El círculo de la concordia

Este círculo, que primero se llamaba De los nobles, después De la concordia, luego Recreativo 3 de enero, bajo la AMG sede de la Democracia Social (el primer partido que apareció en esta zona de Sicilia a la llegada de los americanos y que obtuvo la protección de éstos) y, por último, rebautizado De la concordia, fue fundado al parecer antes de 1866. En este mismo año, la población, enfurecida por el llamamiento a quintas de los Saboyas y relacionando de forma instintiva el servicio militar que les desposeía de sus hijos con los señores del círculo, le pegó fuego a este último con gran satisfacción; sin embargo, parece que sólo se quemaron unos pocos muebles, las personas se escabulleron al primer aviso y las salas quedaron un poco maltrechas. Hacia el año 1890, la lucha entre los Martínez y los Lascuda se hizo muy encarnizada y el círculo atravesó un mal momento, los Lascuda y sus comparsas lo abandonaron y abrieron otro círculo denominado De cultura; la verdad es que en ambos se jugaba al sacanete, pero el barón Lascuda de vez en cuando mantenía conversaciones sobre temas como «la erudición de Mongibello» y «el conquisto del Perú». La escisión duró un par de años, luego se entablaron negociaciones y se estudió un nuevo estatuto; el nombre augural de la concordia salió de la asamblea constituyente. El estatuto que se aprobó en dicha ocasión constaba de 400 artículos y un largo preámbulo en el que quedaban suficientemente documentadas las lecturas del barón Lascuda. Tal obra maestra de cultura literaria y jurídica sólo pervive en la memoria de los ancianos; cuando el círculo pasó a ser recreativo y fascista, las copias del estatuto se perdieron. De todas maneras, parece ser que la concordia ha reinado en el círculo desde entonces hasta hoy; las riñas e incidentes que con frecuencia surgen nunca llegan al extremo de la escisión o el pronunciamiento.

El pueblo lo sigue llamando círculo de los nobles (o de los señores, de los ciudadanos, de los don); los socios lo llaman casino, a secas. Está situado en el punto más céntrico de la avenida: consiste en una gran sala de tertulia tapizada de un color desteñido con sofás de piel oscura, una sala de lectura y tres salas de juego; en la sala de lectura está la radio, casi siempre encendida, de manera que la posibilidad de hacer provechosas lecturas es muy remota; encima de la mesa están los periódicos Il Tempo de Roma e Il Giornale di Sicilia, los semanarios Epoca, Oggi y La Domenica del Corriere, y las revistas L’Illustrazione Italiana e Il Ponte; esta última revista es tan poco leída como tolerada y se encuentra ahí, gracias a la concordia que da nombre al círculo y por voluntad de una decena de jóvenes. Cada final de año, al hacer el balance, se intenta anular la suscripción a Il Ponte, pero los jóvenes están alerta y vuelven a presentar a la junta la instancia de renovación; y los demás soportan el escándalo de semejante revista para no romper la concordia.

El actual estatuto prescribe que para admitir a un nuevo socio se debe llevar a cabo una votación en la que estén presentes la mitad más uno de los socios efectivos, y el candidato debe obtener los dos tercios más uno de los votos favorables; de manera que la admisión se hace muy difícil, a veces hasta imposible; el círculo vive períodos de humor bilioso en que, al enfrentarse el antiguo esplendor nobiliario al plebeyo presente, existe el peligro de que un joven licenciado, hijo de un burgués o de un comerciante, reciba una descarga de no; pero hay también períodos democráticos, y entonces es posible que un candidato sea admitido con una votación favorable. Los períodos que llamaremos aráldicos, acostumbran coincidir con ciertas actitudes de más pronunciado anticomunismo del gobierno, de intransigencia gubernamental para con las huelgas o de éxito electoral de las derechas; y los períodos democráticos coinciden con cierta afirmación, local o nacional de las izquierdas. Se trata de reflejos condicionados, que no llegan a la luz de la conciencia. Pavlov tocaba la campana y después hacía llevar el plato de sopa al perro, el perro asociaba la sopa al toque de campana y cuando aquélla se retrasaba a éste se le hacía la boca agua, por así decirlo; de igual manera, si el ministro se hace el duro con los profesores en huelga, la salivación reaccionaria de los señores es abundante, se les hace la boca agua por lo que podría venir a continuación. Durante el fascismo todo iba a la perfección, cada toque de campana venía seguido del plato de sopa. Ahora, sin embargo, la campana toca y la sopa quién sabe dónde se echa a perder. Los señores son fascistas a excepción de cuatro o cinco; es memorable la reunión que un federal, al que aquí se le recuerda como bestia y en otros lugares como criminal, organizó en la sala de este círculo, entonces recreativo; reunión cuyo objetivo el federal, por muy bestia que fuera, se había guardado bien de revelar; todos creían que sería una de tantas, para contar un ceremonial de Starace o incrementar la difusión del Popolo d’Italia. Nadie faltó y el federal los cogió por sorpresa: la guerra de España y voluntarios para la misma. Los señores se sintieron atrapados como ratones, los que estaban al lado de las puertas-ventanas se arrastraron con sigilo hasta las habitaciones contiguas y saltaron a la acera; los demás alegaron hepatitis, hemorroides y artritis. Este era el fascismo de los señores, de todos los señores de Sicilia; pensándolo bien, uno se da cuenta de que ése era el auténtico fascismo. No querían aventuras; un porrazo al minero que levantaba cabeza y al campesino; se protegía a la agricultura para que diera una buena renta al propietario que desde final de año hasta San Silvestre pasaba el día en el círculo; un cierto prestigio que ostentar en cruceros veraniegos, 500 liras todo incluido, a los puertos de Túnez y Casablanca. Sicilia, como dijo el duce, era fascista hasta la médula (la médula de los señores), pero se equivocaba mucho el duce si creía que por aquella médula corrieran escalofríos guerreros; a menos que no estuviera claro, pero clarísimo, que a la guerra iban los azufradores y los labradores y tan lejos como a África o España. Por la guerra en África y en España, entonces sí que en el corazón de los señores se oían marchas militares. «Tomada Neghelli», leían en el Giornale de Sicilia, mientras hacían una dulce siesta hundidos en la butaca, «conquistada Bilbao»: y la charanga resonaba con fuerza, conduciéndolos de la pesada digestión a heroicas y elevadas fantasías. Los alemanes coventrizaban[5] y las charangas volvían a sonar; luego empezaron los llantos y hubo música funeral; tan bien como iba todo, ¿quién le mandaba hacerlo?, se preguntaban angustiados. Le llevaban engañado, le traicionaban. Después, a medida que el ambiente se hacía cada vez más sombrío y el enemigo estaba más cercano, el pensamiento de los señores efectuaba una insólita evolución:

El nos ha engañado, nos ha traicionado.

De manera que en el año 45 nos tocó oír a algunos jerarcas fascistas exclamar con apasionada convicción, después de haber escuchado por la radio la noticia de los ajusticiados que habían sido colgados en plaza Loreto:

—Este es el final que tenía que tener, debía acabar así, nos ha destruido a todos.

Son los mismos que hoy dicen con la misma convicción:

—¿Por qué no procesan a ese Valerio? ¿Pero es que nadie se decide a matarlo?

El círculo de la concordia goza, además de un siglo de vida, de la gloriosa tradición de suministrar alcaldes al municipio; una sola vez pareció peligrar la tradición, pero la persona llamada a ocupar el puesto de alcalde —el segundo después de la liberación—, en seguida pidió ser admitido en el círculo. Alcaldes, corregidores y jerarcas de todo tipo. Tuvo el honor, asimismo, de contar entre sus miembros con un agente pagado por la Ovra[6], que a decir verdad podría haber hecho más daño que el granizo, sin embargo nunca puso en práctica lo que debería haber realizado por el dinero que le daban; no lo hizo en el círculo, pero quizá fuera hacía algo: y esto constituye, hay que reconocerlo, una clara prueba de concordia. A cada momento estallan disputas, que a menudo se encabritan hasta convertirse en peleas; nada de esto trasciende nunca al exterior y al poco se brinda por la reconciliación. De los ciento cincuenta socios, un centenar por lo menos son fascistas declarados, entre los que destacan un par de furiosos, locos de atar; una treintena son democristianos; hay un comunista; y el resto, en su mayoría jóvenes, está entre el socialismo de Saragat y el de Nenni. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que los fascistas no votan todos por el Msi, muchos votan a la DC; los fascistas furiosos son de esos que escriben en las papeletas electorales «todos cornudos» o «viva Italia»; sólo les aplacaría la resurrección de Mussolini. El único comunista que hay, no aparece nunca por allí. A parte de los locos políticos, el círculo cuenta con tres locos normales, por así decir: uno que estudia una trampa electrónica para ratas y garduñas, otro que cada año concurre al premio Nobel con un poema inédito de nueve mil versos en el que demuestra que la tierra no gira y, el tercero, convencido del genio de los dos primeros, se puede considerar el más adelantado. No obstante, son locos tranquilos: el primero se enfurece sólo si alguien osa poner en duda que las rocas, del tipo que aquí llamamos ferrizo, contienen uranio; el otro está intratable en otoño, cuando se aproxima la asignación del Nobel, y babeando con el presentimiento de que sus dos amigos no gozan de suficiente serenidad mental. Los políticos son más peligrosos; continuamente insultan a los traidores de la patria, a todos los que cambian de camisa, que en aquel entonces eran todos los hijos de la loba, por no hablar de aquellos que se pusieron el uniforme fascista; y de estas acusaciones pasan, de forma invariable, al elogio de las SS, los campos de exterminio y al «poco han hecho los alemanes, tendrían que haber metido en el horno a tres cuartas partes de los italianos». No es que los señores tengan sentimientos o buenas razones que oponer a las SS y sus hornos crematorios, al contrario; lo que les molesta es la filípica contra los que cambian de camisa, que a veces pasa a los casos personales y en ese momento surge la borrasca; éste es el aspecto peligroso de los locos políticos: son capaces de decir lo que deberían mantener callado en bien de la concordia, cosas como que alguien amaba la subsistencia del ejército patrio más que la patria, y los almacenes de las colonias veraniegas organizadas por el duce más que al mismo duce.

Después de la política, ciencia de la que muchos socios del círculo se sienten doctores y hacen previsiones que pueden considerarse justísimas, toda vez que luego los acontecimientos demuestran todo lo contrario, después de la política, digo, las mujeres. Los jóvenes sacan adrede el tema de las mujeres y fingen melancolía hacia aquellos a quienes la edad impide gozar de ellas. Don Ferdinando Trupia se levanta, enérgico, del sofá:

—Tengo setenta años, pero siento a una mujer de aquí a la esquina; quiero veros cuando tengáis mi edad.

—Nosotros hablamos en general, ya sabemos lo que todavía es usted capaz de hacer —protestan los jóvenes.

—Sí —dice don Ferdinando—, soy capaz de hacer locuras con una mujer. ¿Sabéis lo que me dijo el otro día una mujer de Palermo? Me dijo: eres mejor que un joven de veinte años, no es normal, tendrías que ir a ver a Coppola (Coppola es el director de la clínica psiquiátrica universitaria). A Coppola, ¿comprendéis? A mí también me parece que no es una cosa normal; quiero ir a verle; deben de ser los nervios.

El barón Lascuda levanta los ojos del diario y se dirige al vecino:

—Si él tiene que ir a ver a Coppola, ¿qué tendría yo que hacer? Debería encerrarme entre cuatro paredes y no salir nunca más de casa, eso es lo que tendría que hacer. ¿Sabes qué te digo?, que no puedo más. La otra noche fui a visitar a un amigo. Había tres chicas que merodeaban a mi alrededor y tuve que marcharme porque no lo soportaba. Si éstas se dan cuenta, pensaba, bonita figura hago.

—¿Qué dices? —preguntó don Ferdinando, vibrante como un diapasón por temor a que se murmurara de él—. ¿Aún vas en busca de mujeres?

—¿Y por qué no? —dijo el barón—. Soy más joven que tú. Tú eres del ochenta y tres y yo del ochenta y siete. ¿Lo has olvidado?

—Ahora nos divertiremos —murmuraba don Ferdinando acercándose a uno de los jóvenes—. Este siempre rebuzna por las mujeres, es como un burro castrado, no hay que creer ni media palabra de lo que dice. —Y luego, dirigiéndose al barón—: Cuéntame lo de esas chicas, creo que sé quiénes son y tal vez se reían de ti.

—¡Qué sabes tú! —dice el barón—. Yo no voy a decirte nada. Pero no es fácil burlarse de mí y tú lo sabes. Las chicas se restregaban contra mí como gatas; había una con un par de ojos, una boca y el pecho que me rozaba la oreja, se reclinaba adrede y su pecho me tocaba la oreja, aquí; era algo… luego se puso a tocar el piano, yo la tenía de cara y me miraba de una manera…

—Sí —comenta, agrio, don Ferdinando—, aquélla quería acostarse contigo, seguro que te necesitaba. Ya he captado de quién se trata, con la historia del piano que tocaba; pero ésa, amigo mío, se hace ordeñar por un joven que tiene unos músculos así, ¡a ti te necesitaba, seguro! ¿Quieres que te diga quién es? ¿Quieres que te lo diga? —Se le acerca al oído—. Eh —dice luego en voz alta—, diles a todos si no he dado en el clavo.

—Nando —dice el barón—, has dado en el clavo; pero la cosa fue tal y como te la cuento, yo le gustaba a la chica: por lo demás —y con este movimiento don Ferdinando se convertía invariablemente en su aliado— a ti y a mí siempre nos han ocurrido este tipo de cosas. ¿Te acuerdas?

Empieza el juego de los recuerdos. Ahora todos recuerdan: una mujer, dos, diez, todas las mujeres de la Italia del norte están locas de deseo a los pies de estos hombres; el sur hormiguea de persianas cerradas desde las cuales las mujeres, un blanco deslumbramiento de brazos desnudos y encajes, espían el paso de don Ferdinando con bigote, cuello duro y bastón; secretas señales ondean en los balcones, furtivamente se cierran unas puertas y los maridos se revisten de diabólica sagacidad. 1916, en Bolonia; 1925, en Pinerdo; aquí, no sé cuándo; y la hermana de un amigo; y la mujer de…, no puedo decir de quién porque todavía vive; y la mujer de Butera, de éste digo el nombre porque se trata de un viejo cornudo; era rubia… ¡tenía unos ojos…! un pecho así… las piernas…

Las manos modelan en el aire grandes cuerpos de mujeres, que se hinchan en el aire como dirigibles. Ya no es una broma, ahora todos participan de la narración, el estudiante escucha las confidencias del juez del tribunal supremo, el viejo doctor Presti cuenta a un amigo que su hijo una vez se escapó desnudo por encima de los tejados mientras, detrás de él, un marido disparaba un cargador de balas del calibre doce.

Si don Ferdinando se da cuenta, por alguna frase infeliz, de que los jóvenes se ríen de él durante las encendidas discusiones sobre las mujeres, siempre iguales o con rectificaciones o añadiduras de poca monta, en seguida cambia de tema.

—Sólo servís para hacer estas tonterías —dice—. Presentaos a unas oposiciones; ahí os quiero ver caer como peras podridas. Sí, en una oposición os quiero ver, a ti, a ti y a ti —señalando a los que no han logrado superar alguna que otra oposición—. El ridículo, eso haréis. Con veinticinco o treinta años y ni siquiera podéis compraros los cigarrillos para el día si vuestro padre no os pone en el bolsillo cien liras. A vuestra edad nosotros…

Es sabido que a los veinticinco años don Ferdinando había liquidado una azufrera huyendo a Venecia con una bailarina, y a los treinta ya había empezado a vender alguna parcela de tierra; a su alrededor, los viejos asienten con el rostro afligido.

—Sí, tomadla con el gobierno —continúa don Ferdinando—, con los profesores de los tribunales y con el lío que hay. Si yo estuviera en el gobierno, ¿sabéis lo que os contestaría?, ¿queréis un puesto?; os diría: tengo un puesto para vosotros, el que os pertenece; id a descargar mercancías a la estación o a hacer carreteras. Sois fuertes, ¿no?

Los jóvenes intentan seguir bromeando:

—Pero si nosotros hiciéramos el trabajo de los braceros, éstos al final se morirían de hambre.

—No —dice el implacable don Ferdinando—, a los braceros los mandaría a la escuela y a hacer de escribientes; seguro que lo harían mejor que vosotros. Sangre de… ¿acaso sabéis escribir?, ¿cuándo se ha escrito un italiano como el que escribís? Uno de vosotros ha hecho diez errores gramaticales en la petición de la licencia de armas, ¿creéis que no se saben estas cosas? Si no tenéis un buen enchufe seguro que no lográis ningún puesto. Así habéis pasado la escuela y así obtendréis un puesto, si es que lo obtenéis: gracias a monseñor, al diputado y al pijo que os bendijo; y no me hagáis hablar que luego se me sube la sangre a la cabeza y digo cosas que no debería decir.

Esta escena también se repite casi invariablemente cada día. Si las dijera otra persona, estas cosas causarían una verdadera tempestad, pero don Ferdinando goza de una especie de inmunidad; es una institución, la boca de la verdad. Sin embargo, estamos en una tierra donde el pirandellismo tiene raíces y, por consiguiente, tanto en don Ferdinando como en cualquiera de nosotros la verdad cambia constantemente de forma y se consume al mínimo roce con la verdad contraria; dentro de breves momentos, don Ferdinando pensará en su hijo: tiene el título de maestro y da clases gratuitas por la noche en la parroquia de san Giuseppe, y, por tanto, dirá la otra verdad: que los jóvenes de ahora son mejores que los de su tiempo, más razonables, más viejos por las preocupaciones que tienen, humillados; y no es culpa suya si como profesores han tenido bestias, casi todos fascistas.

—¿Y qué queréis que enseñe un profesor que es fascista? Un fascista no sabe ni historia ni geografía, ¿no oís las arengas que hacen?

Para don Ferdinando la historia y la geografía constituyen la espina dorsal de la escuela. Su frase habitual es que Mussolini no podía ganar la guerra porque no sabía geografía.

—Leed, si no, el discurso de cuando declaró la guerra a América —dice. Y nadie puede contradecirle.

Don Ferdinando goza de inmunidad incluso cuando pronuncia valientes juicios de condena contra el fascismo, porque él es antifascista, pero monárquico; durante el fascismo iba contra el rey, ahora que ya no hay rey se ha hecho monárquico porque está seguro de que aquél no volverá; así se ha asegurado una actitud de oposición para toda la vida. Es anticomunista por «razones de familia»: el nombre Togliati le hace encresparse como un gato enfurecido.

—Además —dice—, los comunistas no me dan ni frío ni calor; si hemos de repartir, repartámoslo todo, incluso las mujeres; y a mí, además de mi mujer, me tocarán un par más. —La verdad es que está obsesionado con eso de que los comunistas den la tierra a quien la trabaja.

Don Ferdinando es la esencia misma del círculo de la concordia, espíritu y memoria del círculo, estatuto y práctica. Tiene una especie de teoría racista; para adular a un socio o para conocer sus defectos y debilidades secretas, le basta con extraer de la memoria la ficha genealógica: el padre, la madre, los abuelos, los hijos. Posee una formidable memoria.

De los desconfiados o los ignorantes dice:

—Este es como su abuelo, que nunca quiso creer que los trenes andaban con la fuerza del vapor. Cuando lo llevaron a la estación para ver el primer tren que pasaba, lo miró bien con esos ojillos y dijo: «A mí no me joderán, los caballos los habrán puesto dentro.»

De uno que lleva cuernos, dice pacíficamente:

—Es como su tío, que se metió en la cabeza casarse con una de ésas, y yo le decía: «Déjala, hombre, ¿no ves que ha sido la amante del delegado, del pretor, de don Luigi Crisci y del sacristán de la Matriz?» ¿Y sabéis lo que me contestó?: «Nando, he decidido casarme con ella y así les pongo cuernos a todos ellos.»

En una anécdota condensa un carácter, da a hechos insignificantes el estilo y la índole de un cuento; escucharlo en las largas tardes de aburrimiento es lo único que una persona sensata puede hacer en Regalpetra.

En contra de la DC que, le gusta decirlo, no le ha hecho ningún mal, don Ferdinando reserva un vocabulario nada censurado; no nos parece conveniente transcribir esas expresiones suyas en las que ciertas partes del cuerpo humano que no acostumbramos a nombrar con gusto son las principales protagonistas de ocasiones diríase surrealistas. Normalmente, los temas se desarrollan y se suceden según el horario siguiente: de las once a la una el fascismo, la guerra y la Alemania que renace; de las cinco a las siete de la tarde, las mujeres; de las siete en adelante, las contribuciones unificadas, la DC y el gobierno. Hacia las siete siempre hay alguien que añade leña al fuego de las contribuciones unificadas, y don Ferdinando se enciende como una de esas máquinas que concluyen los fuegos artificiales con cohetes, todo son girándulas, cascadas y tracas de blasfemias, insultos y consideraciones de tipo sexual dirigidos a funcionarios y gobernantes. Sin embargo le agrada declarar, en medio de tanta furia, que él paga lo que debe pagar y que personalmente no ha sufrido atropello alguno, pues a él nadie le pierde el respeto. Cuando se aplaca la erudición de don Ferdinando, se inicia una discusión general sobre la DC y el gobierno. El círculo se divide en dos categorías —por no considerar la tercera, o sea la de los hijos de papá que estudian o esperan un puesto—: la primera, tradicionalista, compuesta de pequeños propietarios que viven de flacas rentas y son hijos o nietos de los que constituían el círculo de los nobles; la segunda, compuesta por los nuevos ricos, funcionarios del Estado o del Ayuntamiento, en su mayoría maestros. Los verdaderos señores son los primeros, claro está; no tienen rentas superiores a las quinientas o setecientas mil liras al año, cada aumento de las tasas sobre los bienes raíces les afecta como si se tratara de una castración, gritan de dolor y rabia; y dado que, en su opinión, los impuestos aumentan a medida que los sindicatos piden aumento de salarios, al final el propietario se siente como robado por el empleado que tiene al lado, por muy amigo y compañero de sacanete que sea. Por otro lado, tanto una como otra categoría lanzan igualmente vituperios contra la DC y el gobierno, a causa de las tasas que no paran de aumentar y de las mejoras que caen con cuentagotas, pero nada solucionan; los tenderos suben los precios apenas oyen hablar de aumento de sueldo, de manera que los que pagan el pato son siempre los obreros, los campesinos, los parados y los pequeños propietarios. Sucede, por ejemplo, lo siguiente: las tasas aumentan, el precio del trigo baja y el pan sube. Hace diez años que dura el tiempo de las vacas gordas para los tenderos.

Son pocas las veces que el secretario de la DC deja terminar en paz las injurias contra su partido y el gobierno, posee una especie de sexto sentido, de olfato; cada vez que se cuece alguna conversación sobre la DC, aparece él; siempre llega a tiempo, siente al vuelo si la conversación acaba o se va por las ramas. Parece un domador entrando en la jaula de las bestias y haciendo chasquear el látigo; la imagen es vieja y poco decorosa, pero ¿de qué modo explicaríamos mejor el gruñido de don Carmelo Mormino cuando se hunde en la butaca?, ¿el rápido cambio de conversación del Dr. La Feria?, ¿el «pero» que apenas aflora en los labios de don Antonio Marino, dispuestos a la invectiva para convertirla en un estimulante elogio a la DC? El secretario, que sería un hombre mejor y un más astuto dirigente si el mundo que le rodea no fuera tan vil, empieza a pasar lista a todas las obras públicas proyectadas y en vías de realización, cuenta sus contactos con diputados y jerarcas de su partido, lo que éstos le han prometido y las disposiciones que se van a implantar. Casi todos aprueban y dicen:

—Eso es lo que hay que hacer. Muy bien, me complace oírlo.

Después, cuando el secretario se aleja, respiran con alivio y la arenga contra la DC resurge con violencia.

Ninguno de estos don es rico, los ricos van al círculo del apoyo mutuo, una sociedad obrera que ha ido transformándose hasta albergar a comerciantes e industriales de la sal; el más rico de ellos no posee más de diez salmas de tierra. Sin embargo, los socios del círculo de la concordia siguen siendo «la sal de la tierra». La prueba de que la riqueza se ha esfumado, pese a que los señores vivan aún en casas viejas y decorosas, mantengan criado y mujer de la limpieza contratados por horas, vistan con dignidad y envíen a sus hijos a estudiar fuera, la prueba digo, reside en que los gentileshombres juegan poco, en un año el círculo no cobra más de quinientas mil liras de impuestos sobre el juego, ni la banca llega a cifras superiores a las cuarenta mil liras, ni tan siquiera en los momentos más apasionados, o sea durante las fiestas de Navidad. Por el contrario, en el círculo corren millones con el juego del sacanete, que ahora los señores desdeñan. Y pensar que aquí hay jugadores empedernidos, de esos que arruinarían un feudo por una apuesta, pero la lección de penuria que cada día les da la vida y la devaluación cotidiana de la lira vencen el atávico instinto de riesgo, la fiebre del juego que se observa en el movimiento de las manos y en las relucientes miradas; abuelos y padres quemaron en estas salas fortunas enteras; ellos, en cambio, no pueden arriesgar más de diez mil liras.

En la mesa de juego cada cual muestra diversas manías supersticiosas. Pese a estar dispuestos a burlarse de los que creen en brujerías, hechizos, mal de ojo y augurios, en el fondo creen morbosamente en todo ello y lo demuestran, sin inhibición alguna, en la mesa de juego. Creen en Dios del mismo modo; al igual que tocan hierro y sacan el cuerno del bolsillo para ahuyentar la mala suerte, van a misa cada domingo porque nunca se sabe; si Dios existe, mejor ponerse a resguardo; si no existe, ¿qué cuesta pasar media hora en la iglesia?; aparte de que, para las mujeres, o sea para la esposa y las hijas propias, la moral de la iglesia es buena, pero para las mujeres y las hijas de los demás, un poco menos; la vida es ahora distinta, más libre, el progreso es imparable, la mujer debe tener los mismos derechos que el hombre. Van cada domingo a misa, pero no les gustan los curas, dicen pestes de ellos; sin embargo, cuando viene el obispo, la cosa cambia, en la iglesia se ponen en primera fila para escucharle, le invitan al círculo, le besan la mano: cada vez que viene el obispo arden de fe como antorchas al viento.

La Domenica del Corriere basta para matar el hambre intelectual del gentilhombre; pero en estos últimos tiempos han ganado terreno Oggi y el Reader’s Digest. La lectura de dos o tres libros son las labores memorables de toda una vida: la labor más reciente es Navi e poltrone de Trizzino. En lo referente al arte, las exclamaciones: «¡Este sí que es un artista! ¡Mejor que Picasso!», dejadas mientras se contempla una reproducción de una escultura de Canónica o de un cuadro de Annigoni, no nos sorprenden; y, naturalmente, La túnica sigue siendo la película más bonita del mundo. Hablarle a un señor de Ladri di biciclete es como hablarles de Parri, la Resistencia o la República; y en esto hay que reconocer una granítica coherencia. Esta es la más terrible caracterización del tipo humano que, con una palabra que está cayendo en desuso, llaman gentilhombre: la coherencia. Y este tipo humano pasa de la butaca del círculo a la del Consejo municipal, la Asamblea regional, el Parlamento o el Gobierno; bajo su fotografía en los periódicos leeremos que es de izquierdas, centro izquierda, del grupo de «renovación» o del de «nueva justicia»; no por ello le haremos el feo de rasgar su marmórea coherencia con uno de estos calificativos. Sicilia conocerá, durante muchos años aún, la coherencia de estos hombres.