Se acerca el verano. En la escuela doy vueltas entre los bancos para vencer el sueño. Los chicos muertos de cansancio emborronan los ejercicios. Camino para vencer la colada de sueño que, si me siento, me llena como un molde vacío. En el turno de la tarde, durante este mes de mayo, el sueño constituye una pesada insidia. En casa no dormiría, leería algún libro o escribiría un artículo o alguna carta a los amigos. En la escuela es distinto. Atado al remo de la escuela debo seguir, seguir como en un sueño cuya pesadilla es la desesperada inmovilidad, la imposible fuga. No me gusta la escuela; y me desagradan quienes, ajenos a ella, alaban los méritos y las alegrías de dicho trabajo. No niego que en otros lugares y condiciones el oficio de maestro puede dar alguna que otra satisfacción. Pero aquí, en un remoto pueblo de Sicilia, entro en un aula con el mismo ánimo con que un minero baja a las oscuras galerías de la azufrera.
Treinta niños que no consiguen estar quietos, que piden la corrección manual que la ley prohíbe, y me traen alegres las varas de almendro para que las pruebe en sus espaldas; y también vienen sus madres a decirme que los enderece a palos, porque sus hijos: «Son árboles torcidos y hay que darles miedo». Y miedo debería consistir en el uso incondicional del bastón. «¡Benditas las manos!», añaden entonces refiriéndose a un maestro que repartía el pan de la ciencia con la ayuda de una vara nudosa y tenía, alto y robusto como era, una forma especial de coger a los niños por la orejas y levantarlos. A uno le dejó la oreja que parecía un higo chumbo y luego se ha hecho hombre con aquella oreja y ha emigrado a América para hacerse rico. Treinta niños que se aburren, rompen las cuchillas de afeitar al través, las clavan medio centímetro en la madera de los pupitres y las pulsan como si fueran guitarras; se intercambian obscenidades que hago como que no oigo: «¡Tu hermana, tu madre!»
Blasfeman, escupen, hacen conejos con las hojas del cuaderno, conejos que mueven sus largas orejas, temblor que se convierte en una bola de papel al oír mi súbita reprimenda. Y hacen barcos y sombreros, o colorean los dibujos de los libros utilizando de forma salvaje los colores rojo y amarillo, hasta romper la página. Se aburren, pobrecitos. Qué van a pensar en las cuentas, la gramática, las ciudades del mundo o en lo que produce Sicilia; en lo único que piensan es en comer. Apenas el bedel toque la campana saldrán corriendo para coger el tazón de aluminio; judías con caldo con unos redondeles de margarina, la metralla del «corned beef», la lonja de membrillo que envuelven con la hoja de los ejercicios para luego ir lamiendo membrillo y tinta por la calle.
El director viene dos o tres veces al año. Es un buen hombre, constantemente atribulado porque es de izquierdas y, por ello, suscita las malas atenciones de su directo superior, con las normales consecuencias del caso. Tiene debilidad por la aritmética y angustiosas preocupaciones higiénicas. El que había antes, sin embargo, sentía preferencia por la gramática italiana y su plato fuerte era una filosófica cavatina sobre el verbo ser. Este es más tranquilo. Entra y mira a los niños sentados en los pupitres viejísimos e incómodos; a los más grandecitos, que lo miran con las manos en los bolsillos, les dice que las pongan sobre la mesa:
—Si no, luego se convierte en un vicio —me dice.
Yo digo que sí. Apruebo cuanto dice. Estoy de acuerdo: la disciplina, el provecho, explicar de esta manera el 3,14, el número fijo para hallar la apotema, aquel muchacho parece un poco tocado de la cabeza, aquellos otros no se lavan. Sí, blasfeman. En las paredes de los retretes escriben cosas muy escandalosas. En la calle molestan a los viejos y a los bedeles en el atrio. Suben por los tubos de los canalones, saltan las lanzas de las verjas. Sí, todo eso hacen. Y se pelean por la comida, para decidir quién de ellos debe ir; cada día diez chicos. En realidad tienen hambre. De acuerdo: insistiré en la geografía y en que se sepan el trapecio de cabo a rabo. Les diré que se corten el pelo y se laven las piernas, las manos y las orejas: «Tan sucias que en ellas se podrían plantar habas».
Algunas veces viene también el inspector. Con gran intuición viene siempre en el momento o el día en que el director está ausente. Es evidente que no traga a esos treinta muchachos sucios y desgreñados que ni siquiera se sienten cohibidos por su presencia y siguen murmurando y peleándose entre sí. Ve la vara sobre mi mesa y seguro que se imagina un fresco de escenas de tortura. Nunca les he pegado, el bastón lo utilizo para señalar las ciudades y los ríos en el mapa. Estoy seguro, sin embargo, de que el inspector no se lo creería.
—Hay que tratarlos con dulzura —dice.
Me cuenta algo de uno de sus alumnos («porque yo he salido de la nada», me dice con orgullo):
—Era mentiroso, violento y hasta ladrón —pero él le condujo con dulce persuasión al orden y al estudio. Luego entró en la policía y fue un cotizado funcionario del Ovra.
—Sí —le digo—, la dulzura lo puede todo —y no doy a la frase ni la más leve sombra de ironía.
Cada semana viene el cura para la media hora de religión. Cada vez empieza por el principio, Adán y Eva. Los niños juegan a pulsar las cuchillas de afeitar. Alguna blasfemia zumba en el aula, pero el cura no disimula como yo. Promete el fuego eterno. Ríen y él se pone rojo de ira. Y me veo obligado a intervenir con una inútil reprehensión.
Una vez al año viene incluso monseñor. Es bajito, delgado y negro como un cabo de vela. Por un ojal desabrochado cerca del cuello se vislumbra un poco de violeta. Habla sonriendo, invita a los niños a ir a la catequesis y pregunta cuántos tienen que hacer todavía la primera comunión. La mitad, aproximadamente. Monseñor está escandalizado. Ningún niño de la clase tiene menos de doce años, y a esta edad los niños de bien hace ya mucho que la han hecho. Les pregunta a qué parroquia pertenecen. Uno de ellos dice:
—En mi iglesia estaba el cura que se escapó con la hija de Cardella.
Monseñor se queda pasmado como el portero que mira el balón fulminar la red de golpe. Es verdad, la cosa fue así. Para recomponerse, monseñor busca el reloj en su pecho y se va sonriendo:
—Alabado sea Jesucristo.
—Ahora y siempre —le responden con socarronería.
En día de precepto los llevamos a la iglesia en fila, con la bandera de la escuela al frente. Tocan un aria de Gil que reanima a muchos maestros, caminan como si las notas de Giovinezza florecieran sólo para ellos; por el aire vuelan ectoplasmas de jerarcas. Los niños, sin embargo, no saben estarse quietos en las filas, lo cual es consolador. Pasamos por la avenida y el exsecretario del partido fascista se asoma a la puerta de una barbería, mira con indignación aquella fila que se mueve como una serpiente comiéndose un pájaro. Luego, en la iglesia, se pelean para ver quién consigue los bancos más cercanos al coro, es imposible detenerlos. Monseñor exclama por el micrófono pidiendo orden y disciplina:
—Estáis en la iglesia, en la casa de Dios.
Cuando la lucha se calma, persiste un murmullo de enjambre enloquecido que acompaña la función. Llega el momento de la comunión. Me consta que unos diez muchachos no se han confesado el día anterior, y por la mañana he visto algunos que comían a dos carrillos, en el atrio de la escuela, pan con sardas saladas. Pero veo que ahora todos se levantan para ir a tomar la hostia; trató de detener a algunos, monseñor quizás se imagina que quiero sabotearle la fiesta y me dice que los deje pasar. Es inútil intentar explicar nada con el jaleo que hay: contesto a monseñor dejándoles ir. Luego, en la escuela, riño a los transgresores. Pero, a pesar de que yo me imponga un gran celo en el desarrollo del programa de religión, es curioso cómo perciben que se trata de algo ajeno a mi persona. Hacen pequeñas burlas. Reflejan la opinión de sus padres, que ni siquiera opinión puede llamarse, toda vez que no es más que un conjunto de trivialidades y anécdotas obscenas sobre los curas y las hijas de María, y de un miedo supersticioso. Temen asimismo los hechizos, el mal de ojo, los secretos mágicos que llaman mala ventura y a los que la dicen. Un muchacho me confía que lleva siempre en el bolsillo una llave, tres clavos y un diente de ajo, de esta manera nunca será objeto de un mal de ojo, y me aconseja que lo pruebe.
También sé por qué partido votan sus padres. Un día un chico me habló de otro chico con el que había peleado, que era comunista. Creía que debía castigarlo. Le dije que en Italia uno podía ser lo que quisiese. Entonces todos me dijeron por quién votaban sus padres, pese a que yo les dije que no me interesaba. Veinte eran comunistas, el resto demócratas (aquí democracia equivale a democracia cristiana) excepto uno que votaba misino. A este último se le echaron todos encima:
—Eres misino porque tu padre trabaja en Gíbili.
Gíbili es una mina de azufre que está en manos de los fascistas y los que en ella trabajan están considerados como privilegiados pues perciben un sueldo que supera las mil liras. Los demás, en las salinas, ganan quinientas liras al día. Los braceros agrícolas, cuando hay trabajo, ganan unas seiscientas, pero no trabajan más de ochenta jornadas al año. Los de Gíbili tienen radio y cocina a gas, aunque siguen viviendo en covachas que no tienen otra luz que la de la puerta. Sin embargo, en estas azufreras hay peligro de muerte; las galerías no son seguras, además está el grisú, y el ascensor puede desengancharse al bajar.
Los hijos de los mineros y de los que trabajan en las salinas son un poco más despiertos que los hijos de los campesinos. Durante las vacaciones y días de fiesta, los campesinos llevan a sus hijos al campo y los hacen trabajar. A partir de mayo dejan de mandarlos a la escuela, a menos que no estén seguros de que aprobarán. Necesitan ayuda para la cosecha de las habas. Por consiguiente, los primeros días de mayo los padres me paran por la calle, la tarde del domingo, para preguntarme cómo van sus hijos. Yo sé por qué me lo preguntan y respondo de la forma más evasiva: tal vez apruebe, no va tan mal. Si dijera la verdad, me quedaría solo en clase y llegaría a los exámenes con una decena de alumnos. Por lo demás, acabo aprobando a más de los que debiera, dejo para setiembre a niños que tendrían que ir a escuelas especiales, pues se pasan las cuatro horas en una melancólica fijeza, los ojos sin mirada y no hablan sino cuando quieren ir al retrete. Los que suspendo nunca se presentan a la segunda opción. Las madres no quieren que sus hijos empiecen a los doce años el duro trabajo del campo y esconden la verdad a los maridos; yo les digo a sus madres que no estudian y que, por consiguiente, no aprobarán. Me contestan que esperan que el próximo año sea mejor y que, además, también pueden ir a las populares donde seguro que pasarán. En efecto, un maestro popular cobra tres mil liras por cada alumno que aprueba, es fácil imaginar lo que ocurre. A las madres sólo les interesa una cosa: la comida, que les envíe cada día al comedor. Pero no puedo hacerlo, porque hay un turno. Cada día escojo a diez muchachos y les acompaño. En el gimnasio donde sirven la comida se advierte un graso olor a cloaca, carne pasada y pasta cocida hasta parecer cola. Con todo, los doscientos niños, hambrientos y gritones, se precipitan ansiosos sobre los platos. El director del refectorio grita:
—La oración, la oración —y los muchachos mojan con caldo un avemaría mientras engullen con rabia las diez cucharadas de judías.
En la vigilia de Navidad o de Pascua, el turno no vale por decisión de los chicos; hay que extraer a suertes el nombre de los que gozarán de la comida especial, hay además un dulce de naranja y por Pascua un huevo de colores.
Una vez hubo una distribución de zapatos, pero la persona que ordenó la partida —grandes negocios, de gente que vive en la ciudad— debía de pensar que las escuelas estaban llenas de críos con pies de niño Jesús, y los zapatos sirvieron para sus hermanitos. En la escuela nunca he visto a ningún niño con esos zapatos. Llevan viejos zapatos militares abiertos en la punta como bocas desdentadas, zapatos de tela y goma o sandalias de madera con cintas de cuero. En invierno siempre tienen los pies mojados, el barro los endurece y los zapatos pesan como el plomo. Se protegen del frío con un jersey destrozado, unos pantalones cortos de tela y, los más afortunados, abrigos hechos con mantas militares. La cabeza está resguardada por una cabellera que parece un nido de cornejas, no tendría que dejarles entrar en clase con esas melenas.
El patronato escolar regala cada año los libros de texto a los más pobres. Yo hago la lista de los que me parecen más necesitados, lista que tal vez al comité le parezca demasiado extensa. Entonces viene el director, llama a los niños y los hace poner en fila. Los examina uno por uno: la ropa, los zapatos, y les pregunta el oficio del padre, cuántos son de familia, si tienen tierras, mulo, burro y aparcería. Al final no tacha ninguno de la lista, de manera que la última palabra la tiene la policía municipal, cuya tarea es la de informar al comité: según lo que diga, el niño tendrá o no tendrá los libros.
El pueblo es húmedo. Ninguna de estas casas ha sido diseñada por un arquitecto; con las paredes de yeso, se empapan de niebla como si fueran papel secante y son campo abonado para el moho. Viejas casas con habitaciones que salen una de otra en forma de catalejo, con escaleras maltrechas y abruptas. En invierno arden en las habitaciones braseros llenos de esa árida carbonilla de cáscaras de almendra, el calor despierta un agrio olor a gatos; moho y meados de gato. En las covachas, los pobres llevan viejas bacinetas esmaltadas o cazuelas de barro con unas brasas todavía más míseras, los nudos de las habas o los rastrojos del trigo que primero queman en los hornos. Los colchones, rellenos de paja, destilan agua. Duermen vestidos, en seguida se quedan traspuestos por el cansancio que llevan encima. Los niños duermen del mismo modo, cubiertos de barro y polvo. Por la mañana se lavan como los gatos: se pasan un par de veces las manos por la cara; luego cogen el trozo de pan con la sarda salada y aplastada en su interior, agarran los libros que siguen atados con la cinta (no han hecho los deberes ni han estudiado la lección) y se encaminan lentamente hacia la escuela, en grupos, comiendo y peleándose. Si van a la escuela en el turno de tarde, la mañana la dedican a jugar o a hacer recados. Pero no está claro que vengan al colegio, si hace buen día fácil que decidan hacer una excursión al campo o subir a la estación para pasarse las horas de escuela escondidos dentro de un vagón de mercancías. Llevan en el bolsillo una pelota de trapo, o el trompo que lanzan hábilmente con el cordel, y éste se pone a girar silencioso; se duerme, dicen. Llevan también algún que otro cuchillo; los más chulos llevan un colgante en la cintura, prefieren aquellos pequeños binóculos en cuyo interior hay, por lo general, vistas del año santo; ellos, sin embargo, han comprado u obtenido, Dios sabe cómo, los que tienen mujeres en bañador, tal vez Marilyn Monroe. Si logran pillar cincuenta liras, por la tarde van al cine; cuando la película es para mayores de dieciséis años se quedan en el atrio como almas del purgatorio y hablan con obscena fantasía de lo que creen que ocurre en la película. Una vez los llevamos al cine, daban la vida de san Juan Bosco, e hicieron una algarabía que duró hasta el final. Están acostumbrados a filmes de sheriffs y cabareteras; cuando van al cine, al día siguiente intentan contarme lo que vieron, pero no lo logran, no saben sino hablar de los muertos y la belleza de las mujeres, guiñándome el ojo para darme a entender. Después repiten en los juegos lo que han visto en el cine, hay un juego al que llaman del sheriff, acompañan con estallidos de voz cada disparo de las pistolas. Luego imitan el galope de los caballos y entablan una batalla final con disparos y toques de corneta. Este es el juego más decoroso que conocen.
Los miro mientras resuelven un problema, dos o tres que trabajan están inclinados sobre el cuaderno haciendo un verdadero esfuerzo físico, como si en lugar de escribir estuvieran atornillando los pernos de las vías del tren; los demás esperan la solución para copiarla. No se puede hacer nada más, es una situación crónica. Mientras esperan, sin embargo, hacen como que trabajan y a fuerza de mirar el cuaderno alguno de ellos va a dar con la cabeza en el pupitre, llevado por una ola de sueño.
Al poner un problema tengo que ir con cuidado: los datos tienen que corresponder exactamente a los que rigen en el mercado, pues ellos conocen los precios de todas las cosas. Si digo: «Los huevos van a treinta y cinco liras», en seguida salta uno que me dice: «Mi madre los vende a treinta y ése es el precio.»
Saben el precio de las pocas cosas que compran en sus casas y de las muchas cosas que no compran, quizá porque casi todos trabajan durante las horas libres —es decir, todo el día excepto las tres horas de escuela— en casas de familias acomodadas. Es un buen aprendizaje. Se quedan con una parte de las vueltas o dejan robar a los tenderos, ganando con ello un trozo de queso o de mortadela, dicen mentiras y son malos, de una maldad complicada y gratuita. Aprenden a lavar platos, limpiar las habitaciones e ir a buscar huevos pidiéndolos a gritos; las mujeres se asoman, regatean con ellos y establecen el precio de la jornada. Una vez vino a la escuela una mujer que acusaba a uno de mis muchachos de haberle robado cuatro huevos, que desaparecieron así, como por arte de birlibirloque. Él lo negaba, yo no sabía qué decir; la mujer se fue diciendo pestes de las familias que convierten a sus hijos en ladrones y de la escuela. Después el niño me contó que siempre hace lo mismo, sólo con que las mujeres se vuelvan un momento él se bebe un huevo de un sorbo, hace desaparecer la cáscara y luego las engaña con la cuenta. Dice que su madre nunca le da ningún huevo porque tiene que venderlos y los amos tampoco porque los compran muy caros. Me lo cuentan todo, aun sabiendo que no apruebo lo que hacen y que luego les largaré un sermón. Un día uno me trae una citación del juzgado y me dice:
—Debo salir a las once, porque soy testigo.
Le pregunto de qué. Y me suelta una historia de peleas entre vecinos, de uno que sacó el cuchillo, y él, mi alumno, lo vio y se lo dirá al juez. Los otros dicen, gritando, que no es cierto, que le han dado quinientas liras para atestiguar en la historia del cuchillo y se las ha gastado en el alquiler de una bicicleta y comprando avellanas y caramelos. Asiente con una sonrisa; la verdad es que alguien sacó el cuchillo, porque uno de ellos recibió una cuchillada en la espalda, pero él dice que no sabe quién fue porque cuando llegó, la reyerta ya había terminado. Pero la persona que quiere su testimonio es un amigo de su padre, e, incluso éste le pide que vaya ante el juez. Además, ya le han dado el dinero. Hago un sermón persuasivo acerca de la verdad y la mentira y el castigo que recibirá aquel que declare hechos falsos. Parece convencido. Dice que se presentará ante el juez, pero para decir la verdad. Luego supe que juró en falso, pero el problema se solucionó entre los abogados.
A partir de los diez años empiezan a servir como criados —una boca menos en casa—, sus amos les dan de comer y alguna que otra ropa usada que sus madres arreglan y zurcen con paciencia. A menudo oigo hablar de estos muchachos en el círculo de los ciudadanos, especialmente a principios de verano, cuando hay más necesidad de ayuda para transportar agua a los lugares de veraneo en el campo. Hablan de ellos como si fuesen animales, prefieren tenerlos a ellos como criados que a las chicas; es como si hablaran de gatos, prefieren los machos, porque las hembras, ya se sabe, tienen crías y, además, son demasiado hogareñas y ensucian (el círculo es el lugar donde las preocupaciones y los problemas domésticos aparecen cada tarde después de las discusiones en las que se arregla Europa y se declaran verdaderos y justos los hechos de las crónicas judiciales). Prefieren a los chicos porque pueden mandarles a buscar huevos al campo y abrevar la burra; dispuestos en cualquier momento, son buenos incluso para aquellos servicios que, se piensa, sólo saben hacer las chicas; uno de los señores presume de que su chico lava la ropa. Hasta hace pocos años los llamaban con la palabra española: criados; ahora tienden a sustituirla por carusu; chico; una expresión más familiar: mi chico. Algo ha cambiado si los señores se creen en el deber de usar nuevas palabras. Antes a los pobres se les trataba de vos; la abolición del usted por parte de los fascistas se consideró aquí más peligrosa que el llamado asalto al latifundio. Ahora se trata de usted a todo el mundo; algo ha cambiado, ciertamente.
Encuentro a mis alumnos por la calle pidiendo a grito pelado quién tiene huevos para vender, los veo peleándose y blasfemando en torno a una fuente mientras hacen cola para llenar los grandes jarros de creta roja o dando vueltas por las tiendas. Luego me los encuentro detrás de los pupitres, inclinados sobre el libro o el cuaderno haciendo como que estudian, o leyendo como tartamudos. Y comprendo muy bien que no tengan ganas de aprender nada, sólo de jugar, hacer vibrar cuchillas de afeitar, hacer conejos de papel, hacer maldades, decir palabrotas e insultarse. Antes de empezar a explicar una lección tengo que superar un cierto embarazo, el malestar que uno siente cuando está delante de personas contra las que tramamos algo y ellas no lo saben, e incluso es posible que confíen en nosotros. Les leo una poesía, intento hablar lo más claramente posible, pero sólo con mirarles, sólo con verles tal y como son, como imágenes nítidas y alejadas vistas con unos anteojos puestos al revés, en lo más profundo de su realidad de miseria y rencor, lejanos con sus rizados pensamientos, pequeños deseos de cosas inalcanzables, sólo con mirarles, digo, se rompe en mi interior el eco misterioso de la poesía. Uno de ellos ha sido expulsado de una casa porque se meaba en el agua que bebían los patronos; otro le robó mil liras a una vecina; todos son capaces de robar, escupir en la comida de los demás o mearse en las buenas cosas que los otros tocan. Y siento un malestar y una pena indescriptibles al estar delante de ellos con mi traje decente, mi papel impreso y mis armoniosas jornadas.
En otros tiempos, cada clase tenía su pupitre de los burros, el limbo al que desde el primer día se expulsaba a los irremediables, muchachos trastornados con la cabeza de pera, y allí se quedaban hasta fin de curso, como si no estuvieran en clase. De vez en cuando, el maestro, por una irónica escrupulosidad, les hacía repetir una lección o hacer un ejercicio en la pizarra. Ni siquiera se levantaban; reprimiendo un bostezo decían:
«No me fío», o sea creo que no lo sabré hacer. Estos pupitres ya estaban cuando yo iba a la escuela primaria y todavía perviven en las clases de los maestros más ancianos. Sin embargo, la ley los prohíbe y algún director ha pensado que quizá fuera más ortodoxo pedagógicamente establecer la clase de los burros, una clase de niños del mismo nivel mental y emocional. Es fácil, no hay más que formar una clase de niños repetidores por cada equis número de clases. Los niños que se ven obligados a repetir un curso acostumbran ser irrecuperables, absolutamente incapaces de la más mínima disciplina de estudio, de no ser así los maestros no los suspenderían.
A mí, no sé si porque el director confía en mis cualidades positivas o, al contrario, porque me considera inexperto, me toca siempre una clase de repetidores. Si el director cree que soy capaz de subir el nivel de la clase, se engaña, como se engañaría si confiara en cualquier otra persona. Nadie es capaz de hacer semejante milagro; si, en lugar de ello pretende darle una patada a la clase, mandarla al diablo, entonces hay que reconocer que entiende los problemas de la escuela.
Yo hago el programa como si se tratara de una clase normal, pero sólo tres o cuatro niños me siguen. Desde que empecé a enseñar, hace seis años, me parece que tengo la misma clase, los mismos niños.
Dejando aparte cualquier tipo de valoración escolar, la realidad es que no me toca una clase de burros o repetidores, sino de pobres, la parte más pobre de la población escolar, de una pobreza paralizante y desesperada. Los más pobres de un pueblo de pobres. Los habitantes de los pueblos cercanos lo llaman el pueblo de la sal, los campos de los alrededores están carcomidos de galerías que persiguen la sal, y ésta se amontona cándida y resplandeciente en la estación; sal, niebla de miseria; sal en la playa, roja úlcera de miseria. Y yo vivo en medio de estos chicos pobres, de esta clase de asnos que son los pobres, que desde hace siglos se sientan en el banquillo de los burros, trastornados por el cansancio y el hambre.
Los muchachos vienen a la escuela a partir del momento en que sus familias reciben una notificación donde se cita la ley y se les recuerda la multa: el correo no les trae más que este tipo de postales, para ir a la escuela, al servicio militar o pagar los impuestos. A veces el aviso no es suficiente, entonces el director transmite la lista de los incumplimientos de la obligación escolar al sargento de carabinieri, y éste envía al soldado de turno a que les amenace con la prisión: «¡Os voy a meter dentro!», y los padres se resignan a llevarlos a la escuela. Había un sargento que se tomaba en serio este servicio, mandaba llamar a los padres y a los que ofrecían mayor resistencia los metía en una celda durante una noche, noche que a buen seguro les servía para pensarlo. En esos momentos a mí, maestro, pagado por el mismo Estado que paga al sargento, me daban ganas de ponerme del lado de los que no querían enviar sus hijos a la escuela y aconsejarles que resistieran y no aceptaran la obligación. ¡La educación nacional! Obligatoria y gratuita hasta los catorce años, como si los niños empezaran a comer sólo a partir de esa edad, y se comerían las piedras del hambre que tienen, y en invierno tienen los huesos llenos de frío y los pies en el agua. Yo hablo de lo que produce América, mientras ellos tiritan de frío y hambre; digo Unificación italiana y ellos tienen hambre, esperan la hora de la comida, juegan para engañar el tiempo, y, dando golpecitos a las cuchillas de afeitar olvidan, quizás, el cansancio del trabajo, las escaleras que suben con los jarros de agua y los platos que tienen que lavar.
En verano, el pueblo es muy caluroso, polvo ardiente, parece que el polvo se resquebraja bajo el fuego del sol. En invierno, sin embargo, con la lejana montaña de Cammarata llena de nieve que se dibuja, nítida, en el cielo esmaltado de hielo, el frío, penetra, como dicen los viejos, en los cuernos del buey; también nosotros sentimos cómo se va infiltrando hasta atornillarnos los huesos, pese a ir vestidos como la estación requiere. Apelmazados y ateridos como pájaros, los muchachos se agrupan en los escalones de la escuela, aprovechando una veta de sol que no es más que débil luz. Desayunan en espera del toque de campana y de que se abran las puertas; comen pan oscuro que tragan con furia, una sarda rígida de sal y escamas que apenas muerden, cuidadosos. Es más penoso mirar a las niñas que esperan delante del otro pabellón. Algunas aún llevan vestidos de verano, de manga corta; tiemblan de frío y tienen los ojos como de animales que sufren de manera indescriptible. Al igual que en todas las sociedades dominadas por una miseria antigua y pesada, por prejuicios que, motivados por angustias de tipo económico, siguen persistiendo en su vertiente supersticiosa, las familias pobres de aquí consideran una suerte el nacimiento de un hijo varón, y la venida al mundo de una hembra como un obstáculo que cierra el paso a una mejor fortuna. El varón es esperanza, brazos para trabajar, ayuda y defensa; sin embargo, una hembra nunca traerá nada a casa, tal vez la deshonra, pero siempre se irá de ella llevándose algo. Por eso todas las atenciones que se pueden dar a los hijos se destinan a los varones. Sólo se preocupan por las hembras cuando hay que empezar a pensar en alguien que se las lleve y las convierta en esposas. Entonces sí que hacen sacrificios para vestirlas de manera que, como se dice, no desaparezcan, o sea que se hagan notar; y sus madres se preocupan mucho por ir con ellas a misa y a comprar. Se quitan el pan de la boca para comprarles a sus hijas unas medias de nilón; habría que hacer un estudio sobre el significado del nilón para los pobres. Y a los ricos cuando oyen hablar de nilón les parece que el mundo ya no va por donde tendría que ir: el mundo de estos pobres ricos que tienen el círculo y el salón con esas luctuosas y engrandecidas fotografías, y alguna salma de tierra que avariciosamente no da más que para un triste decoro. Los verdaderos ricos, los que han subido con las salinas, no tienen estas preocupaciones; para ellos el mundo va bien, si en estos últimos años han podido hacerse con un montón de dinero. Además, no es del todo peregrina la idea de que el nilón esté haciendo la revolución. Los sentidos de los pobres se están despertando al contacto con el nilón, el juego del intercambio amoroso, de los deseos e incluso lo que ahora llaman comportamiento sexual, se va haciendo más fino y complejo gracias a las medias de nilón. Una leve bandera color carne ondea sobre la marcha de los pobres.
La fiesta mayor del pueblo se celebra en honor de María Santísima del Piado, que cae en la última semana del mes de mayó. Empieza el miércoles con una furibunda granizada de tambores, cohetes que silban en el cielo y la banda municipal que abre una alegre marcha, siempre la misma, si mal no recuerdo. Como la fiesta empieza después de comer, nadie asiste a la escuela por la tarde. Los maestros firmamos la lista de asistencia y nos quedamos en la escuela, hablando en grupos en las aulas vacías. A la mañana siguiente y durante toda la semana, es como si sólo existiera la fiesta para los alumnos; nosotros, sin embargo, debemos permanecer en la escuela. Algún hijo de buena familia se presenta con los libros bajo el brazo, la ropa limpia y la raya del pelo bien marcada; los bedeles le disuaden en seguida y el niño se vuelve a su casa.
Nosotros, los maestros, hablamos durante tres horas diarias, mientras fuera hierve la fiesta y los niños que deberían estar en la escuela siguen a manadas las bandas que dan vueltas por el pueblo y permanecen al lado de los puestos con cortinas blancas donde venden cubaita, un turrón que hay que cortar con un martillo, dispuesto en forma de peldaños en los puestos; las moscas que se posan sobre él son tan compactas que forman un negro almizcle. Yo, que soy de aquí, siento un poco de melancolía por el hecho de tener que estar en la escuela; me gusta no perderme nada de la fiesta, estar sentado en el círculo y mirar las imágenes de la fiesta como si estuviera dentro de un caleidoscopio, el juego de colores que continuamente se hace y deshace —ora domina el rojo, ora el blanco, luego el verde, el azul, y se vuelve al rojo—, exactamente como si fuera un caleidoscopio. Y las voces. Y los tambores. Y las mulas cargadas de trigo. Las mujeres con los pies descalzos que llevan en la cabeza un saco de trigo y los chicos que llevan grandes velas historiadas. Cosas, todas ellas, que he visto año tras año desde que nací, y cada año me gusta volver a verlas como si aún fuera pequeño.
Sin embargo, tengo que estar en la escuela y oigo desde lejos las voces de la fiesta alzarse hacia el cielo como un pavés. Las aulas vacías hacen aún más melancólico este pequeño exilio; es la misma melancolía que se respira en un teatro vacío. Nuestras voces despiertan en las aulas y en los pasillos ecos misteriosos. Las discusiones son siempre sobre sueldos, indemnizaciones, aumentos y, claro está, el gobierno. Los maestros se la tienen jurada al gobierno, ninguno de ellos ha dado nunca ni dará su voto al partido que gobierna. Sin embargo, muchos llevan en la cartera el carnet de este partido. Lo mismo ocurre con el sindicato: cada año todos juran que no renovarán la inscripción y mantienen la promesa hasta que el inspector los llama uno por uno. Este funcionario es el secretario provincial del sindicato, y éste es lo más cercano al gobierno. Somos unos miserables, dicen mis colegas. De manera que uno se desahoga hablando. Fuera sigue la fiesta, al tiempo que nosotros calculamos y discutimos acerca de las complicadísimas tablas de los sueldos. El gobierno nos trata como si fuéramos, digamos, los últimos monos. Pero si mañana el sindicato nos ordenara ir a la huelga, ganaría la opinión de los maestros más viejos que están contra la huelga, e incluso los más fanáticos se rendirían. Pensad, dice en este sentido un colega, en los miles y miles de chicos que volverían a casa diciendo que han encontrado la escuela cerrada a causa de la huelga de maestros. ¿Y por qué hacen huelga los maestros? Porque piden algo más de las mil doscientas liras al día que ahora ganan. Mil doscientas liras: ¡Jesús!, que un obrero de las salinas tiene que trabajar tres días para ganarlas, tres largas jornadas rompiéndose los huesos y encostrándose los pulmones con el polvo de la sal y el humo de las minas. Y al oír que nosotros, obligándoles a enviar a sus hijos a la escuela, ganamos tanto con sólo tres horas y luego a tumbamos en los sofás del círculo, y todavía no nos basta lo que ganamos, está claro que nos odiarán más de lo que odian al patrón que los explota. Una vez, antes del fascismo, los braceros vinieron para asaltar la escuela, querían pegarnos; entonces sí que pasábamos hambre, si uno no podía vivir a sus propias expensas no le quedaba otro remedio que vivir a pan y agua con el sueldo que ganábamos. Y luego con el fascismo, íbamos tan enjaezados y pulidos que parecía que las calles fueran nuestras por nuestro comportamiento de señores: el fascismo éramos nosotros, maestros de escuela, pobres hombres resplandecientes de quincalla; y el sábado subíamos a la gloria con el uniforme de gabardina y la boina con la orla, los campesinos y los de las salinas nos miraban con ojos como naranjas.
Lo que he dicho es verdad. Es cierto que los pobres nos odian. Pero también nos odian los pequeños propietarios; cada vez que les suben los impuestos, hallan en nosotros, los maestros, el más directo objeto de su odio contra el Estado, que es tan cierto como para roerles sus pocas salmas de tierra, obligarles a vender y a llenarse de deudas, mientras a nosotros nos paga por no hacer nada, ciento ochenta días de escuela al año y tres horas al día de trabajo. Hablan de nosotros como si sus tasas fueran directamente a nuestros bolsillos. «Con cinco salmas de tierra —dice uno en el círculo— ni siquiera me quedan treinta mil liras al mes.»
Pero no dice que estas treinta mil liras las espera, sentado en el círculo, de una Navidad a la del año siguiente, enhebrando puntos en el juego del sacanete.
También los abogados y los médicos nos dicen: «Vosotros sí que vivís bien, con el sueldo seguro y sin hacer nada.»
Se dice: «Pan de gobierno» para indicar un sueldo seguro, que llega cada mes puntualmente como la noche sigue al día; pan de gobierno que nosotros, los maestros, comemos como esos perros hartos de aburrimiento que ni cazan ni ladran, y que los campesinos dicen que se comen el cebo de salvado a la traidora. En fin, todos nos miran mal. Si hiciéramos huelga quizás ese de las cinco salmas o el del sacanete nos matarían a porrazos.
Durante la fiesta mayor, el pueblo queda rodeado por una especie de aureola de color grasiento, un aura de cordero lechal, gordo y castrado, a la cazuela. El capón llena, en todas las casas, de humo grasiento los vestidos; pide vino, rojo y denso vino; cordero, apio y vino; en las tabernas faltan manos para servir el plato de cordero y las jarras de vino a todas las personas que se apelmazan en tomo a las mesas y llaman a gritos al camarero. En esos días, la tarea de los muchachos, secretamente instruidos por la madre, es la de ir detrás de sus padres para que no se emborrachen o para que, por lo menos, los traigan a casa cuando ya estén impregnados de vino. Es una fiesta violenta, en el aire se respira roja ira y sensualidad desesperada. Los hijos de los gitanos (que son los miserables nómadas que caen sobre los pueblos en fiesta, como langostas), sucios y chorreantes de tracoma, como hurones dejados en medio de la multitud para pedir limosna con una indescifrable lamentación, le dan a la fiesta un tono de agria inquietud: los niños del pueblo les tienen miedo y también sus madres; piensan que siembran la desventura con misteriosas palabras. Todo es excesivo, desesperado; la gente se emborracha hasta acabar debajo de la mesa o pasa la noche en blanco para, al día siguiente, ir muerta de sueño.
Los chicos intentan estar despiertos hasta los fuegos de medianoche, luego les da modorra. El lunes después de las fiestas no se tienen de sueño, para mantenerlos despiertos durante las horas lectivas es preciso dejarles hablar, cuentan cómo han pasado las fiestas y se animan; hablan de lo que han comprado y de las cosas extraordinarias que ven cada año y después olvidan. No les pesa el haber hecho de ángeles de la guardia de sus padres por las tabernas, mientras éstos vomitaban vino y pensamientos obscenos; es una tarea que realizan a menudo, o sea todos los domingos por la noche. Hay un chico que lo hace cada noche, su padre tiene el retiro por enfermedad y después del avemaría empieza la ronda de las tabernas. En el tiempo que empleo en explicar las medidas de capacidad, este muchacho resuelve por su cuenta toda una equivalencia.
—Mi padre —dice— es capaz de beberse en una noche un decalitro y medio de vino.
Es un niño demasiado bajo para su edad, tiene las piernas arqueadas y un rostro extraordinariamente expresivo. A fuerza de tener que vigilar al padre le ha tomado el gusto al vino; recoge colillas y las fuma envueltas en papel de periódico; a veces se compra algún cigarrillo y lo guarda para fumárselo jactanciosamente en el atrio de la escuela. Cada vez que va al retrete alguien le pilla fumando. Y si le castigan dice: «No es justo, porque usted también fuma.»
Además, lo sabe todo de las mujeres; daría lecciones al profesor Kinsey y le ahorraría mucho trabajo. Mientras espera en los escalones de la escuela, los compañeros se sientan a su lado para escuchar las indecencias que cuenta. No obstante, tiene momentos de tristeza, llora por el más mínimo ejercicio que no sabe hacer en la escuela. El primer día de clase llegó llorando, su padre lo arrastraba gritándole: «desgraciado, hijo de p…, no te pareces en nada a mí, cuando yo iba a la escuela me parecía un día de fiesta». Su padre cree en la educación. En la educación y en el vino.
—Para mí ya se ha terminado —dice—, de la vida no me queda más que el vaso de vino, sólo por tu bien te llevo a la escuela, para que al menos tengas un trozo de papel y puedas hacerte carabiniere.
Los más listos saben que la escuela les da un trozo de papel que les otorga la posibilidad de ser carabinieri. Antes los muchachos soñaban con llegar a ser carabinieri. Cuando yo iba a la escuela primaria todos decían que, cuando fueran mayores, querían serlo; ahora piensan que tal vez sea mejor estar de la parte de los ladrones, viven de la leyenda de Giuliano y dicen que si lo han agarrado ha sido a traición. Cuando desde el círculo veo al fondo de la plaza el telón del romancero, que sin duda canta la historia de Giuliano y la traición de Pisciotta, estoy seguro de que dentro de diez minutos toda mi clase estará a su alrededor: podría pasar lista y no faltaría nadie: cosa que no acostumbra ocurrir en la escuela. Hasta que el romancero se va, se quedan ahí escuchándole embobados; de sus brazos cuelga la cesta de la compra o tienen la jarra del agua entre las piernas.
Tengo un alumno que no ve más allá de un palmo, lee con la cara pegada al libro y para ver lo que hay escrito en la pizarra, tiene que levantarse y mirarla como una cabra a punto de embestir. Cuando se levanta, para los demás niños es como una función. He llamado al padre, ha venido con una mano en la espalda del hijo y la otra apoyada en el bastón; es casi ciego, ve lo claro y lo oscuro, sombras que se acercan y se alejan, sombras que hablan. Le he comentado la situación de su hijo, diciéndole que necesita una visita médica —por la que no tiene que pagar nada porque están en la lista de los pobres— y unas gafas.
—¿Que no ve? —dice—. ¡Pero si tiene unos ojos con los que descubriría una aguja en un pajar! Pregúntele si ve el dinero que me roba.
El desgraciado finge para hacer reír a sus compañeros. Yo estoy seguro, sin embargo, de que no ve, pero su padre no está convencido.
—¿Quieres ponerte gafas como un doctor? —le pregunta—. Eso, así te colgarán un sambenito que no te lo sacarás en toda tu vida. Ya te daré yo unas buenas gafas, te voy a dar más palos que los que puedes aguantar. —Y, dirigiéndose a mí—: Usted no se lo crea, dele unos buenos azotes, que si un día llega a casa medio muerto, yo le daré hasta rematarlo.
Siempre me ocurre lo mismo. Por eso comprendo muy bien que uno acabe como un anciano colega mío que no se preocupa por nada, como si los niños fueran números. Tal vez sea como cuando uno entra en una sala de anatomía, hay quien sale descompuesto y promete no volver a poner los pies en ella nunca más y, por el contrario, quien logra vencer la primera impresión y poco a poco se va habituando. Pienso que me iré acostumbrando, toda vez que aún no he huido. Pero no será lo mismo que para un estudiante de anatomía que, a fin de cuentas, adquiere conocimientos. Si llego a acostumbrarme a esta diaria anatomía de la miseria y los instintos, a esta cruda relación humana, si empiezo a verla en toda su necesidad y fatalidad, como un cuerpo que está hecho así y no puede ser de otra manera, entonces habré perdido el sentimiento, la esperanza, etc., o sea las cualidades que constituyen la mejor parte de mi persona. Así que me siento condenado a una pena que debo expiar hasta el final, o, como dicen mis colegas, hasta el retiro.
Pienso que si estuviera en esa ciega miseria, si mis hijos tuvieran que hacer de criados, si a los diez años ya tuvieran que transportar bocales de agua por las escaleras, fregar suelos y limpiar cuadras, si tuviera que verlos débiles y tristes, llenos de rencor… Pero mis hijos leen cuentos e historietas, tienen juguetes mecánicos, se duchan, comen cuando quieren, tienen leche, mantequilla y mermelada, y hablan de ciudades que no han visto, de los jardines de las ciudades, del mar. Siento en mi interior una especie de miedo. Me da la sensación de que todo depende de un juego fácil. Alguien ha levantado una carta, y era para mi padre o para mí: la carta necesaria, la buena. Todo en manos de la carta que a uno le toca. Durante siglos, hombres y mujeres de mi misma sangre han trabajado, han sufrido y han visto cómo su propio destino se reflejaba en sus hijos. Hombres de mi misma sangre fueron carusi en las minas dé azufre, picadores o braceros agrícolas. Para ellos no hubo ninguna carta buena, sólo los números bajos, como en la mili, sólo el pico y la azada, la noche de la azufrera o la lluvia sobre el espinazo. Pero en un momento dado, aparece la carta alta: el maestro de obras, el empleado, yo que no trabajo con los brazos y leo el mundo a través de los libros. Pero todo es demasiado frágil, gente de mi misma sangre puede volver a caer en la miseria y ver a sus hijos roídos por el resentimiento y la aflicción. Mientras en el mundo reine la injusticia, todos sentiremos esa especie de nudo de miedo oprimiéndonos la garganta.
En otros lugares, personas que trabajaban con las manos han conquistado dignidad, esperanza y tranquila confianza; pero aquí no hay dignidad ni esperanza que valga si uno no está sentado detrás de una mesa con una pluma en la mano. Tras siglos de esfuerzos, basta un pequeño grito para caer rodando por las escaleras del mundo, un vórtice de escaleras, una pesadilla.
Un niño me cuenta que su hermano, un poco mayor que él y que ya trabaja, tiene un hambre canina. No le basta el tazón de sopa, se lo bebe en un momento y en seguida se dispone, dice el muchacho, a ayudar a los demás. De modo que se las cargan los más pequeños, quienes, entre lágrimas, ven desaparecer su sopa. Pero las mujeres de casa han encontrado una solución, ponen en el tazón del hambriento un puñado de botones, de manera que a cada cucharada él se encuentra con un botón en la boca y ha de perder tiempo en escupirlo. Ahora es el último en terminar de comer. Cada vez que escupe un botón mira la cara de todos los presentes, y a nadie se le escapa la risa, es algo muy serio el hecho de poder terminar con tranquilidad el propio plato de sopa. Pero este juego no puede durar mucho, alguna noche se cansará de escupir botones y romperá el tazón en la cabeza de alguien. Cuando se enfada les pierde el respeto incluso a sus padres y es capaz de tirarles la sopa encima.
Toda la familia vive en una habitación y duermen en la misma cama, padre, madre e hijos; cada año nace un retoño. Cuando los niños empiezan a ganar unas perras, nadie ni nada los frena, insultan y vierten obscenidades contra su padre: es decir, le tratan tal y como éste les ha tratado. He oído a un padre y un hijo intercambiarse casi con absoluta tranquilidad frases de este tipo:
—Padre, ¿es verdad que lleváis cuernos?
—Pero qué dices, hijo de p… —contesta el padre.
Muchos de los niños que vienen a la escuela no le tienen miedo a su padre. Un colega entra en mi clase, ve a un chico de la última fila (donde están los más altos) y me dice:
—¿Te ha tocado esta joya? Pues vigílalo bien, porque meses atrás le pegó un perdigonazo a su padre.
Al parecer su padre le había zumbado con el cinturón y el chico, ni corto ni perezoso, cogió el fusil que estaba colgado en la pared, le apuntó con el gatillo alzado y se echaron a correr hacia el campo. Su padre iba delante gritando:
—Cuidado, Totó, que está cargado; déjalo, por Dios, te daré cien liras si me lo devuelves.
—Ya sé que está cargado —decía el chico—, ¿crees que puedo pegarte un tiro con un fusil descargado?
Acabó en que el padre se escondió detrás de una tapia justo cuando el muchacho disparaba; ese mismo día hicieron las paces.
Como si fuese hecho a propósito, una hora después de que el colega me contara este hecho, llega el director y me dice:
—En el pasillo hay un chico que tira monedas contra la pared.
Era Totó, que había ido al retrete y volvía por el pasillo jugando de esa manera. El director me espeta un buen sermón y en un determinado momento lanzo la piedra:
—Este chico le ha pegado un tiro a su padre.
El director, con la cabeza todavía llena de escuela activa, pasa al tema concreto de los recibos impagados.
Este es un pueblo mafioso. Una mafia más de actitudes que de hechos, pese a que los hechos, aunque pocos, tampoco faltan, y del tipo asesinato. Hay un par de jefes mafiosos; personas con dinero y educación que van al café con los maleantes e inmediatamente después con el sargento de carabinieri: apenas llega un sargento en seguida se vuelven amables, le hacen compañía y cogen al vuelo sus deseos.
Para estos personajes es importante que la gente que quiere vivir tranquila los vea juntos a los mafiosos más conocidos, y que éstos les vean compadreando con los esbirros, como los llaman con desprecio. Viven inmersos en este juego. Si queréis contar a los mafiosos del pueblo, no tenéis nada más que esperar el día de las elecciones y el momento en que haga su entrada en la plaza el honorable Zirpo. Este caballero llega en un coche americano, gordo, fláccido y alegre, rodeado de mafiosos, como moscas atraídas por la miel. El honorable abraza a los más cercanos, habla con alguno, mientras se cogen de las manos a la altura del corazón.
—Pedro, aquel negocio de tu hermano estaba mal calculado. Un secuestro, Dios bendito, era un asunto serio. Pero he hecho transferir al sargento de carabinieri… Es posible que por carnaval tu pariente venga a comer costillas de cerdo.
—Honorable —dice el otro—, no nos abandone usía, que nosotros somos huérfanos y estamos en las manos de usía, que aquí no se escapa ningún voto.
En la escuela hay también un cierto tufillo a mafia. Cuando un padre os dice: «Mi hijo tiene que ir al comedor, tiene que conseguir el libro gratis y tiene que aprobar», podéis estar seguros de que cree que forma parte de la «honorable sociedad». Uno comprende que son perros ladradores, pero aun cuando sepa que saben morder, el único sistema para pararles los pies es el de no mandar a sus hijos al comedor, no darles el libro y suspenderlos; esto es lo que recomiendan los que tienen más experiencia. Pero no deja de ser un juego muy triste. El chico tiene tanta hambre como los demás, podría obtener el libro y podríamos, con un pequeño compromiso, aprobarlo como aprobamos a otros tantos. Por lo que a mí se refiere, no logro mantener esta actitud: durante tres o cuatro días no lo mando al comedor, pero luego cedo; en lo referente al libro, paso la responsabilidad al comité y, en cuanto a la nota, no cometo injusticias, en este aspecto soy más intransigente. En el fondo, no son más que pobre gente, personas fanáticas por unas pocas palabras en argot que han aprendido en las cárceles de san Vito o en los establecimientos penitenciarios de Portolongone, que se creen héroes porque roban al vecino y echan una cerilla a las gavillas amontonadas en los campos, que es la forma más vil de venganza; gente que añade miseria a la miseria. Cuando creen que has comprendido en qué parroquia los han bautizado, se vuelven muy serviciales, y aún más cuando ven que no impresionan a nadie. Saludan quitándose el sombrero e inclinándose: «Beso la mano, siempre a su disposición.» Porque son amigos de sus amigos y siempre pueden hacer algún favor. Y a menudo se lo hacen a la policía.
—Vosotros sabéis —dice un maestro que tuvo un altercado con un mafioso («Usted le tiene ojeriza a mi hijo, mi hijo es el mejor de la clase y usted quiere suspenderle»)— que he sido fascista, escuchaba radio Londres y decía cosas de todos los colores. Una vez el secretario del partido me mandó llamar y me amenazó con hacerme desterrar; pues bien, si aquel hombre volviera, yo iría hasta Roma descalzo, como las mujeres que van de romería a la Virgen, llegaría delante de él caminando de rodillas y le diría: «He venido para besaros los c…», porque aquel hombre sí que tenía c… —hace un círculo con las manos en el que cabe una pelota de fútbol—; y para quitarnos a esa gente de encima hay que tener c…, cosa que la democracia no tiene.
La verdad es que no sabemos si, años atrás, este colega le tenía tanta manía al fascismo como ahora se la tiene a la democracia; a mí personalmente no me gustan ni sus imágenes ni todo lo demás. Pero me alegraría saber que el honorable Zirpo veranea en Portolongone en lugar de hacerlo en Capri.
Cada año pierdo dos o tres alumnos, entonces apunto con tinta roja en la parte reservada a las no tas, al lado del nombre de cada uno de los alumnos que se van, «emigrado a Bélgica», o a Francia o a Canadá. El día antes de marcharse vienen a saludar a sus compañeros y a mí: van tan limpios que parecen desconocidos, llevan un traje nuevo con pantalones largos, el cabello corto y reluciente de aceite. No están conmovidos, pero sí un poco abatidos, cansados, incómodos con ese traje nuevo que siempre tiene las mangas demasiado cortas y no saben dónde meter las manos, quizá por el traje nuevo o por sentirlas tan limpias y olorosas a jabón.
Este año he perdido a un muchacho que me quería mucho, se ha ido a Charleroi donde su padre trabaja desde hace tres o cuatro años en las minas de carbón; pero no ganaba lo suficiente para sí mismo en Bélgica y la familia en Sicilia, sólo podía mandar pequeñas cantidades, por eso decidió que la mujer y los hijos se fueran a Charleroi. Su mujer no quería marcharse, esperaba que el marido se decidiera a volver porque no creía que en Bélgica se pudiera cambiar de vida, pensaba que allí habría la misma miseria que en Sicilia y cambiar de lugar no significaba cambiar de suerte. Sin embargo, su marido le escribía diciendo que en Charleroi era distinto y que incluso ganaría más dinero porque daban un plus y otras cosas a las familias que residían allí. Arreglaron los papeles, durante meses tuvieron que ir de un despacho a otro, y les hacía falta dinero. La mujer venía a la escuela a contarme lo que le ocurría, yo la ayudaba en lo que podía; al muchacho le regalaba todo lo que necesitaba para la escuela, y la madre llegaba a la escuela con huevos envueltos en un pañuelo, decía que eran de sus gallinas y no había manera de rechazarlos; pero los compraba, y yo me enfadaba, intentaba convencerla de que no lo hiciera y de que no podía aceptarlo, de que era mejor que se los diera a sus hijos y de esta forma me haría mucho más feliz. Parecía entenderlo, pero al llegar a casa me encontraba con los huevos y tenía que buscar una forma de devolverle el regalo sin ofenderla, porque cuando los pobres hacen un regalo y uno no lo acepta lo toman como si fuera un desprecio.
Este chico vivía como un pícaro, sólo aparecía por su casa cuando se moría de hambre, pasaba noches y días sin que se dejase ver; su madre venía a la escuela para reñirlo, lloraba y me rogaba que le hablara con severidad. Pero mi sermón sólo servía para ese día, después de oírlo volvía a casa; al día siguiente, empezaba nuevamente su vida de pequeños hurtos y trampas, que ya se habían convertido en un hábito. Un día vio que a una vieja se le caían cien liras en una alcantarilla, se metió dentro y quedó atrapado, no podía salir y gritaba. En seguida toda la gente acudió, era un espectáculo; el peón municipal tuvo que quitar unos adoquines para sacarlo, apestaba tanto a cloaca que tuvieron que ponerlo debajo de un caño de agua tal y como iba; volvió a casa dejando un arroyuelo de agua por donde pasaba.
Esta aventura de la alcantarilla rubricó su gloria. Todos le conocían, los compañeros le miraban con admiración, y él negaba que hubiera llorado; es más, decía que se había reído de todos, porque podía haber salido por sí solo, pero había gritado para hacer una broma y para que la gente acudiera a presenciar cómo el peón rompía los adoquines. Este tipo de cosas le gustaban. Todo lo convertía en un juego. Una vez encontró un frasquito de tinta roja y fue a tirarla en la pila del agua bendita de la iglesia de la Matriz. Durante todo el día estuvo cachondeándose de la gente que se persignaba dejándose en la cara y la ropa una marca roja. Era inteligente, sabía cómo iba el mundo y se reía de él. Jugaba de forma diabólica a la rayuela, creo hacía trampas, y en media hora vaciaba los bolsillos de sus compañeros. Cuando leía en clase la poesía de Sinisgalli sobre las monedas rojas, él la aprendió en seguida de memoria y la mayoría de la clase la recordaba bastante bien; luego les enseñé la del gol de Saba, que también les gustó mucho; de manera que ahora sé que los chicos quieren cosas que conocen y de las que pueden aprender; todos los libros que corren por las escuelas están mal hechos, a los niños les importa un bledo Estrellita de oro o la flor que nació del beso de la Virgen o las crías de golondrina que dicen mamá dentro del nido.
Antes de marcharse vino a saludarme a casa con su madre, llevaba un traje nuevo, sonreía como si estuviera a punto de llorar. Siempre me había demostrado afecto y gratitud, y sé que si no escuchaba mis consejos era porque la pobreza, la calle y el oficio de criado le habían impulsado precozmente a la única libertad que podía escoger. No sé si en Charleroi, Bélgica, se acordará de mí como yo me acuerdo de él aquí, en la escuela, en mi pueblo y el suyo. Y pienso que una vez me contó emocionado que su padre había escrito:
«En Bélgica hay tiendas en las que uno coge lo que le hace falta y pone el dinero en una cajita, podría no pagar, pero nadie lo hace, todos pagan.»
Y al contármelo tenía los ojos brillantes como si estuviera delante de un árbol de Navidad. Entonces yo, maestro, educador, etcétera, formulo un deseo dirigido a su persona: que si no cambia tanto como para no meter mano en las cajitas de las tiendas, o, incluso, para pagar lo que toma, si en Charleroi, Bélgica, continúa haciendo la misma vida que en este pueblo siciliano, que siempre le vengan bien dadas y que ni tenderos ni policías se den cuenta de sus jugadas.
Son pocos los muchachos que me cogen simpatía, y lo siento, pero sé también que no hay razón alguna para que sientan afecto por mi persona; tanto yo como las cosas que enseño estamos lejos de ellos, al igual que la lengua que hablan los libros, y me pagan por enseñar cosas que a ellos no les sirve para nada; encerrados en una habitación, escriben y leen sobre los pupitres. Si no vienen a la escuela, la guardia civil les hará una visita en sus casas, y los guardias y yo estamos de la misma parte, ambos comemos del gobierno. Esto es lo que piensan confusamente los chicos.
Nuestro encuentro diario acaba, sin embargo, por hallar un punto de convergencia, provisional, dentro del horario escolar, claro está, porque fuera ni siquiera me saludan, casi como si al acabar la escuela yo desapareciera de su vida absorbido por una esponja. Por ejemplo, el regalo de confetis que me hacen por carnaval parece un gesto afectuoso. El trabajo que se hace por debajo de los pupitres y la conspiradora recogida de las cinco liras por cabeza, que uno de ellos empieza al menos tres días antes, me dan a entender que están preparando algo para mí. Sé que el martes, al entrar en clase, me encontraré con una bolsa llena de confetis. Entonces, para este día, el último de carnaval, yo también preparo una bolsa de confetis; luego simulo que ha sido una sorpresa haber encontrado la suya encima de mi mesa, digo:
—¡Vaya!, ¡qué casualidad!, yo también os había traído lo mismo.
Y distribuyendo mis confetis, llevándome a casa su bolsa llena de papelitos harinosos, porque a ellos les gusta la cantidad, y para tener medio kilo han comprado de los que utilizan la gente disfrazada para tirar a los balcones. Quizá les desilusiona el intercambio, como si su regalo hubiera perdido valor por el solo hecho de haberles correspondido con otro. Pero tengo que desilusionarlos, así no pensarán en hacerme otros regalos, ni siquiera para final de año; porque luego son capaces de salir con comentarios explícitos: «Yo puse dinero para el regalo y luego me ha suspendido.»
Si algo me obliga a no acudir a la escuela, vienen a mi casa a buscarme; preguntan si estoy enfermo y si es cierto que no puedo ir a la escuela. Y me dejaría convencer por su afectuosa atención, si no supiera que mi ausencia será un motivo de fiesta para ellos; se sienten obligados de no asistir cuando saben que en mi puesto hay un suplente. Pero bien podría ser que su deseo de hacer novillos deriva de un sentimiento afectuoso. Después de todo, me demuestran un desinteresado afecto cuando llega la orden de un reajuste numérico de las cosas y a mí me toca ceder a un colega de clase paralela alguno de mis chicos. Lo intento mediante el sistema de voluntarios, a ver quién quiere pasar a la clase de tal maestro. No cuela. Luego, con el de coger a los últimos o los primeros de la lista alfabética, método que les parece una feroz arbitrariedad. Por último, apelo al sorteo, que es, en mi opinión el sistema más justo para condenar o premiar, al margen de mi voluntad y la suya. A los que les toca pasar ponen cara de resignación, pero rompen a llorar. Y el hecho de que no les guste cambiar, como sería normal en los niños, me parece señal de un verdadero apego a mí y a sus compañeros.
Yo no diría, sin embargo, que se quieran mucho entre ellos. Continuamente se espían, acusan e insultan. Se me ocurre la idea de que escojan a un representante de la clase, y todos se prestan como candidatos. Explico la manera en que deben concentrar los votos, la mitad más uno, etc. Tiempo perdido. Del primer escrutinio resulta que cada uno ha votado por sí mismo. Parece que se dan cuenta de que de este modo no se llega a ninguna parte. Pero el resultado de la segunda votación difiere del primero sólo porque tres o cuatro votos han ido a parar a un solo nombre. A la tercera vez, los votos ya son cinco o seis. Después de medio día de votar, sale un representante de la clase elegido por la mitad más uno de los votos.
Pasados unos días, todos me piden por aclamación que lo destituya; el chico consideraba que tenía potestad para pegar a sus compañeros, incluso fuera de la escuela, y les pedía favores con amenazas y pequeñas torturas. Lo declaramos depuesto. La destitución le humilla y le llena de rencor.
Creo que nunca más se me ocurrirá hacerles elegir a un representante de clase.
Estamos en mayo. A fin de mes las escuelas cerrarán sus puertas. Paseo entre los pupitres pensando en todas estas cosas. De la mesa a la ventana que está en el fondo del aula, de la ventana a la mesa; y luego de un mapa de Italia a un cartel sobre los accidentes de tráfico. Desde la ventana se ve el cementerio, el campo verdecido y una carretera que se pierde al final del valle. Es la carretera que va a las salinas; los camiones que pasan, lentos, parecen cucarachas. Pienso en esta escuela, en los chicos cuando están en clase y en mí deambulando entre ellos. Pienso en el pan, y en los chicos. En el invierno. En las casas de los pobres. En las cosas que se dicen en el círculo. En el pueblo, sus casas, sus muertos.
Ahora viene el verano; la siega, la recolección de la almendra, la vendimia. Un segador gana dos mil liras al día, ya se sabe el precio porque por la región de la costa ya han empezado a recoger el trigo.
—¡Por Dios! —dicen en el círculo—. ¡Cuándo se ha visto que un segador tenga que ganar tanto dinero!
La siega dura de diez a quince días. Los chicos buscarán entre los rastrojos las espigas abandonadas. Después vendrá la recolección de la almendra e irán a varear; dejarán los ojos entre las ramas para descubrir la única almendra que los acopiadores no descubrieron y golpearán las ramas con largas cañas. El ruido de las cañas alarma a los propietarios; son muchachos que se dejan tentar por los racimos de uva y las ciruelas:
—Si no hicieran más que varear, pero es que roban.
Y por eso los echan, algún propietario se aprovecha y los obliga a dejar lo vareado que ya han hecho. Pero el verano es bueno, hay trabajo en el campo y en las carreteras. Las mujeres también trabajan en la recolección de la almendra y en la vendimia; o cuecen los tomates; los estrujan en unas telas que ponen al sol y el jugo líquido y rojo las tiñe. El pueblo huele a jugo de tomate, se siente cómo fermenta bajo el sol; es el olor del verano.
Ha terminado el curso. El director nos reunirá para la despedida. Si Dios quiere, será la última reunión, hacemos diez al año y luego hay los llamados congresos que el director quiere que hagamos para discutir los problemas de la escuela, y los problemas de la escuela son, según su opinión, la radio, el cine. Sería imperdonable decir que aquí el problema es el pan. ¿Qué tiene que ver el pan con la escuela? Hablemos de la radio. Hablemos del cine. Por lo demás, todo es como entonces. Están el teniente, el centurión, la secretaria de los grupos femeninos, la secretaria de las amas de casa campesinas y algunos maestros que se sienten revivir con estas cosas. Si viene el inspector, la fiesta alcanza su punto más álgido; era vicefederal, y todos le rodean con el mismo corazón que entonces. Si viene el delegado… Cuando se acuerdan de que no existe, de que lo mataron, les da un poco de melancolía y remordimiento.
Suena la campana. Pongo a los niños en fila de a dos, delante los diez que irán al comedor; en el vestíbulo la fila se divide, diez corren hacia el gimnasio donde sirven el rancho, los demás se lanzan a la calle gritando. Voy hacia el círculo con un grupo de maestros amigos. No hay otra forma de pasar la tarde. Cogeré una revista, un periódico, o escucharé las cosas que dicen los presentes. Por suerte, hace mucho que dicen que han solucionado la cuestión de Trieste, porque la gloria de un paisano está por en medio y hay que defenderla. Ahí está don Carmelo Mormino, de pie en medio de la sala, que tiembla de entusiasmo:
—¿Decís que vendía cocaína?, ¿que era un rufián, un espía? Qué coño me importa lo que hacía, yo sólo sé que tiene un montón de millones, que por sus venas corre sangre real y que se folla a las mujeres más bonitas de Roma. Iros a Roma con mil liras en el bolsillo y haced lo que él hace, ¿por qué no lo probáis antes de hablar? Me hacéis reír con eso de que la ley tiene los pies de plomo y llega donde tiene que llegar. A ése le importa un rábano la ley, os lo digo yo. ¿Qué os jugáis?
Nota. Estas «Crónicas escolares» fueron publicadas en el n.° 12 (enero-febrero de 1955) de Nuovi Argomenti. Al principio creía que había transcrito los datos de una experiencia individual, sin llegar a pensar que en otras partes de Sicilia, incluso en ciudades como Palerno y Catania, se dieran condiciones similares. El consenso que los colegas sicilianos me manifestaron, diciendo que era cierto todo cuanto había escrito, y que había tenido el coraje de escribirlo, en cierta manera me sorprendió. Alguien me dijo que en algunos lugares aún era peor.
Entre los maestros de Regalpetra, sin embargo, las crónicas no encontraron el mismo eco; alguien las tachó de fantásticas: fenómeno bastante comprensible; otros, pese a considerarlas verdaderas en su conjunto, me dijeron que ciertos detalles no correspondían a la realidad: el sueldo actual de los braceros agrícolas no es de 600 liras al día sino de 700; el de los obreros de las salinas de 600 y no de 500; y los chicos ya no llevan sandalias de madera con cintas de cuero. Además, los niños ya no están tan pendientes de la comida como antes, muchos dejan los tazones llenos de sopa, cogen el pan y el membrillo y ni siquiera prueban la sopa de judías o la pasta. Este colega deduce de este último dato que ya no hay tanta hambre como antes. No sé si esto hay que atribuirlo a la hartura o al gusto desagradable de la comida, es posible que las condiciones alimenticias en las familias hayan mejorado, pero es más fácil que haya empeorado el rancho de la escuela y que de desagradable haya pasado a ser imposible. En 1954-1955 no fui al comedor, pero en los años anteriores el rancho era tan malo que, al entrar en el aula donde lo servían, se me ocurría la mala idea de que el honorable asesor regional debiera probar una cucharada. Sólo el pensarlo me hacía feliz, en tanto que contribuyente y en tanto que maestro.
Cada comedor absorbe la actividad de un maestro, que se dedica sólo a este servicio aparte, y cuatro o cinco cocineras y sirvientes. Si en lugar de aquella tremenda sopa caliente, el ministro pensara en distribuir una comida menos evanescente de galletas y membrillo, o chocolate, o queso, los muchachos estarían muy contentos. No es mala idea dar algo caliente para comer, pero a condición de que sea comestible.
Cabe esperar que el nuevo asesor regional del Ministerio de Educación, en lugar de escribir circulares sobre la lucha gímnica de lejana memoria y sobre el canto obligatorio del Himno a Roma (el que cantaban los misinos) como su ilustre predecesor, empiece a preocuparse por cosas más concretas y también por la comida.