La historia de Regalpetra

En la iglesia del Carmen hay un macizo sarcófago de granito sostenido por dos panteras enfurruñadas. Allí reposa «el limo, don Girolamo del Carretto, conde de esta tierra de Regalpetra, que murió en su casa asesinado por un criado, el 6 de mayo de 1622».

Hablábamos de ello hace algún tiempo con el cura del Carmen.

—Me gustaría ver cómo está, dicen que fue embalsamado —dijo el veterinario municipal.

Al cura se le ocurrió una idea luminosa. Dijo:

—Haré abrir el sarcófago y el que quiera ver al conde deberá pagar cincuenta liras; mi iglesia está muy necesitada.

Pero ha recibido veinte millones del gobierno para restaurar la iglesia, echarla abajo y rehacerla más fea; ha tenido que desplazar el sarcófago y los regalpetrenses han visto gratis al limo, don Girolamo del Carretto. No todos, porque en seguida el cura se hartó de la tumultuosa peregrinación y, como no daba fruto, cerró las puertas de la iglesia.

Girolamo, el segundo que llevaba este nombre en la familia de los condes de Regalpetra, está vestido a la española: mantelete de brocado de seda, chaquetilla verde con arabescos de plata, calzón bombacho, sin calcetines ni zapatos. Alto como un héroe del Oeste, el rostro cuadrado en el que la nariz pequeña y los labios desagradablemente delgados imprimen una nota de helada perfidia, las manos finas y un poco engarfiadas, las uñas perfectas. El embalsamador dominaba el oficio. Junto a la mano izquierda tiene una calavera de un niño de pocos meses, pequeña como una naranja; entre sus piernas reposa otra calavera un poco mayor, de uno de sus hijos que murió, según dicen las crónicas, al ser embestido por una cabra a la que se había acercado jugando.

Es evidente que a lo largo de tres siglos ha habido algún que otro párroco que ha pensado en sacar un provecho más inmediato del limo, don Girolamo del Carretto. Un investigador de memorias locales nos confirma la existencia de un espadín con la empuñadura de oro, unos botones hechos utilizando pesadas monedas de oro, y un estuche, también de oro, que contenía un pergamino. No es difícil imaginar la escena: un mínimo de cuatro personas de la casa, que son de absoluta confianza, abren la tapa mediante unas palas; el sacristán, con una lámpara en la mano y algo de temblor en el cuerpo, mientras el cura trabaja con el cuchillo intentando hacer saltar los botones, desenvaina el espadín y le quita los zapatos al muerto, que debía tener un aspecto horrible bajo aquella luz vacilante. Uno del grupo, para darse ánimos, tal vez cogiese la calavera del niño, volviéndola a dejar rápidamente entre las piernas del conde. Después beberían mucho, el mejor vino de las tierras del Carmen.

Desde el alto balcón situado entre las dos torres, el conde miraba las pobres casas que se amontonaban a los pies del castillo, cuando el criado Antonio di Vita «acercándose a él, lo asesinó de un disparo de arma de fuego». ¿Era un sicario, un criado vengativo o su gesto obedecía a una causa más secreta y casi insospechada? Doña Beatriz, viuda del conde, perdonó al criado Di Vita, y lo escondió, afirmando, con un buen juicio más que cristiano, que «la muerte del criado no devuelve la vida al amo». En cualquier caso, la tarde de aquel 6 de mayo de 1622, los regalpetrenses comieron con servilleta, como dicen los campesinos para expresar una solemne satisfacción; y lo dicen precisamente en casos como éste, cuando la muerte violenta hiere a uno de sus enemigos, un usurero o un hombre investido de injusta autoridad.

Una memoria anónima nos da testimonio de la voracidad de don Girolamo del Carretto: «Además de las numerosas tasas, donativos e imposiciones feudales que gravaban a los pobres vasallos de Regalpetra, sus señores acostumbraban exigir, desde el siglo XV, dos tasas que campesinos y burgueses denominaban terrazgo y terrazguito. Estos impuestos, los del Carretto los solían exigir no sólo de quienes sembraban tierras en su estado, aunque las poseyeran como enfiteusis y pagaran el correspondiente censo anual, sino también a los que tenían sus viviendas en Regalpetra. Ocurría, pues, que estos últimos debían pagar el censo, el terrazgo y el terrazguito al dueño de las tierras, y además el terrazgo y el terrazguito a los señores de nuestro municipio… Ya los burgueses de Regalpetra, atrincherados en sus derechos, habían intentado poner un pleito contra ese señor feudal para obtener la abolición de las tasas arbitrarias. El conde habló con algunos de ellos y al final se llegó al acuerdo de que los vasallos de Regalpetra deberían pagarle treinta y cuatro mil escudos para librarse a perpetuidad de aquellos impuestos. Entonces, los burgueses de Regalpetra, autorizados por el Tribunal Real, se reunieron en junta con la facultad de imponer al pueblo todas las tasas necesarias para cubrir aquella ingente suma. Se impusieron las tasas y todo parecía ir por buen camino. Sin embargo, cuando los regalpetrenses creían haber redimido, pretio sanguinis, su libertad, don Girolamo del Carretto pone en la balanza la espada de Breno… y saltándose todos los acuerdos y pisoteando promesas y juramentos exige de nuevo el terrazgo y el terrazguito, a los que suma las nuevas tasas.»

El padre de Girolamo, hombre vengativo como su hijo, murió también asesinado por dos sicarios del barón de Sommartino. Por el contrario, el primer Girolamo, fue, según opina Di Giovanni, un hombre de grandes méritos. Para él, Felipe II firmó el 27 de junio de 1576, en el Escorial de San Lorenzo, un privilegio que elevaba Regalpetra a condado. Pero poco sabemos de los méritos del primer Girolamo: fue juez de Palermo, y no creo que la sublevación de los palermitanos contra su autoridad fuese a «rara opinión seu presunción», como afirma Paruta. Tampoco me parece que pueda contribuir a su gloria el hecho que el día dieciséis del mes de marzo de mil seiscientos, treinta y siete mozos de carga fueran azotados por orden suya, noticia que sin otro comentario nos refiere el ya mencionado erudito regalpetrense.

En el año 998 de la era cristiana, el gobernador árabe de Regalpetra escribía al emir de Palermo: «los he contado a todos y hallado 446 hombres, 655 mujeres, 492 niños y 506 niñas». Bajo el señor de Girolamo la población disminuyó de manera notable a causa del terrazgo, el terrazguito y todos los demás impuestos; «los regalpetrenses dejan el pueblo para servir a un señor más humano».

Las tasas, tiránicamente reduplicadas, se mantuvieron hasta 1783, año en que los burgueses de Regalpetra formularon una súplica al Secretario Real y éste se dignó acordarles una reducción. Los curas siempre gozaron de inmunidad fiscal. Y en Regalpetra abundaban; un documento del siglo XVIII habla de ochenta curas en un total de cinco mil habitantes, aproximadamente. En proporción, hoy tendrían que prosperar aquí unos doscientos; al pintor Niño Caffé le gustaría una fantasía de doscientas tejas en una de esas salas vacías de la abadía y a quien yo sé también le encantaría un sueño de este estilo.

Si don Girolamo del Carretto se hubiera librado del siervo Di Vita, quizás no se hubiese salvado de la peste bubónica que dos años más tarde, como un «viejo soldado lleno de recuerdos —escribe un médico regalpetrense que fue célebre en las Dos Sicilias y en España—, llegó a Regalpetra, mi patria, y a la tierra de Grotte; no se dejó ver hasta que los muertos diarios llegaron al centenar». Sensible a la fatalidad de ciertos nombres, no quiero olvidar el hecho de que la peste desembarcó en Trapani del bajel Redención, procedente de Túnez; pienso que también algún teólogo se fijó en el nombre del navío. ¡Imaginémonos si en el siglo XVII un predicador se dejaría escapar una oportunidad semejante! Y ésta era la tercera redención memorable de Regalpetra: desolada por la peste la hallaron los árabes y por ello en su lengua la llamaron «aldea muerta»; y en 1355, después de una horrenda invasión de saltamontes, la peste explotó con tal violencia que convirtió el pueblo en un desierto, los pocos que lograron salvarse edificaron sus viviendas más arriba, dejando vacías y muertas sus casas, en un paraje rico en árboles y agua que los árabes estimaron con predilección. En 1624, la mitad de la población de Regalpetra se vio segada por la peste. El célebre médico regalpetrense, que no estaba dispuesto a culpar a los astros, indaga, en obras que en aquellos tiempos alcanzaron fama, los orígenes y desarrollo del morbo y discurre en torno a la manera de prevenirlo y curarlo, da consejos políticos e higiénicos al Ilustrísimo Senado palermitano y los da con tanto acierto y buen sentido que no deja de sorprendernos su insistencia, casi obsesiva, sobre la responsabilidad de los curas en la difusión del morbo: «El confesor debe ser un óptimo religioso y celador del bien común, de vida ejemplar y conocido en su república por no dejarse corromper por el maldito dinero; pues hemos observado que, en tiempos de peste, fue mayor el daño causado por los malos religiosos que por la peste misma».

En 1645, quedaba de la peste un recuerdo de castigo y redención: Regalpetra contaba mil doscientas casas y cinco mil ciento seis habitantes. El tercer Girolamo, que había ido a meterse en una conjura contra la soberanía de don Felipe IV, gracias a un criado llamado Mercurio y al jesuita padre Spucces, al que el criado había revelado la intriga, moría ajusticiado en Palermo en compañía de nobles y jurisconsultos; su hijo, el cuarto con el mismo nombre, era investido con la señoría de Regalpetra el 15 de agosto de 1654; fue maestre de campo en la guerra y gentilhombre de cámara de Carlos II. Con él se extinguía la familia y la investidura pasaba a los marqueses de Sant’Elia; aún hoy los burgueses de Regalpetra pagan el censo a los herederos de aquéllos. Tuvo grandes dimensiones la reforma que los Sant’Elia realizaron hace ciento cincuenta años: dividieron el feudo en parcelas y establecieron un censo no gravoso: nació la pequeña propiedad, pleitista y feroz; un pleito por lindes y cañadas pasa en seguida del perito catastral al perito balístico, los burgueses tienen tanta hambre de tierra como de pan, cada uno intenta comerse la tierra del vecino, devora como un topo los límites e, imperceptiblemente, cada año los desplaza, hasta que la contienda estalla y, a menudo, el asunto acaba en la cárcel. Por un árbol que se alzaba en el lindero entre dos propiedades hubo una causa judicial que duró cuarenta años; la ganó el que más y mejor hablaba, cuando de aquel árbol no quedaba sino un tronco astillado.

En 1819, en un Diccionario geográfico, estadístico y biográfico de Sicilia, impreso en Palermo, se considera Regalpetra un exfeudo: la reforma de los Sant’Elia ya se había llevado a cabo, pero gran parte del territorio se encontraba en manos de los curas; el comisario real Venturelli, enviado unos años antes para investigar por qué los burgueses de Regalpetra se agitaban tanto con súplicas y recursos, se dio inmediata cuenta de que «se ve con toda claridad que los burgueses y los braceros están gravados por sumas mayores que los señores; y los curas y abades no están incluidos en la tasa anual, porque creen estar exentos de ella, aun cuando me han informado de que la mayor parte de los conspicuos fondos del territorio van a parar a los citados curas y abadías, que son quienes realizan todo el tráfico y gran negocio del estado»; y escribía otras muchas cosas que dudo que hoy tuviera el valor de escribir, por ejemplo, un comisario encargado de investigar la aplicación de las contribuciones unificadas, de manera que mi estima por el gobierno borbónico va en aumento y de vez en cuando leo algún que otro documento que me deja un regusto amargo al considerar la honestidad y libertad que poseían los funcionarios de ese gobierno. Siendo niño conocí a un canónigo, viejísimo y casi ciego, que aún gozaba de gran respeto por la contestación que había dado a un coronel de los Saboyas; éste mandaba un regimiento de caballería que estaba acampado en las tierras del canónigo, por lo que éste pidió que le resarcieran por daños y perjuicios; el coronel objetó que los caballos le habían resarcido al abonar las tierras, y el canónigo respondió:

—Esta sí que es buena, los Borbones pagaban con oro, pero los Saboyas lo hacen con mierda.

Los viejos repetían la frase, sentían añoranza de aquel gobierno que pagaba con oro, no llamaba a filas ni hacía guerras; sin embargo, el nombre de Garibaldi bastaba para apagar el brillo del oro borbónico, en el ánimo de la gente la guerra se convertía en una música arrolladora; lo que los viejos no recordaban era que el gobierno borbónico tenía funcionarios honestos; puede que no todos lo fueran, pero alguno había.

He aquí el informe que redactó otro funcionario para el Tribunal de la Corte Real sobre los «abusos realizados por el sacerdote Giuseppe Savatteri en lo tocante a los pobrecitos». «Controlando este sacerdote la contribución de la tercera parte de las semillas, compensaba esta porción mediante ciertos créditos anteriores que él mismo había otorgado, sin que los pobres pudieran obtener la simiente necesaria para sembrar. Además, viendo que algunos tomaban de otros la simiente que precisaban para su tierra, y en función del crédito exigible del terrazguito, obligó a los burgueses a darle buena parte de la simiente que debía ir a fecundar dichas tierras, para así compensar el pretendido terrazguito de los años pasados. De ahí que, al quedarse las tierras sin sembrar, éstos se empeñaban ante la exigencia de la próxima cosecha, y él embargaba no sólo los instrumentos necesarios para la manutención, sino también la ropa de abrigo, “los cubrecamas”, los travesaños de la cama, mantas, manteletas y hasta los gorros de lana de los niños.» Lo increíble es que, después de este informe, el Tribunal de la Corte Real ordenó al juez de lo criminal en Regalpetra «hacer restituir a los burgueses todos los objetos que el sacerdote Savatteri les había embargado». Quizá los lectores no lo crean, pero la cosa fue así. Y de estos mismos años es una orden del señor Vagginelli, delegado real en Palermo, al magistrado Sileci di Girgenti, de que no hiciera exigir en Regalpetra la tasa concerniente al terrazguito, por estar pendientes muchos pleitos para su abolición; que se evitara toda coerción sobre los habitantes del Municipio, hasta la próxima cosecha, ya sea por causa de simientes, terrazgos, censos de propiedad o similares; y que sólo los acaudalados fuesen obligados a pagar los arbitrios de «bailía, incluido el arancel del trigo, del mosto, de huertos y jardines, aperos, almacenaje, aceite, mercancías, aduana, botellería y provisiones». Parece un sueño que entre don Girolamo segundo y el comendador Arístides Launa, que hoy rige felizmente las contribuciones de los regalpetrenses, haya habido un tiempo en el que hombres como los señores Venturelli y Vagginelli se preocuparan por los asuntos de este pueblo con tan abierto sentido de la justicia; parece increíble, ciertamente. El burgués de Regalpetra no lo creería. Lo que en la actualidad pasa con las contribuciones unificadas es digno del tiempo de Girolamo segundo, de modo que el regalpetrense piensa que está escrito en su estrella que tasas e impuestos caigan sobre él de forma encarnizada, la misma historia de hace siglos. En los papeles del catastro, los agentes de las contribuciones unificadas ven doble; el territorio municipal, que cubre aproximadamente unas siete mil hectáreas, se duplica según una misteriosa operación: quien posee una salma de tierra tiene implacablemente que pagar dos. El solo nombre del comendador Lauría provoca en los pequeños propietarios febriles visiones; mientras aquel hombrecillo está con toda tranquilidad detrás de la escribanía, las reclamaciones revolotean en torno suyo como mariposas, reclamaciones enviadas hace cinco o diez años por correo urgente y certificado; si un día el comendador alza la mano para coger alguna de ellas, las mira arremolinarse de manera deliciosa, viene una ráfaga de aire y las reclamaciones se van volando: «La reclamación que mencionáis en la vuestra del […] no puede ser tomada en consideración por haber llegado fuera del plazo establecido»; o bien «por no llevar adjunto el extracto catastral histórico». Frente a la demanda de un extracto catastral histórico, la devoción a la Virgen, profesada por los regalpetrenses incluso ante una sobretasa sobre los géneros alimenticios, se derrumba al instante: una barahúnda de blasfemias irrumpe en el aire; deseos de un cáncer repentino, una embolia inmediata, un escopetazo bien dado y el anhelo de que suelos, paredes y techos se hundan, vuelan hacia la oficina de donde proviene la carta; sin contar los adjetivos que, de tres en tres, como recomendaban las viejas consejas, reciben las mujeres, hermanas e hijas casaderas de todos los que se ganan el pan trabajando en esa oficina. El comendador, hombre notable por su piedad, pasa a ser una figura diabólica, aparece en la imaginación de los pequeños propietarios haciendo muecas de escarnio y lanzando grandes risotadas; de noche los despierta susurrándoles la cifra que han de pagar al cobrador, les sugiere la imagen de un embargo, un mal año para el trigo, y las almendras devoradas por los impuestos… La pesadilla pasa del comendador al prefecto, al presidente de la región y al presidente del consejo; el Estado, sordo y lejano, se ríe maliciosamente de ellos.

Lo que hace falta es una escopeta, dice el burgués, y es un mal pensamiento. Lo mejor es esperar a que los señores Venturelli y Vagginelli lleguen como convidados de piedra a la villa que el comendador Aristides Lauría posee a orillas del mar.

El citado Diccionario geográfico de 1819 dice lo siguiente de Regalpetra: «Población: 7360. Distante 16 millas del mar africano y 68 de Palermo. Exporta grano, vino y azufre, porque posee minas de azufre en sus alrededores; abunda el sulfato de calcio, es decir, yeso bellísimo y también se extrae sal gema.» En los privilegios reales concernientes a Regalpetra se habla a partir del siglo XV de minas de azufre y salinas, pero la época dorada del azufre es el siglo XIX, cuando otras gentes empezaron a carcomer las áridas tierras del altiplano; burgueses que debajo de la tierra miserable que trabajaban vieron resplandecer de golpe amarillas vetas de riqueza, cuentan que en el ocio del mediodía uno vio salir azufre de un hormiguero y se hizo rico; aunque alguno se equivocaba y perforaba en el vacío hasta acabar empeñándose la camisa, no eran pocos los que acumulaban grandes fortunas; la cadena de oro que dibujaba dos curvas sobre el chaleco de fustán se convirtió en el emblema de los nuevos ricos. Gracias a las minas de azufre que florecían por doquier, el aire de Regalpetra adquiría un no sé qué de acre y bruñía la plata que poco a poco iba adornando las casas de los recién enriquecidos; ese acre color del azufre quemado desteñía incluso los vestidos. Las colinas que cierran el pueblo por el norte y el altiplano que al oeste empieza en forma de media luna, adquirían un fósil tono rojizo; en los campos cercanos a las minas de azufre las espigas no graneaban por el hálito de la cal. El ingeniero francés Gilí, inventor de un nuevo tipo de horno para la combustión del azufre, exploraba la zona; hoy, cuando los mineros de las azufreras dicen: «horno gilí», no saben que este nombre era para sus abuelos un hombre simpático, con una gran barba que se acariciaba con la mano; he conocido a un viejo que lo recordaba, recordaba cómo el ingeniero Gilí preparaba un caldo con el mineral, el minero recordaba esta mágica operación. Obtenía el caldo —decía— con una cucharadita de almáciga.

No era muy normal que los mineros tuvieran la oportunidad de conocer a un jefe tan de cerca. «Prueba, prueba a bajar por los despeñaderos de aquellas escaleras —escribe un regalpetrense—, visita aquellos inmensos vacíos, aquellos laberínticos pasadizos, fangosos, exuberantes de pestíferas exhalaciones y tétricamente iluminados por las fuliginosas llamas de las lámparas de aceite: calor agobiante, opresivo, blasfemias, un retumbar de golpes de pico, reproducido por los ecos, por todas partes hombres desnudos que destilan sudor, que respiran afanosamente, jóvenes, casi niños, a los que convendrían juegos, besos y tiernas y maternales caricias, que prestan su débil organismo al ingrato trabajo para aumentar más tarde el número de míseros deformes». Y cuando los picadores y carusi ascendían de la noche de la azufrera al increíble día del domingo, las casas al sol o la lluvia que golpeaba los tejados, no podían sino rechazarlo, y buscar en el vino otra manera de hundirse en la noche, para no pensar, ni tener conciencia del mundo.

La energía eléctrica fue la que, hace ya algunos años, acabó mejor que las leyes con el trabajo de los niños en las azufreras, pero el buen momento ya había pasado, de las muchas azufreras sólo una trabajaba, la Gibili, donde aún seguían bregando un centenar de picadores. Las otras fueron abandonadas en pleno campo, convirtiéndose en refugio seguro para prófugos.

Por Regalpetra pasaron los garibaldinos, pusieron a un hombre contra la pared y lo fusilaron: un pobre ladrón de campo fusilado junto a la pared de la iglesia de San Francisco; el abuelo de un amigo mío aún se acordaba de ello, tenía ocho años cuando llegaron los garibaldinos, habían dejado los caballos en la plaza del castillo el tiempo preciso para fusilar a ese hombre y siguieron su camino; el oficial era rubio como un alemán. Carusi y picadores siguieron trabajando en el infierno de la azufrera catorce horas diarias, las tierras no rendían y los braceros trabajaban todo el año para pagar la deuda del trigo que los señores anticipaban avariciosamente; con la «mili» las familias perdían brazos para trabajar; hubo padres que mutilaron a hachazos a sus hijos a fin de que les diesen por inútiles para el servicio militar, he oído contar a un viejo campesino que cuando llegó la hora de incorporarse a filas, de noche oyó a su padre consultar con su madre:

—¿Qué dices? ¿Le saco un ojo o le corto los dedos de un pie?

Esa misma noche se escapó de casa y no volvió hasta que tuvo que ir a la «mili». Por eso, en el año 66, los regalpetrenses se rebelaron: quemaron el ayuntamiento, pegaron fuego a los malditos papeles en el viejo convento adonde se habían trasladado las oficinas municipales; vinieron soldados piamonteses y se llevaron a los rebeldes, la «mili» continuó. Los gentileshombres, sin embargo, estaban de acuerdo con el nuevo gobierno, es decir, los productores y los arrendatarios de las azufreras y los burgueses enriquecidos gracias al robo, la usura y la falsificación de actas (es increíble el gran número de propiedades que en Regalpetra ha pasado de una mano a otra mediante actas de venta y testamentos falsos). Pero también estaban de acuerdo con él algunos señores que el pueblo respetaba por su honestidad y gentileza; se había perdido la memoria del modo en que habían acumulado su riqueza, el recuerdo de aquellos hombres duros y avaros de quienes descendían los hombres elegantes, divertidos, gentiles, generosos y llenos de brillantes ideas, que hablan de Italia y de Libertad. Aquí todavía se habla de alguna familia calificándola de borbónica; no obstante, actas y testimonios dan fe que dichas familias habían tenido en su seno incluso antes del año 60, mazzinianos y liberales, hombres que corrieron el riesgo de ir a la cárcel o que se pudrieron entre rejas, que publicaron opúsculos y que con libertad y desinterés sirvieron a la causa de la unidad de Italia, y hasta la llegada del fascismo, al que no sirvieron, estas familias tuvieron fe en su tradición. Por esta razón me pregunto cómo es posible que las posiciones se hayan invertido, y la respuesta me viene dada por lo que he visto durante la caída del fascismo, los fascistas en el Comité de Liberación, los fascistas depurando y los antifascistas auténticos trastornados y preocupados por los acontecimientos, y corriendo peligro de ser considerados fascistas por su piedad y pudor les alejaban del juego de venganzas y recompensas; esto era lo que ocurría: El objeto del odio pasó en seguida a ser algo pequeño y vil, el fascista se tornó tan abyecto e implorante que a un verdadero hombre no podía producirle sino piedad, y más cuando el fascista empuñó un arma y mató, situándose más allá de la piedad. De esta forma he visto a los antifascistas dejar a los fascistas los méritos y las venganzas que se creía debían corresponder a aquéllos. Esto debió de ocurrirles a los Martínez, los D’Accursio y los Munisteri, que vivieron en Regalpetra años de ansiedad y lucha por la unidad y la libertad de Italia; luego vinieron los Lascuda —que en los últimos años de los Borbones habían recibido el título de barones—, los Buscemi y los Napolitano, voraces usureros y ladrones; para ellos fueron las prefecturas y los puestos oficiales de policía del nuevo Reino, para ellos fue el Estado. Los Martínez lucharon hasta que no quedó más que un terrón de tierra que vender, lucharon durante casi treinta años contra los Lascuda por la administración del Municipio, incluso lograron llevar ante el juez al mayor de los Lascuda, quien había hecho matar a un guardia municipal porque dudaba de su fidelidad; pero el barón fue absuelto y los Martínez no podían luchar largo tiempo contra gente que acumulaba riquezas y adquiría poder e impunidad en proporción a su riqueza; por el contrario, la riqueza de los Martínez era devorada por las usuras, los Napolitano se tragaron en pocos años la casa y las tierras de los Martínez. El último de éstos murió solo en la única habitación, repleta de viejos muebles, que le había quedado; el ataúd y el carro de los pobres le costó al Ayuntamiento veintidós liras y media, habían decidido enterrarlo en terreno de los pobres, alguien se acordó de que había una tumba de la familia bajo la lozanía de las ortigas. En cambio don Saverio Napolitano murió en casa de los Martínez, en una habitación llena de suave luz, rodeado de sus hijos y nietos; comendador de no sé qué orden pontificia, jerarca fascista, presidente de pías asociaciones y de un consorcio comercial, nunca bebió más que agua de san Ignacio, cada mañana un criado llevaba a la iglesia una jarra de dos litros a bendecir, es evidente que la debía necesitar; murió hablando de pagarés, tuvo un funeral con misa mayor y orador del gobierno. Del nombre Martínez sólo queda un cartel en la esquina de una calleja donde se lee, escrito en pintura negra, «Pasaje Martínez» y debajo un letrero de madera «prohibido ensuciar»; a los Munisteri y a los D’Accursio se les considera borbónicos; los Lascuda, los Buscemi y los Napolitano todavía poseen riqueza y gozan de consideración. Los Martínez hicieron carreteras, escuelas y edificios públicos. Hasta hace poco el pueblo seguía tal y como ellos lo habían dejado; la administración de los Lascuda, asociados a los Buscemi y a los Napolitano, no había supuesto más que corrupción y usura. Sin embargo, los Lascuda permanecieron más en la fantasía que en el recuerdo de los regalpetrenses; tal vez porque tenían imponente figura y palabras cordiales. Uno de ellos fundó una caja de ahorros, los burgueses le confiaron las piezas de a doce que guardaban debajo del ladrillo, don Giuliano Lascuda se fugó con el dinero, lo cogieron en Milán; pero en el proceso todos los burgueses declararon que no querían que se lo devolviera, lo daban por bien empleado e incluso estaban contentos de lo ocurrido. Y era verdad: cuando don Giuliano obtuvo la libertad, todos fueron a recibirle a la estación con la banda, la propia familia Lascuda lo consideraba como a un niño lleno de extravagancias y caprichos y lo mismo hacía el pueblo; sin embargo, sus parientes no pagaron para que no fuera a la prisión, mientras que los burgueses le ofrecieron sus ahorros. De manera que don Giuliano empezaba los mítines con un «pueblo cornudo», con lo que quería decir que el pueblo había soportado pacientemente a los Martínez, y éste aplaudía convencido. Quizá se acordara de esto hace poco un regalpetrense, candidato al Parlamento en la lista de los fascistas, cuando empezó con un «pueblo de castrados» y fue muy aplaudido.

Gracias a los Lascuda en Regalpetra, como en otros pueblos de Sicilia, la mafia entró en el juego electoral; ésta reclutaba a los electores, el día antes de las elecciones los reunía a todos, los encerraba en los almacenes de los Lascuda, carne asada y vino hasta reventar, durante toda la noche dentro de los almacenes, borrachos como cubas, por la mañana se les acompañaba como un rebaño a las urnas con la adecuada papeleta en el bolsillo. El que se equivoca paga, tal era el dicho del barón Lascuda, al que llamaban el barón grande, para diferenciarlo de sus hermanos; y así había pagado el guardia municipal Varchica y así pagaban todos los apasionados partidarios de los Martínez. El barón grande era poeta, escribió octavas sobre las primeras incursiones africanas y, en tanto que precursor de algún que otro vate de la época fascista, escribió asimismo un poema sobre los orígenes casi divinos de Francesco Crispí, por lo que su fama de poeta, además de hombre sabio, sigue viva en aquellas familias que apoyaron a los Lascuda; mientras que las familias partidarias de sus adversarios repiten el juicio que don Gaspar Martínez hizo de la actividad poética del barón grande, juicio tan lúcidamente condensado en una imagen obscena que creo conveniente no transcribirlo.

La mafia se agarró de tal manera a los Lascuda que incluso cuando la fortuna política de éstos decayó no lograron sacudírsela de encima. La baronil familia siguió dando falsos testimonios y coartadas para los delincuentes más conocidos, tradición que ningún Lascuda dejó de observar. Se cuentan muchas cosas curiosas. Una vez unos ladrones de paso intentaron robarle las mulas a un campesino, lo intimidaron con un cuerpo a tierra, pero éste no obedeció; al contrario, se lanzó como un mastín y mordió a uno de ellos hasta hacerle sangre; y el robo fracasó. El campesino dijo a los guardias lo del mordisco, había mordido tan profundamente que sin duda alguna la señal no desaparecería en menos de quince días, y los guardias encontraron al ladrón. Pero el barón grande, filosofando placenteramente sobre los problemas que suscitan las apariencias, contó al sargento de los carabinieri que su perra, furiosa por haber perdido sus cachorros, había mordido al pobre Angelo Viscuglia, y éste, el día en que habían intentado robar al campesino, no se había movido de casa de los Lascuda, y por tanto era inocente. El sargento pretendía distinguir el mordisco de un cristiano del de un perro; le fue mal porque los jueces no tenían esa misma pretensión y el barón grande tenía muchos amigos. El pobre Angelo volvió con un aura de inocencia, pero más tarde un tiro de escopeta le dejó seco en el ejercicio de sus funciones, el barón grande no logró evitarlo, de forma que la gente se convencía de que sólo la escopeta hacía justicia.

A los ojos del barón grande la semidivinidad de Francesco Crispí brillaba fulgurante sobre los Fasci sicilianos. Una vez eliminada la oposición de los Martínez, el barón se había encontrado en el consejo con la oposición socialista. El acostumbraba liquidar la idea socialista con un epigrama:

—¿Queréis que intentemos repartírnoslo todo esta noche? Estad seguros de que mañana, buena parte de lo que os ha tocado volverá a mis manos.

Y hacía cierto efecto; pero el socialismo se extendía, por él optaban albañiles, ebanistas y zapateros, gente toda que votaba, y un joven abogado los organizaba. El socialismo envenenaba la vejez del barón, y al movimiento de los Fasci afluían campesinos y mineros, soplaba viento de revuelta; los campesinos ganaban ochenta céntimos por quince horas de trabajo, cuando había trabajo; un poco más los mineros del azufre, que, sin embargo, trabajaban todo el año. En aquel período nació el eslogan de don Filippo Buscemi, aprobado y difundido por todos los biempensantes: «¡Qué tiempos! Un señor no puede darle una patada a un campesino»; y la verdad era que los tiempos estaban cambiando; en Grotte, los Fasci organizaron un congreso, los regalpetrenses partieron al grito de: «Viva el rey, viva el socialismo»; el rey invitaba a cenar a un inspector de policía, pensaba en los campesinos y mineros de las azufreras de Sicilia, el pensamiento de don Filippo Buscemi se movía dentro de la cabeza del rey y rondaba incluso en la bella cabeza de la reina. Sin embargo, los campesinos y los mineros veían aquel bello rostro preocupado por su dolor y gritaban: «Viva la reina, viva el socialismo.» Vino el general Morra di Lavriano, vino aquí, a Regalpetra. Era un hombre esbelto que hacía lo imposible por parecerse a Umberto, bigotes y cabellos cepillados, y estaba muy enfadado porque los regalpetrenses, después de pasar por Colajanni, habían reaccionado en la estación contra los guardias de un modo que al general le parecía peor que si los hubieran matado: los desnudaron; en la revuelta, los guardianes se matan, pensaría el general, pero no se desnudan, y un guardia se hace matar y no desnudar; los regalpetrenses trastornaban todas las reglas del juego. Imagino que los cuatro guardias lo pasaron bastante mal; mejor guardia muerto que desnudo. Eso mismo opinaba el barón:

—¿Dónde iremos a parar?, si se dejan desnudar por cuatro tunantes. ¿O acaso es nuestra tarea ponernos a pegar tiros desde las esquinas?

Pero no se lo dijo al conde Morra porque éste era brusco e incapaz de confidencias. El barón lo consideró un gran señor pero demasiado frío y en la mesa estuvo claramente enfurruñado. Fue una comida memorable, había una cassata de medio quintal. Entretanto, los guardias, una compañía entera, limpiaban el pueblo; arrestaron a unas cincuenta personas, otras lograron escapar. Para los arrestados fue una larga historia.

Cuando asesinaron al rey Umberto, el barón grande ya había dejado un «luminoso patrimonio de virtudes civiles», como reza la lápida sepulcral, y dormía «el sueño de los justos»; el alcalde era su hermano, que telegrafió el pésame de los regalpetrenses, y en el pueblo reinaba una gran corrupción. El antiguo dicho que los regalpetrenses repiten: «’ncapu lu re c”e lu viciré», por encima del rey está el virrey; significaba que es inútil esperar la justicia del rey cuando de por medio está el virrey; lejos el rey justo y bueno, y cerca y potente el virrey. Se podía odiar al conde Morra y no al rey, a los prefectos, policías, barones, pero no al rey; el rey no sabe, en tanto, qué idea se refleja en su propia imagen y no sabe, ni siquiera Mussolini sabía. Durante medio siglo, hasta hoy, el rey, Mussolini y los que vinieron después de éste nunca supieron lo que ocurría en Regalpetra.

Después de la caída de los Lascuda, se formaron dos facciones dirigidas por profesionales. Dominaban los médicos, porque en aquel entonces esta profesión era muy distinguida, en Regalpetra por lo menos; sólo podía ejercerla una persona acomodada. Por Navidad se le pagaba con un capón, de manera que la clientela era segura incluso en un sentido electoral. Con gran sabiduría, los médicos no daban sino quinina y aceite de ricino, aconsejaban la vida en el campo para los anémicos y «jarabe de manta» para los resfriados; el que estaba a punto de irse al otro mundo recibía como gratificación una inyección de alcanfor. Los regalpetrenses bendicen el alma de aquellos médicos: Si el destino del enfermo era morir, al menos la familia no se arruinaba con medicinas y radiografías. Los médicos actuales, por el contrario, escriben recetas sin parar, en seguida piden análisis y radiografías, y cobran quinientas liras por visita. En aquel tiempo, se pedía incluso la opinión de los médicos sobre un partido, un testamento, una compra, un viaje; formaban parte de muchas familias.

Las dos facciones electorales no se diferenciaban entre sí ni por el color político ni por el programa; la única diferencia residía en que una luchaba sin la mafia y la otra se apoyaba en ella; las mayores posibilidades de victoria las tenían los mafiosos, pero siempre podía dispararse un resultado imprevisto, los mafiosos no jugaban a la luz, pese a prestar todo su apoyo a una de las partes.

Los socialistas, como se dice en las jugadas a caballo en el bacarrá, cuando la banca no tira ni paga, no hacían juego; el abogado de la época de los Fasci sicilianos tenía coraje y esperanza, y aullaba de amargura y desilusión.

Esta arcadia, de la que de vez en cuando salía a la luz un muerto, prosperó hasta 1923 y cerró dignamente su vida con esta deliberación del Consejo Municipal:

«Año mil novecientos veintitrés, día catorce del mes de diciembre a las dieciocho horas. El Consejo Municipal de Regalpetra, después de los avisos de segunda convocatoria, difundidos y remitidos según lo dispuesto por los artículos 119, 120 y 125 de la ley, se ha reunido en junta extraordinaria en la sala municipal con la presencia de los señores…, estando ausentes los otros diecinueve consejeros, uno de los cuales ha muerto, y habiendo el número legal de asistentes para tomar deliberaciones… SE PROPONE: Otorgar el título de ciudadano de honor a S. E. Benito Mussolini. El presidente recuerda a la honorable junta la viva lucha que muchos Ayuntamientos sicilianos, incluso el nuestro, han sostenido contra los anteriores gobiernos para solucionar el problema del agua. Finalmente, añade, sólo el gobierno fascista ha sabido contentar de forma suficiente los votos de todos aquellos que se veían privados de ese don de la naturaleza. Frente a tan alto beneficio, este Consejo Municipal, intérprete del sentimiento de todo el pueblo de Regalpetra, no puede expresar de otra manera su reconocimiento y devoción al Gobierno Fascista que otorgando el título de ciudadano de honor a su Jefe Supremo S. E. Benito Mussolini. EL CONSEJO en votación unánime y con entusiastas aclamaciones, repetidas por el público asistente, ha otorgado la ciudadanía honoraria de S. E. Benito Mussolini.»

El gobierno fascista resolvió el problema del agua de forma tan solícita y abundante que las tuberías que debían conducir el agua hasta Regalpetra llegaron a esta estación ferroviaria en 1938 y fueron amontonadas detrás de los almacenes; al principio los niños las convirtieron en objeto de su atención, jugaban a introducirse en ellas; más tarde la hierba las cubrió y allí permanecieron olvidadas en medio de la maleza. En cuanto a los once consejeros que habían deliberado sobre la ciudadanía de Mussolini, un par de ellos permanecieron en las redes de Mori, los demás nunca se inscribieron en el partido fascista y se mordieron la lengua durante veinte años. Para compensar, los dieciocho (diecinueve con el muerto) que se encontraban ausentes sí se inscribieron; evidentemente no habían asistido a la deliberación en señal de protesta.

El alcalde había hecho aquella propuesta para cubrirse las espaldas, eso era al menos lo que creía; después del telegrama que anunciaba a Mussolini el acuerdo de otorgarle la ciudadanía de honor, cursó otro en el que denunciaba al prefecto como protector de la delincuencia, quería decir de la delincuencia fascista, no de la mafiosa; como un rayo, llegó la orden de disolver el Consejo Municipal y el jefe de los fascistas de Regalpetra fue nombrado comisario.

Entre los años 1920 y 1923, los homicidios perpetrados en Regalpetra alcanzan una cifra impresionante. Hubo meses en los que cada día al salir el sol se descubría un cuerpo asesinado. Regalpetra llegó a hospedar a ochenta carabinieri, además de un gran número de P.N. con su inspector; los regalpetrenses tenían cierta debilidad por los delegados, eran gente que no quería líos, en seguida se integraban y pasaban el tiempo entre la partida de cartas en el círculo y alguna que otra amante indígena. Después de 1923, el diagrama de homicidios desciende en picado; luego Morí, con los métodos ya conocidos, barrió el pueblo de mafiosos y sus encubridores, pero no crean que consiguiera extirparlos definitivamente. Sólo quien siente nostalgia por el fascismo puede creerlo. Por lo que yo recuerdo, y mi memoria no llega más allá, en los años de mayor euforia fascista había en Regalpetra, es decir en los campos de los alrededores, un prófugo al que, por comodidad, se le atribuían todos los robos e incendios de casas de campo. Se ofreció una recompensa por la cabeza del bandido (que era un pobre hombre que debía expiar una condena por robo y no se decidía a entregarse; vivía de los magros tributos que imponía a los señores); y por la recompensa le mataron; le dieron alojamiento y luego le mataron. Un mediodía, en plena calle, el hermano del bandido le pegó un tiro al hombre que había efectuado ese servicio a la sociedad, acto que los regalpetrenses consideraron como una venganza.

En el año en que el duce nos entregaba el imperio, se cometieron, además de los continuos delitos contra la propiedad, dos homicidios: mataron al recaudador de impuestos mientras realizaba su habitual paseo de tarde, delito típicamente mafioso por la ausencia de movimientos sospechosos y por el misterio que lo envolvió; y asesinaron a una persona acomodada en su propia casa: vivía sola y se creía que tenía mucho dinero. La policía se mostró frenéticamente activa ante este último crimen: arrestó a los parientes de la víctima y a todos los sospechosos de Regalpetra, incluido un grupo de jóvenes que la noche del delito habían tenido nocturna (o sea, serenata) en aquel barrio; en total, unas doscientas personas, las cuales permanecieron en los llamados núcleos de policía durante meses, sistema aprobado por todos los hombres de orden. Se dice que los métodos de tortura imaginados deslucían los de la Inquisición (algún campesino que sabe leer posee, junto a los Reales de Francia y el Rutilio, Los misterios de la Inquisición española). Semejante sistema no podía sino dar frutos, de aquellas doscientas personas se vino a saber que una tenía alguna pista, pero el principal responsable del delito era un guardia nocturno, ¿quién podía sospechar de un guardia?; los demás fueron enviados a casa.

Al ser la mafia un fenómeno, como un abogado lo define, de «hipertrofia del yo», es obvio que en el seno de un estado totalitario se reduzcan en gran parte sus manifestaciones externas; pero es también obvio que la educación necesaria para desautorizar dicho fenómeno sólo se puede conseguir en un estado de libertad y justicia. Los sistemas de Mori, e incluso un mono habría sabido establecer el orden con aquellos métodos que son la locura de los fascistas, sólo lograron anestesiar a la mafia; y esto es tan cierto que no hay más que observar el violento despertar de ésta en la posguerra última. Desgraciadamente, el hecho de que los mañosos, por su ideal de democracia, se mantuvieran alejados del fascismo o fueran condenados a destierro, significó para el AMG (Gobierno Militar Aliado) un inicial punto de ventaja, ventaja que la mafia está lejos de perder en el actual juego electoral. Sea como fuere, la fuerza política de la mafia, la nobleza de que hacen jactanciosa gala ilustres parlamentarios sicilianos, no esconde sino el homicidio, el abigeato[2] y, en determinadas zonas, el robo de gallinas. La mafia extrae viejas y nuevas linfas de esta democracia; pasada la aventura separatista, se ha replegado hacia posiciones más realistas. De manera que puede suceder a muchos lo que un día le ocurrió al abogado regalpetrense Cravotta.

Al abogado le habían robado las ovejas, dejándole al pastor atado a un árbol y llevándose el ganado. El abogado hablaba de ello con un individuo que había encontrado en la ciudad.

—¿Por qué no se dirige a Gaspare Lo Pinto? —dice el individuo.

El abogado contesta:

—¡Pero si ya he acudido a los carabinieri!

—En casos como éste —añade el otro—, Gaspare es mejor que los carabinieri.

El abogado, que es persona muy cándida, dice:

—Pero él ya sabe que me han robado las ovejas, somos amigos y no me ha dicho nada.

—Demonios —dice el otro—, usted no quiere entenderme; le han robado las ovejas, ¿no?; ¿cuánto valían, cien, doscientas mil?; usted va a ver a Gaspare y le dice que estaría dispuesto a pagar veinticinco o cincuenta mil; ya me dirá si no se las devuelven.

—Pero si Gaspare es el alcalde de mi pueblo —dice aturdido el abogado.

—Lo sé —concluye el otro—; como alcalde es cuando mejor van estas cosas; pero es amigo de los amigos, y le conviene estar a buenas con él.