Un primo de mi padre nos trajo a casa el retrato de Matteotti. Yo vivía con las tías; eran tres hermanas, dos de las cuales nunca salían de casa y a menudo recibían visitas de parientes. Mi abuelo estaba paralítico; lo recuerdo sentado cerca del balcón con el bastón en la mano, que le servía para pedir, dando golpes en el suelo con impaciencia, la infusión de hojas de sen, el café con leche, o para preguntar quién era el que pasaba. Entre los pies tenía un gato rojo, que yo llamaba «Gesuele» porque creía ver en él un cierto parecido con una persona conocida. De vez en cuando le pegaba a «Gesuele» una furtiva patada; mi abuelo advertía lo ocurrido por el brinco del gato y me amenazaba con el bastón.
Así que un día vino ese primo de mi padre y trajo el retrato. Contó cómo lo habían matado y los hijos que dejaba. Mi tía cosía a máquina y murmuraba:
—Dios tendrá piedad de ellos —y lloraba.
Cada vez que veo en algún sitio el retrato de Matteotti vuelven a mí ciertas imágenes y sensaciones. El balcón estaba abierto y se sentía un acre olor a polvo y lluvia. Metía pedazos de papel en la rueda de la máquina de coser para que chirriara. Aquel hombre tenía hijos, y lo habían matado. Mi tía puso el retrato, enrollado, dentro de un canasto donde guardaba el hilo de coser retales. Durante diez años permaneció en ese cesto. Cada vez que abrían el armario donde estaba el canasto, yo pedía el retrato. Mi tía apoyaba el dedo índice en los labios para indicarme que era mejor no hablar de ello. Yo preguntaba por qué.
—Porque lo ha hecho matar aquél —me contestaba.
Si esta pregunta la oía mi otra tía, la más joven, que era maestra, se enfadaba con su hermana:
—Tienes que hacer desaparecer ese retrato, verás como alguna vez nos ocurrirá una desgracia.
Yo no lo entendía. Entendía, sin embargo, quién era aquél. Una vez me llevaron a la estación para verlo pasar, pero no logré ver nada. Recuerdo un tren que llegaba; yo tenía siete años, me dieron una gaseosa color de rosa y manché mi trajecito blanco.
Mi padre se había inscrito en el partido fascista para trabajar; pese a no creer en el fascismo, confiaba en Mussolini. Un hermano de mi padre no se preocupaba por estas cosas; hacía de sastre y la caza le atraía de tal manera que olvidaba cualquier otro asunto. Tenía perros y hurones. Los cazadores consideraban la sastrería como un círculo; no se oía más que: «Bum, bum», conejos que salían corriendo de los matorrales, el aleteo de las perdices y los hurones que se quedaban atrapados en las madrigueras. Las pocas veces que en las reuniones de la sastrería la conversación recaía sobre Mussolini, mi tío decía:
—Es un demonio —queriendo decir que sabía lo que se hacía; o bien, para decir que era un delincuente—: Es un gran cornudo —pero siempre desapasionadamente.
Una vez tenía un trabajador que era miliciano y quería irse a no sé qué campamento. Mi tía no quería dejarle marchar porque eran las fiestas del pueblo y había mucho trabajo. Aquél fue a decírselo al centurión, quien hizo llamar a mi tío y le dijo que debía dejar libre al trabajador y luego volver a incorporarlo, si no tendría problemas. Quizás desde entonces mi tío tuviera una opinión más apasionada del fascismo.
De vez en cuando venía otro primo de mi padre. Era rico. Tenía una voz que hacía temblar los cristales. Hoy es un fascista. Entonces gritaba:
—Os lo digo yo que este cabrón nos llevará a la ruina. —Y pensando en los impuestos que pagaba, añadía—: Ya veréis cómo nos dejará en pelotas y sin otra cosa que las manos para taparnos el culo.
Contaba además una historia que sólo más tarde he logrado reconstruir. Había dado la lira para el monumento a Matteotti y cuando más tarde pidió la admisión en aquel partido fascista, el secretario político le dijo que el partido no quería carroñas, que las listas de los que habían dado la lira estaban en sus manos. El hecho le sorprendió y le sacó de quicio. Hasta que encontró una solución: tenía un pariente pobre con su mismo nombre y apellidos; gracias a algunos centenares de liras le hizo declarar, por escrito y en presencia del secretario político, que había sido él, el pobre, quien dio la lira para Matteotti. El pobre no tenía nada que perder, incluso la cárcel le parecía un lujo en comparación con la vida que llevaba.
A excepción de alguna que otra invectiva, sólo oía hablar del fascismo y de Mussolini. Se hicieron las expediciones al Polo y yo recortaba las fotografías de los participantes. Me regalaron, también para recortar, un cartón con todas las piezas para hacer un dirigible. Lo logré y lo até al techo con un trozo de hilo. Colgaba ligero con sus tres navecillas. De noche, en la cama, imaginaba el Polo, al general Nobile que tenía una perra que se llamaba «Titina» y la carne de lata que comían, y que a mí me gustaba, pese a que siempre me dijeran que no era buena para la salud.
Me dieron el carnet de «balilla»[3]; me hicieron hacer una fotografía con la camisa negra, de seda brillante, el pañuelo azul, los cordones y la boina con la borla. Leía el juramento que estaba escrito en el carnet y las reglas del seguro; porque pagando el carnet gozábamos asimismo de seguro. Pensaba: «Si me muero, mi padre recibirá quince mil liras; si pierdo una pierna me darán treinta liras.» No lograba imaginar cómo podía morir o perder una pierna.
Iba a la escuela de mala gana. Siempre leía periodiquillos y libros. El domingo iba a las reuniones. Un tío mío era presidente de la Obra Balilla. Iba de buena gana a las reuniones cuando hacían el sorteo de juguetes. Desde el día en que ya no hubo sorteo, no pude dejar de asistir a las juntas porque mi tío quería verme a su lado. Nos ponían en fila y nos hacían marchar en un patio. A veces nos preguntaban el juramento, la disciplina y:
—¿Quién es el presidente nacional de la Obra Balilla?
Esto lo sabía:
—Su excelencia Renato Ricci.
Mientras estábamos en las filas alguno preguntaba:
—Teniente, ¿puedo ir al retrete?
—No, jódete —gritaba el teniente.
Acabé convirtiendo ese «no, jódete» en una divisa, un escudo heráldico de las reuniones dominicales.
Tuve que hacer el curso de jefe de escuadra. Me resultaba absolutamente imprescindible gritar las órdenes. Nunca conseguí mandar. Pero igualmente me ascendieron. Y me dieron una cruz al mérito. A mi tío le gustaban estas cosas. Incluso una vez me hicieron llevar el gallardete. Iba con guantes blancos y sostenía el gallardete con el dedo meñique retorcido. Durante todo el día tuve el dedo dolorido. No soportaba estas cosas. Feo como era, aquella boina con la borla me sentaba como un tiro. Nunca quise llevar gorra. Una vez, por no ponerme una boina estaba decidido a escaparme de casa; y entonces, para las reuniones, tenía que ponérmela con borla incluida. Debía cantar los himnos desafinando como un cántaro roto; y, además, querían que actuara en una de aquellas obritas que llevaban por título El pequeño Balilla o La pequeña italiana. Y todo porque mi tío estaba de por medio, se entiende. Si no quería seguir marchando, me decían que abandonara la fila y me quedara mirando. Si mi tío no hubiese existido me habrían dicho: «No, jódete.» Me gustaba que mi tío estuviera allí con aquel cinturón dorado, la banda azul y el pequeño puñal. Me ahorraba tantas cosas. Más tarde, incluso me ahorró el preservicio militar.
Acabé la escuela elemental, no quería seguir estudiando y fui a ver al sastre. No podía imaginar que fuese posible vivir sin el fascismo. Sabía que había subversivos, gente que no lo quería: oía hablar de un albañil y de un albardero, eran socialistas, los encerraban durante dos o tres días y luego les dejaban salir. Pasó Farinacci, y el albañil y el albardero tuvieron que estar un par de días en la cámara de seguridad. El rey Boris vino para casarse con Giovanna. Tenía una postal con los dos retratos unidos con un nudo, y de nuevo los dos obreros fueron encarcelados. Lo oía decir en casa. Una vez oí que habían puesto una bomba en el cortejo del rey, y después que habían cogido a uno que intentaba matar a Mussolini. Eran cosas que me turbaban. Odiaba a la gente que le tiraba bombas al rey y al hombre que quería matar a Mussolini con una bomba. Se llamaba Celestino. Decían que era un haragán, que no sabía lo que era el trabajo. Era muy pobre, dormía en una de aquellas casuchas que en una época sirvieron de aduana; sobre la paja y con la puerta siempre abierta. No tenía camisa, sólo llevaba un viejo pañuelo de seda debajo de la chaqueta. Muy delgado, en invierno uno veía sus frágiles piernas temblar de frío dentro de los delgados pantalones tubulares. Constantemente acosado por las ganas de fumar, salía en busca de colillas más que de pan. Durante un tiempo tocó el clarinete en la banda municipal; y la música la seguía llevando dentro, iba silbando y movía al compás una batuta que nunca abandonaba. Cada mañana le veía bajar, sabía cuál sería su primera parada. Era como un rito. En la calle donde yo vivía había un vendedor de tejidos que tenía sobre los estantes retratos del rey, la reina y el duque. También había un Corazón de Jesús con la sempiterna lucecita. Al negociante no le gustaba el fascismo, decía que Mussolini hacía más daño que un cerdo en una viña; por eso toleraba la diaria visita de Celestino. El haragán se paraba en el umbral de la tienda y saludaba:
—Beso a usted la mano, don Cósimo. —Y mirando el retrato de Mussolini, añadía—: Sí, ya puedes correr, ya, pronto vendrá el día en que te veré atado a la cola de un caballo. Y tú, cabrón… —decía dirigiéndose al rey y escupía. Después de una irrepetible mirada al Corazón de Jesús, seguía su camino silbando.
No lo metían en la cárcel porque sabían que le hubiese gustado. Una vez, sin embargo, un fascista intentó convencerle. Hablaba y le invitaba a fumar. Celestino chupaba con avidez el cigarrillo y ponía una cara tan atenta y seria que el otro creyó haber logrado su objetivo. Cuando acabó de hablar, dijo:
—¿Te has convencido?
Celestino apuró el cigarrillo hasta quemarse los labios y luego dijo:
—Estoy convencido, pero lo cierto es que si no lo matan no lograremos tener un poco de luz.
Se hizo un referéndum para ver, decían, quién quería el fascismo y quién no. Se votaba en las escuelas. En mi pueblo sólo hubo un no. Por lo demás, la única administración democrática del Municipio había concedido a Mussolini la ciudadanía de honor y no hubiese sido digno decir no a un conciudadano de tan alta alcurnia. De manera que todos iban hacia el veterinario municipal, que desde el asiento les alargaba la papeleta con un sí en caligrafía. No tenían más que pasar la lengua por la parte engomada, cerrar la papeleta y devolvérsela al veterinario. Una sola persona, un exalférez de la guardia real, le estropeó el día al veterinario. Mirando de soslayo la papeleta con el sí, no la cogió y dijo:
—Por favor, escupa usted en ella —y se marchó tan tranquilo.
Más tarde querían desterrarlo. La frase en el pueblo se convirtió en un refrán. Se dice «escupa usted en lo que sea», para decir que algo es obligatorio aunque haya sido declarado potestativo.
Por aquel entonces iba mucho a casa de un amigo mío; era un buen compañero, acababa de salir del seminario y llevaba unas gafas gruesas como un culo de botella. Me gustaba su padre, un hombre fuerte y sanguíneo con la perilla blanca. Al final me consideraba más amigo del padre que del hijo. Al hombre le gustaba hablar conmigo, y a mí me gustaba lo que me contaba de la libertad y la honestidad que reinaban en Italia antes de la guerra, como decía él.
—Hijo mío —me decía—; verás lo que llegará a hacer este payaso; seguro que declarará la guerra y enviará al matadero a los pobres jóvenes.
Yo estaba un poco escandalizado, oír llamar payaso al hombre por el que el obispo, el día de mi confirmación, en presencia de tantos niños, había dado gracias a Dios por habérnoslo mandado, especialmente para nosotros, los niños, que no deberíamos olvidarnos nunca de él en nuestra oración nocturna. Además, me parecía que la guerra tenía que ser una gran cosa. Con todo, me gustaba escuchar al padre de mi amigo. El buen recuerdo que todos siguen teniendo de su persona hace más cordial y simpática la imagen que de él conservo.
Estaba harto de ser aprendiz de sastre. Se me ocurrió la idea de que a lo mejor serviría para estudiar. Hice el examen de admisión y lo aprobé. Durante un mes estuve con mi padre, que trabajaba en una azufrera. Me gustaba el olor a azufre. Yo vagaba entre los obreros, miraba el azufre caer como aceite de los hornos y depositarse en los moldes; luego, el magma amarillo se cargaba y transportaba en las vagonetas hasta la pequeña estación rodeada de eucaliptos. Cada noche veía el trenecito, chirriaba al engranarse en la cremallera. Me encantaban sus terracitas, en las que los ferroviarios discutían con las mujeres, y su lento correr entre los árboles.
El pueblo estaba lejos de la azufrera; el pueblo de Francesco Lanza, pero entonces yo no sabía nada de Lanza, leía a Hugo y a Dumas padre. Un mediodía de domingo, mi padre me dejó ir al pueblo en compañía de un maestro de obras. Los obreros me rodearon con alegría, querían que tomase helados y dulces. Endomingados con sus trajes oscuros, estaban sentados fuera del cuarto que les servía de círculo o, como decían, casa de recreo. A la mañana siguiente les vería de nuevo con los trozos de lona atados a los pies, con su pan negro:
—Comemos pan y cuchillo —decían, para decir que sólo comían pan, acompañándolo como máximo con alguna anchoa salada o un tomate.
Estuve un mes en la azufrera. El viaje de vuelta lo hice en un tren lleno de soldados con uniforme colonial. En Caltanisetta todos cantaban Facetta nera. Los niños del barrio donde fui a vivir sabían otra canción, que decía:
—A ver al duce voy en bicicleta…
Yo no sabía montar en bicicleta. Hubiera querido ver a Mussolini, pero así, sin ninguna banda que tocara y sin ponerme en fila. No me gustaba ese chico que yo conocía, que no se había lavado la cara durante una semana porque en el campamento Mussolini le había dado un beso. Siendo pequeño, leía y releía Corazón, pero me disgustaba aquel capítulo donde habla de un padre que, después de estrechar la mano del rey, pasa la suya por la cara de su hijo para dejarle la caricia del rey. Pensaba que tanto el rey como el padre podían tener la mano sudada, y nunca he tolerado las caricias.
Un día nos enteramos de que Mussolini iba a hablar. Era octubre, me puse el uniforme y fui a la reunión. Al ver a una mujer llorando, comprendí que la guerra había estallado. Yo estaba contento.
Cada mañana, camino de la escuela, me detenía en la tienda de Unica: en el escaparate había un gran mapa de Etiopía, donde unas banderitas señalaban el avance de nuestras tropas. Todo iba bien, no podía sino ir bien. Mussolini no podía equivocarse. Al ver las fotografías de Edén en los periódicos, me parecía que los nervios le roían; me lo imaginaba como un tipo nervioso, de los que se comen las uñas. Mussolini, por el contrario, tenía un rostro sonriente, seguro de la victoria. Cada vez que nuestras tropas conquistaban una población, hacíamos una manifestación. Los policías sonreían paternalmente. Los chicos más impulsivos subían a las espaldas de sus compañeros y gritaban:
—¿Qué da el Negus?
Todos estábamos convencidos que el Negus sólo daba asco. Y también el señor Edén. Y Francia. Y Rusia. Todo el mundo daba asco. Menos nosotros. Éramos pobres y queríamos un puesto al sol. Éramos un pueblo de héroes. El federal se asomaba al oír nuestro clamor. Era cojo. Sólo podía ser un héroe. Luego íbamos a la prefectura. Se hacían las diez, diez y media: nos habíamos ganado un buen descanso. La manifestación se deshacía de golpe y en pequeños grupos nos dirigíamos a las afueras de la ciudad.
Tomamos Etiopía. Una constelación de viñetas crepusculares del Negus tomando el tren Addis Abeba-Jibutti, inundaba los quioscos; un poco de melancolía invadía el ambiente, la canción de moda era Guitarra romana. Las escuelas cerraban. Durante las vacaciones, volví al pueblo. Cuando se hablaba del imperio, mi tía decía:
—¡Pobre Negus!
Yo pensaba en irme a Etiopía para correr aventuras o, tal vez, para hacer de maestro. Los escaparates estaban repletos de libros sobre Etiopía y la guerra. Había uno que llevaba por título Yo en África. Escribí África en una redacción escolar; el profesor lo subrayó de rojo. No le gustaba d’Annunzio, dijo, ni los dannunzianos de pacotilla. Me hizo un favor.
Pasé las vacaciones leyendo libros americanos; no recuerdo cómo cayeron en mis manos. Volví a la escuela pensando que la época de las manifestaciones ya había terminado. Sin embargo, estaba España. Seguía los acontecimientos con desgana; no era lo mismo que con Etiopía, o, tal vez, éramos nosotros quienes habíamos cambiado. El comisario de la P N venía a la escuela mientras esperábamos el toque de la campana para entrar. Llamaba a los que conocía como animadores de las manifestaciones:
—¿Hacemos una manifestación o qué? Hemos tomado Santander —decía el comisario.
Nos dirigíamos a la federación. Pero no duraba más de media hora. Nos quedábamos paseando con los libros bajo el brazo, mientras hablábamos de libros y chicas. Había descubierto a Dos Passos. Y había una chica que me gustaba. Siempre necesitaba dinero, dos liras al día no eran suficientes para ir al cine y fumar. Además, cada semana compraba el Omnibus de Longanesi y el Corriere cuando salía el artículo de Cechi.
Por aquel tiempo, conocí a C., era un año mayor que yo e iba al instituto. Yo hacía magisterio. No logro recordar cómo le conocí, quizás en uno de aquellos partidos de fútbol que se disputaban entre escuelas. Parecía un hombre de treinta años, sensación que él ayudaba a ratificar fumando puros; llevaba un poblado bigote. Era un joven extraordinariamente inteligente, lleno de salidas extravagantes y agudas. Conocía ciertos ambientes antifascistas. Al principio me habló de un modo vago, luego sus palabras se hicieron más claras y precisas. Algo estaba ocurriendo en mí, iba adquiriendo un sentimiento de las cosas y de los hombres que no tenía relación alguna con el mundo del fascismo. Empecé a conocer a personas inteligentes. Excepción hecha de un profesor que me había orientado con inteligencia en el terreno de las lecturas, nunca había conocido a personas de tan limpios pensamientos.
En un local de la Acción Católica tenía lugar un ciclo de lecturas de Dante. Lecturas cargadas de secretas intenciones. La lectura que un abogado hizo del canto de los avaros y los pródigos fue, a los ojos de la policía, la gota que colmó el vaso: concluyó diciendo que en la figura del tirano ambos vicios se unían. Obtuvo muchos aplausos, lo cual hizo sospechar a los espías.
Durante todo el año, no fui a la escuela los sábados, teníamos que llevar uniforme y a mí no me gustaba, hacía que me sintiese ridículo. Éramos tres los que cada sábado hacíamos novillos, y ese día se daba cultura militar. De manera que el señor militar que enseñaba esta asignatura nos vio por primera vez en los exámenes. Quería hacérnosla pagar, pero nosotros sabíamos como el avemaría las partes del mosquetón 91 y las definiciones de orden, disciplina y obediencia: rápida, respetuosa y absoluta, y no logró suspendernos.
Así que con la ayuda de C. me encontré del otro lado. Ahora los nombres de las ciudades españolas me parecían empapadas de pasión. Llevaba a España en el corazón. Aquellos nombres —Bilbao, Málaga, Valencia y Madrid, Madrid asediada— eran amor. Aún hoy los pronuncio como si surgieran de un sueño de amor. Y Lorca fusilado. Y Hemingway en Madrid. Y los italianos que en nombre de Garibaldi combatían al lado de los llamados rojos. Y pensar que había campesinos y artesanos de mi pueblo, y de toda Italia, que iban a morir por el fascismo, me sentía lleno de odio. Iban por hambre. Los conocía. No había trabajo y el duce les ofrecía el trabajo de la guerra. Estaban cargados de hijos, desesperados; si salía bien, la mujer les recibiría, a la vuelta, con unas tres o cuatro mil liras ahorradas; y el duce les recompensaría sin duda con un puestecito de bedel o ujier. Pero a dos o tres de mi pueblo les fue mal, se quedaron en España, allí murieron con plomo por no morir de hambre en Italia. Sentía una contenida amargura al pensar en esos pobres hombres que iban a morir en España; y el alcalde fascista se vestía de negro, entraba en aquellas casas oscuras y los niños le miraban estupefactos; al oír la noticia, dada con romana arrogancia, el llanto de la esposa estallaba y se convertía en roja ira, y acusaba:
—Por hambre, ha ido por hambre.
Cuando hoy pienso en aquellos años, me parece que nunca tendré sentimientos tan intensos, tan puros. Nunca en la vida volveré a encontrar tan justa medida del amor y el odio; ni la amistad, la sinceridad y la confianza tendrán una luz tan viva en mi corazón. C. es hoy diputado, de vez en cuando nos escribimos; le aprecio muchísimo, y creo que él continúa apreciándome. Ciertas personas que entonces eludíamos, porque eran fascistas fanáticos o, como en aquel tiempo se decía, informadores, sino espías, él se las encuentra a su lado en el partido en que milita; y yo los vuelvo a encontrar en el partido por el que voto. Pero tanto C. como yo permanecimos en los Guf[4] hasta el final, aprovechando las conferencias y los congresos para decir lo que pensábamos; y tal vez mucha gente nos haya mirado con desconfianza. Eso es la dictadura: venenosa sospecha, trama de traiciones y engaños humanos.
Los congresos del Guf eran toda una diversión. El juego parecía arriesgado, pero en realidad era muy fácil y cómodo. Además, a C. le gustaba la burla. Era capaz de citar en un congreso un discurso de Dimitrov diciendo que pertenecía a Bottai, hacer decir a Mussolini cosas que había dicho Stalin y a Starace frases del último discurso de Roosevelt. La cosa iba bien. Incluso ganábamos premios. El federal estaba orgulloso de la juventud estudiosa que forjaba los nuevos destinos de la patria inmortal.
Mientras tanto, los nuevos destinos colgaban como murciélagos del techo de un teatro. Se apagaban las luces y los nuevos destinos volaban ciegos. Las luces se apagaban de verdad: la oscuridad invadía la ciudad, las sirenas de alarma quebraban las noches. En Caltanisetta, el zumbido de los aviones devoraba los límites de la noche; sonaba la alarma y se oían zumbidos lejanos, como perdidos. Los ingleses no venían, se aseguraba. La gente decía:
—Saben que hay muchos antifascistas.
Sin embargo, Caltanisetta sufrió un terrible bombardeo y quedó en un estado lamentable.
Cada día a la una íbamos a escuchar el boletín informativo a un café concurridísimo. Nos gustaba observar las reacciones de la gente. Las orejas de los informadores bogaban entre la muchedumbre como ninfas en un pantano. Los conocíamos a todos. Una vez C. fue abordado por uno de ellos en la mesa de un café. El espía inició una conversación provocadora, C. escuchaba impasible; en un momento dado, se levantó con solemne lentitud y lo abofeteó. Acudió gente, C. explicó con calma:
—Ha osado hablar mal de nuestro duce.
El espía desapareció.
Escuchábamos el boletín, y cada día se repetía una divertida caricatura. Había un tipo, fascista de toda la vida y conocido aporreador, que se colocaba debajo del altavoz, de espaldas a la pared y con la cara hacia el público. Si el boletín decía: «Han sido abatidos cuatro aviones ingleses», el escuadrista clamaba con cara de júbilo: «¡Cojones!» Pero a continuación se oía: «Uno de nuestros aviones no ha vuelto a la base», y la cara se le oscurecía de triste resignación y decía: «¿Qué queréis? Es la guerra.»
Era la guerra, ciertamente, no sólo por los aviones que no volvían a la base, sino también por las bombas que caían sobre la ciudad. Era la guerra por el pan.
En nuestra ciudad había ahora alemanes; entraban en las tiendas y compraban, viajaban en primera clase, llenaban los casinos. Nuestro juego de propaganda hallaba argumentos de efecto inmediato. En la actualidad, por ejemplo, los viajes en primera clase desacreditan a la democracia parlamentaria; entonces bastaba decir que los alemanes viajaban en primera clase para suscitar desdén hacia ellos. La primera clase de los trenes es una cosa sagrada.
L’Osservatore Romano tenía muchos lectores. En casa leía en voz alta las actas diurnas; mi hermano decía que no, que ganaríamos la guerra y que yo, C. y todos mis amigos estábamos locos.
Pero las cosas iban de mal en peor; un día pusieron al rey en circulación. Llegó hacia las ocho de la mañana y se asomó al balcón del ayuntamiento. La gente aplaudía a rabiar. Era un día nublado. El rey estaba tan gris que parecía hecho de arcilla seca, y que sólo le insuflaran vida por aquel tic que le hacía mover media cara; un pobre viejo, de asilo, vamos. A su lado tenía un general con un ojo de vidrio.
—Debería unirse a los generales y echarlo —decía alguien—, pero ya no puede, está en las últimas.
A menudo iba a mi pueblo para conseguir pan. Entre Serradifalco y San Cataldo estaba acampada, al lado de la vía del tren, la división Goering. Los revisores nos hacían bajar las cortinas. Por entre las rendijas los viajeros miraban con odio a aquellos hombres que se movían en medio de los árboles, con el torso desnudo. Ahora ya se imprecaba sin problemas y se contaban chistes. También en las filas fascistas los listos ya habían advertido aires de evacuación e intentaban hacerse amigos de los viejos antifascistas. Grandes sombrerazos, como se hacía antiguamente, saludaban ahora el paso del honorable Guerrieri Averna, uno de los del Aventino. Hacía años que el honorable se encontraba delante de su casa, a todas horas, como regalos del árbol de Navidad, carabinieri y policías; se había acostumbrado a la indiferencia de los otros, a la soledad: y ahora ciertas atenciones le desorientaban. Porque lo curioso era que el honorable estaba resignadamente seguro de la victoria del Eje; habíamos intentado establecer contactos y nos habían contestado que la partida había terminado, que Alemania se comía el mundo entero.
Una ciudad de la costa fue bombardeada. Circuló el rumor de que una bomba había abierto una fisura en la cantina del federal y que dentro había jamones, garrafas de aceite y quintales de pasta. Días antes, el federal había hecho donación de las cartillas de racionamiento de su familia a los trabajadores. Reunió a los fascistas y les propuso que todos ellos siguieran su ejemplo. Un juez del tribunal hizo saber humildemente que un buen italiano sólo comía con la cartilla y que le parecía que no poseía sus divinas cualidades de ayuno. Los otros dieron las cartillas.
En mi pueblo la indignación popular contra los fascistas se había condensado en una imagen aristofanesca: un gato y un pedazo de bacalao. Decíase que el gato del secretario político había salido de la despensa de su casa con un gran trozo de bacalao fuertemente apretado entre los dientes y que sus dueños le suplicaban que volviera desde las ventanas del tejado; pero era un gato de la quinta columna, quizá socialista, a despecho de las historias y de los dueños que lo alimentaban. Y no se contentó con quedarse a comer el bacalao en un rincón apartado del tejado; bajó a un patio y los gatos del vecindario acudieron maullando de deseo e hicieron un ágape borrascoso. La nueva se extendió maliciosamente por el pueblo. Hacía tiempo que la gente no veía bacalao, ni con cartilla ni de estraperlo. Creo que ni tan siquiera lo había visto el secretario político. Era fanático, pero incapaz, entre otras cosas, de robar. Sin embargo, la gente sabía que por sus manos pasaban los víveres destinados a una colonia de niños que había en el pueblo; la historia del bacalao se tuvo por cierta. Pero aunque no fuese cierta, constituía un buen hallazgo. En aquellos tiempos, los italianos fueron muy inteligentes. Tenían imaginación. Mira que pensar en el bacalao, que era lo más difícil de encontrar en el mundo; parecía increíble que aún existiera sobre la capa de la tierra; para los mineros de la azufrera, que antes lo comían a menudo, y pedía alegre vino, era como un sueño, un fabuloso deseo.
Dejé Caltanisetta definitivamente. Volví a mi pueblo. Me habían encontrado trabajo, y ya era hora de empezar a ganar algún dinero. A C. le habían llamado a filas, estaba en Parma, en caballería; yo seguía manteniendo contacto con Michele C., hombre calmoso, hábil y seguro. Ahora, pasado el tiempo de la pasión y el furor, se necesitaba este tipo de hombres. También tenía amigos en mi pueblo. Los míos tenían miedo de que acabase en la cárcel; oían radio Londres y comprendían que todo naufragaba, pero creían en una última jugada de dados, en el éxito de Mussolini.
Cada noche daban el divertido programa de Appelius; después buscaba Londres, que se anunciaba con bombo y platillo:
—Habla el coronel Stevens. Buenas noches.
Para poder desahogarme hablando, hacía a pie algunos kilómetros, hasta Grotte, donde vivía mi amigo L., o venía él a verme.
En el pueblo había un batallón de soldados, los llamaban motorizados, y no sé exactamente lo que hacían. El teniente venía al círculo para jugar al billar; el sargento jugaba todo el día al sacanete. El teniente era un hombre inteligente, le hacía cuernos al fascismo y nos intercambiábamos libros. El último libro que intercambiamos, Moby Dick, me lo trajo un motociclista desde Caltelvetrano, donde lo habían trasladado, el día antes de que los americanos desembarcaran en Sicilia. No lo he vuelto a ver; sé que vive en Roma y trabaja como actor.
Junto a los carteles que recordaban a los sicilianos los Vespri y les invitaban a una nueva revolución entre la arena y el mar, lugar en el que, según Mussolini, las tropas invasoras se detendrían, aparecieron otros carteles más pequeños y menos vistosos; los sicilianos que dejaron en ellos sus ojos de tanto leerlos y releerlos por lo increíbles que eran, dijeron que los italianos estaban dispuestos a defender a los sicilianos, y que no había nada que temer, todo estaba atado, lubrificado y listo para el golpe. Firmaba la proclama el general Roatta. Finochiaro Aprile debió de acordarse más tarde de esto, porque nombró a Roatta presidente honorario del movimiento separatista y lo proclamó fascista de primera hora. Fue el primero en advertir a los sicilianos que no podían considerarse auténticos italianos y que éstos se proponían defenderlos del mismo modo y con igual sentimiento que los camaradas alemanes.
Días después, la proclama de Roatta desapareció bajo una proclama bilingüe de idénticas dimensiones:
—I, Harold Alexander…
Una luz congelaba de golpe la escena: aquellas marionetas que se movían como bobas, arrastraban ahora trágicas sombras, grotescas sombras humanas llenas de miedo. Empezaba para mí el problema de la piedad. Terrible sentimiento, la piedad. Un hombre debe amar y odiar, pero nunca sentir piedad. Un hombre, digo. Y yo aún era un muchacho.