El 12 de marzo de 1782, don Saverio Simonetti, consultor del Reino, se encontraba, a las dieciséis horas y media, en el palacio del S. Oficio, aquí, haciendo uso de sus derechos, lo visitó de un extremo a otro, examinando al mismo tiempo y en nombre del rey no sólo las habitaciones y todos los cuerpos del edificio, sino también las rentas y las posesiones de la hacienda del tribunal. A continuación, selló los archivos y las escrituras y después de inventariar la plata y los muebles presentes y existentes en el palacio, terminó su tarea comunicando a los presos allí encerrados que dentro de pocos días serían liberados.

El 27 de marzo tenía lugar un todavía más solemne acto de toma de posesión por parte del gobierno. El marqués Domenico Caracciolo, virrey de Sicilia, llegó al Palacio de la Inquisición de la misma manera y con el mismo atavío que acostumbraba usar para las capillas reales. En su séquito había autoridades militares y civiles e incluso estaba el arzobispo de Palermo, monseñor Sanseverino. En el aula de los inquisidores, el secretario de estado, José Gargano, leyó el decreto de abolición[62]. El virrey se conmovió hasta las lágrimas: á vous dire vrai, mon cher ami, je ne suis attendri, et j’ai pleuré. El amigo en cuestión era D’Alembert, que en junio del mismo año publicaba en el Mercure de France la carta en que Caracciolo, conmovido y orgulloso, notificaba la abolición del Santo Oficio en Sicilia[63].

Una vez leído el documento, continúa el cronista, nos divertimos, haciendo honor a la persona del príncipe, visitando todo el palacio y en observar el estado de las cárceles; sin embargo, hay que entender el término diversión en el sentido de una curiosidad finalmente apagada, porque el estado de ánimo del cronista, o sea don Francesco Maria Emanuele y Gaetani, marqués de Villabianca, era el opuesto al de don Domenico Caracciolo. De hecho, como premisa de su crónica puso una advertencia a los que vinieran después de él, en la que les decía que no se pusieran rojos si descubrían que alguno de su noble casa había sido del Santo Oficio; y hace por su cuenta una declaración de añoranza y melancolía en el dístico siguiente:

Cruces con lirios adiós, adiós espadas y olivos

ya para nada contáis, ya nada ahora sois[64].

Las cruces con lirios, verdes en campo pavonado, eran el adorno de los familiares; la espada con ramas de olivo y con la inscripción Exurge, Domine, et judica causam tuam, era el blasón del Santo Oficio. Y el virrey ordenó quitarlo de inmediato de la fachada del palacio Steri.

Esta prisa de Caracciolo (uno de los espíritus ilustrados del presente siglo, dice irónicamente Villabianca, y lo era, ciertamente) en borrar los emblemas y los signos de una institución, que de por sí ofendía la razón humana y el derecho, cayó asimismo sobre un cuadrucho viejo que estaba colgado en una de las habitaciones interiores del palacio, y como vio que era el retrato de un antiguo inquisidor español en el momento de ser asesinado por un reo de un mazazo con las cadenas de hierro en la cabeza, con las que el rebelde estaba atado ante su presencia, respondiendo a un interrogatorio, ordenó que lo quemaran sin dilación.

Villabianca, sin embargo, protestó (en la crónica dirigida a las generaciones venideras, claro está): uno de los normales infantilismos napolitanos, anotó. Una muchachada, una pillería, propia de un napolitano como él, pues el pueblo napolitano siempre había sido contrario al Santo Oficio. El marqués Caracciolo (hombre de alto, sagaz y agudo ingenio), según dice Vittorio Alfieri; de penetrante y luminosa inteligencia, como dice Marmontel[65]; seguramente, un agudo e inflexible juez de los asuntos sicilianos, (como podemos añadir nosotros) se encontró por un momento frente a fray Diego La Matina. Y es indudable que éste, asesino y víctima al mismo tiempo, le inspirara un poco de solidaria simpatía. La orden de que destruyeran el cuadro inmediatamente se explica, no sólo por la inclinación típicamente ilustrada de borrar todos los frutos del sueño de la razón[66], sino también por las cualidades, los tonos y los efectos del cuadro mismo, que, imaginémonoslo, representaría a fray Diego como a un diablo furioso y feroz, y a monseñor de Cisneros como a un dulce e indefenso mártir, casi un santo.

Quizás el virrey preguntara qué acontecimiento representaba aquel cuadro, y nadie, en aquel momento, supiera darle una contestación, ni siquiera el marqués de Villabianca, que lo sabía todo sobre el tema. Y por eso anota:

Habiéndose despertado en mí, Villabianca, la curiosidad por saber quién era el citado y desgraciado inquisidor que representaba aquel cuadro, encontré la respuesta en el Breve informe del tribunal de la SS. Inquisición de Sicilia, publicado por el que fuera monseñor Franchina en 1744, donde se lee en la pág. 100 y 35 que fue Giovanni López de Cisneros, inquisidor con el cargo de procurador fiscal, y que su asesino fue en 1657 el famoso impío fray Diego La Matina, que al final, en 1658, acabó sus días en la hoguera.

El famoso impío, pero no tan famoso como para que el marqués se acordara de él al primer momento. El caso es que la muerte del inquisidor y la identidad del asesino ya se habían convertido en una leyenda casi clandestina, con las variantes, cambios y digresiones de que son objeto a lo largo del tiempo los acontecimientos excepcionales. Fray Diego se había convertido en un bandolero para la imaginación y el sentimiento populares, integrándose así en la dura e ininterrumpida serie que existe desde hace siglos, hasta Salvatore Giuliano; uno de esos hombres pacíficos a quienes el honor familiar o la necesidad les hacen empuñar un arma y se levantan al grito de venganza, viéndose obligados a echarse al monte donde se dedican a desposeer a los ricos y a beneficiar a los pobres. Y quién sabe si entre la nobleza había surgido una leyenda aparentemente semejante, pero de hecho distinta, porque Brydone, en 1770, escribía lo siguiente:

Los Inquisidores que llevan demasiado lejos su celo, acaban siendo asesinados, sobre todo si interfieren la conducta y opiniones de la nobleza. Este pensamiento frena su ardor e inspira un poco de moderación al Santo Oficio[67].

A menos que Brydone no haya falseado la información, podemos decir que el pueblo veía en fray Diego un vindicador y los nobles lo habían reducido al papel de sicario. Sí, porque no sería de extrañar que al historiador inglés el caso de fray Diego se lo contara, con orgullo de clase, un noble palermitano que, frente a un hombre libre, se hubiera querido presentar a sí mismo y a su clase ajenos a la vergüenza de la Inquisición, aunque con un secreto y violento expediente. Brydone, a su vez, habrá generalizado, pensando que el asesinato de los inquisidores demasiado intolerantes se adaptaba al modo de vida de los sicilianos y de la nobleza.

Quien, por el contrario, recordó a fray Diego en tanto que asertor de principios y enemigo y víctima de la Inquisición, fue el agustino fray Romualdo de Caltanisetta, cincuenta años después de morir fray Diego y cincuenta antes de que Brydone llegara a Sicilia. Entre otras herejías, el molinista fray Romualdo (su nombre secular era Ignacio Barbieri) había afirmado que fray Diego La Matina era un santo mártir y que tuvo el honor de ser martirizado por el Santo Oficio, igual que su penitente y seguidora sor Geltrude (cuyo nombre secular era Filippa Cordovanna), en el Auto de Fe celebrado en Palermo el 16 de abril de 1724[68].

Un santo mártir. Pero nosotros hemos escrito estas páginas para dar otra imagen de él, para decir que era un hombre y que mantuvo alta la dignidad del hombre.