Los párrocos y el arcipreste

Pampilonia, en el dialecto regalpetrense, significa confusión infernal, ruido, pánico y alegría desmesurada; para quien haya leído Fiesta de Hemingway le parecerá más sugestiva la posibilidad de que dicha palabra derive de la fiesta de Pamplona y no de Babilonia, la civitate infernali de los predicadores; a esta hipótesis hay que añadir una pampilonia de fiesta que, en la última semana de mayo, explota aquí, insomne y violenta.

Con esta fiesta pendenciera, que haría las delicias de Hemingway, los regalpetrenses celebran un milagro de la Virgen que antiguas crónicas testimonian. Corría el año 1503, y era señor de Regalpetra Ercole del Carretto, cuando en un mediodía lleno de sol y polvo el noble castronovés Eugenio Gioeni se detuvo delante de la iglesia de santa Lucía, donde había una fuente. Pero dejemos la palabra al antiguo cronista:

«En la ciudad de Castronuovo vivía el noble Eugenio Gioeni, aquejado de hipocondría. Los médicos le ordenaron que hiciera un viaje para divertirse y superar esta vena hipocondríaca. Y así lo hizo; llamó a algunos parientes suyos de Palermo y de Castrogiovanni que se unieron a los sesenta criados, alquilaron un barco y empezaron a visitar África, pasando por Libia, reino de Barca. Mientras descansaban en un oteruelo bajo una roca, vieron en ésta una especié de puerta y, al abrirla, encontraron una imagen de mármol blanco que representaba a la Virgen Santísima con el Niño en la mano izquierda. De vuelta a Castronuovo, Gioeni llevó consigo la estatua en una carreta arrastrada por bueyes; al llegar a Regalpetra, sin embargo, no pudo proseguir el camino para Castronuovo, porque “obstinados los bueyes y esforzándose en transportar dicho simulacro, los de delante se arrodillaron y los cuatro de atrás, en lugar de avanzar hacia las grutas, hasta llegar a Passo Fonduto, empujaron hacia atrás y el carro se hundió en la tierra y no hubo forma humana de poderlo sacar”. Eugenio, al ver este portento, dijo al pueblo y al conde de Regalpetra que la dejaba en la susodicha tierra.»

Por muy antigua que sea, la presente crónica es posterior a 1576, año en que Regalpetra fue declarada condado, ya que antes era baronía. Hay que decir, además, que la estatua es de la escuela de los Gagini y resulta improbable que haya ido a parar a África; pero lo más inquietante es la consideración de que la Virgen tuviera que elegir entre los Gioeni o los del Carretto, o sea entre los castronovenses o los regalpetrenses; tan inquietante como la aparición en una red de la imagen de Cristo al profesor Pende, ¿por qué a él precisamente?, ¿por qué a los del Carretto?, ¿por qué la Virgen ha querido quedarse en Regalpetra, si la población de Castronuovo está compuesta en igual medida de hombres honestos y delincuentes, de inteligentes e imbéciles? De sobra sé lo que un teólogo respondería, pero ello no apacigua mi inquietud. Será que la Virgen se quedó para compensar a los regalpetrenses, mediante la visión y la tradición del milagro, por el terrazgo y el terrazguito, las contribuciones unificadas y el injusto salario que obtienen al extraer sal y azufre; pero un milagro semejante se convierte en una especie de jugo gástrico para gente como don Girolamo del Carretto, don Calogero Virzi (este último incluso poseía los veleros para vender el azufre que los regalpetrenses extraían para él) y Salvatore Accursio, que acumulaba riquezas con la sal; un jugo gástrico que ayuda a digerir la riqueza; los hombres trabajaban como topos mientras ellos hacían la siesta para digerir la riqueza.

Pero la fiesta es para todos, roja fiesta, aullante racimo de alegría. El regalpetrense que trabaja en las minas belgas o se encuentra en América desde hace muchos años, en los últimos días de mayo siente una punzante melancolía y escribe a sus parientes de Regalpetra: «Antes de morir quiero ver al menos por última vez la fiesta, y hacedme saber cómo ha ido este año y quién ha cogido la bandera.»

El punto álgido de la fiesta es, en efecto, la conquista de la bandera: hay una armazón de cinco metros de alto en cuya cima ondea un pendón recamado en oro, distinto cada año. Los jóvenes pelean en la plaza para apoderarse de él. Es todo un ritual: sólo pueden luchar por la bandera los burgueses solteros pero con novia y que deban casarse dentro del año; se forman los distintos bandos, cada uno apoya a su campeón. Hay que respetar la hora y el lugar en que ha de realizarse la pelea y no se pueden llevar armas; pero puñetazos y patadas, cuantos se quiera y pueda. Desdichado el carabiniere que al ver sangre interviene. Algún recién llegado lo hace, sin embargo; los que ya lo saben se quedan mirando: sabido es que quien se mete dentro recibe la mayoría de los golpes. La riña dura diez minutos o un cuarto de hora; luego el campeón sube, cubierto de sangre, a por la bandera, cocea como un mulo contra los que pretenden tirarlo al suelo, al final coge el estandarte al tiempo que, abajo, la lucha cesa de golpe. La multitud que hervía a causa de la pelea ahora parece un mar en calma. El año pasado la lucha por la bandera se anunciaba cruenta porque aún persistían los resentimientos electorales; entonces un burgués respetable, un anciano, intervino en los primeros golpes, era soltero y declaró que quería la bandera. Ocurrió lo nunca visto, todos los jóvenes burgueses, juntos y formando un gran alboroto, levantaron al hombre respetable, que por su edad y corpulencia no lograba subir y lo izaron hasta la bandera.

Aparte de la lucha por la bandera, las manifestaciones religiosas en las que participan hombres, siempre respiran un cierto aire de pelea. En 1948, antes de las elecciones, los padres dominicos llevaban la efigie de la Virgen de Fátima de un pueblo a otro, la boca de los sicilianos se llenaba de milagros y sobre la imagen de Nuestra Señora llovían promesas y ofrecimientos; de los sordomudos se decía que hablaban a los pies de la Virgen, de los paralíticos que lograban moverse entre la multitud. La Virgen llegó a Regalpetra procedente del cercano pueblo de Castro; los castrenses la acompañaron a lo largo de siete kilómetros en procesión y al llegar a las puertas de Regalpetra se encontraron con los curas, la banda y la población que esperaban que los castrenses les entregaran la Virgen. Sin embargo, estos últimos querían llevarla en hombros hasta el centro del pueblo y dejarla dentro de la iglesia de la Matriz, tal y como lo habían hecho en otro pueblo. Pero los regalpetrenses exigieron que la entrega se hiciera a las puertas del pueblo, lo que levantó un gran alboroto; los ánimos se envenenaron con viejos rencores, entre ambas partes se cruzaban, a gritos, comentarios de desprecio. La pelea se encendió, una girándula de blasfemias resplandeció en torno a la divina efigie, los curas levantaban las manos para aplacar la tempestad. Nunca como en aquel día la Virgen había sido tan calumniada por los ciudadanos de Castro y Regalpetra. Los comunistas fueron los primeros en la refriega; si se hubiese votado mientras la Virgen de Fátima estuvo en Regalpetra, el PC no hubiera obtenido ningún voto; pero la votación fue un mes más tarde y dicho partido consiguió un millar de votos.

Todas las promesas que a lo largo del año se le hacen a la Virgen, en dinero, trigo o cabezas de ganado, se cumplen solemnemente durante las fiestas: quien debe cumplir una promesa sale del umbral de su casa y se pone a la cabeza de un pequeño cortejo y, pasando por la calle más larga, que es obligatorio recorrer, lleva el ofrecimiento a la iglesia. Las mujeres van descalzas, con el saco de trigo, blanco y atado con un lazo azul, en vilo sobre la cabeza; los hombres cabalgan mulos enjaezados de colores vivos y tintineantes cascabeles, el trigo en las alforjas nuevas. Dado que la iglesia está en lo alto del pueblo, al final de una larga escalinata, es tradicional que los hombres a caballo suban galopando por la escalera, hasta el interior de la iglesia, parándose ante el mostrador donde se pesa el grano. Al principio el mulo opone resistencia, pero tras los golpes que le caen de todas partes, los gritos y el sonido de trompetas y tambores, se decide a obedecer: con los ojos desencajados se lanza hacia arriba para no parar sino en el interior de la iglesia silenciosa, sorprendido de golpe por aquel silencio y estremecido. Una vez pesado el grano, el oferente sale a caballo por la otra puerta de la iglesia. De manera que en dos días la Virgen recibe centenares de ofrendas.

Este año, sin embargo, parece que el nuevo obispo, informado del acontecimiento, se ha escandalizado: los carabinieri se han puesto delante de la puerta de la iglesia a riesgo de ser atropellados por los mulos, mientras los del comité explicaban a los oferentes la prohibición del obispo. Los regalpetrenses, aunque convencidos tal vez de que un obispo puede condenarles al fuego eterno con un solo movimiento de la mano, no comprenderán nunca que sus seculares relaciones con la Virgen puedan verse perturbadas por intermediarios o prohibiciones; la iglesia ha sido edificada y enriquecida con su dinero, y todo el oro que a racimos chorrea en torno a la Virgen, desde los anillos con brillantes hasta los pendientes circulares de las esposas campesinas, es testimonio de su devoción; y la fiesta, que con fuegos, luces, bandas y competiciones, tiene un presupuesto igual al del Ayuntamiento, se paga mediante un recargo sobre los géneros de consumo que hace las delicias de los tenderos. Por eso, al oír la prohibición, la ira se apoderó de los regalpetrenses. Inseguros, no por dudas de conciencia en lo referente a la decisión del obispo, sino por un casi ancestral miedo a los carabinieri, los oferentes no sabían qué hacer; sin embargo, los espectadores despejaron todas las dudas: «Basta de mulos en la iglesia, basta de trigo», gritaron; y los mulos bajaron la escalinata con las alforjas llenas. En consecuencia, todas las ofrendas llegaron ante la puerta de la iglesia y volvieron sobre sus pasos; y, en señal de protesta, ni siquiera dejaron las ofrendas en metálico.

Ni que decir tiene que la culpa de la prohibición se atribuyó al arcipreste: «¿Qué sabía el obispo nuevo de la historia de los mulos? Sin duda que alguno se lo había soplado.»

Porque el pueblo piensa que el arcipreste se regocija desprestigiando al pueblo en materia de fe o de política. Los regalpetrenses se lo creerían todo del arcipreste, que tiene un harén o que come lactantes confitados, todo lo más atroz. Una vez que se descubrió una cripta llena de huesos bajo el pavimento de una iglesia, en seguida se rumoreó que el arcipreste se había llevado a casa un tesoro, un saco de luises escondido desde hacía siglos en esa cripta; y cuando la policía encontró en casa del arcipreste, en tiempos de la cartilla, una cantidad de trigo superior a la legal, nadie dudó en colgarle el sambenito de estraperlista. Pero el arcipreste sabe llevar muy bien esta capa de martirio: le han destrozado la viña, robado los bueyes y ha recibido cartas amenazadoras y llenas de insultos; al igual que se representa a los santos con los instrumentos del martirio, el arcipreste de Regalpetra podría figurar en una pintura de altar con una carta anónima en la mano. Si el cura de san Roque gasta algunos millones de liras y transforma su iglesia como Cobianchi, todos alaban la probidad y el amoroso cuidado del párroco para con la iglesia; pero si el arcipreste gasta unos cientos de miles de liras poniendo la mejor voluntad y buen gusto en la restauración de la Matriz, ni siquiera un perro le reconoce ese mérito. Por eso, si el paraíso existe, sin duda que el arcipreste se ha ganado un puesto en él; además es uno de esos curas que llega al paraíso todo de negro, sin la coquetería de esos pañuelos rojos que ahora está de moda alzar y agitar por encima de la multitud, con el Sillabo bajo el brazo y en la mano una lámpara de agradecimiento por la caída de la República Romana. Lo cierto es que esa lámpara que tiene en su iglesia la hizo hacer el arcipreste de 1849 y dejó escrito que la encendieran el día del aniversario. Para nuestro gusto es mejor un cura negro que un cura rojo; esos curas que salen con el rojo en la mano están creando una maldita confusión, si han escogido entre rouge et noir: «Rien ne va plus», mejor que vayan siempre de negro.

El arcipreste de Regalpetra, ayudante de cámara de Su Santidad, y, por consiguiente, monseñor, es un hombre pequeño y moreno, siempre con las manos anudadas a la altura del pecho, la cabeza alta como quien se apoya en las puntas de los pies para superar los obstáculos que le impiden ver; toca bien el órgano y es asimismo un buen conversador; no es hipócrita como muchos lo juzgan, toda vez que todo lo que en él hay de desagradable nace de su incapacidad de mixtificación. De vez en cuando nos encontramos, y yo pongo a prueba su paciencia, pues llevo la conversación al tema de España, donde ellos están requetebién, y de Perón; monseñor intenta soslayarlos hablándome de Dios y aconsejándome lecturas edificantes, tal vez rece por la salvación de mi alma, pero seguro que, si fuera posible, rogaría que me asaran en un gran fuego de leña seca, lo cual me da una sensación de seguridad y tranquilidad; en suma, con monseñor puedo hablar, pero con uno de esos curas nuevos me siento un poco inquieto. En Regalpetra también hay curas nuevos, rebeldes y mangoneadores; incapaces de soportar la poca autoridad que el arcipreste todavía tiene sobre ellos. Algunos van diciendo pestes del prelado; de esta manera, importantes elementos se suman a la «leyenda negra» del arcipreste.

Los curas nuevos constituyen la cruz de monseñor: activos y sin aliento como si dirigieran alguna empresa comercial, murciélagos que revolotean en los despachos regionales y en las antesalas de los políticos, con los bolsillos llenos de cartas dirigidas a la «Cámara de Diputados», «Senado de la República», «Asamblea Regional»; y cuando, además de ser tan activos, son guapos como don Gastón de Parise, los problemas adquieren una dimensión capaz de hacer perder el sueño al arcipreste. Está el cura joven que le organiza un pequeño y alegre escándalo y desaparece; y luego están los que se la hacen gorda, y los enviados de la Unitá se lanzan como halcones sobre la noticia: tres columnas y fotografías. La gente se divierte cuando estalla algún escándalo; la Unitá, que normalmente tiene un par de lectores, cuando publicó una especie de folletín sobre el cura guapo, vendió unas trescientas copias, hecho que impresionó incluso fuera de Sicilia por la manera en que lo presentó el periódico; y monseñor se sentía como un caracol sobre las brasas; en efecto, porque a los regalpetrenses no les interesaba tanto el hecho en sí como la cara que ponía monseñor; por el placer de hacerle un desplante, en cualquier momento serían partidarios del escándalo y el sacrilegio; y si un hecho boccaccesco florece a la sombra del confesionario, la culpa, claro está, no es del joven cura que cede a la tentación y de la muchacha que sigue al cura, la culpa es de monseñor, de aquel pobre hombre cuya larga vida no se ha visto nunca manchada por la menor sombra de una sospecha boccaccesca.

Monseñor tiene una amplia parentela, ha movilizado a todos sus parientes en la DC y él se ha quedado al margen, fuera de lo que le compete según los decretos del Santo Oficio y las cartas pastorales del obispo. No le gusta ese baile de san Vito de la política en el que muchos curas caen; además, la mejor política que puede hacer en favor de la DC es no aparecer en público, porque se quedaría solo; por lo demás, los parientes saben hacer bien las cosas, constituyen un clan tan compacto y activo que nadie osaría tocarlo.

Esta especie de nepotismo alimenta la aversión contra monseñor, pero la verdad es que en Sicilia la política siempre se convierte en una cuestión de tribu cuyo miembro más autorizado o representativo arrastra por lo común a todo el resto, incluidos simpatizantes y familiares; a fin de cuentas, un partido es una especie de gabela del latifundio.

La DC de Regalpetra es como esas fotografías: recuerdo aquellas en las que al lado del bisabuelo o del pariente de América se agrupan en forma de árbol genealógico todos los demás familiares, hasta el recién nacido con el pecho en la boca: monseñor en el centro, y tres generaciones de parientes dispuestos alrededor de este como una especie de ola ascendente. De nada ha valido que los restos de la Democracia del Trabajo, el Uomo Qualunquista e, incluso, el Partido de Acción hayan ido a parar a la DC, con intenciones poco cordiales en cuanto al grupo familiar: la tribu devora cualquier fuerza contraria que se cree en su seno. Es un bonito ejemplo de libro de lectura, la unión que hace la fuerza, el haz de bastos que no se dobla.

Es indudable que los otros curas no ven con buenos ojos este grupo familiar, por ello intentan relacionarse directamente con los políticos del arco electoral; cada cura tiene su candidato y apuesta por su propio número, al margen de la terna o la cuaderna propuesta por la sección del partido. Esta última apoya generalmente a un hombre de la provincia o, en casos muy raros, de la cercana provincia de Caltanisetta, lo que no deja de ser un criterio exacto; es lógico enviar al parlamento a gente que conoce nuestros problemas, pero está claro que si hay un candidato que por inteligencia y cultura es superior a la opaca mediocridad de los otros candidatos y, además, es incapaz de jugar a la mistificación electoral, aunque haya nacido en un pueblo cercano y conozca nuestros problemas, está claro, decíamos, que la sección no lo pondrá en la lista: tal es el caso del honorable Ambrosini. Pero esto es otra historia. Por tanto la sección escoge a sus candidatos sobre la base del buen vecindario, así resulta que el cura de san Rocco, por ejemplo, es candidato de la provincia de Trapani, que es la zona más alejada de Regalpetra. De este modo se pasa por alto la estructura de partido y nace la relación directa entre el cura y el político.

Un cura representa una fuerza de trescientos a setecientos votos, eso un cura que sepa actuar, porque los hay también que duermen incluso en el período electoral y dejan el catecismo del voto a los activistas del partido. El párroco de san Rocco sabe hacer las cosas, manipula sus setecientos votos de una forma poco ortodoxa a los ojos de la sección del partido y tiene preferencias absolutamente contrarias. Es joven, está lleno de un espíritu aventurero y polémico, y, arcipreste in pectore si los superiores siguen teniéndolo en estima, dice: «Inmerecidamente», cuando hace referencia a la estima de que goza, y no hay forma de contradecirlo. Lee a Guareschi y a Merton, y bromea orgulloso entre don Camilo y el sinite párvulos. Tiene una parroquia de campesinos, aparceros pequeños y braceros, en su mayoría rojos; pero las mujeres expían con su devoción el error de los hombres; aquellos setecientos votos, uno tras otro, proceden de la incontaminada fe de las mujeres. La iglesia tiene un pequeño campo del Señor cuyos frutos van a parar al cura pro tempore, que lo cultiva con criterios racionales, multiplicando así sus frutos. Corre en Lambreta del pueblo al campo o a la capital; nunca está sin hacer nada, cuando uno le habla siempre se distrae con quién sabe qué huidizo pensamiento; y cuando habla nunca termina lo que iba a decir, los pensamientos se le escapan en gran y confusa desbandada. Sin embargo, cuando quiere dinero para la iglesia es lógico y preciso, y el dinero se lo dan, en Palermo y en Roma. La gente dice: «¡Qué ladrón…!», pero con afectuosa complacencia, como si fuese un niño que hurta dulces y rompe algún que otro vidrio del vecino a golpes de honda.

Las iglesias del pueblo no poseen aquella «sobrecarga de almas» o superaglomeración en la que se basan las disposiciones gubernativas para la edificación de nuevas iglesias. En cuatro años se han cerrado cuatro iglesias, una de las cuales, la más bonita y antigua, está medio en ruinas; otras dos nunca abren sus puertas, excepción hecha de algún que otro funeral. Siguen funcionando las cuatro parroquias en que el pueblo está dividido, y la iglesia de la Matriz. Hace veinte años había en Regalpetra más de una docena de curas, en la actualidad sólo hay cinco y medio, toda vez que uno, coadjutor del arcipreste, tan dócil y remisivo como autoritario y pedante es el arcipreste, no podemos considerarlo como unidad. A los chicos de Regalpetra, cuando muestran una cierta inclinación por el estudio y las familias no tienen posibles, se les envía al seminario episcopal o a los colegios de jesuitas, pero son pocos los que se quedan hasta celebrar misa, permanecen ahí hasta que pueden y luego se largan presentándose a los exámenes de la escuela pública para el título de maestro o el de bachiller superior. Hace veinte años que los regalpetrenses practican este juego, y siempre les sale bien porque tienen peces gordos en la jerarquía eclesiástica, sobre todo un mandatario jesuita. Por eso los hijos de los burgueses y de los artesanos entran con gran facilidad en los colegios de jesuitas, pagando una mensualidad irrisoria; no cabe duda de que al principio tienen que demostrar vocación, los parientes que los recomiendan empeñan su palabra en ella, luego, de golpe, la vocación se apaga, precisamente cuando el muchacho está en condiciones de aguantar un trozo de papel en las escuelas estatales.

El joven que sale de estos seminarios siente, sin embargo, una especie de complejo de evasión: un vago sentimiento de sacrílega culpa al que se opone una actitud blasfema y de burla, un arrebato reivindicador y exhibicionista en la actividad amatoria, ostentación que se empapa de furor profanatorio. De cada veinte muchachos que entran en los seminarios, diecinueve se escabullen en el momento oportuno; puede ser que, dados los tiempos que corren, el que se queda compense suficientemente la fuga del resto. Antes sólo iban al seminario los chicos que sentían verdadera vocación, ayudaban en misa y hacían de monaguillos en las procesiones; al que les preguntaba lo que querían ser cuando fueran mayores, le respondían: «Cura», y entraban en el seminario y ahí se quedaban.

A menudo el niño que deseaba ser cura creaba conflictos entre padre y madre, ahora no hay peligro de que la paz familiar se vea turbada por una infantil vocación apoyada por la madre y rechazada absolutamente por el padre. Antes, en la imaginación de los niños ocupaban los primeros lugares el carabiniere y el cura, sin embargo, en la actualidad, han sido sustituidos por el ingeniero constructor de cohetes interespaciales y el jugador de fútbol; si van al seminario saben a ciencia cierta que saldrán de él a una edad razonable. Por esta razón en Regalpetra muchas iglesias corren el peligro de quedarse sin cura titular, a menos que se recurra a la importación.

A excepción del párroco de san Rocco, los curas de Regalpetra son personas tranquilas, dicen misa y renuevan los ramos de flores de los altares, pasan cuentas y murmuran un poco del arcipreste; todos tienen algunas propiedades, tierra del Señor o tierra heredada. Los incidentes con los comunistas a propósito de bautismos y casamientos se reducen al mínimo indispensable, con tanta buena voluntad por ambas partes que ni siquiera cuando, para emigrar al Canadá, hay que certificar que un comunista no es comunista, los curas se fijan en menudencias. Monseñor —injustamente considerado incapaz de actos de clemencia— tiene una visión de los comunistas semejante a la que Kutusof tenía de Napoleón; mientras éstos avanzan, la DC y con ella los parientes de monseñor, van haciendo limpieza y manipulan con suma brillantez las oficinas de colocación, los astilleros escuela y las entidades asistenciales; pero si se retiran, a enemigo que huye puente de plata: el certificado de que no pertenecen al PC o al PSI, viático indispensable para que uno pueda ir a cortar leña a los bosques del Canadá. En el momento de extender el certificado, monseñor hace una llamada a la conciencia del interesado. «Yo no sé —dice— si tú eres o no eres comunista, eso lo sabe tu conciencia», y al campesino le parece ridículo esa conciencia; morir de hambre en Regalpetra y que le hablen de conciencia no liga.