Alcaldes y comisarios

El Organismo Municipal de Asistencia Social paga a novecientos veinticinco pobres la cifra mensual de setecientas sesenta y cuatro liras. Su presidente, un joven democratacristiano cándidamente convencido de que cuanto dice Fanfani en contra de las camarillas y los aprovechados se puede empezar a realizar en Regalpetra, me dice que tres mil ciento treinta y cinco personas, o sea más de una cuarta parte de la población, tendría derecho a la beneficencia, pero que no hay dinero, y, además, las setecientas sesenta y cuatro liras no solucionan nada. Esto es lo que también a nosotros nos parece. Claro está que para el pobre la situación es muy distinta, pues de esta manera un día se encuentra en las manos esas pocas liras y el resto del mes lo pasa esperando la próxima paga. Le pregunto si en los períodos electorales el número de los asistidos aumenta considerando que el Organismo Municipal de Asistencia está en manos de los democratacristianos; resulta inútil plantear semejante cuestión cuando la comisión del ECA, elegida por el Consejo municipal, está compuesta por comunistas y socialistas. El presidente admite que en el pasado se ha hecho de esta manera, pero que el juego ha sido contraproducente. Apenas corría la voz de que se habían aprobado nuevos presupuestos para la asistencia, los pobres bullían como moscas, y no sólo ellos, todo el pueblo pedía beneficencia, incluso los que poseían salmas de tierra; y cuando la comisión se decidía por el no, los descartados pasaban a ser irreducibles enemigos de la DC, mientras que si se dejan las cosas tal y como están la gente se olvida incluso de la existencia del ECA. Como estamos en período electoral y la campaña para las elecciones regionales está a punto de empezar, el presidente me declara que aunque le manden dinero o ciruelas secas en concepto de beneficencia extraordinaria, lo distribuirá sin tener en cuenta el resultado electoral; parece muy decidido a ello, de lo que me alegro.

La mayoría de los asistidos son viejos, en especial mujeres que viven solas y cuyos hijos se encuentran en Bélgica, Francia o el Canadá, y éstos les cuentan siempre en sus cartas que no ganan mucho, no pueden mandar ni cinco y sólo para Navidad o Pascua ponen en la carta un billete de mil francos o de cinco dólares; las viejas se quedan en casa, incapacitadas ya para el trabajo y se miran las manos que más bien parecen raíces; se dejan morir sentadas en una silla, delante de la puerta de su casa.

Es sorprendente el número de viejas que viven solas a causa de la emigración; no debe haber muchos pueblos con tantos viejos como Regalpetra. Si, viviendo en él, nunca lo habéis observado, meteos el día de las elecciones en el atrio de las escuelas, fijaos en los coches que van llegando, llevan en el radiador el escudo cruzado o la llama, descargan viejos sin parar, los acompañantes los guían hasta las secciones, a menudo son éstos los que votan por ellos, alegando al presidente de la mesa, con un certificado médico, que la mano de los viejos es como una rama arrancada y seca. Los coches descargan incluso viejos tarambanas y se ven cosas de todos los colores; a veces algún presidente de mesa, o los escrutiñadores comunistas, no quieren pasar por tontos y declaran que el viejo acompañado por una monja o un joven activista no está en condiciones de comprender y le hacen un par de preguntas al anciano. Uno contestó una vez que había venido a votar porque el barón se lo había pedido.

—Carmelino, me dijo, tienes que votar por Gancitano. Es como si lo hicieras por mí.

Y era cierto que el barón le había dado este consejo ¡pero cincuenta años atrás! Los viejos no entienden nada de lo que pasa, como mucho saben que deben votar por la cruz, o por el principito que es el padre de todos y nos han dejado huérfanos al expulsarlo, o por el partido fascista que era el mejor y mantenía el orden. Llegan boqueando y bajan de los coches dando grandes suspiros:

—Señores, lo hago por ustedes; Virgen santísima, vos sabéis por qué he venido.

O si los traen en coches fascistas o monárquicos preguntan, con un súbito arranque de desconfianza después de aquel peligroso viaje en automóvil:

—Pero ¿seguro que vuelve el principito?; ¿no ha muerto Mussolini? —haciendo que se partan de risa los comunistas que no acostumbran hacer este servicio de coches y prefieren reunirse delante de las secciones para gozar del espectáculo, que llaman transporte de cadáveres. Pero los fascistas y los monárquicos alguna vez se han quedado con un palmo de narices, porque los viejos, instruidos secretamente por activistas democratacristianos y ursulinas, se dejan transportar hasta las sedes y luego votan por la cruz. A un misino le ocurrió que mientras llevaba a una mujer anciana a votar, dando por asegurado el voto, pasaron ante una iglesia y oyó a la anciana decir:

—Oh, santa iglesia, por vos doy este paso.

El misino se quedó helado y le tocó llevar un voto a la DC.

Tres mil ciento treinta y cinco pobres son muchos pobres para un pueblo de unos doce mil habitantes; pero son pobres, como se dice, retirados, o sea que no exhiben por las calles el espectáculo de su miseria y la sufren en silencio; sólo tres o cuatro mendigos deambulan por las calles, y quizás sean los que menos penuria pasan, pero mendigar es como un vicio. Le pregunto al presidente del ECA qué piensa que comen estos pobres y me responde:

—Como término medio, medio kilo de pan, un puñado de minuzzaglia (minuzzaglia es el residuo de los paquetes de pasta que los tenderos venden a bajo precio) y cincuenta gramos de verduras silvestres.

A veces la Comisión Pontificia distribuye mantequilla o el ECA da latas americanas de carne, víveres que los pobres venden en seguida; dicen que para comerlos es preciso pan a voluntad y ellos no tienen; algún pobre que sabe de letras dice que quien sólo comiera carne y mantequilla correría el riesgo de acabar como Bertoldo, que es sabido, murió por no haber podido hacer, en la corte de Alboino, una alimentación a base de raíces y judías.

Los pobres, en el balance del Municipio, bajo los capítulos hospitalización, medicamentos, cajas y transportes fúnebres, pesan unos tres millones, el balance siempre es deficitario y, por consiguiente, en opinión de los administradores, esos tres millones constituyen un maldito lastre. Además, los beneficiarios de esta suma, que los administradores incluyen de mala gana en el balance, no son los pobres que residen en el municipio, sino los regalpetrenses que viven en Roma, los encuentras en las viejas y oscuras casas de la calle Governo Vecchio o en Tormarancio, contrabandistas de tabaco en los áureos años de la posguerra y, ahora, sumergidos de nuevo en aquella miseria que lograron eludir durante dos o tres años; son los regalpetrenses de Roma, Turín y Milán los que gravan el capítulo hospitalización; acaban en el hospital, y los hospitales de Roma, Turín y Milán pasan factura al Ayuntamiento de Regalpetra; cada año, estos emigrados absorben unos dos millones en gastos de hospital. Por el contrario, a los pobres que residen en el pueblo sólo les corresponde un millón en concepto de medicinas, ataúd y carro fúnebre. Es triste ver el carro de los pobres atravesar el pueblo con el letrero del servicio municipal, y no va lentamente como cuando hace el servicio para gente que paga, hasta el cura parece tener prisa. Recuerdo un entierro, era un día de mucho sol, el pueblo se calcinaba bajo la luz, el carro venía por la avenida, diez pasos delante el cura de negro, después el carro con el ataúd encima, cuatro tablas de madera blanca, como una caja de embalaje; detrás del carro un hombre y un niño, aquél lloraba y éste miraba la avenida desierta bajo el sol, las tiendas iban cerrando a medida que el carro pasaba, pues tal es la costumbre que aquí se tiene cuando pasa un muerto.

Si hojeamos el índice de las deliberaciones realizadas desde 1944 hasta hoy, observamos que aparece con frecuencia la frase: aprobación de los gastos por cajas de muertos para los pobres; a decir verdad, con menos frecuencia en estos últimos años: los viejos se privan de todo con tal de ahorrar unos miles de liras para el carro de los muertos y la tumba decenal, les angustia mirar aquel cuadro con el letrero de servicio municipal y la tumba con la cruz de hierro y el número, quieren irse de este mundo con decoro y tener encima de la sepultura una lápida de mármol con nombre y apellido. Los administradores, que cuentan a los pobres en el momento en que mueren, o sea cuando necesitan cuatro tablas clavadas y el carro de los muertos, aprovechan estas ocasiones para declarar con satisfacción que ya no hay pobres. Además, de los pobres («¿Pero es verdad que aún hay pobres? —se preguntan los señores—. ¡Si es difícil encontrar una mujer de servicio o un mozo!») se encarga el ECA y ya hemos visto lo que les da, suma a la que hay que añadir una pequeña paga que llaman extraordinaria para casos de enfermedad o el imprevisto y atroz descubrimiento de un caso de absoluta miseria. No se pueden dar más de treinta mil liras al mes en concepto de extraordinaria. No obstante, los administradores que el Municipio ha tenido desde 1944 hasta hoy no han tenido siquiera tiempo de darse cuenta de si en el pueblo había pobres. Otras cosas ocupaban su pensamiento.

Al alcalde del 44, hombre apoyado por los americanos, le mataron la noche del 15 de noviembre de aquel mismo año; era una noche de domingo, la plaza estaba llena de gente, le apuntaron con una pistola en la nuca y dispararon. El alcalde iba con unos amigos, nadie vio nada, se hizo un vacío de miedo en torno al cuerpo del finado.

Tenía muchos enemigos, durante toda la vida arrastró pleitos de los juzgados al supremo, incluso había tenido un pleito con uno de los jefes de la mafia siciliana, fueron socios en una especulación minera y luego enemigos. Los americanos, que en seguida se abandonaron a los consejos de los viejos políticos que habían sobrevivido no tanto a las persecuciones como a los compromisos fascistas, le designaron alcalde de Regalpetra, le pusieron delante un montón de am lire[7] y le dieron absoluta carta blanca. Pese a los pleitos y a todo lo demás, quizás hubiera podido ir tirando hasta morir de apoplejía, toda vez que ésa era la muerte que su naturaleza sanguínea y colérica le reservaba; pero sus amigos, los amigos de sus amigos y los americanos lo destinaron a una muerte más violenta al otorgarle aquel puesto.

Esa misma tarde, el alcalde había tenido una disputa con un parado, un minero de la azufrera no exento de antecedentes penales, pedía trabajo o asistencia, el alcalde le contestó con malos modos y, dado que el obrero insistía, tuvo que intervenir un amigo del alcalde para reducir al impertinente. Tres horas después el alcalde se desangraba en el adoquinado bajo la luz avara de las tiendas; aún persistían las luces del crepúsculo y se distinguía la gabardina clara del alcalde en el adoquinado ennegrecido por la lluvia.

El sargento de carabinieri era un tipo decidido, cogía las cosas al vuelo, y no perdió ni un minuto: fue a casa del azufrador y lo sacó de la cama; era un maleante, horas antes había provocado al alcalde y al amigo de éste, había sido amonestado y se había vengado en seguida.

El azufrador cumple ahora 24 años de cárcel, que le dieron en el proceso de resultas de los hechos, pero yo aún no estoy convencido. Tal vez los jueces hayan logrado, a través de los indicios, reconstruir el delito con tanta aproximación como para tener la conciencia tranquila ante la condena. Yo conocía a ese hombre y no habría dudado en atribuirle un robo, pero nunca le hubiera considerado capaz de matar. Sin embargo, todos podemos equivocamos, yo o los jueces; incluso me atrevo a decir que hasta un sargento de carabinieri puede equivocarse; por eso tiemblo sólo de pensar que debo juzgar a alguien, y temblé verdaderamente una vez que me habían metido en una lotería para la elección de jueces populares. Por suerte siempre acostumbro perder en la lotería.

Cuentan que el alcalde de los americanos, después de haber obtenido el cargo, le dijo al contable del Ayuntamiento:

—Nosotros tenemos que simplificar las cosas. Fuera todos estos archivos. Sólo necesitamos una libreta. Usted apunta los gastos y el dinero lo tengo yo.

Esto me dispensa de ilustrar los méritos de su administración que, simplificada al máximo, transcurrió con toda tranquilidad; sólo un incidente la turbó: una pedrea que la gente lanzó contra los balcones de la residencia municipal un día que faltaba más pan que de costumbre. Digo un solo incidente porque del segundo, el alcalde apenas tuvo tiempo de darse cuenta de que lo era, y ya estaba muerto.

Mientras lo acompañaban al cementerio, y mientras sus amigos juraban sobre el ataúd que castigarían al culpable y alababan las claras virtudes del finado, la gente ya se planteaba el problema de la sucesión. Por vez primera se oía hablar del Comité de Liberación, hacía tiempo que actuaba en Sicilia, pero en Regalpetra el alcalde tenía poderes de estado de sitio y nadie se había atrevido nunca a hablar de los Comités de Liberación. Rápidamente constituido, el Comité se enfrentó al problema de la sucesión. Regalpetra es un pueblo difícil; toda decisión que requiera el acuerdo de más de dos personas está casi destinada al fracaso. Por esta razón y para evitar una fastidiosa lucha intestina, el Comité acordó nombrar alcalde a uno que no era de Regalpetra, a un naturalizado, digamos. Aquí, los forasteros siempre han tenido suerte, el pueblo goza de una tradición de hospitalidad generosa, que es una verdadera pasión; basta con recordar que el estatuto del círculo de los ciudadanos, muy riguroso en lo referente a la admisión de socios nativos, admite a cualquier forastero sobre la base de la simple formalidad de la solicitud.

El alcalde no regalpetrense administró unos seis meses el Municipio, luego el gusto de cambiar privó sobre la xenofilia: el Comité de Liberación depuso al alcalde que había elegido seis meses antes y aquel pobre hombre dejó a un excapitán del ejército el puesto que con tantas tribulaciones había mantenido; en efecto, no había ganado nada, más bien al contrario: un nocturno trabajo de expertos le había tronchado, como afrenta, una joven y prometedora viña de su propiedad. El excapitán que salió elegido alcalde en el laborioso cónclave del Comité de Liberación era escrupulosamente honesto, todas sus características correspondían a la imagen que en una época los burgueses se hacían del militar de carrera: puntualidad, escrúpulos y tozudez; distribuía personalmente el pescado seco y el azúcar del UNRA. La verdad es que el trabajo de un alcalde en aquel tiempo se reducía a la distribución del pescado seco o a canalizar con habilidad hacia el mercado negro algún barril de ese mismo pescado seco. El excapitán sufría de insomnio con sólo pensar que algún asesor pudiera desear bacalao para uso familiar o para hacer contrabando, y éstos se inquietaban al sentirse objeto de semejantes e insomnes muestras de desconfianza. No es que quisieran obtener un trozo de merluza destripada, lo que les intrigaba era esa desconfianza. Y con este juego de palpable desconfianza y resentida murmuración, se llegó a las primeras elecciones administrativas. Tampoco el pueblo pareció apreciar, en mayor medida que los asesores, los escrúpulos del alcalde: la lista de la Democracia del Trabajo, capitaneada por el excapitán, obtuvo en las elecciones administrativas del 45 poco más de mil votos, los mismos que consiguieron los comunistas, mientras que la lista que llevaba como emblema el escudo cruzado, la estrella de los liberales o el UQ [Uomo Qualunquista] de Giannini recaudó cuatro mil votos.

Se llegó a esta concentración de democratacristianos, liberales y «qualunquisti» gracias a las negociaciones qué abrió la DC. Un exjefe de policía del reino, pez gordo de la DC provincial, llevó a buen puerto la difícil empresa, difícil no porque existieran, como se podría pensar, escrúpulos de tipo político, pues este género de escrúpulos en Sicilia se consideran ridículos; aquí lo que cuenta no es la lucha política como en otras partes, sino los individuos más o menos honestos, las familias, las amistades y los viejos o nuevos rencores. La empresa era difícil porque la entrada en un partido se establece sobre la base de incuestionables hechos personales. Si uno que no es amigo mío decide meterse en un partido, yo no tengo otra opción que escoger el contrario, etc. Al principio, el PCI también entraba en el juego, quien tenía enemigos en la DC hallaba en aquél el punto extremo y opuesto en el cual ubicarse; luego corrió el rumor de que el PCI pasaría a la ilegalidad, y el miedo a quedarse sin protección en un partido destinado no sólo a no vencer nunca, sino a asedios y persecuciones (en los sueños del llamado hombre de orden existe para los comunistas una suerte de noche de san Bartolomé); a éste le gusta decir: «A los comunistas yo los exterminaría en una noche.» (Sin decir cómo, daría carta blanca); estos temores y sensaciones excluyeron al PCI del juego.

En cualquier caso, el excapitán superó brillantemente las dificultades: los tres partidos, o, mejor, grupos, se pusieron de acuerdo; elaboraron una lista de la que formaban parte un exalcalde fascista, un senador, un centurión y dos jefes de manípulo de la difunta milicia popular, o sea fascistas de primera hora y antifascistas de última. Miembros del Comité de Liberación se encontraron junto a personas que habían sido depuradas. Es cierto que, en los Comités de Liberación, democratacristianos y liberales se habían dedicado de forma exclusiva a salvar a los náufragos fascistas, pero la concentración no dejaba de ser extraña. En Sicilia ocurrió por doquier más o menos lo mismo. Desde el principio la DC practicó una pésima pedagogía; un partido que salía de la lucha contra el fascismo no pudo prescindir de los fascistas. El hecho es que la popularidad de la que parecía gozar algún exalcalde o un jerarca fascistas (durante veinte años incluso personas honestas y apreciadas tuvieron manera y ocasión, tentación o miedo, de mezclarse con las filas fascistas) impresionaba a los democratacristianos que, como aún es habitual en ellos, nunca han querido correr riesgos; lo que desean es vencer a toda costa, sin importarles las personas o los medios de que se sirven; tener una espinosa compañía es mejor que estar aislados y solos. Con las alianzas efectuadas en el sur para las primeras elecciones administrativas, la DC empezaba a digerir, con las consabidas indigestiones y dispepsias, los restos del fascismo.

El exalcalde fascista de Regalpetra, con el que se terminó la época del excapitán del reino, gozaba de una efectiva popularidad, había sido generoso y honesto y había puesto sus mejores intenciones en la administración del Municipio; en tiempos de proverbial rapacidad, pagaba los gastos públicos con dinero de su bolsillo; ni siquiera Mussolini lo hubiera creído. Con él en la lista, la DC estaba segura de la victoria. Cabe decir que los democratacristianos sabían muy bien que existía una ley que situaba a los jerarcas fascistas en la ilegalidad, pero se servían del exalcalde para cazar con mala fe a los electores; y éste, que no ignoraba la ley, lo admitía sólo para conseguir una victoria personal. Después de haber pasado un proceso de depuración, pretendía demostrar que no había perdido estima y respeto. Y el resultado fue satisfactorio, verdaderamente.

El Consejo municipal, con veintitrés consejeros de la mayoría y siete de la minoría (todos ellos de la Democracia del Trabajo), se vio inmerso en una borrascosa disgregación a causa de la caída del exalcalde que era el único que podía mantener el equilibrio en el seno de una mayoría unida. Fue elegido alcalde un médico democratacristiano; pero no duró mucho. Luego, un abogado independiente, exjefe de la milicia, que durante dos años condujo a trancas y barrancas el Ayuntamiento, en un paradójico juego de combinaciones y alianzas. Por último, la situación cristalizó: los consejeros democratacristianos pasaron a ser la minoría de la oposición, la minoría de la Democracia del Trabajo se dividió entre la mayoría liberal-qualunquista y la facción democratacristiana. Llegados a este punto, con esta última en la oposición, al gobernador civil le pareció claro decretar la disolución del Consejo municipal de Regalpetra, y ya era hora, porque las sesiones del Consejo se habían convertido en un espectáculo del que se lamentaban los profesionales del cinematógrafo; la gente decía: «Esta tarde hay Consejo», saboreando ya la escena.

Los campesinos volvían al pueblo unas horas antes de lo habitual para no perderse la función, circulaban versos en dialecto que constituían una cómica síntesis de las situaciones y actitudes que se podían observar en las reuniones del Consejo.

Quien piense que las actividades propias de un alcalde se acaban en un buen servicio en lo referente a abastos e higiene, una justa aplicación de tasas y un buen uso de éstas en los servicios públicos, es que le falta imaginación y no debería hacer la prueba de administrar un pueblo como Regalpetra. El hombre más adecuado para el cargo era el exjefe fascista, que poseía fantasía, al igual que sus sucesores. De hecho, la situación del Consejo se reflejaba en la Junta, toda vez que ésta estaba formada por cinco personas y en Regalpetra es casi imposible que se pongan de acuerdo más de dos, como ya dijimos. El alcalde, que era abogado, puso en funcionamiento sus baterías profesionales y empezó a prodigar querellas y denuncias a asesores, consejeros y empleados municipales, pero no por delitos económicos o por malversación, sino casi siempre por ultraje. Cuando el alcalde dijo en el Consejo que no consideraba oportuno aumentar, como recomendaba la ley, los sueldos de los empleados municipales, y que éstos ya eran ricos y el pueblo miserable, un consejero juzgó demagógicas las palabras del alcalde y éste fue denunciado. Un asesor fue denunciado porque había definido la negativa del alcalde a la propuesta de reunir la Junta como acto mafioso, y lo bueno fue que en el proceso correspondiente, el juez absolvió al imputado por insuficiencia de pruebas, pese a que éste había admitido haber pronunciado aquella frase; fue un proceso memorable; acusado, acusador y público todavía se preguntan qué pruebas tenía el juez.

El alcalde, constantemente ultrajado, apelaba a la ley con la misma constancia; y todos los consejeros se conformaban con llevar en el bolsillo los breviarios de derecho administrativo y penal, incluso los zapateros y los ciudadanos que habían tenido la fortuna de ser elegidos concejales habían ido adquiriendo los artículos del código penal referentes a difamación, ultraje, calumnia y ofensa a los cargos públicos. Convertido en una academia de embrollos legales y sutilísimas interpretaciones jurídicas, el Consejo no podía sino suscitar el apasionado consenso de los regalpetrenses, toda vez que en el interior de ellos hierve un sofisticado espíritu, y un amor por las leyes a causa del sofisticado juego que con ellas se puede lograr; el regalpetrense que va a la ciudad para solucionar un asunto o para obtener un documento, si le sobra media hora, la pasa en el tribunal aun a riesgo de perder el tren, lo cual acontece si el proceso es interesante. Por esta razón el decreto de disolución del Consejo provocó desilusión y encono; la DC, que había provocado dicha decisión, no obtuvo sino odio; el alcalde saliente recibió la aureola de víctima. Sin embargo, muchos consejeros respiraron, se sentían con un pie en la sala del Consejo y otro en la cárcel de san Vito, alguno salió del barullo del Consejo con los papeles manchados, negro sobre blanco en la ficha penal.

El consejero del gobierno civil que vino a administrar el pueblo hasta las nuevas elecciones nombró vicecomisario al secretario local de la DC, victorioso protagonista de la disolución del Consejo Municipal: juntos trabajaron para demostrar lo que un administrador sabio y democratacristiano podía obtener en obras públicas y asistencia del Gobierno central y regional. Regalpetra tuvo una placita de ladrillos de asfalto, un centenar de metros de cloaca y un poco de asistencia para los parados, pero el «fogaje», una de las tasas municipales más odiosas por la arbitrariedad y las injusticias que consiente a los administradores, amortiguó el efecto que en los regalpetrenses hacía la placita de ladrillo. El increíble déficit del balance municipal sólo podía ser compensado por medio del fogaje; pero el disuelto Consejo, compuesto en gran parte por personas que debían pagar dicha tasa, había hecho acrobacias de todo tipo para que no se aprobara su aplicación; los pobres no pagan el fogaje, más de mil familias estaban exentas de pago; pero los ricos no tragan esa especie de privilegio, todos somos iguales frente a las tasas, los pudientes tienen este altivo sentido de la igualdad: debemos poner tasas sobre el precio de venta del vino y la fruta, cosas que compramos todos, todos debemos pagar. En efecto, en un país como éste, quien tiene tierras al sol no compra nada: el pan, el vino, el aceite, las aves de corral y la carne de carnero, las verduras y la fruta, todo lo saca de la tierra que posee; por eso hay tasas que sólo paga el pobre, y el Consejo prefería endurecer estas tasas que recurrir al odioso fogaje.

Por aversión a la nueva tasa aplicada y aplicada a decir verdad con elogiable imparcialidad, por el comisario del gobierno civil, y por odio a la DC, y más que ésta a los parientes del arcipreste que regían los pasos del partido en el pueblo, los fascistas del MSI y fascistas independientes, socialistas, comunistas e independientes de izquierda constituyeron un bloque único; era curioso ver al exjefe de la milicia en la cabeza de la lista de un grupo tan paradójicamente compuesto, pero en nuestros pueblos se ven cosas increíbles, ni siquiera los que pasan por intelectuales hacen mucho caso de estas rarezas. El abogado exjefe, herido por la orden de deposición del gobierno civil, se embarcó en la batalla electoral con gran ímpetu. El abogado es un hombre agudo, de conversación divertida; es divertida toda conversación en la que salen a relucir las desagradables verdades de las personas que conocemos, y si no las verdades, las malignas sospechas, y si ni siquiera éstas existen, entonces hay que echar mano de la fantasía. Pero el abogado puede prescindir de la fantasía, al margen de los valores personales de los candidatos de la DC que, ironías aparte, son valores dentro de una determinada y concreta «sociedad». El abogado tenía debilidad por los parientes y las genealogías, conocía todas las pequeñas y grandes manchas de las familias de los candidatos, desde las hijas en edad casadera, cuyos pequeños amores por entre las ventanas y el callejón no pasaban inadvertidos, hasta las gestas poco edificantes de los abuelos. El arcipreste acabó con más saetas que san Sebastián, sólo que aquel no era muy guapo que digamos. Hacía un tiempo primaveral, el abogado hablaba hasta medianoche, desde lo alto de un balcón entretenía placenteramente a la multitud con su inacabable pesquisa genealógica; incluso las mujeres bajaban a la plaza para oírle. Noche tras noche aumentaban las cotizaciones de la lista del caballo alado, pues éste era el distintivo que el abogado había escogido inspirándose en la moneda de diez liras; los democratacristianos, cuya campaña se basaba en el resuelto problema del agua y en el de las cloacas por resolver, ya oían silbar el viento de la derrota. No obstante, vino en su ayuda el verano, la cosecha de habas estaba negra y seca en el campo; era el tiempo de la pesa. La última votación, o sea la del 48 para la Cámara y el Senado, había durado todo el domingo y hasta las doce del lunes, y ahora los campesinos lo tomaron con calma, quizá pensando que tenían tiempo hasta el lunes por la mañana. El hecho es que muchos de ellos no acudieron a las urnas. Los de la lista del caballo alado se dieron cuenta de ello demasiado tarde, los campesinos estaban todos de su parte; quizás a última hora intentaron hacer correr la voz de alarma por los campos. A las diez de la noche había grupos de campesinos delante de las puertas de las diez secciones, de las que ocho cerraron de forma implacable y los campesinos se quedaron blasfemando con el certificado en la mano. Los presidentes de las mesas electorales que decidieron cerrar a las diez salvaron a la DC que estaba a punto de ahogarse; con todo fue una victoria escasa.

El nuevo Consejo municipal estaba formado por veintitrés democratacristianos (y la fatalidad se extiende incluso a los números) y siete fascistas y comunistas. Los democratacristianos habían establecido entre ellos que el alcalde había de ser o el secretario local del partido o el vicesecretario; ambos candidatos se halagaban recíprocamente, cada uno de ellos se consideraba menos digno que el otro y se reconocían mutuamente las cualidades propias de un alcalde. Acabaron por pelearse, porque cuando uno dio muestras de querer aceptar los cumplidos y ruegos, en seguida el otro propuso su candidatura. Para evitar el caos, el secretario renunció en favor del vice. Con este antecedente se abre el caso del segundo Consejo municipal de Regalpetra, caso que apasionó incluso a ilustres parlamentarios.

El alcalde administraba el pueblo con gran deleite cuando un asesor le informó secretamente de ciertos rumores que circulaban; éste se había enterado por su mujer y ésta a su vez por una hermana casada, y ésta por su marido, y éste… un círculo tan vasto que aterrorizó al alcalde, un terror pirandelliano; su personalidad se derrumbaba en medio de aquel anillo de rumores. Cuando en un pueblo como éste la gente empieza a preocuparse por el sexual behaviour de una persona, es mejor cambiar de pueblo; se dice: «El cornudo sólo en su patria chica, el necio en cualquier villa», para decir que quien tiene problemas conyugales puede convertirse en otra persona con sólo abandonar el pueblo donde se conoce su desventura, pero un necio nunca cambiará de personalidad por mucho que cambie de lugar. Sin embargo, en el caso del alcalde, no se trataba de cuernos, ni él estaba dispuesto a huir frente a una clara difamación.

Quizás fueran la benevolencia y la caridad cristiana en que se inspiraba el informante rumor la causa por la que el alcalde creyó saber quién era la persona que lo había dado a luz; al igual que un crítico de arte atribuye un cuadro, éste es un Mantegna, éste un Velázquez, el alcalde dijo:

—Esta es del secretario de mi partido.

Tal vez sólo fuera intuición o quizá tenía pruebas o testigos. Un buen día le puso un pleito al secretario de la DC, un viejo amigo suyo y, además, compañero de estudios. La fatídica mayoría de los veintitrés consejeros democratacristianos se dividió, doce consejeros apoyaron al alcalde y diez al secretario del partido.

Mientras el pueblo hervía de enemistades, se celebraron las elecciones regionales del 51; los candidatos democratacristianos no salieron a la calle, que los comunistas, por el contrario, convirtieron en ágora, y hablaban con conmovidos acentos del martirio del alcalde. Llegaban parlamentarios democratacristianos con una secreta misión, oían todas las campanas, pero no se atrevían a lanzar injurias contra el alcalde; éste quería tener la razón y todos estaban dispuestos a dársela, aunque no supieran de qué manera. Incluso los prelados invocaban la paz. Cuando la situación parecía desesperada e incurable, en el sentido de que el partido debía tomar una clara decisión, y todos sabemos que la DC es extraña a las decisiones claras, el alcalde empezó a dar pasos en falso: en primer lugar, solicitó o simplemente aceptó el apoyo de la minoría del Consejo, luego demostró abierta simpatía y gratitud hacia los comunistas que contribuían apasionadamente a dramatizar el asunto. Los adversarios se desenmascararon, el sindicato había dejado de ser democratacristiano, el partido podía lavarse las manos en cuanto a él. Esa especie de contradanza en que se debatían los concejales del Ayuntamiento (cambiaban de humor continuamente, los más encendidos partidarios del alcalde se ponían al lado del secretario del partido y los partidarios de éste defendían ahora las razones del alcalde) se calmó de golpe. El resultado de las elecciones regionales, positivo para comunistas y fascistas, contribuyó, hay que decirlo, a que los consejeros dieran consejos más meditados. El alcalde se encontró aislado, todos los biempensantes lo consideraban comunista y, en consecuencia, errado, opinión, esta última, de la que también eran partícipes los comunistas. Incluso los consejeros de la oposición se dieron de baja como protesta: un ministro había sido recibido en el municipio sin que los consejeros de la minoría fueran invitados, y los siete concejales dimitieron del cargo pensando que su tarea era participar en las fiestas.

El alcalde, un joven que cada mañana oía misa y comulgaba con tanto embeleso que ursulinas e hijas de María lo llevaban, como se suele decir, en palmitas, democratacristiano de última hora, pero con mucho fervor y presidente de la Asociación de Maestros Católicos, el alcalde se hizo burlescamente escéptico en lo relativo a la religión, casi como si Dios fuera culpable en cierto modo de aquel terrible maquiavelismo. Le ocurrió lo que a Vestro, personaje de un famoso cuento de Fucini; sin embargo, todo hace pensar que hubo alguna inspiración diabólica, dado que el alcalde, como buen católico, quizá quiso tener en cuenta al diablo y llegó a la conclusión de que éste no quería líos con la DC.

De 1951 a 1954, la situación cristalizó; nadie osó llevar al Consejo una moción de confianza para con el alcalde, y éste permaneció en su puesto, a despecho de los que esperaban su dimisión; en las deliberaciones siempre quedaba en minoría, pero no se iba; ni siquiera dimitió del partido. Entonces, los concejales democratacristianos tomaron una estoica decisión, empuñaron la espada, como los antiguos romanos: dimitieron en masa; y de este suicidio del Consejo salió el habitual comisario del gobierno civil y el secretario local de la DC fue, una vez más, vicecomisario.

Parece ser que en Regalpetra el régimen comisarial es el único sistema para resolver aquellos problemas que en el Consejo municipal requieren la voluntad común de dieciséis personas por lo menos; lo cual resulta muy difícil en este pueblo, a menos que se trate de obrar en perjuicio de alguien, de ser posible en silencio. Esta es la razón por la que un Consejo municipal elegido democráticamente nunca estará en condiciones de decidir con serenidad; mejor un comisario, aunque sea un comisario fantasma y todo esté en manos del secretario de la DC. Aquel decide en un día cosas que el Consejo arrastra durante años y años. Esta es la opinión de muchos regalpetrenses; el Consejo municipal es divertido, pero sólo con el comisario se puede conseguir algo positivo. Nada más pensar que el comisario se irá y pondrá de nuevo el municipio en manos de los representantes del pueblo, los empleados caen en estado de hipocondría: se les ve apesadumbrados cuando por pasillos y oficinas circulan consejeros y asesores, y un alcalde clavado en una butaca como un monumento; los consejeros, que siempre son personas que pagan tasas, nunca encuentran el momento de decidir aumentos de sueldo, y es más probable que se les ocurra la idea de reducir la plantilla; y el trabajoso juego de los bandos, mediante el cual se forman y transforman las hábiles coaliciones de mayoría, se convierte para los empleados en una especie de astenia, toda vez que no saben a quién secundar, recomendarse y obedecer. Al igual que una piedra que rompe la superficie del agua en un estanque, este malestar se comunica al pueblo entero, muchos no son conscientes de ello y se divierten, pero el malestar persiste. Si seguimos los enredados asuntos de la administración municipal de Regalpetra a través de las actas de la Junta y el Consejo, uno tiene la sensación de entrar en un mundo en el que lo más importante y excelso es el juego de sofismas, ambages, engaños y cuestiones personales en guerra fría o declarada, un mundo que exalta el puro arabesco, al margen de toda relación con la comunidad. El único momento en que se establece una relación entre el administrador y el ciudadano es cuando este último precisa un certificado: el alcalde certifica nacimiento, identidad o muerte; este acto, que en otras partes pertenece a la administración ordinaria, aquí posee una especie de aura metafísica. Porque no es el pensamiento o la fe lo que nos salva del caos, sino el certificado; sin el certificado somos fantasmas. Alcalde y ciudadano, pues, imprimen al acto de la firma un sentido religioso; la burocracia, que en Sicilia es una institución metafísica, y en cuanto tal renegada, halla en la firma un vértice de consagración; cuando un alcalde ha firmado los certificados es como un cura que ha dicho misa, durante todo el día está en paz con su propia conciencia y con la comunidad, es como un artista que ha creado personajes, dando muerte a alguno, ha creado la historia de un pueblo por un día. La mayor ofensa que un alcalde puede hacer a los asesores es la de quitarles la firma, como hizo el último alcalde cuando vino a saber la difamación de que era objeto, y ello alcanzó los visos de un golpe de estado.

En tanto que entidad metafísica, la administración municipal, bajo signos y símbolos burocráticos, es «contemplación de la muerte»: por eso en el acta de las sesiones aparece con frecuencia la preocupación por el cementerio. Cada día, el alcalde crea un muerto, los muertos pesan más que los vivos, cada uno de nosotros vive a su manera pero todos moriremos, se tiene la sensación de que hay una multitud de muertos y no caben en el cementerio. Por lo menos, que un hombre cuando muera pueda estar cómodo y pueda poseer dos metros cuadrados de tierra seca. El campesino dice, hablando de la reforma agraria: «Claro que tendré tierra, la del cementerio seguro que no me la niega nadie.»

Por eso los administradores se preocupan por el cementerio. Hace diez años que se arrastra un «proyecto de ampliación del cementerio municipal». En el seno de la tempestuosa vida del Consejo municipal es un tema que continuamente vuelve y se disuelve. Quizá por esta causa nunca llegarán a aprobarlo. Entretanto, los muertos se acumulan, están dispuestos en forma de estratos, por falta de espacio, dos capas de muertos bajo el mármol y la hierba del cementerio. Además, el cementerio está en una zona muy húmeda y en pocos meses las cajas se empapan; el pensamiento de los muertos que se pudren en el agua obsesiona a los vivos, la idea del lugar seco creo que resplandece ante los ojos del moribundo como la última esperanza; los cónyuges ruegan al alcalde: «Por favor, un lugar seco

Es lo único que, en Regalpetra, se le puede pedir a un alcalde.

Por lo que a mí se refiere, tengo razón al pensar que no me tocará un lugar seco: tendrán que hacerme un ataúd en forma de barca.