Los obreros de las salinas

La noche del 12 de mayo de este año, después de haber escuchado por la radio el mensaje del presidente Gronchi, dejé el círculo un poco trastornado por el hecho de que todos estuvieran de acuerdo con él, monárquicos y democratacristianos que horas antes ponían otra cara. Mi única defensa aquí es no estar de acuerdo. Hace unos meses, hablando con La Cava, que vive en un pueblo de Calabria, un pueblo muy parecido al mío, del que no sueña más que en huir, le decía:

—Mientras en tu pueblo te sigan considerando un pobre hombre, puedes estar tranquilo; pero cuando empiecen a considerarte un hombre inteligente entonces huye.

Tenía miedo, sin embargo, de herirle con este mensaje. Por suerte, don Carmelo Mormino, que estaba a punto de salir, me dijo confidencialmente tirándome de la manga:

—Sí, todos están muy contentos; no entienden nada; este hombre sudará tinta negra como la sepia.

De esta manera, reconfortado en lo tocante al presidente Gronchi, me fui hacia casa. La plaza estaba bañada de esa luz que les da a las personas un no sé qué de lejana melancolía, como de una identidad perdida; las únicas luces encendidas eran las del balcón de los fascistas, una llama de lámparas tricolores y las del palco de los comunistas; señal de que ambos partidos celebrarían sendos mítines. En el fondo de la avenida, delante de la iglesia de la Matriz, vi que la multitud se agrupaba. Me acerqué. Se hablaba de una desgracia mortal que había ocurrido en la salina Fontanella, alguien había traído la noticia y ahora la multitud se apiñaba con ansiedad. Dos hombres habían quedado sepultados en un desprendimiento, decíase que uno estaba muerto, o tal vez eran dos los muertos, o un muerto y dos heridos, no se podía decir nada con precisión antes de abrir la galería. Llegaban noticias confusas, desmentidas y confirmadas al mismo tiempo. Los carabinieri se dirigieron al lugar del siniestro junto con el secretario de la DC. Los obreros de las salinas que no estaban trabajando corrieron a echar una mano. Más tarde se supo que sólo había habido un muerto; se había desplomado de golpe una galería sepultándolo bajo los escombros, para sacarlo habían hecho estallar cartuchos de dinamita, lo encontraron tieso como un poste; la muerte había sido instantánea. Al decir de los viejos, no era común que esto ocurriera en las salinas; en las minas de azufre se dan a menudo accidentes de este tipo, pero en las salinas muy raras veces. Pocos días antes del trágico accidente, uno de las salinas me decía que en la azufrera la caída de una galería, o de una masa de material que se desprende de las paredes, se anuncia una fracción de segundo antes del desplome, con un ruido como de una desgarradura violenta, y algunos logran ponerse a salvo, pero en las salinas el peligro es silencioso, aunque no mortal como en la azufrera. Normalmente se desprenden pequeñas piedras de sal y los accidentes son diarios.

A la mañana siguiente, el minero muerto tuvo un funeral con música, coronas y autoridades. Un señor me decía:

—No cabe duda de que los tiempos han cambiado. Hace treinta años una muerte como ésta no impresionaba a nadie, como si hubiera muerto un perro.

Sí, tiempos mejores corren para los mineros de las salinas, al menos cuando están muertos su condición es mejor, pero no diría lo mismo mientras viven. El hombre al que acompañaban al cementerio con banda y coronas ganaba seiscientas liras al día, tenía esposa y un hijo y terminaba sus días de esta manera, por ganar seiscientas liras en una jornada de doce horas. Lo metieron en un bonito ataúd: reluciente, de forma aerodinámica, el mejor que había; los patronos no habían reparado en gastos. Un minero nos decía, a mí y al secretario de la DC que, juntos, acompañábamos al muerto al cementerio:

—Hace quince años que trabajábamos juntos en la misma salina y ayer por la noche lo saqué muerto: ¿os dais cuenta de qué manera tenemos que pagar el pan?

—No me hables, esta noche no he podido pegar ojo —decía el secretario de la DC.

Durante ese día un loco había apuñalado a sus hermanas y, mientras seguía el cortejo fúnebre del minero encerrado en su ataúd reluciente, el profesor G., fascista democratacristiano, explicaba que estas dos desgracias había que atribuirlas a las aciagas influencias del mes de mayo. Sabido es que mayo es un mes climatérico, hay que ir al tanto con él, de hecho nadie se casa en ese mes porque siempre trae mala suerte. Le pregunté al profesor G. si había nacido en mayo.

—No, en agosto —contestó. Lo cual fue suficiente para reconciliarme con mayo.

Detrás del ataúd que los amigos transportaban a hombros, iba la viuda; de cara pequeña y pálida. Llevada casi por las mujeres que tenía al lado, ni siquiera le quedaban fuerzas para llorar; una mujer lloraba al muerto con palabras provenientes de una oscura y antigua poesía del dolor:

—Columna de oro, lirio —le llamaba.

El padre del muerto, un anciano, llevaba la cabeza envuelta en un mantón; así cegado, gañía su angustia.

Los franceses Gerville y Mathieu, al entrar en una cantera de sal del África ecuatorial, sienten como si hubieran caído en un «centro de horror», en el «lugar geométrico de la soledad», en la «capital de la nada»; sin embargo, yo no he tenido este tipo de sensaciones en las salinas, y no creo que sean muy distintas a las del África ecuatorial. Tal vez Gerville y Mathieu hagan un poco de literatura. También José Altimir Bolva, que lo sabe todo acerca de la sal, incluida la de Regalpetra y trabaja en una obra monumental, La sal en el mundo[8] que se publica en Madrid al servicio de la industria salinera, se desliza por los terrenos de la literatura; pese a servir a la industria salinera, don José se deja tentar por la literatura, en un momento dado prorrumpe en una oración a la sal, que a uno le parece estar leyendo una parodia de D’Ors.

Pienso que esta vena literaria sobre las salinas halla su origen en las impresiones que algunos viajeros sacaron de aquellas salinas africanas en las que trabajaban los esclavos, tratados como bestias y cubiertos de úlceras que, poco a poco, gracias a la acción de la sal, se iban gangrenando. La salina en sí no es terrorífica; en verano, cuando uno entra en ella, tiene una sensación de agradable frescor; en invierno el aire es húmedo pero no helado, la sensación de frío deriva de las paredes pulidas y relucientes por el agua. Veamos una descripción técnica de la salina.

El lugar de trabajo está constituido por canteras cubiertas, excavadas a distintas alturas, de las que se extrae el mineral. Se accede a la cantera por medio de una galería normal cuya amplitud y largo son variables. Hay otras embocaduras al mismo nivel y a un nivel superior. Y aun otras a nivel inferior a fin de lograr una cierta ventilación de la cantera. La cantera en sí está formada por una vasta gruta, de cuyas paredes se extrae el mineral, formándose, por el proceso de extracción, naves y pilares. Los frentes de avance, o sea donde se efectúa el rompimiento del mineral, se orientan según las vetas, que a veces superan los sesenta metros de espesor. Durante la operación de rompimiento se produce un polvo que llena todo el ambiente. Casi siempre chorrea agua por las paredes. La extracción del mineral es realizada mediante la explosión de barrenos colocados en agujeros o surcos con perforadores electrónicos, o a pico y pala; y el gas de las explosiones invade también la cantera. La carga del material se hace a mano o con palas. Por lo común, las galerías de acceso son muy amplias para evitar el empleo de vagonetas «decauville», los camiones transportan directamente la sal de los puntos de excavación a los depósitos y a los molinos.

—Si aquí hubiera lámparas como en la iglesia —me decía uno que trabajaba en las salinas— estaríamos como en una sala encantada, donde el pueblo entero podría bailar.

Con las pocas lámparas que cuelgan de los hilos como naranjas de las zarzas del pesebre, una luz anaranjada que baila adormecida al son de la explosión de los barrenos, la salina da la sensación de una fragua clandestina, como si los hombres que trabajan en ella conspiraran para hacer saltar el mundo desde sus entrañas. Pero cuando alguien enciende una antorcha, el deslumbrante candor de las paredes y la bóveda, el juego de los rayos de luz y las refracciones, crean realmente una gruta fantástica. A menudo, los mineros, encuentran, en agujeros excavados por misteriosas filtraciones de agua, cristales de sal en forma de espigas, estrellas y agujas fragilísimas, entonces los envuelven con delicadeza y los llevan a casa para decorar el canterano, entre las tazas de café doradas que aún no se han usado desde el día de la boda, a los pies de una estatuilla de la Virgen o de un santo: el brillante se hará opaco con el polvo en el canterano; o bien se lo regalan a algún señor, que lo pondrá en el escritorio como pisapapeles.

Las pocas lámparas no llegan a los lugares donde se trabaja mediante perforadoras y minas. Para avanzar, los picadores se afanan a la luz del acetileno: perforan, meten en el agujero los cartuchos de explosivo (por economía, los fabrican allí mismo, con papel de periódico), ponen la mecha y, luego, mientras el gusano del fuego va hacia el agujero, se alejan corriendo. Las explosiones se pierden, opacas, en la amplitud de la gruta. El camión se acerca marcha atrás al lugar donde ha caído el material, los peones empiezan a cargar a mano las piedras grandes, y con la pala el pedrisco.

El fenómeno del nistagma es frecuente entre los obreros de las salinas. Hay distintas hipótesis sobre esta enfermedad: unos la atribuyen a la deficiente iluminación de los lugares de trabajo, otros a la intoxicación aguda y crónica de gas y otros aun a la posición anormal del cuerpo durante el trabajo; y las tres causas se dan en la salina, pero al parecer es decisiva la primera hipótesis. El nistagma consiste en «una serie de oscilaciones rítmicas de los globos oculares»; el de los obreros de la salinas «horizontal» y de tipo preferentemente «dinámico»; es como cuando a las muñecas se les estropea el mecanismo que les hace abrir y cerrar los ojos, aquel fragmento de plomo que según la posición de la muñeca provoca el movimiento de los ojos; uno siente como si el ojo estuviera colgando de un hilo, me dicen.

No existe una literatura sobre la patología de los trabajadores de la sal gema. Se ha estudiado la acción irritante de la sal y los fenómenos de debilidad que provoca en los trabajadores de los puertos mediterráneos que se dedican a la carga y descarga de sal, en los saladores islandeses, etc.; nada más. Los diagnósticos clínicos y los análisis de laboratorio que antes he citado se deben a un joven médico de Racalmuto (pueblo cuyo territorio limita con el de Regalpetra y que también tiene abundantes salinas), el doctor Niccoló La Rocca, que bajo la dirección del profesor Fradá, profesor de medicina del trabajo en la Universidad de Palermo, ha desarrollado una interesante tesis. El doctor La Rocca ha examinado un grupo de cincuenta y cuatro trabajadores de edades comprendidas entre los diecinueve y los sesenta años, que efectúan distintos trabajos en las canteras de sal gema durante un mínimo de un año a un máximo de veintiocho. La alimentación de estos hombres está constituida exclusivamente por hidratos de carbono: pan y cebolla cruda o pan y sarda salada, en dos comidas que efectúan en el puesto de trabajo; por la noche, en casa, una sopa a base de pasta de desecho y verduras; los macarrones, sólo el domingo. Casi todos acusan dolores reumáticos, particularmente en invierno, en los muslos, las rodillas y el lumbago; el ambiente en el que trabajan está dominado por un clima húmedo (en verano, la temperatura en la mina es de 22-24 °C con una humedad relativa del 60-65%, mientras la temperatura extrema es, por término medio, de 34 °C, con una humedad relativa del 42%) y, en lo referente a las manifestaciones reumáticas, hay que tener presente que hasta hace pocos años los trabajadores transportaban a hombros el mineral desde el lugar de extracción hasta la boca de la mina; y aún hoy, cuando se crean desniveles en el rompimiento del material, el transporte hasta los camiones se realiza a hombros. La vejez de los mineros de las salinas es un gran «dolor de huesos», como dicen ellos; a estos dolores los llaman románticos, queriendo decir reumáticos, palabra que me induce a consideraciones surrealistas. Me imagino a los doloridos románticos que abundan en la provincia, románticos que están entre Werther y el festival de San Remo, magullados por el dolor de huesos de los mineros. Cuando a éstos les llega el retiro (cinco mil liras al mes), se pasan todo el día al sol, pensando que tal vez el sol pueda secar los huesos de toda la humedad que han absorbido en la salina; sin embargo, todas las noches los huesos vuelven a pesar.

A causa de los dolores reumáticos, los mineros pierden en un año de seis a diez días de trabajo cada uno, lo cual no supone una incidencia muy elevada, pero hay que considerar que un minero no pierde una jornada de trabajo si no cuando el dolor no le deja andar; la verdad es que quien no trabaja un día, ese día no come; enfermos y accidentados perciben doscientas liras al día. Veamos, mes tras mes, las ausencias que se han verificado este año sobre un total de ciento treinta y un obreros, por enfermedades y accidentes (la primera cifra se refiere a las enfermedades, la segunda a los accidentes):

Enero: 24, 30; febrero: 19; marzo: 45, 17; abril: 51, 48; mayo: 6, 6; junio: 27, 22; julio: 32, 40; agosto: 28, 18; setiembre: 49, 17; octubre: 124, 71; noviembre: 18, 35; diciembre: 153, 37.

Partiendo de estas cifras, no se observa ese despertar de los dolores reumáticos que tiene lugar en los meses invernales, con dolor o sin dolor, los mineros de las salinas se arrastran hasta el trabajo. Incluso cuando se accidentan no se quedan en casa más que el tiempo necesario para que el médico les ponga unos puntos. Normalmente se trata de pequeñas heridas en la cabeza, los pies y las manos. Si se trata de heridas abiertas, y no de contusiones o magulladuras, una pequeña herida requeriría la ausencia del trabajo hasta la completa cicatrización; sin embargo, a los mineros no les importa y a veces las heridas se convierten en llagas peligrosas, pero no pueden quedarse en casa si en lugar de las seiscientas liras que obtienen trabajando van a percibir, cuando Dios quiera, las doscientas ochenta liras del seguro.

Todos los mineros de las salinas padecen una extendida hiperhidrosis; incluso después de una prolongada ausencia del trabajo, cuando se le da la mano a un minero de las salinas se tiene la sensación de estar tocando una piedra mojada, no la desagradable sensación de una mano sudada, sino algo mineral, como la superficie misma de una piedra de sal. Al principio se producen, especialmente entre los cargadores, unas erupciones granillosas, que luego derivan en una maceración que levanta la piel con abrasiones y ulceraciones rodeadas de una zona inflamada y dolorosa; pero, a la larga, la formación de una defensa callosa suple de algún modo la utilización de guantes de tela plastificada, que tendrían que ser indispensables para un trabajo de este tipo.

Se ha observado que de cada veintiocho mineros, dieciocho están afectados de bronquitis, y el examen radiológico revelaba un refuerzo de la trama broncovascular, especialmente en las regiones perilaríngeas. Análisis clínicos aparte, el catarro de los mineros es como un distintivo para reconocerlos: los domingos en la plaza uno podría identificar a los mineros de las salinas por el rasposo catarro que manifiestan. A estos hechos hay que añadir «la presencia frecuente de índices de presión sanguínea por debajo de la media», que significa, en otras palabras, que estos hombres tienen la presión baja; lo cual, me aseguran, se opone a lo que hasta ahora se conocía sobre la acción del cloruro de sodio y, por consiguiente, merecería un estudio más exhaustivo.

Una vez escribí un artículo en II Popolo, democratacristiano; un artículo sobre los obreros de las salinas. Lo publicaron, pero un redactor me escribió diciéndome que su publicación había sido un acto de valor. El año pasado vino un enviado de un diario romano, le propuse las salinas, pero su periódico quería cosas divertidas, quiso saberlo todo acerca de una fiesta muy característica del pueblo, y nada sobre los obreros de las salinas. Sin embargo, un amigo, buen periodista y poeta, me preguntó por las salinas; fuimos juntos a visitarlas, tomó notas y dijo que escribiría algo, pero tal vez los periódicos pensaran que era injusto hacer caer sobre sus lectores tan deprimentes servicios. Una vez que en el Parlamento regional se citó el nombre de Regalpetra fue porque un diputado comunista acusó al gobierno de los «hechos de sangre de Regalpetra»: y la verdad es que se había vertido sangre, pero sólo unas gotas, y del dedo de un número de los carabinieri que intentaba impedir la ocupación del Ayuntamiento por parte de los braceros en huelga. En lo referente a los mineros de las salinas, nadie ha creído su deber el tomar la palabra, ni siquiera los que conocen la situación, y hacen promesas y consiguen votos. Una vez vino al círculo de los mineros un diputado nacional, escuchó a los obreros de las salinas contar sus miserias y el honorable cerraba los ojos como si increíbles sufrimientos le torturaran, por último le dio una patada a la mesa diciendo que por Dios, había que hacer algo; de la mesa cayó una lámpara que quedó hecha pedazos, el honorable prometió muchas cosas y los mineros tuvieron que comprar una lámpara nueva. En fin, nadie quiere saber nada de ellos, ni periodistas, ni partidos, ni sindicatos. Si los mineros de las minas de azufre hacen huelga, el seguro les protege, el ECA se pone en movimiento, viene gente de fuera para entrevistarles y fotografiarles, el gobierno civil saca dinero y envía telegramas; pero la huelga de los obreros de las salinas terminaría en una huelga de hambre, nadie pensaría en ellos, los patronos resistirían durante meses; hubo un intento de paro hace unos años del que no se obtuvo nada positivo.

Los obreros, picadores y cargadores, trabajan a destajo: un picador percibe seiscientas liras por cada camión de sal que extrae, un camión deberían ser siete toneladas, pero en realidad son diez; un solo picador, para romper todo un camión de material, emplea desde las seis de la mañana hasta las seis de la tarde; los cargadores, en grupos de cinco, perciben seiscientas liras por camión, de las salinas a la estación o al molino, carga y descarga; no hacen más de cinco camiones al día, o sea que también éstos ganan seiscientas liras al día.

En lo referente a la mano de obra, un kilo de sal, extracción y transporte hasta el vagón de mercancía que lleva el mineral al norte o al mar de Puerto Empédocles, le cuesta al industrial de doce a quince céntimos; añadiendo los gastos de transporte, energía eléctrica, seguro e impuestos (y es difícil echar una mirada a estas misteriosas cosas), no creo que un kilo de sal les cueste a los industriales más de una lira.

Cuando el barco zarpa de la estación marítima y empieza a dirigirse hacia Villa, agentes de policía y de aduanas con la golilla baja entran en los camarotes, preguntan a los viajeros qué llevan en las maletas, las levantan con la mano para comprobar el peso y hacen abrir alguna; luego, en los camarotes de primera y segunda clase, palpan el tapizado de los asientos para ver si han escondido algo en su interior. Por lo general, los viajeros no logran averiguar las razones de tan meticulosa búsqueda, no comprenden qué se puede llevar de contrabando de Sicilia y piensan que, en el barco, el Estado pretende hacerles a sus ciudadanos una demostración de sus gratuitos arabescos de inquisición y control. Sin embargo, los agentes buscan sal. Una vez vi aparecer dos grandes piedras de sal debajo de un tapizado que acababa de levantar un agente. El policía nos contó que en Messina, antes de que el tren baje del barco, los contrabandistas (pobres contrabandistas de unos kilos de sal, pobres como los hombres que extraen la sal de la tierra) esconden la sal dentro de los asientos. Si les sale bien, en Villa la sacan; si los agentes la encuentran, sólo se corre el peligro de perder la sal, mientras ellos están en el pasillo y siguen con indiferencia las operaciones de búsqueda. Es la técnica de costumbre, las cosas de contrabando son siempre res nullius cuando las descubren los policías. Esto es lo que nos contó el policía a nosotros, viajeros no sospechosos; si hubiesen sabido que en mi pueblo la sal no se compra quizá me hubieran dirigido alguna mirada suspicaz.

Hay gente, que se paga el pasaje del barco, o gana algo, llevando un poco de sal de Sicilia a Calabria (o más allá, a Roma). También en Sicilia, en las ciudades y en ciertos pueblos, la sal molida se paga a 300 o 700 liras el kilo; y si uno piensa que un picador vale seis céntimos en cada kilo de sal, y otros seis el cargador, la desproporción no puede ser sino enorme. Sin embargo, si uno habla con los industriales de la sal de Regalpetra, parece que continúen sacando sal por amor al prójimo, pues no ganan nada; «tal el agujero, tal el tapón», como reza un refrán: todo lo que ganan lo pagan hasta el último céntimo. Si les hacéis ver que a pocos kilómetros de Regalpetra, en Cattolica Eraclea y en Camerata, los obreros de las salinas están mejor pagados, y según los contratos nacionales, os contestan que ellos compiten con los industriales de otras zonas y no lograrían sobrevivir si homologaran los contratos de sus obreros con los que rigen a escala nacional. O sea que, el minero es el que paga el precio de la competencia. Pero es inútil preguntarles el porqué de este juego de competencias, y cuáles son los motivos que impiden la formación de un consorcio; quizás ni siquiera entre los industriales de Regalpetra se entiendan, por esa especie de tosca anarquía que hace imposible la vida del Consejo municipal, que troncha cualquier tipo de iniciativa comunitaria y crea conflictos en el mismo seno de la comunidad familiar cuando entra en juego el interés. En estos casos, la ley tendría que intervenir; y si no hay leyes buenas para proteger a las trescientas familias de Regalpetra que viven del trabajo en las salinas, sería preciso que los que las hacen pensaran en una apropiada.

El industrial de la sal es, por lo común, un nuevo rico. Hasta hace pocos años trabajaba con pico y pala o hacía pequeños negocios, pero siempre tentando a la suerte, con menos ventura pero con igual obstinación que el tipo que los americanos llaman prospector. En nuestras tierras hay gente que lleva la especulación minera en la sangre. En una época, todo aquel que se aventuraba con el azufre se hacía rico, luego vinieron las caídas y las miserias; aquellos que, durante la posguerra, la última posguerra, probaron hacer fortuna con la sal, amasaron una riqueza más sólida.

La salina no presenta los mismos riesgos financieros que la azufrera, no requiere instalaciones ni técnicos costosísimos: se empieza a rascar la falda de una colina y la sal está lista para dar sabor a la comida de los hombres. Basta con llegar antes que otro a las oficinas del Cuerpo de Minas, como en una película del Oeste; aunque la verdad es que el Estado italiano no es el de California, hay que esperar más para que llegue la concesión. Pero hay tipos que en todas partes hacen su pequeña California: toman la concesión y venga a cavar sal, gracias a la concesión trazan carreteras sobre las otras propiedades, revientan colinas, y los intestinos de los propietarios se retuercen de rabia como cuerdas de guitarra.

En el seno de la media y gran burguesía italiana es frecuente hallar al hombre que se ha hecho a sí mismo y es un tipo de una pieza, un autodidacta de la riqueza; y así como el autodidacta propiamente dicho se halla en una posición irregular, en una especie de tierra de nadie entre la ignorancia y la cultura, aquel otro se encuentra entre el mundo de la pobreza y el de la riqueza: habla como un rico y actúa como un pobre, desprecia a los ricos que no han conocido la pobreza y a los pobres que no saben hacerse ricos, deja a los parientes pobres y no sabe encontrar parientes ricos. Esta condición de soledad alimenta violencia y egocéntrico furor: el hombre rico asume todas las características del delincuente, considera que la ley es impotente frente al dinero y que los pobres, a causa de su misma pobreza, se han convertido en personas viles y corrompidas. Es un delincuente armado de negros pensamientos:

—A los obreros, cuanto mejor los tratas peor. La gente se siente demasiado bien como para trabajar. Enemistarse conmigo es como tirar un botijo contra una pared. La miseria no es más que ineptitud. No es cierto que haya miseria, el domingo no se puede ir al cine de la cantidad de gente que hay… —y etc., negros pensamientos sobre los cuales baila una fatua llamita tricolor.

En los momentos más álgidos de la demanda, en las salinas trabajan unos 400 obreros, luego una imprevista contracción del mercado, debida sin duda alguna al juego de la competencia, deja sin trabajo a más de la mitad. Hay períodos en que sólo trabaja un centenar de hombres; los parados buscan trabajo en el campo, creando malestar entre los braceros. El progreso no ha supuesto ningún beneficio para los mineros de las salinas; antes hacían falta cuatro hombres para trabajar a pico y pala, en la actualidad uno solo con la perforadora eléctrica hace el trabajo de todos ellos. Gracias al progreso —los camiones de diez toneladas que van de las salinas a la estación— ha desaparecido una categoría de trabajadores que realizaban por contrato el transporte de la sal y el azufre; hileras de asnos, eran suficientes dos o tres hombres para conducirlos, llevaban la carga en la albarda, cada asno no cargaba más de un quintal; los asnos de los vurdunari (muleros, aproximadamente) atravesaban el pueblo, iban como cegados por el peso, de los largos bastones de los conductores caía un granizo de golpes. Siendo niño, yo pensaba en la fábula del burro cargado de sal que cayó al río por pararse a mirarlo y al llegar a la otra orilla se sintió ligero; y otro día que iba cargado de esponjas hizo lo mismo y se ahogó. Pero en el territorio de Regalpetra no hay ríos, la sal pesa sobre la espalda de los hombres como pesaba en las albardas de los asnos, la vida es para el trabajador de las salinas como una esponja que absorbe el agua, cada vez pesa más y lo va hundiendo hasta ahogarlo. Ya no quedan vurdunari con la pechera de cuero y el largo bastón, los camiones Arar de los campos ocuparon hace diez años el puesto de los asnos llenos de mataduras. Aquí se dice asno de vurdunari para indicar una castigada paciencia. Los asnos fueron vendidos al matadero, vagones llenos de burros se fueron hacia el norte. Ahora hay conductores, muchachos mal pagados que durante doce horas van arriba y abajo, de las salinas a la estación, por caminos llenos de polvo y barro en camiones tan deshechos que a veces salta el muerto; hombre y camión, todo hay que explotarlo hasta el máximo, hasta el aniquilamiento y la destrucción.