En 1954, al acabar el curso académico y mientras rellenaba el acta burocrática que, en el registro de clase, es la crónica (apenas una columna para todo el mes, y se trata, como todas las actas burocráticas, de un informe que siempre termina con un todo va bien), se me ocurrió la idea de escribir una crónica más verídica del curso escolar que estaba a punto de acabar. La escribí en pocos días; alguna página en la escuela, mientras los chicos dibujaban o resolvían algún problema de aritmética. Tenía un quinto curso de básica con niños que hacía tres años que iban conmigo: me querían mucho y yo también a ellos. Cuando vuelvo a mi pueblo a veces me los encuentro; ya han hecho la mili, los hay que se han casado, pero la mayoría son emigrantes y sólo vienen por Navidad o en verano. Uno me ha escrito desde Canadá diciendo que ha leído un libro mío.
En otoño llevé el manuscrito a Calvino. Lo leyó y le gustó, pero era demasiado corto para un gettone[1], y lo pasó a la revista Nuovi Argomenti. Las Crónicas escolares se publicaron en el número 12 de dicha revista, correspondiente a enero-febrero de 1955.
Hallándome en Bari en el momento en que salió el número de Nuovi Argomenti, Vito Laterza me pidió que escribiera todo un libro sobre la vida de un pueblo siciliano. Tommaso y Vittore Fiore me animaron a intentarlo. Meses más tarde, mandé a Vito Laterza algunas páginas. Me lo restituyó con buenos consejos. Y de esta manera, antes de que el año terminara, el libro estaba acabado. Faltaba el título, qué encontró el editor, con gran acierto.
Esta es, en síntesis, la historia de Las parroquias de Regalpetra. Debo añadir que el nombre del pueblo, Regalpetra, obedece a dos razones: la primera es que en los antiguos papeles, Racalmuto (pueblo al que se refieren, en parte, las crónicas) aparece como Regalmuto; la segunda, que quería de alguna manera rendir homenaje a Niño Savarese, autor de los Fatti di Petra. Quizás a muchos les extrañe esta última razón, pero, aparte del interés que siempre he tenido por la obra de Savarese, especialmente en lo referente a los mitos y las historias de la tierra siciliana, tengo que confesar que aprendí a escribir leyendo a los escritores «rondisti»: Savarese, Cecchi, Barilla. Pese a que mis tendencias han madurado en otra dirección, quedan en lo más íntimo de mi persona las huellas de este ejercicio. Pasolini, hablando de Las parroquias, observaba con agudeza que «la investigación de documentos y la denuncia se concretan en formas hipotácticas, aunque sencillas y lúcidas, formas que no sólo ordenan racionalmente el mundo cognoscible (y hasta aquí se observa la exigencia marxista de lo nacional-popular), sino también exquisitamente, sobreviviendo en este tipo de ensayismo la forma estilística de la prosa artística». Opinión que quizá sería mejor aplicar a un libro como El archivo de Egipto. Sin embargo, quiero declarar que al haber empezado a publicar después de los treinta años, o sea después de realizar en privado todos los posibles ejercicios de latín que se imponían a los de mi generación, desde entonces no he tenido otros problemas de expresión o de forma que los derivados de la necesidad de ordenar de modo racional lo conocido más que lo cognoscible y de documentar y contar con buena técnica (por lo que, por ejemplo, me interesa más seguir la evolución de la novela policíaca que el recorrido de las teorías estéticas).
Se ha dicho que en Las parroquias de Regalpetra están todos los temas que luego he desarrollado de distintas maneras en otros libros. Y lo he dicho yo mismo. En este sentido, aquel crítico que de Las parroquias llegó a la conclusión de que yo sería uno de los autores que escriben un solo libro y luego callan (y si no callan peor para ellos) tenía razón; pero se equivocó, y mucho, al no ver que en el libro había un cierto fondo cultural que, incluso a falta de otras cosas, hubiera bastado para impulsarme a escribir otras obras. En efecto, todos mis libros constituyen uno solo. Un libro sobre Sicilia que toca los puntos más dolorosos del pasado y el presente y que gira en torno a la historia de una continua derrota de la razón y de quienes se han visto afectados y destruidos por esta derrota. Algún crítico ha confundido (quién sabe por qué) a estas víctimas y personajes con personajes «positivos», de obediencia estalinista, por así decirlo. Error bastante grave, diría yo. Pero la presente nota no quiere rebatir juicios ni corregir interpretaciones; sólo pretende justificar la reedición, después de diez años y en una colección destinada al gran público, de Las parroquias (que no sería capaz de reeditar si lo hubiese escrito bajo el imperativo del denominado realismo socialista o de alguna otra idea al uso) y justificar, asimismo, la reedición de Muerte del Inquisidor, un ensayo, o narración, como se le quiera llamar, cuya realidad histórica es tres siglos anterior a la que se refleja en Las parroquias.
Diré, en primer lugar, que este ensayo o narración de un hecho y un personaje casi olvidados de la historia siciliana es el que más aprecio de todos mis escritos, el único que releo y sobre el que aún me devano los sesos. La razón de ello es que es un libro no terminado, que no terminaré nunca, y que siempre siento la tentación de volver a escribir, pero que no volveré a escribir a la espera de descubrir todavía algo: un nuevo documento, una nueva revelación que surja de los documentos que ya conozco, algún indicio que tal vez descubra entre sueño y vigilia, como le ocurre al Maigret de Simenon cuando tiene una investigación entre manos. Pero al margen de esta pasión por el misterio no desvelado y que aún no he logrado desvelar, está también el vacío de desconfianza, irritación y rencor que provocó la aparición del libro. El año pasado, en España, buscando obras de Azaña y sobre la Inquisición en las librerías de lance, observé que los libreros no se inmutaban cuando les pedía libros del último presidente de la República, pero se ponían nerviosos si se les preguntaba por libros sobre la Inquisición. En Barcelona, un librero me confió que ahora ya no era peligroso vender libros sobre la República o de personalidades como Azaña (además, en todos los escaparates de las librerías se veían El capital y la traducción de las cartas de Gramsci), pero en lo referente a la Inquisición había que ir con cautela. Y, al parecer, por lo que a la inquisición (con i minúscula) se refiere, hay que ir con cuidado en Italia y en todas parte donde haya personas e instituciones con la cola de paja y el carbón mojado, expresiones muy adecuadas para las bonitas hogueras de aquella época. Me viene a la memoria aquel fragmento de Los novios en el que el sacristán, incitado por don Abondio, empieza a tocar a rebato la campana y a cada uno de los bribones que estaban escondidos en casa de Lucía le «pareció oír en aquellos toques su nombre, apellido y apodo». Lo mismo ocurre cuando se toca la Inquisición: muchos señores oyen llamar su nombre, apellido y número de carnet del partido al que están inscritos. Como es obvio, no sólo hablo de señores católicos. La humanidad ha sufrido y sigue sufriendo otras inquisiciones, de manera, que, como dice el polaco Stanislaw Jerzy Lee, la prudencia quiere que no se mente la soga ni en casa del ahorcado ni en la del verdugo.
El efecto que Muerte del Inquisidor ha provocado en estos señores, la suficiencia con la que han hablado o callado con respecto al libro, es el otro motivo por el que me siento tan apegado a él. En cuanto al hecho de publicarlo junto con Las parroquias, la justificación es que se trata, a fin de cuentas, de una «noticia» referente al mismo pueblo, de una época un poco distante en el tiempo pero no mucho, a pesar de todo, en cuanto a las condiciones de vida. En efecto, no es raro que para publicar Muerte del Inquisidor volviera al editor Laterza, casi como si se tratara de un apéndice o complemento de mi primer libro.
Sólo cabe añadir que he hecho alguna corrección en Muerte del Inquisidor, aprovechando las sugerencias que generosamente me ha brindado algún lector, y he añadido en una nota un artículo sobre un reciente hallazgo en el palermitano palacio Steri, que fue sede de la Inquisición. No he cambiado nada de Las parroquias, entre otras cosas porque no tenía ninguna razón, ni subjetiva ni objetiva, para hacerlo. Lo cual, subjetivamente, puede ser una presunción, pero objetivamente, dada la inalterada realidad del pueblo, es una tragedia.
L. S., 1967