy totalmente hecho polvo, pero sigo viendo normal.
Quien había estado sufriendo alucinaciones era Jim. Se daba cuenta de que aquella noche había sido la primera desde hacía mucho tiempo en que no tenía ninguna. A menudo se despertaba a las tantas y, en la negrura de su habitación, veía de pie delante de su cama una silueta oscura. Al final la alucinación se le había hecho penosamente aburrida, pero al principio le había asustado. La figura carecía de rasgos distintivos, pero era un hombre y parecía estar a punto de hablar. Sin embargo, la presencia se quedaba donde estaba, sin más, balanceándose de forma casi imperceptible, fulminándolo misteriosamente con la mirada. Jim había descubierto que, si gritaba «joder», desaparecía, por lo que, después de todo, dejaba bastante que desear para tratarse de una alucinación.
De pronto sonó el móvil de Ralph. Escuchó con atención.
—¿Sabes cuál es el hotel más caro de Saint-Tropez? —preguntó. Jim admitió que no lo sabía—. Es mi socio, que viene. Es el amo de Colorado, pero anda siempre con la agenda de trabajo llena: una planta de empaquetado en Malaisia, una pizzería en Teherán, un par de hoteles en las Seychelles, un pequeño hospital en Austria… Y luego me tiene metiendo dinero en todo tipo de extraños orificios financieros. El caso es que le sabe mal si se entera de que no está alojado en el hotel más caro de la ciudad. Le da igual que sea una pocilga siempre y cuando se trate del que más cuesta. Joder, no soporto a los ricos.
Cuando llegaron a Antibes, el tráfico avanzaba con suma lentitud. La carretera de la costa era estrecha y estaba atestada de coches ostentosos. Jim se fijó en tres perros que se encontraban en pleno ménage a trois al borde de la carretera, dos setters rojos que estaban dale que te pego y un pastor escocés que andaba dándoles lametones.
—¿De qué conoces a Derek? —preguntó.
—Del club de aviación. No lo conozco mucho. Derek es un tipo raro. Una vez se apostó conmigo mil libras a que no era capaz de beberme tres botellas de Johnny Walker y aterrizar un avión.
—Sí que es una apuesta rara.
—Pues sí. La historia se complicó mucho, porque Derek se negaba a creerse que me hubiera bebido las tres botellas. Por otro lado, no quería subir conmigo a ver si me las bebía, ni tampoco que bebiera en el club, porque algún listillo podía enterarse de lo de la apuesta. Así que, al final, otro tipo accedió a subir conmigo, comprobar que las consumía y lanzarse en paracaídas mientras yo aterrizaba.
—Bueno, ¿y cómo acabó la cosa?
—Hice trampa. Por mil dólares no iba a arriesgarme. Por diez mil sí que me habría bebido las tres botellas enteras. Hice que las aguaran y así sólo llegué a beberme media botella de whisky.
Cuando llegaron, tardaron un cuarto de hora en dar con un sitio donde aparcar y luego tuvieron que andar cinco minutos para bajar a la playa, lo que habría constituido todo un fracaso de no ser porque encontraron algo de sombra para el vehículo.
La playa, que era privada, estaba tan llena que, si no hubieran quedado allí con Hugo y las chicas, Jim se habría marchado de inmediato. Bastaba con dar un paso en falso para pisarle el pecho a alguna nínfula. Jim avanzó con Ralph por entre los cuerpos de una manera indecisa y poco elegante. Uno lo que quería siempre era llegar a la playa pisando fuerte, pues de lo que se trataba principalmente allí era de mirar; pero Jim sabía que estaba demasiado blanco para impresionar a nadie y, además, Ralph parecía al andar un repelente contra el chic.
Quedaba sitio delante de un par de deslumbrantes nalgas italianas, que resultaban prodigiosas incluso en medio de tanto prodigio. Parecían más bien un dibujo geométrico, un monumento más que una parte del cuerpo. Su orgullosa propietaria estaba tumbada tan cerca de ellos que Jim era capaz de distinguir ese finísimo vello rubio de las piernas que normalmente uno sólo alcanza a ver cuando besa el muslo de una mujer bajo una buena luz. Además podía oler su bronceador. La italiana tenía dos niños pequeños que no constituían sino una prueba más de la indestructibilidad de su belleza. Aunque estaba tan cansado que no sentía deseo sexual alguno, Jim tuvo la tentación de darle la mano para felicitarla.
Ralph sentó sus reales bajo una sombrilla extragrande. Jim no le veía sentido a aguantar mecha en una playa atestada de gente si uno no quería ponerse al sol. Pero le daba igual. Estaba al borde de la ruina, nada le salía bien, tenía hecha polvo la parte izquierda de la cadera (había creído que el médico bromeaba al sugerirle que se pusiera una prótesis), pero lucía el sol y le daba todo igual. Con el calor le entró modorra; quería dormir más, pero le daba miedo quemarse o hacer algo de mal gusto como roncar o babear en medio de tanta magnificencia.
Ralph abrió su móvil.
—¿Chad? ¿En serio? Yo me lo estoy pasando tan bien que me van a hacer falta unas vacaciones para recuperarme. ¿Ya lo sabes todo sobre las rusas? Prometo llevarte unas polaroids. Vale, cien millones, pero nada más. —Conque así se hace…, pensó Jim—. Podrías hacer todos los negocios desde aquí —le dijo Ralph mientras cerraba el móvil—. Conectas el portátil en el restaurante, te pones morado de comer, te das un chapuzón, extiendes bronceador sobre unas tetas respingonas, vendes un poco por aquí, compras un poco por allá… La única razón para no hacerlo es que todos los hijoputas que están obligados a quedarse en Londres se pondrían tan celosos que te darían una puñalada trapera. Un error…
—¿Cómo te metiste en esto de los negocios? ¿Estudiaste económicas?
—No. Estudié Historia del Arte. Hice una tesis doctoral sobre las arrugas de los ojos de las Vírgenes con Niño. Lo extraño es que el asunto me sigue interesando. ¿Quieres llamar a alguien?
Jim se lo pensó. Existía la remota posibilidad de que hubiera alguna buena noticia, aunque también era muy probable que no hubiese ninguna, lo que en realidad equivaldría a una mala. La italiana se metió un dedo por el elástico del bañador para rascarse pausada y ruidosamente sus partes. Si había alguna mala noticia, iba a entrarle un agobio de cuidado. Por otro lado, era tentador llamar a la oficina con arena en los dedos de los pies. Decidió correr el riesgo.
Betty no respondía. Se lo imaginó angustiado ante la duda de si debía coger el teléfono o no. Esperaba que por lo menos estuviera conectado el contestador.
—¿Sí?
Era él. La pregunta estaba impregnada de grisura londinense. Jim podía oír la lluvia.
—Soy Jim. —Dejó que Betty asimilara la información—. ¿Cómo va todo? —El silencio le hizo comprender que se trataba de una pregunta demasiado complicada—. ¿Alguna novedad?
Hubo una pausa. Betty debía de estar pensando no en si había alguna novedad, sino en cómo responder.
—No.
Parecía bastante tranquilo. ¿Acaso no le había pisoteado la placa base lo suficiente?
—¿Va todo bien?
Le oyó respirar.
—Sí.
—Bien, Betty. No estarás aprovechándote de la situación ahora que no estoy, ¿verdad?
Oyó que tecleaba.
—Yo no haría semejante cosa.
No le quedaba más remedio que preguntárselo.
—¿Ninguna noticia sobre la propuesta?
—No. Está aquí. El mensajero no logró dar con la dirección.
Jim devolvió el teléfono a Ralph. Se levantó y se dirigió medio atontado hacia los servicios. Se encerró en un váter y lloró durante diez minutos tratando de hacer el menor ruido posible. Era mejor desahogarse.
Cuando volvió Ralph seguía escondido bajo la sombrilla.
—¿De qué conoces a Hugo? ¿Haces negocios con él? —preguntó Jim para pasar el rato.
—No, Dios me libre. Nos conocimos hace un par de años, durante unas vacaciones en una estación de esquí. Tú fuiste al colegio con él, ¿no?
Jim observó a la gordísima mujer que tenía enfrente (le sobraba carne por todas partes, aunque por suerte llevaba un bañador amplio) y a su marido, que parecía un mosquito de cien años de edad. Por mucho que se esforzara, no lograba imaginárselos teniendo relaciones sexuales. Ella representaba la peor clase de turista británico: tenía la piel del color de una langosta cocida, era gritona y vulgar, y el poquísimo francés que hablaba era tan malo que daba vergüenza ajena.
En aquel momento estaba abroncando al camarero por el precio de la Coca-Cola. De acuerdo, era cara, pero si no quería gastar dinero que no hubiera pedido nada. Los camareros no solían ser los responsables de los precios. Lo increíble era que el matrimonio tuviese tres niños angelicales.
Jim se moría por un poco de agua, pero su solidaridad con el camarero aseguraba que éste pasaría por delante de sus narices sin fijarse en su mano alzada ni oír sus súplicas.
La reactivación de su dolor de cuello le recordó que tenía que buscar una solución al problema de Derek. Evidentemente, si hubiera sido listo, Derek no le habría supuesto ningún problema; de haber apuntado la dirección de Kidd en Saint-Tropez, ante una situación de emergencia como la que se había dado no habría tenido reparos en plantarse ante su puerta. ¿Qué podía hacer con Derek? Con un poquitín de suerte, se habría vuelto a casa en un arranque de malhumor. Qué más hubiera querido él… Era una ley de obligado cumplimiento en las fiestas, según la cual los más inútiles eran los últimos en marcharse. Cuando daban las once a las nulidades nunca se les ocurría mirar la hora y decir: «Bien, como veo que todos los presentes han reparado en mi absoluta incapacidad para mantener cualquier clase de relación íntima, me marcho a casa». Qué va, seguían al pie del cañón a las tres, las cuatro, las cinco, las seis de la madrugada, hasta que se apagaba el último cigarrillo. Igual tenían razón: al final ocurrían cosas extrañas.
Era una pena que Derek hubiera salido con vida del maletero. Era una lástima que no fuese hermético, que no hubiese sido su tumba. De vez en cuando uno se enteraba de que un pasajero de un avión había muerto de una trombosis durante un viaje largo por no tener sitio suficiente para las piernas. Resultaba decepcionante que no se hubiese quedado en peor estado tras permanecer encerrado en un espacio tan reducido.
Hugo apareció ante sus ojos acompañado por Katerina y Alzbeta.
—He comprado una antena. ¿Sabéis cuánto cuesta?
—¿Qué me das si acierto al decir que vamos a enterarnos ahora mismo? —preguntó Ralph.
Jim se fijó en cómo extendían las toallas Katerina y Alzbeta. Indudablemente, las mujeres se daban en la playa mucha más maña que los hombres; habían recibido una preparación meticulosa, al estilo militar. Jim dirigió la mirada hacia las olas azules, como si no estuviera esperando a que Alzbeta y Katerina se quitaran la ropa. Por desgracia, no era una playa nudista, así que tendría que conformarse con sus tetas. Uno podía pasarse la vida entera mirando tetas, pero siempre sentía curiosidad por ver otro par. Katerina se quitó el top y enseñó un busto bronceado, pero luego se puso la parte de arriba del biquini. Alzbeta llevaba el biquini debajo del vestido. Jim defendía la teoría de que las rubias tenían mejores tetas que las morenas, pero no sabía muy bien cómo demostrarlo y, aunque supiera hacerlo, no le serviría de mucho.
—Voy por unas copas —anunció Ralph.
—Trae también sandía —dijo Hugo—. ¿Cómo se dice sandía en francés, Jim?
Acababa de ponerlo a prueba. No hablaba francés con la misma fluidez de antes; lo tenía oxidado. Sin embargo, en cuanto Hugo le hizo la pregunta, Jim supo que la palabra no acudiría lentamente a la punta de su lengua; daba igual la paciencia que tuviera porque no iba a acordarse de ella. Jim sabía decir en francés cosas absurdas: gallina de Guinea, cordoncillo, piedra pómez… Sabía incluso palabras que no existían en inglés, como la que daba nombre a la artesa de piedra donde se recogía el aceite de oliva en una prensa, la mujer que agita el agua para ayudar a los pescadores a pescar cangrejos de río. Había palabras que, aunque uno las supiera, no le salían. Luego había otras que uno no sabía, aunque creyera que sí. «Sandía» era una de ellas. Jim cayó en la cuenta de que, durante todo el tiempo que había pasado en Francia, en ninguna de sus conversaciones y lecturas había surgido el tema de las sandías. No había aparecido en el menú de ninguno de los restaurantes en los que había comido. Melón sí, melón era fácil, pero sandía…
—No me acuerdo.
Las chicas pusieron cara de decepción. Precisamente allí, en la playa, donde si algo le hacía falta era un triunfo, su hombría acababa de recibir un varapalo en el campo que dominaba.
—Probaré a pedir melón d’eau —decidió Ralph, pensando en la palabra inglesa.
—¿No se dice pastéque o algo así? —preguntó Hugo.
Jim sospechó inmediatamente que le había tendido una emboscada lingüística. Ralph se marchó al bar y las chicas se fueron al agua a chapotear como si tal cosa.
—¿Qué? ¿Vas a casarte con Katerina? —indagó Jim.
—¿Y tú? ¿Vas a casarte con Alzbeta? —repuso Hugo.
Jim sabía que se trataba de un tema delicado. Si no había conocido a muchas novias de Hugo era porque la mayoría sólo le habían durado unos meses. ¿Era invulnerable a la Gran Tentación o le había ocurrido tan rápido que a Jim le había pasado inadvertido? Era igual que a los diecisiete años, con la excepción de que ya no los tenían y de que carecer de ataduras serias a su edad olía sospechosamente a escaqueo. No se trataba tan sólo de que alguien le acercase a uno el orinal a los setenta años cuando tuviera que guardar cama. Se trataba de la diferencia entre ver una película con otra persona y recordarla al cabo del tiempo durante una agradable conversación, y verla en seis partes de veinte minutos con una mujer distinta cada vez; uno habría estado siempre acompañado, pero a la hora de la verdad no podía hablar de la película con ninguna de las seis.
Si Katerina era lo que parecía, a Hugo no podían irle mejor las cosas. Cierto, no era rica, ni siquiera solvente. Pero eso no suponía un motivo suficiente para acabar con la relación. Katerina era con mucho la novia más simpática que había tenido Hugo. Y Hugo tampoco era mal partido para ella; ya encontraría amigos con los que ir a conciertos. Y, en cualquier caso, las peleas eran inevitables; daba igual lo bien que se llevase la pareja porque siempre acababan produciéndose roces, fuera por el espacio en las estanterías, por el betún o por los espantosos regalitos de los suegros. Tal vez fuese ésa la definición de amor: ser incapaz de estar enfadado con otra persona durante mucho tiempo.
Absorto como estaba, Jim posó la mirada en las piernas de Alzbeta, que estaba caminando por el agua. En medio del sopor, notó un estremecimiento de origen conocido. Tú deja de pensar, se dijo, y da rienda suelta al deseo. Pensar le había empujado al borde de la ruina y a vivir en una lata de sardinas con un moho extraño en la pared, situada en un barrio poco elegante de Londres. Basta de pensar: que se divierta la bestia.
Las chicas vieron que Ralph volvía con las bebidas y regresaron. Alzbeta se sentó.
—Perdón por mis infinitos —dijo.
Ralph tenía auténticas dificultades con la bandeja, en la que llevaba dos botellas de champán y una de vodka, cada una de ellas en un cubo con hielos, más dos cervezas y tres botellas grandes de agua mineral. Jim pensó en los precios que solían tener en las playas y no quiso ni imaginarse cuánto podía haber costado todo aquello.
—¿Jugamos a algo para beber? —preguntó Ralph.
—No es justo para las chicas si jugamos en inglés —replicó Hugo, con un dejo de pánico en la voz.
Seguramente le aterraba que pudiera pedirle que pagara parte de las bebidas.
—Pues jugamos nosotros.
—Yo no estoy de humor. Sólo se dicen tonterías del tipo… tomo copas a todas horas y me cojo unas cogorzas más gordas que la hostia.
—Ha quedado claro. Se me ocurre una idea mejor: que cada uno cuente una historia, y quien cuente la mejor no paga la parte que le corresponde por la bebida.
Hugo miró las etiquetas del champán.
—¿Estás mal de la cabeza? Además, eso también es injusto para Katerina y Alzbeta.
—Katerina y Alzbeta pueden hacer de jurado. El tema de la historia tiene que ser… una transgresión. Sí, ese tema funciona siempre.
—Vale, juego —respondió Jim.
Iba a tener que pagar aunque no hubiera competencia. No tenía literalmente nada que perder.
—Contar tu historia, Hugo —pidió Alzbeta con insistencia.
—Eso, Hugo, cuéntanos una historia —dijo Ralph mientras abría la botella de champán.
El corcho salió disparado y aterrizó entre los senos de una modelo de piel aceitunada que dormitaba bajo un libro de tapa blanda. Por suerte no se despertó.
—Ni lo sueñes —replicó Hugo mientras Ralph iba a recoger el corcho—. Yo no sé inventarme historias.
—Cuéntanos una real.
Hugo se rascó la barba de tres días con aire pensativo.
—Joder… Pero dejadme decir algo antes de empezar: Katerina, Alzbeta, no olvidéis quién os lleva a todas partes y quién os paga todo. —Hizo una pausa—. Bien, no os lo vais a creer. Hace unos meses invité a unas personas a tomar unas copas en casa, y al día siguiente me llama uno de los invitados, un tío al que apenas conozco, y me suelta: «Oye, me gustó mucho tu piso. Vi que tienes un dormitorio de invitados muy grande y, como esta semana me vienen unos amigos a casa, me preguntaba si una amiga y yo podríamos quedarnos en la tuya una semana o así». Le expliqué que, lamentablemente, había acogido a unos refugiados en casa para una temporada. Fijaos si era cutre el muy cabrón que no quería buscar un hotel para sus invitados.
—¿Eso es todo? —preguntó Ralph.
—Sí. Es divertida.
—Yo creo que quedas eliminado y que deberías pagar toda la cuenta. ¿Sabes lo que significan las palabras «historia» y «transgresión»?
—A ver, cuenta tú la tuya.
Ralph encendió un cigarrillo y se sirvió un vodka cuádruple.
—Un amigo, y también compañero de trabajo, tenía un pasatiempo muy poco corriente: era aficionado a defecar en lugares de culto.
—¿Cómo? —exclamó Katerina.
—Perdón. Le gustaba cagar en iglesias.
—¿Por qué?
—Ésta es la parte más interesante. Como no encontraba ninguna prueba de la existencia de Dios, decidió profanar lugares de culto con la esperanza de que le ocurriera algo terrible que demostrara que sí existía. Como podéis ver, era muy radical. No se trataba de echar una cagada disimuladamente en la iglesia metodista más cercana. Era capaz de hacer cualquier cosa con tal de cabrear a Dios. El Vaticano, el templo dorado de Amritsar, los pintorescos templos budistas de Japón… En todas partes dejaba un recuerdito. Empezó incluso a hacerlo en templos de cultos americanos. Para ser exhaustivo, por así decirlo.
—¿No lo pillaron nunca?
—Una vez, en una ceremonia cuáquera. Pero se pensaron que estaba enfermo.
—No andaban descaminados —comentó Hugo.
—Lo irónico es que, en cierto sentido, lo suyo no constituye una transgresión, porque dudo que si uno se pone a estudiar cualquier religión importante encuentre una norma que prohíba eso.
—¿Y no le ocurrió nada terrible?
—No. —Ralph se tomó otra copa—. El caso es que se suicidó, pero dejó claro que la razón era que no le había ocurrido nada terrible tras pasarse años entregado a ese pasatiempo. No paraban de darle ascensos.
—Es asco… —comentó Alzbeta.
—Sí —concedió Ralph—, y macabro. No debería haber contado esa historia, por transgresora que sea.
—Por lo menos mi historia era divertida, ¿no te parece, Katerina? —preguntó Hugo, mientras le servía otro vaso de champán.
—Ahora le toca a Jim —atajó Katerina.
—Bien… —dijo, haciendo como que pensaba—. Había una vez un joven que tenía mucho éxito con las mujeres y que se enamoró perdidamente de una neozelandesa. Por desgracia, su padre se puso muy enfermo, por lo que ella tuvo que volver a casa a cuidar de él. El joven no tardó en darse cuenta de que no podía vivir sin ella, así que decidió irse a Nueva Zelanda. Pero no tenía dinero; ya había pedido prestado demasiado a su familia y sus amigos, de modo que no podía hacerlo otra vez y, como el único trabajo que había tenido era tocar los bongos, prefirió no solicitar un préstamo a un banco. Aún así quería conseguir dinero rápido.
»Lo primero que hizo fue comprar un billete de lotería. No ganó nada, y empezó a comprender por qué resultaba tan difícil que a la gente le tocara la lotería. Luego se le ocurrió la idea de robar. Un amigo suyo tenía una pistola de imitación; otro, un coche. Así que pide prestadas ambas cosas y se va a la montaña en busca de una tienda de bebidas alcohólicas. Allí no hay cámaras ni nadie que lo conozca (el joven se piensa que es famoso por su virtuosismo con los bongos). Aparca el coche en un lugar escondido. Tiene un bigote a lo Zapata que llama mucho la atención, pero, como nadie lo conoce y pronto saldrá del país, no se disfraza.
»Le dice al dependiente que vacíe la caja y empieza a comprender por qué no suelen cometerse robos en las pequeñas tiendas de bebidas alcohólicas que hay en el campo. Luego vuelve pitando al coche e intenta ponerlo en marcha, pero se le apaga el motor. No le entra pánico, y lo intenta una y otra vez. Sabe un par de cosas sobre motores, conque mira debajo del capó. Vuelve a intentarlo. Ya han transcurrido unos minutos, y piensa que seguramente el dependiente habrá llamado a la policía; echa un vistazo a la carretera y ve que el dependiente ha salido de la tienda y está observándolo. Se hace una composición de lugar: con un bigote a lo Zapata y un pantalón de combate color naranja no va a llegar muy lejos a pie y, en cualquier caso, la policía puede dar con su amigo siguiendo la pista del coche. Así que se le ocurre otra idea.
»Se dirige al dependiente y le dice:
»“Oiga, sólo estaba bromeando. Tenga sus treinta libras y olvidémonos del asunto, ¿vale?”.
»“Yo pasé cinco años en la cárcel por un atraco a mano armada”, responde el dependiente.
»“Oiga, me encantaría quedarme a charlar con usted, pero tengo que irme ahora mismo a ver a un pariente enfermo. Está todo el dinero; fíjese, cuéntelo. Permítame invitarle a algo. Aquí hay mucho donde elegir, ¿no?”.
»“Yo pasé cinco años en la cárcel por un atraco a mano armada”, repite el dependiente.
»“Oiga, no es una pistola de verdad, es una imitación. No hay ningún motivo para preocuparse”, le asegura el joven.
»“Yo también tenía una imitación y pasé cinco años en la cárcel por un atraco a mano armada”.
»“Vamos a ver, ¿no podríamos arreglar este asunto sin recurrir a la policía?”.
»“Vale”, responde el exladrón mientras se baja la bragueta. “Al suelo”.
»Y ahora viene lo mejor: cuando, tras cumplir la condición, el ladrón aficionado fue a llamar a un servicio de asistencia en carretera, se encontró con que el teléfono estaba desconectado por impago.
Hugo tuvo que explicarles el final a Katerina y Alzbeta, que soltaron una risita.
—Es demasiado bueno para ser verdad —comentó Hugo irritado—. En cualquier caso, todo este asunto es una estupidez.
—Es cierto —añadió Ralph—. Además no es la clase de historia que vaya uno contando por ahí sobre sí mismo.
—¿Acaso he dicho cuál de los dos participantes me la contó? —respondió Jim, mientras daba las gracias a Herbie por su anécdota favorita.
—La mejor historia es la de Jim —sentenció Katerina.
—Parece que nos toca pagar la cuenta, Hugo.
Hugo se quedó sumido en un profundo abatimiento. Jim recorrió la playa con la mirada. ¿Era alguien feliz allí? ¿Los que eran demasiado jóvenes para estar casados, los que no lo estaban, los que ya lo estaban, los que habían dejado de estarlo, los que esperaban estarlo, los casados en segundas nupcias…? Mucha cháchara y mucha diversión, pero ¿era alguien feliz? Si uno prestaba suficiente atención, la playa era una amalgama de roces y suspiros. Todo el mundo trataba por todos los medios de ser feliz. Drogados de sol, los veraneantes intentaban olvidarse de recibos, traiciones, fallecimientos, enfermedades y diversos agobios de poca monta. Su heroísmo le llenaba de admiración. Familias, solteros, vendedores ambulantes, camareros, todos ellos luchando. Les deseó éxito. Si los agentes de los todopoderosos se le acercasen, le pusieran un arma contra la cabeza y le dijeran: «Jim, si te pegamos un tiro, todos los aquí presentes tendrán la felicidad garantizada», no tendría ningún inconveniente en dar su vida por el bien de los demás, porque ése era precisamente el tesoro que llevaba toda la vida buscando. Quería hacer algo que mereciera la pena. Quería ser la escoba de la zozobra.
—Un momento, me sé una historia mejor —anunció Hugo, recuperándose de repente.
—Anda ya, Hugo. Tus historias son una mierda.
—En serio. Debería haberme acordado antes. Tenía un compañero de trabajo al que le gustaban las vacaciones naturistas. Justo antes de una gran presentación, se fue al Cap d’Agde, a una de las playas nudistas que hay allí. Estuvo dos semanas; bebió un montón y, como estaba permitido comer todo lo que uno quisiera, se puso como un cerdo. Pensó en volver la víspera de la presentación, pero entonces se dijo: me he pegado todo el año aperreado, volveré mañana, hay un vuelo de madrugada y, si se retrasa, aún llegaré a tiempo para la presentación de la tarde. Ya sabéis cómo son las cosas cuando uno viaja mucho a causa del trabajo: nadie quiere llegar al aeropuerto hasta el último momento. Pues bien, a la mañana siguiente el taxi está esperándolo fuera; él hace las maletas y va a ponerse el traje, pero resulta que no le entra el pantalón. No es que le esté justo o que le cueste abrochárselo. No puede siquiera meter una pierna. Para colmo, tiene la rara costumbre de no llevar ropa interior, porque eso le hace sentirse como un peligroso revolucionario en las reuniones de trabajo. Se ha pasado todas las vacaciones en pelotas y ni siquiera tiene un bañador. El caso es que son las cinco y media de la mañana y no tiene nada con que taparse las partes. Se fija en el taxista, pero es la mitad de grande que él, así que comprarle el pantalón está descartado. Llama a la puerta de varios gordos que ha conocido durante las vacaciones y les ofrece mil libras por un pantalón. Nada, ni por ésas: le quedan todos pequeños. Pregunta al taxista si conoce a alguna persona gorda de verdad. Van a casa de un primo suyo que tiene un pantalón de la talla adecuada. Menos mal. Salen disparados en dirección al aeropuerto, donde se ha producido un accidente y hay atasco. Deja la maleta y hace corriendo el kilómetro que queda hasta el aeropuerto, adonde llega a tiempo para ver cómo despega su avión. No importa; hay otro vuelo dentro de tres horas. Pero resulta que está lleno. Ofrece cantidades alucinantes de dinero por un billete, pero toda la gente va a ver a familiares que yacen en su lecho de muerte. No le queda más remedio que ir a París en taxi, donde coge un vuelo y llega dos horas después de la presentación, y lo despiden.
—Evidentemente no sabes lo que significa la palabra transgresión —concluyó Ralph.
—Se perdió la presentación.
—Pero no adrede. Él quería asistir, Hugo. Alzbeta —dijo con voz melosa—, sólo quiero que sepas que sigo totalmente disponible, en cuerpo y alma; podemos montarnos un ménage a trois, atarnos, azotarnos, por mí no hay problema.
—Aquí ser lo mismo —respondió Alzbeta.
La joven se levantó y se marchó al agua. Se tumbó en un espigón y, en una postura que parecía casi de revista, se puso a juguetear con sus trenzas. Jim esperó un minuto y luego fue a pegar la hebra. Necesitaba una cama. Estuvieron un rato contemplando las olas en silencio, y entonces preguntó:
—¿Por qué les hablaste a esos hombres anoche?
—Yo no hablar a ellos. Ellos hablarme a mí.
—¿Cómo adivinaron que eras rusa?
—Soy chica rusa. Tengo aspecto ruso. Digo a Derek: hombres malos. Yo digo: son hombres malos. Uno marchar. Derek sentar en la silla. Él volver y decir a Derek: vete. Derek decir no.
Un niño y un amigo suyo no paraban de correr de un lado al otro del espigón y de salpicarlos con las gotas de agua que les caían de los brazos, las piernas y el pelo. Luego empezaron a mojarlos haciendo la bomba; encima, casi todas las veces que se lanzaban chocaban con él. Parecía mentira que no fueran conscientes de la que estaban liando. Jim se dio cuenta de que, por el placer de darle al niño un puñetazo en la cara, era capaz de renunciar a divertirse con Alzbeta. Con hacerlo una vez le habría bastado, y se consoló pensando que la tentación era tan fuerte precisamente porque no podía hacerlo.
—Cuidado —protestó un par de veces, pero el niño ni siquiera le oyó—. Qué inconsciencia…
—¿Cómo? —preguntó Alzbeta.
—Que es un inconsciente. No ve lo que ocurre a su alrededor… No sabe lo que hace.
Estuvieron un rato charlando y hablaron de cine ruso.
—Películas rusas, las mejores del mundo. Pero tú deber verlas conmigo. Yo explicar para ti —propuso Alzbeta.
Jim expresó su admiración por sus piernas. Creyendo que ya le había hecho suficientes elogios, se fue al servicio. Había una ducha y quería refrescarse, pero el niño había dejado de zambullirse en el agua y ahora estaba duchándose. Jim esperó. Miró la hora. El niño llevaba dentro por lo menos ocho minutos; estaba toqueteándose todas y cada una de las partes del cuerpo, y se había aclarado incluso el interior de los párpados. Debía de ser el niño de diez años más limpio de Francia. Detrás de Jim había dos más esperando. El niño se puso entonces a enjuagarse el bañador tan apática y metódicamente como se había lavado. Jim empezó a sentirse poseído por una especie de furia tectónica, por lo que se batió en retirada. Todavía tenía demasiadas reacciones típicamente londinenses; el niño era irritante, pero no hasta ese extremo.
Cuando regresó, se encontró con que Alzbeta estaba hablando por el móvil de Ralph y lanzando besos al aparato.
—Acaba de llamar a su novio —le explicó Hugo.
Ralph apuró las últimas gotas de champán. Las chicas tenían un vaso cada una; Hugo, dos. El resto había desaparecido en las arenas de la sed de Ralph, quien acababa de coger la botella de vodka con los pies y, tumbado de espaldas, trataba sin mucho éxito de echarse un trago al gaznate.
—No hay nada como un poco de yoga.
Era un tanto vergonzoso, pero Jim se alegró de ver que Hugo tenía cara de estar enfadado de verdad.
—Es alucinante lo que son capaces de contarte algunos después de tomarse unas copas —comentó Ralph, con esa voz profunda, pausada y pastosa propia de las borracheras en fase avanzada—. Otro buen juego para beber es pedirle al personal que cuente su secreto más oculto. Es que es alucinante la cantidad de gente que lo hace… Bueno, sobre todo, los estadounidenses.
—¿Cuál es tu secreto más oculto, Ralph? —preguntó Katerina.
—Mi mayor secreto es que no tengo ninguno. Ya ves qué aburrido. Todo el mundo debería tener en su pasado algo de lo que avergonzarse.
—Un momento, un momento… Ya lo tengo —exclamó Hugo—. Acabo de acordarme de una historia. No sé cómo ha podido olvidárseme.
—Joder, Hugo, ya pago yo —replicó Ralph.
—Que no, que es buenísima. Os va a encantar. Un amigo mío va a una discoteca y, cuando está en la pista de baile, se le acercan tres suecas y se ponen a bailar a su lado, conque se le plantea el típico problema: ¿están las suecas bailando a su lado o bailando sin más?
—¿Cómo sabía que eran suecas? ¿Llevaban el pasaporte grapado a las tetas? —preguntó Ralph.
—Porque se puso a hablar con ellas.
—Pero no podía saberlo cuando empezaron a bailar. El típico problema será si están las rubias bailando a tu lado, digo yo.
—Mira, da igual que fueran suecas o no.
—¿Entonces por qué has dicho que lo eran?
—El caso es que se da cuenta de que las mujeres no tienen especial interés en él, pero, naturalmente, como todos los hombres, va y las invita a un montón de copas caras. Luego se toma él unas cuantas más para ahogar las penas. Sale de la discoteca haciendo eses y, en ese preciso instante, se detiene en la calle un Mercedes enorme. Es un taxista ilegal que anda buscando clientes. Mi amigo piensa que es una suerte y sube al coche, y el tío se pone a llevarlo a casa a ciento cincuenta por hora. Él está medio desmayado, pero aun así le resulta extraño que un taxista ilegal salga un sábado por la noche con un modelo nuevo y de primerísima calidad, ya que sólo hay unos diez coches iguales en todo el país. Lo sabe porque acaba de comprarse uno. Charla con el taxista y ambos coinciden en que es un coche fabuloso. Luego advierte que el taxista ha elegido el mismo equipo de sonido que él para el coche. También le llama la atención que esté leyendo Guerra y paz y que tenga señalada más o menos la misma página que él. Por fin se da cuenta de que se trata en realidad de su propio coche, que dejó frente a la casa de un amigo la noche anterior porque estaba, una vez más, borracho perdido.
»¿Qué puede hacer? Mi amigo no es muy corpulento, apenas se tiene en pie, y el conductor es un tío musculoso, con pinta de delincuente y muy agresivo. Sabe que, a la velocidad a la que van, tardarán un par de minutos en llegar a su casa. Se le ocurre llamar con el móvil, pero se lo piensa dos veces: como aparezca la policía, se producirá una persecución con él en el asiento trasero, y probablemente un accidente; y, si el conductor logra dar el esquinazo a la policía, le pasará algo desagradable.
«Llegan a casa y paga diez libras porque el conductor le dice que no tiene cambio.
»“Tiene cara de cansancio”, le comenta mi amigo. “Debe de ser un asco trabajar los sábados por la noche. ¿Por qué no pasa a tomar una copa?”.
»Mi amigo piensa que, si logra convencerlo para que entre en casa, podrá llamar a la policía y se lo llevarán sin que le ocurra nada al coche.
»“¿De qué vas?”, pregunta el conductor. “¿Quieres darme por el culo?”.
»“Claro que no…”.
»“Pues largo de aquí”.
—Y no volvió a ver su coche —concluyó Hugo.
—El coche está feliz en Rusia —sentenció Katerina.
—Tú no le habrías dejado que se marchara con él, ¿verdad, Hugo? —preguntó Ralph.
—Lo habría estrangulado. Que conste que mi amigo no se disgustó demasiado; decía que por lo menos había tenido ocasión de despedirse del coche. Es una buena historia, ¿a que sí, chicas?
—Ya he dicho que pagaba yo, Hugo.
—Pero es la mejor historia, ¿verdad, chicas?
—Yo me sé… una mejor —balbuceó Ralph—. Es el copón… Como estar de vacaciones con los colegas y pegártela a toda velocidad…, de frente, tipo transgresión total… Y sin cinturón de seguridad, a lo descerebrado… —Jim se preguntó si no deberían poner a Ralph en la posición lateral de seguridad de primeros auxilios—. Un amigo mío cuyo nombre callaré por razones obvias…
—Queremos saber el nombre —dijo Katerina.
—Vale. Que se joda. Se llama Antón. Antón alquila un yate para recorrer las islas del Egeo durante el verano. Tiene una novia, y otra pareja quiere apuntarse. Pero el yate tiene tres camarotes. Antón pregunta por ahí, pero no encuentra otra pareja. Sólo se muestra interesada una persona que, la verdad sea dicha, no le cae muy bien, pero como Antón se parece un poco a Hugo… —El aludido hizo un gesto de rechazo ante tamaña injusticia, y Ralph continuó—: quiere que alguien pague la tercera parte. Bien, se hacen a la mar; el tercer día de viaje se toman unas copichuelas y Antón y su colega deciden bajarle los pantalones al último en unirse al grupo, al que llamaré… Zanahorio. A todos les parece graciosísimo y, como ya ha pagado su parte de las vacaciones, les importa un bledo que proteste. —Ralph encendió un cigarrillo—. Zanahorio es pelirrojo, se ha pasado la mayor parte del tiempo a resguardo del sol y tiene el culo blanquísimo…, así que piensan que será divertido atarlo a la cubierta y dejar que se tueste un par de horas hasta que se le carbonice el culo. Dicho y hecho. Entonces, cansados de tanto esfuerzo y diversión, bajan a echarse una siestecita y un revolcón, a pesar de los insistentes gritos de Zanahorio. Al cabo de unas horas, Antón va a tomarse una copa a la cocina, donde su compañero de a bordo también está tomándose… el típico trago postcoitum. «¿Cómo está Zanahorio?», pregunta Antón. «No sé. Pensaba que lo habías desatado». «Pensaba que lo habías hecho tú». «Se ha callado, conque estará bien». Suben a cubierta y se encuentran con que Zanahorio no sólo está callado, sino que está… muerto.
—Nadie se muere por unas quemaduras de sol —afirmó Hugo en tono categórico.
—Eso mismo decían ellos, repitiendo «¡No puede haberse muerto!» mientras le echaban agua encima y le golpeaban el pecho. Pero es que las moscas ya estaban zumbando alrededor de él…
—Vamos a hacerlo a Derek —propuso Alzbeta.
—Estaban todos conmocionados, sobre todo las chicas. Tras echarse las culpas unos a otros varias veces como si fuera una botella de oporto, se les presentó el problema de qué hacer a continuación. Como os podéis imaginar, Zanahorio había forcejeado lo suyo para soltarse y… tenía beaucoup de llagas en las que repararía hasta el más negado de los médicos forenses; de lo contrario, los culpables habrían sido… el alcohol y el sol. Tienen miedo a recibir su merecido; se les puede complicar su maravillosa vida. Bien, tras una acalorada discusión, y perdón por el retruécano…
—¿Qué es retruécano? —preguntó Alzbeta.
—Tiran el cadáver al agua por la noche —prosiguió Ralph, ignorándola—. A la mañana siguiente, uno de ellos va a un puesto de policía, donde…, como no podía ser de otra manera, los oficiales reaccionan con indiferencia a la noticia de que ha desaparecido otro turista aficionado a la bebida. El cadáver aparece al cabo de un par de semanas…, cuando el mar ha borrado las huellas de lo que ha ocurrido en realidad. «Antón me contó lo… divertido…, ésa fue la palabra que utilizó, que fue cuando, en el funeral, el sacerdote insistió en que por lo menos el difunto había fallecido en buena compañía… y cuando la madre le dio las gracias… por quedarse una semana más a ayudar con la búsqueda».
—¿Te dijo que fue divertido? ¿Cómo leches fue capaz de decir semejante cosa? —preguntó Hugo.
—Porque se lo pareció. Todo depende… de la clase de persona que seas.
—¿Entonces no les sucedió nada?
—Una de las chicas se suicidó. Antón fue elegido presidente de… un banco.
—¿Qué banco? —preguntó Hugo.
—No voy a decir cómo se llama.
—¿Por qué?
—Porque eres incapaz de mantener la boca cerrada.
—¿Entonces por qué nos lo has contado?
—La verdad es que no lo sé… Para advertiros de que hay que elegir bien a las personas con las que se va uno de vacaciones. Es que… hemos estado a punto de perder a Derek.
—¿Y por qué te lo contó a ti? —preguntó Jim.
—Digamos que… a Antón… le gustó… le gustó el sabor de lo… prohibido. Si lo hubieran despedido y… mandado al talego, habría lloriqueado como un niño de cinco años, pero se libró y así… descubrió que era invencible.
—A ti se te suicidan muchos amigos —comentó Hugo.
—No, tengo un círculo muy amplio… de conocidos, Hugo. Lo mismo que mucha gente. Oye, creo que voy a tener que llamar a algún banquero francés.
—A mí me apetece comer algo —comentó Hugo.
Jim no tenía hambre; el sol y el cansancio le habían quitado el apetito. Pero tardaron cuarenta minutos en traerles la carta y, aunque todos excepto Hugo pidieron ensalada, tuvieron que esperar media hora más a que les sirvieran la comida. Los mejillones de Hugo, en cambio, seguían sin llegar. Empezaron a hablar del hundimiento de Rusia.
—No sé por qué la gente dice que se hunde la economía. La economía no se hunde nunca —aseguró Ralph—. Puede que la economía amargue la vida a los ciudadanos; puede que los ancianos, los pobres y los débiles se mueran de hambre o de frío; puede que todos los demás tengan que pelearse como animales por los huesos; puede que algunos banqueros y hombres de negocios se tiren por la ventana. Pero el chanchullo seguirá funcionando.
—En Rusia es posible pasar toda la noche con una chica por quinientos dólares —aseguró Alzbeta.
—¿Quinientos dólares? —exclamó Hugo—. Pues no sale tan barato. Cuesta casi lo mismo que en Londres. Bueno, eso es lo que he oído decir.
—Depende —reflexionó Ralph—. ¿Qué significa exactamente toda la noche? ¿De medianoche a seis de la mañana, o de nueve a nueve? Luego existe la posibilidad de que las chicas rusas te hagan de propina alguna cosa realmente viciosa… como besarte.
En aquel preciso instante llegaron los mejillones de Hugo.
—Ya era hora —exclamó mientras se metía unos cuantos en la boca. La alegría desapareció de su rostro—. Están fríos.
Buscó a la camarera con la mirada, pero se había esfumado.
—Haces una montaña de un grano de arena —comentó Jim, al tiempo que se llevaba uno a la boca para probarlo.
El mejillón no estaba ni siquiera templado; parecía que acababan de sacar el plato de la nevera.
Al cabo de diez minutos, Hugo logró que le atendiera la camarera, quien, mientras oía que los mejillones estaban fríos, lo miró igual que si estuviera pidiendo la mayor insensatez del mundo. Se los llevó como si la hubieran obligado a subirlos a la cima del Everest sin oxígeno.
—Este Bandol está aguado o le han cambiado la etiqueta. El Bandol no es tan asqueroso —opinó Ralph, que de repente había recuperado el discernimiento con la comida.
Entonces sonó su busca y tuvo que atender una llamada de un tal Cedric.
—¿Tú ganar dinero? —preguntó Alzbeta.
—Se gana… y se pierde. En el fondo, nadie se entera de nada. El mejor negocio que he hecho nunca fue después de una larga comida. Se me había acabado la batería del móvil y, cuando llamé, la situación no podía estar más jodida. Llevaba tal ciego que tuve que arrastrarme hasta el teléfono. Estaba a punto de perderlo todo, así que me la jugué, sin pensarlo, sin investigar, sin consultar. Jamás he ganado tanto. Los profesionales no lo saben todo; casi no se enteran de nada. Es como en el póquer o en cualquier juego de azar: si uno sabe cuáles son sus posibilidades y es una persona prudente, puede ganarse la vida, y, si está manejando cantidades ingentes de dinero, puede ganársela pero que muy bien, aunque nadie se entera de nada.
—Habla por ti —replicó Hugo—. Yo, si no acierto, me quedo fuera de juego. Estuve a punto de meter un millón en Barings. Si llego a hacerlo, estaría en el paro.
—Es cierto, recuerdo que me contaste que no querías trabajar con ellos porque uno había intentado pasarse de la raya con tu chica. No, alguien que se entera de algo acerca del mercado, no trabaja en la ciudad ni en ninguna parte —aseguró Ralph—, sino que se encuentra en alta mar, a bordo de un yate con un cargamento de supermodelos para un año.
Volvieron a traer los mejillones. Hugo probó uno y lanzó un suspiro.
—Secos.
Ralph se incorporó y cogió uno. Acto seguido escupió el bivalvo, que pasó volando con parsimonia por entre los miembros de una familia alemana que comía en la mesa de al lado.
—No está seco, está incomible.
—Qué modales… —exclamó Katerina.
—Perdón —se excusó Ralph—. Fui a un colegio espantoso. Si te cuento que la mitad de mis compañeros de clase se tiró a la princesa Diana, te puedes hacer una idea del tipo de pocilga que era.
Al cabo de unos minutos, Hugo consiguió otra vez que la camarera le hiciera caso.
—Los mejillones están secos —explicó.
Había optado por quejarse en tono pesaroso, no cabreado. Resultaba hasta cierto punto trágico estar en la playa, de vacaciones y hambriento, y tener que pagar un dineral por… una comida que no había quien se la comiera. La camarera clavó la mirada en los mejillones con cara de malhumor.
—Crise de moules! —gritó Ralph, agitando los brazos amablemente para que no hubiera dudas sobre la gravedad de la situación—. Les moules sont incomibles. Joder…, ¿cómo se dice Maastricht en francés? Los moules sont totalement Maastricht.
Entonces se cogió el cuello con las manos, se puso a hacer ruidos como si se hubiera atragantado y se tiró de la silla. Jim explicó dos veces en francés que los mejillones estaban secos, pero la camarera se mantuvo impertérrita. Jim lo sintió por ella y por Hugo. Parecían encontrarse en una situación difícil de resolver. Todo el mundo estaba mirando los mejillones que condenaban a ambos al sufrimiento. La camarera se fue. Hugo estaba proponiendo que se marcharan sin pagar cuando se acercó un hombre cuyo aire de suficiencia daba a entender que era el jefe. En un inglés fluido preguntó:
—¿Qué problema hay?
—Vous étes unos estafadores de cuidado —respondió Ralph—. Pues cuidadito conmigo. Traduce, Jim.
Jim explicó en francés que, lamentablemente, los mejillones estaban secos.
—Pero si los hemos cambiado —replicó el jefe en inglés.
Jim explicó en francés que el primer plato de mejillones estaba frío y el segundo seco.
—Están secos —repitió Ralph, y se metió otro molusco en la boca y lo lanzó a una distancia extraordinaria para alguien tan manifiestamente poco deportista como él—. ¿Ve?
Jim decidió que, si alguien pegaba a Ralph, no sería él quien intentara protegerle. Él estaba allí con Hugo.
—Veo —respondió el jefe en inglés—. ¿Y desea usted que se los cambiemos?
Jim respondió en francés que sería muy amable por su parte.
—De acuerdo —concluyó el propietario, mirándolos por última vez como si quisiera cerciorarse de algo.
—¿Tienen algún tinto búlgaro? —le gritó Ralph cuando se iba.
Pasaron veinte minutos más y por fin llegaron los mejillones. El vapor saltaba a la vista.
—¿Qué tal? —preguntó Jim.
—Demasiado calientes —soltó Hugo, al tiempo que dejaba el tenedor en la mesa.
—Voy a ir a tomar una copa —dijo Ralph—. ¿Quieres venir, Jim?
—¿Por qué no? —Con un paseo igual se espabilaba.
—Volveremos dentro de una hora.
—No hay prisa —respondió Hugo—. Ni siquiera he pedido la cuenta todavía.
Se alejaron tranquilamente de la playa, en dirección a la carretera. El consumo de alcohol de Ralph era inhumano, pensó Jim. No alcanzaba a comprender por qué a los bebedores empedernidos les gustaba cambiar de bar. Si uno quería ponerse como una cuba, ¿qué sentido tenían las interrupciones y los paseos?
No había ningún bar a la vista.
—Vamos por aquí —indicó Ralph—. Alzbeta no tiene novio, que lo sepas. Estaba hablando con su hijo.
Un hijo. Claro, eso explicaba lo inflexible que era. Debía habérselo imaginado. Todas las madres tenían esa mirada asesina.
—¿Sabes algo del padre?
—Es un aprovechado. La misma historia de siempre. La dejó en la estacada.
Al cabo de unos minutos, vieron una cafetería al tomar una curva. Pero, cuando se acercaron, el propietario los miró por el cristal desde la barra y acto seguido se plantó en la puerta antes de que llegaran, respaldado por el cocinero, que llevaba en la mano un llamativo cuchillo de trinchar.
—Le conocemos. Váyase de aquí —exigió en un perfecto inglés.
Ralph se quedó perplejo.
—¿No puedo entrar y comportarme de manera vergonzosa antes de que me prohíba pasar?
—Le conocemos.
—No, no me conocen. Es la primera vez que vengo.
—Le conocemos. Es un ignorante y una mala persona.
—Oiga, puede acusarme de todo tipo de cosas, de esquiar mal, de ser demasiado aficionado al arte conceptual, de fumar demasiado… Pero no puede acusarme de ser un ignorante. Gano doscientos mil al año y me he tirado a un montón de actrices famosas.
—Váyase.
—A Liz Hurley a cuatro patas —añadió Ralph haciendo el gesto—. Lo digo en serio.
—Váyase.
Jim cogió a Ralph del brazo. Saltaba a la vista que el cocinero le tenía ganas. Volvieron a la playa haciendo eses.
Cuando llegaron al chalet, la policía estaba arrestando a Derek. Había ido a comprar algo y había perdido la llave. Como no sabía cuándo iban a regresar y estaba de mal humor, había roto una ventana para entrar y se había puesto a pelearse con la alarma antirrobo que había manipulado concienzudamente antes de salir y se negaba ahora a aceptar el código que la desactivaba. El francés de Derek dejaba mucho que desear.
Si anteriormente Jim no quería compartir la habitación con Derek, ahora le daba auténtico pavor encontrarse en la misma casa con él. El odio que le tenía le había impedido ver que se trataba de un ser sumamente desagradable y tan retorcido como los ramales de una cuerda. Se había hecho fuerte como un francotirador en un campanario, como una doceañera escapada de casa. La rabia que destilaba Derek no era la saludable furia de una persona sana: era perturbadora a más no poder. Jim observó que los demás sentían la misma inquietud y repugnancia que él. La compasión tenía sus límites. En su condición de contacto oficial de Derek con el mundo exterior, Ralph hizo algún intento de entablar conversación, pero puso cara de alivio, o al menos de indiferencia, cuando vio que lo único que hacía era enfurruñarse. El creciente número de afiliados al club de personas que odiaban a Derek era un buen motivo para alegrarse, pero Jim estaba agotado. No tenía fuerzas ni para regodearse.
Las chicas se fueron a la cocina para preparar la cena. Era una decisión que no podía rebatir. En la entrada vio la parte de arriba del biquini de lunares de Alzbeta colgada del perchero sobre su chaqueta de cuero. Las dos prendas yacían cómodamente la una junto a la otra, en una muestra de intimidad. ¿Sería un presagio?
No sabía qué hacer. Bueno, en realidad sí lo sabía. Le dolía tanto el cuello que apenas podía mover la cabeza. El sofá no era más que un instrumento de tortura ingeniosamente disimulado. Cuando chocó por segunda vez con una butaca (había perdido la capacidad de orientarse correctamente por una habitación), dijo para sus adentros: tienes que ligarte a Alzbeta.
La loa que había dirigido a las piernas de la muchacha con fines indagatorios no había logrado arrancarle ninguna señal de ánimo que él pudiera identificar. Su elogio había sido sincero; Alzbeta debía de tener las piernas más bonitas de la playa. Curiosamente, aunque su experiencia con las mujeres era un asunto sobre el que prefería que no le preguntaran, Jim gustaba a las chicas más descocadas. Las mujeres que se enfrentaban cara a cara con las vicisitudes de la vida, las que eran capaces de romper una nuez con el coño, las que hacían dedo a solas en el sur de Francia, veían algo en él. Ojalá supiera de qué se trataba. Muchas veces había estado a punto de preguntarlo, pero al final no lo había hecho por miedo a que la pregunta pusiese de manifiesto que no sabía qué era lo que supuestamente tenía y que la razón de que no supiera qué era fuese que en el fondo no tenía nada.
Lo que quería en realidad era una cama grande y cómoda con sábanas limpias. Pero ya podía ir quitándoselo de la cabeza.
—¿Por qué no jugamos a algo para beber? —preguntó Ralph, quien, asombrosamente, estaba casi sobrio.
—Porque no somos unos alcohólicos, Ralph —le soltó Hugo mientras vaciaba los ceniceros.
Jim se daba cuenta de que Hugo estaba pensando en su despacho. Cinco días más y volvería a tomar las riendas. Volvería a manejar cifras, a dejar de comer por el exceso de trabajo, a soportar comidas de dos platos más postre con aburridos japoneses trajeados que ni siquiera con dos semanas de preparación eran capaces de inventarse algo divertido que decir. Volvería a arrastrarse hasta casa con las fuerzas justas para lavarse y meterse en la cama, y a hacer la compra semanal durante el fin de semana. Pero Jim estaría de vuelta antes, probablemente sin japoneses, evidentemente sin dinero y, por supuesto, deprimido.
Al final el dinero era el gran opiáceo, un medio que al menos servía para aislarse. Jim se imaginó a Hugo jubilado, comiendo en buenos restaurantes, refunfuñando por el mal servicio, con buenos médicos a su disposición, consultando cada mañana los tipos de interés de sus ahorros, buscando ofertas en la sección de vinos de los supermercados e invirtiendo modestamente en bienes culturales, arte o antigüedades para tener algo de lo que hablar en las fiestas. Si seguía vivo al cabo de treinta años, Jim sabía que sería un hombre encorvado que buscaría un golpe de suerte en las oficinas de apuestas y leería la prensa en las bibliotecas públicas para ahorrar dinero y no pasar frío. Su futuro era tan negro que recurría al infantil truco del avestruz para hacer ver que no existía.
¿Por qué no montaban una orgía en la piscina? Quizás así le parecería que merecía todo la pena.
Su contribución a las tareas domésticas fue llevar los cubiertos a la mesa que habían sacado al jardín y comprobar si tenían sillas suficientes. Derek se había puesto a cocinar sin decir palabra, aparentemente para molestar a las chicas. Mientras cocía unos huevos y perpetraba algo parecido a una salsa de curry, Katerina, Alzbeta y él anduvieron evitándose por la cocina con evidentes muestras de mal humor. Luego vieron cómo montaba una mesa de picnic a poca distancia de la suya, ponía sus cubiertos y su servilleta, y se sentaba a comer de espaldas a ellos, contemplando con languidez la flora que tenía delante como si se encontrara completamente solo.
De primero comieron gambas frescas con mayonesa; y de segundo, unos suculentos riñones de ternera con virutas de beicon crujiente y una rúcula maravillosa. Mientras tanto, Derek seguía mastica que te mastica sentado a la mesa de los disidentes.
Daba gusto ver que a nadie le importaba lo más mínimo la defección de Derek, y también contemplar cómo Alzbeta se metía entre pecho y espalda una cerveza tras otra. Aunque todos los hombres aspiran a arrancarle la ropa a una mujer sirviéndose de sus encantos, Jim no podía evitar ver con buenos ojos la intercesión de la vieja celestina, la cerveza, que estaba sacándole lo peor que llevaba dentro. Envalentonado por la maravillosa tarde y la deliciosa comida, Jim se entretenía eligiendo la postura en que se lo haría con Alzbeta, pues adivinaba que no tendría fuerzas ni para el primer asalto; al tragar un pedacito de beicon, por un momento notó que se detenía entre su curso natural y otro distinto.
Jim habría bebido un poco de agua para dirigirlo por el buen camino, pero esperó a que se decidiera, y el beicon se metió por donde no debía. Intentó respirar, pero no pudo. No cabía duda de que estaba ahogándose.
Vio a Ralph, ciego otra vez, y a las chicas, que estaban riéndose. Ahora sabía que lo mejor que le podía ocurrir era quedar en ridículo: o escupía ruidosamente beicon masticado a la cara de Alzbeta o se ponía a agitar los brazos como un imbécil. Lo peor sería morirse. El miedo se le coló por la puerta de atrás, pero no le sirvió de nada.
Los demás se encontraban todos cada vez más lejos. El beicon se le había atragantado hasta tal punto que ni siquiera era capaz de hacer los ruiditos de rigor. Alzbeta notó que tenía dificultades.
—Jim, ¿estás bueno?
Negó con la cabeza y se levantó para hacer un intento desesperado por salvarse. Ahora estaba emitiendo unos débiles silbidos, pero no hacía más que expulsar aire, sin que le entrara nada de oxígeno. Se fijó en la cara de Hugo, que debía de estar pensando: «Así es como se pone la gente cuando se asfixia».
Se le estaba nublando la vista y las voces de los demás sonaban demasiado lejanas para que pudiera entender lo que decían.
Notó ligeramente que lo rodeaban un par de brazos. Luego sintió que le daban una brusca sacudida y que lo levantaban, como si se encontrara de nuevo en el patio de la escuela. El pedazo de beicon volvió inofensivamente a su boca, una papilla sin importancia que había dejado de constituir un obstáculo para su futuro. Respiró y agradeció el aire como pocas veces lo había hecho.
También reparó en que Derek volvía a su mesa y seguía comiendo sus huevos con curry.
Por si no bastara con el cansancio, el fracaso y la desesperación, ahora se había ganado el desdén de los demás. Jadeó un poco más y se secó las lágrimas. Durante un rato se sintió incapaz de mirar a las chicas y se resignó a pasar la noche en el sofá. Aunque el beicon era un contratiempo que podía ocurrirle al mercenario o púgil más experimentado, se sentía bombardeado por la vergüenza y con los hombros envueltos en el manto de una masculinidad menoscabada.
Se bebió su cerveza en silencio, mientras las chicas charlaban en ruso y Hugo y Ralph hablaban de mercados, todos ellos haciendo horas extras para que se sintiera menos cohibido. Mientras recuperaba la presencia de ánimo, comprendió que el percance que había sufrido en la tráquea carecía de importancia. De pronto cayó en la cuenta de lo absurdo que era absolutamente todo; al final iban a morir todos, Hugo, Ralph, él, Katerina, Alzbeta y su hijo. No iba a librarse nadie. Ya habían llamado al asesino a sueldo, y andaba por ahí camuflado de instalación eléctrica defectuosa, grasa animal caramelizada o semáforo en rojo no respetado. Daba igual que quisiera ser una persona atractiva y que el hombre al que más odiaba acabara de hacerle eructar como si fuera un niño grande. Resultaba tan fácil cometer el error de pensar que la vida de uno era digna de atención. ¿Acababa de ver la luz o acaso se trataba de un principio de locura? De pronto supo que iba a acostarse con Alzbeta. Y tanto daba si él irradiaba o no testosterona ni si ella se había inflado de cerveza, porque le daba igual si no se enrollaban. Había dejado atrás la personalidad y todo su lastre.
Se dio cuenta de que Ralph estaba controlando el consumo de cerveza de Alzbeta con expresión de macho incorregible y reflexionando sobre el efecto del exceso de alcohol a primera hora de la mañana. Alzbeta ponía los cascos en el suelo, a su lado, e insistía en que daba mala suerte dejarlos sobre la mesa.
Ralph no tenía la menor posibilidad. Va a acostarse conmigo, pensó Jim, no sólo por mi indiferencia, sino porque soy más alto que ella. Ralph medía unos seis centímetros menos que Alzbeta, y las mujeres tenían poca paciencia con los hombres a los que podían mirar por encima del hombro. Para que se produjera la unión entre una mujer alta y un hombre bajo ella tenía que encontrarse muy sola o él tenía que ser muy famoso.
Las mujeres eran mejores que los hombres. Se aturullaban frente a las pequeñas dificultades, como las carreras en las medias, las maletas pesadas o los borrachos irlandeses en los medios de transporte público, y a Jim le habían llamado en varias ocasiones para que administrara justicia a ratones y arañas. Pero, cuando las cosas se ponían feas de verdad, mostraban una calma digna de admiración. Cuando se trataba del sufrimiento, el dolor o una larga agonía, parecían imperturbables soldados de caballería.
Ralph, Hugo y Katerina desaparecieron en la cocina con los platos sucios, donde se enredaron en una discusión sobre el funcionamiento de una licuadora. Derek se había ido paseando discretamente hacia el fondo del jardín, atraído por la creciente oscuridad. Alzbeta se bebió otra botella de cerveza. La invitación vino de ella.
—¿En Inglaterra las mujeres deber dar primer paso?
—No siempre —respondió él, al tiempo que estiraba el brazo y le tocaba el lóbulo derecho. Aquel roce fue suficiente para ponerle a cien. No estaba tan maltrecho después de todo.
Le acarició el pelo. Uno podía perder la noción del tiempo sólo con los prolegómenos.
—¿Vamos arriba?
Cuando subieron, Hugo se quedó mirándolos con la boca abierta como queriendo decir: Joder, qué rapidez. Evidentemente, pensaba que todo había ocurrido gracias a las artes de Jim.
Jim se detuvo un momento para fijarse en la cama. Qué maravilla: las sábanas se encontraban completamente abiertas y el colchón les aguardaba. ¿Qué hacían allí? ¿Qué quería ella? ¿Un billete para Inglaterra? ¿Un padre para su hijo? ¿Aliviar la soledad? ¿Un rollo de una noche? Sus conjeturas concluyeron cuando Alzbeta se quitó el top y apagó la luz.
—¿Eres reconsciente, Jim? —le preguntó.
La besó. Tenía la lengua pequeña y nerviosa, nada excitante.
Alzbeta levantó las piernas para que pudiera quitarle las bragas. En cierto sentido, desprenderse de la última prenda era siempre estimulante y decepcionante al mismo tiempo. Tras la última capitulación textil, resultaba todo tan conocido: los rozamientos y los revolcones y, tarde o temprano, los cabreos y las lágrimas. Su actitud le dejó consternado. ¿Por qué tenía semejante nubarrón en el cerebro?
—Morder —pidió Alzbeta. Jim lo hizo—. Morder más fuerte —exigió. Jim volvió a hacerlo. Alzbeta puso los ojos en blanco—. ¡Más fuerte!
Jim obedeció a regañadientes, temeroso de hacerle sangre. A él no le producía el menor efecto; era como roer una butaca.
La ventana estaba abierta; habían puesto una tela metálica para que no entraran insectos. Justo debajo de la habitación, oyó que Hugo le decía a Katerina:
—Acaban de irse arriba.
Ya no podía seguir retrasándolo. La hizo ponerse a cuatro patas y empezó a tirársela a un ritmo que hubiera podido interpretarse como propio del apasionamiento. El siglo en que vivía había contribuido a aquella unión: habían muerto millones de personas para que la historia le permitiera a él montarse encima de aquella mujer tan estupenda. Hizo un esfuerzo por sentirse agradecido y abrumado. Lo intentó durante unos minutos, pero entonces se dio cuenta de que ya no quería ni podía seguir haciéndolo.
Alzbeta le gustaba, pero ni la quería ni sabía si llegaría a quererla nunca. Tenía miedo de no volver a querer a nadie nunca más. Se separó de ella con la suavidad de una gota de lluvia, preguntándose cuánto le molestaría.
—Perdona.
La verdad era un asco; por eso existían la religión, las novelas rosa y el fútbol. Uno nunca veía la verdad anunciada en ninguna parte: estás solo y lo estarás siempre hagas lo que hagas. ¿Por qué no ponían eso en las vallas publicitarias? Porque, si uno lo sabía, era consciente de que no valía la pena contárselo a nadie. Mejor mantener la boca cerrada.
A Jim le hubiera gustado dormirse para disimular. Pero Alzbeta tenía otros planes.
—Esto es más mejor.
Un telón de pelo descendió sobre su entrepierna. La boca de Alzbeta se hizo con su polla y empezó a trajinársela con todas las de la ley. Igual sólo quería ser amable, pensó Jim. Pero Alzbeta seguía moviéndose como un émbolo, lo que le hizo abrigar sospechas. Algo no encajaba. Las mujeres no hacían eso. Era lo que uno siempre deseaba, pero no lo hacían. No de una manera tan implacable. Alzbeta lograba que en cada movimiento se notara el peso de todo su cuerpo.
Mira que tener a una mujer joven y atractiva deslizando con entusiasmo un kilómetro de boca a lo largo de su polla cuando él no lo deseaba… ¿No iba a cansarse nunca? ¿Ni a aburrirse? Movía la cabeza sin titubear, controlaba la respiración, su postura era relajada, su concentración perfecta. No estaba cansándose, ni aburriéndose. Estaba esperándole. Jim se dio cuenta de que, tras semejante comportamiento, sería de lo más grosero no eyacular a lo grande. Lamentablemente, resultaba tan excitante como ver cómo se lo hacían a otro. Qué va, ni siquiera eso. No era excitante en absoluto. Producía un ligero placer, como estar metido en agua templada. Por desgracia, la cama tenía más atractivo que Alzbeta. A pesar de su entrega, notó que el sueño iba apoderándose de él. Rebuscó en el cajón de las fantasías, contento porque nadie se enteraría jamás de qué estímulo había utilizado en su esfuerzo por correrse.
Alzbeta se ocupó diligentemente del último chorro y luego se fue a todo correr al cuarto de baño, donde sus gárgaras compitieron con el ruido del agua del grifo y luego con el trémulo alarido que soltó Katerina en el jardín.
Fue un alarido que nadie quiere oír, un alarido que cualquier persona, cualquier animal comprende: el alarido que se da cuando la vida aprieta demasiado.