Con gusto nos entregaríamos al diablo si a cambio pudiéramos conseguir el libro que escribió fray Diego escrito por su propia mano con muchos y heréticos disparates, pero sin estilo y lleno de faltas e ignorancias. Sin embargo, no es posible establecer semejante comercio con el diablo para tranquilidad del doctor Auria y de los reverendísimos inquisidores, que creían en éstas.

Quizá nunca sepamos qué desatinos heréticos contenía el libro y cuál fue la herejía de fray Diego. Las actas del proceso y el libro adjunto a ellas en tanto que corpus delicti, se consumieron entre las llamas el viernes 27 de junio de 1783, en el patio interior del palacio Steri, junto con todas las denuncias, procesos, libros y escrituras del archivo inquisitorial, o sea las llamadas causas de fe (mientras que un segundo archivo, el de las causas forenses, de materias civiles o, en cualquier caso, no referentes a la fe, se salvó gracias al rey). La destrucción del archivo, informa un aristocrático cronista, fue alabada por todo el mundo, dado que si tales memorias, de las que Dios nos libre, hubiesen salido a la luz, hubiera sido lo mismo que manchar de negro muchas y muchas familias de Palermo y del entero reino, tanto nobles como modestas y civiles[50]. Es evidente que al cronista le preocupaban más los nombres de los denunciados que podían salir en esos papeles que los nombres de los condenados por la Inquisición, dado que el santo tribunal debió de tener una tan vasta red de espías (entre nobles, ciudadanos y hombres de bien) que haría palidecer toda comparación con la red de la Ovra. Pero más adelante hablaremos del acontecimiento que motivó la destrucción del archivo.

Para los estudiosos de la Inquisición en Sicilia constituye una abundante fuente de datos, pero no tanto como para compensar la pérdida del archivo inquisitorial palermitano, el Archivo de Madrid, al que hace cincuenta años trasladaron todos los documentos de la Inquisición que descansaban en el de Simancas. Pero no para nosotros, ni para el caso de fray Diego. Todo lo que hay en Madrid a este respecto se reduce a un informe sumario del Auto de Fe y a esta nota:

Fray Diego La Matina, natural de Racalmuto, Diócesis de Girgento, de edad 37 años, religioso profeso de los Reformados de san Agustín, de orden Diácono, por hereje formal, reincidente, homicida de un señor Inquisidor in odium fidei, Impenitente, Pertinaz, Incorregible, auto, con insignias de Relaxado, donde se le lea su sentencia, y después de degradado, sea Relaxado a la Justicia temporal[51].

Ya Garufi[52] había subrayado, cuando investigaba en Simancas, el desorden en que se encontraban los papeles de la Inquisición de Palermo o Sicilia, pero entre las muchas informaciones que daba había una que tiene relación con nuestro caso: la del legajo 156 que contenía, entre otras cosas, el informe de los juicios de 1658. Sin embargo, el legajo 156, que durante meses relampagueó en nuestra mente con febril frecuencia hasta llegar a alucinarnos, en el Archivo de Madrid no corresponde a las relaciones de causas de fe de los años señalados por Garufi. Los informes de 1640-1702 se encuentran en el libro 902, y el de 1658 empieza en el folio 388 (en el folio 390, apostilla 32, está la cita que transcribimos, y 32 es el número que fray Diego tiene en la lista de Matranga).

Es probable que una copia del proceso o un informe menos resumido se encuentre dentro de algún legajo en el que no debería estar y que salga a la luz a raíz de una investigación más exhaustiva. De todos modos, lo cierto es que las pesquisas de Garufi en Simancas en lo referente a la Inquisición no fueron sino un tema al margen de su interés principal (las relaciones diplomáticas entre Felipe V y Vittorio Amadeo II), y no se postergaron más allá de los primeros años del siglo XVII. Las investigaciones de Henry Charles Lea, concernientes exclusivamente a la Inquisición en los dominios españoles, no han aportado nuevos datos sobre fray Diego; es posible que el estudioso americano ni siquiera tuviese ocasión de ver el citado sumario, toda vez que se ve obligado a referirse a Franchina, sospechoso historiador de la Inquisición de Sicilia, para concluir que the position of Inquisitor was not wholly without danger, for Juan López de Cisneros died of a wound in the forehead inflicted by Fray Diego La Matina, a prisoner whom he was visiting in his cell[53] [54].

Una súbita exultación, truncada en seguida por la reflexión, nos provocó en el Archivo Estatal de Palermo un fragmento del ceremonial virreinal, en el que el protonotario, al registrar el Auto de Fe, decía del sumo reo: hereje pertinaz, que era de evangelio[55]. Sin embargo, sólo existe un uno por mil de probabilidades de que el protonotario haya querido calificar la herejía de fray Diego con la expresión «de evangelio», y esto por tres razones. En primer lugar, porque en aquel entonces dicha expresión debía de tener, entre los laicos que entendían mucho más que nosotros de asuntos eclesiásticos, el unívoco significado de segundo en grado dentro de las órdenes mayores, o sea el diaconado que fray Diego había alcanzado; no hay ningún documento, creemos, en el que las herejías luteranas o anabaptistas se designen con el calificativo «de evangelio». Parece, aunque no quisiéramos excluir del todo semejante probabilidad, hay que tener en cuenta que las corrientes que se propagaron por Sicilia entre 1644 y 1658 tuvieron que ser muy tenues[56]. Y es casi insostenible la hipótesis de que con «de evangelio» se indicara una herejía que, sin participar de un determinado movimiento religioso, apelara a ciertos principios sociales del Evangelio (es decir, el tipo de herejía que nosotros sospechamos que profesaba fray Diego). Por último, hay que subrayar que difícilmente el protonotario del Reino se habría atrevido a romper, y menos en el registro del ceremonial, ese silencio cómplice en torno al caso de fray Diego, que habían observado incluso los escritores de diarios en el secreto de sus escritorios.

Porque, y es una actitud normal en lo referente a los hechos relacionados con la religión y la aristocracia (y no es superfluo recordar aquí el caso de la baronesa Carini)[57], los autores de crónicas y diarios observan una auténtica complicidad de silencio: en tanto que solidaria confirmación de las versiones oficiales u oficiosas y de las mixtificaciones familiares, en nuestro caso, las afirmaciones de Matranga, el cual escribe.

Fue un calumniador herético, injurioso y despreciador de las Sagradas Imágenes y Sacramentos. Fue supersticioso, hechicero, temerario, impío, sacrílego y se ensució con no oídas maldades, que callamos por modestia. No sólo fue Hereje, y Dogmatista, sino desvergonzado y pérfido defensor de innumerables herejías.

Lo cual es mucho y muy poco. Obsérvese, asimismo, cómo el teatino deja entrever que fray Diego es culpable de algún delito de tipo sexual; el término modestia todavía significa, en el lenguaje clerical, virtud en lo referente al sexo. Pero si fuera cierto que fray Diego hubiera cometido semejante error, a buen seguro que ello constaría en el informe anual que se enviaba a Madrid, considerando la voluptuosidad con que, en otros informes, los padres inquisidores perdonan o contemporizan con la descripción de tales culpas[58].

Tampoco el dominico Giovanni Maria Bertino, en su Rosa Virgínea, va más allá (exceptuando un solo punto, una sola palabra) de la genérica lista que nos da Matranga, aunque salpica sus páginas con barrocas imágenes.

La fortaleza de su mente fue absorbida por el demonio, que irrumpió en ella así como en la parte más profunda de su corazón; ese tremendo enemigo penetró en las entrañas de su ánimo, disipó su fe y sembró en él opiniones heréticas, blasfemias temerarias; y se hizo apostata, idólatra, blasfemo, hechicero, supersticioso, hereje, dogmatista y sentina harto pestilente de todos los más horrendos delitos.

Estamos convencidos, muy convencidos, de que en el transcurso de catorce años, el Santo Oficio era capaz de convertir a un hombre religioso, que sólo mostraba algún signo de libertad de conciencia (la expresión es de Matranga) en el seno de la religión en que vivía y obraba, en un hombre absolutamente irreligioso, radicalmente ateo, pues si hoy el cardenal Frings puede definir al Santo Oficio como «fuente de peligros para los creyentes», figurémonos qué fuente de peligros debía de representar tres siglos atrás. Pero ¿cuál fue el punto de partida de fray Diego, cuál fue su primera herejía? ¿Se trataba de la herejía de un hombre ignorante, tosco y salvaje, como quieren hacernos creer Matranga y Auria, o de una herejía surgida de una experiencia exegética, cultura viva, una aspiración racional y un profundo sentimiento humano? En efecto, habría que dar un poco de crédito a los ilustres sacerdotes que intentaban convertirlo y al padre Matranga, que refiere lo siguiente:

Las disputas con los primeros teólogos de la ciudad, los razonamientos religiosos, no menos píos que fecundos y doctos, las amonestaciones de los Superiores, los discursos y las persuasiones de los Ministros del S.O. convertidos en predicadores, que habrían convencido a la misma temeridad y resquebrajado cualquier basto intelecto con sus doctrinas, no fueron suficientes para cambiar la tenaz opinión de este hombre tan duro como la piedra.

La tenaz opinión: bien dicho. Es preciso convenir en que al padre Matranga, que escribe fatal, la pluma se le aligera, se hace precisa y eficaz cuando habla de la fuerza y la resistencia de fray Diego. Y aún:

En la última de sus noches antes del espectáculo, cansó a diez Religiosos [nueve según nosotros] que intentaban amonestarlo y convertirlo; nunca dejó de despreciar y rebatir sus reproches, razones, rezos y lágrimas.

Así que no era un ignorante, puesto que disputaba con los primeros teólogos de Palermo; durante meses, durante años, a las buenas y a las malas, rechazó su persuasión y respondió con razones a las argumentaciones de aquéllos. Y, al final, en las últimas horas de su vida, agotó a diez curas; diez doctos teólogos que, de vez en cuando, iban a reponerse en la cocina y la cantina del alcaide, cayeron agotados por un hombre cuyo cuerpo y cuya mente habían sufrido durísimas y atroces pruebas a lo largo de catorce años, por un hombre que desde hacía meses, y también en ese momento y en el instante mismo de la muerte en la hoguera que dentro de poco le consumiría, estaba atado con grillos de hierro a una fuerte silla de castaño.

¿Acaso el amor y el honor de pertenecer a la misma gente y de haber nacido en la misma tierra no nos turban cuando nos acordamos de que no cambió aspecto, no movió cuello, ni dobló costilla?