En menos de dos años, entre 1656 y 1657, con el pesar de todo el Reino, al decir de Matranga, pasaron a mejor vida cuatro reverendísimos inquisidores: monseñor Giovanni La Guardia, sujeto de gran celo, mucho saber, notable integridad, y no menos fervoroso que despierto para las cosas de la fe; monseñor Marco Antonio Cottoner, que supo unir al gobierno político con el cristiano (seguro que fray Diego no desconocía sus dotes cuando intentó despacharlo); monseñor Juan López de Cisneros, de gran bondad y recta voluntad, como ya sabemos; y monseñor Pablo Escobar, que en pocos meses logró ascender de promotor fiscal a inquisidor, puesto para el que lo recomendaban sus raras aptitudes y su donaire al mandar.
Matranga reconoce que en esta hecatombe de inquisidores tiene que haber intervenido la voluntad divina. No es que sospeche una divina conjura en pro de fray Diego, de los herejes y hechiceros que esperaban las sentencias en las cárceles del Santo Oficio; al contrario, piensa que las potencias infernales se armaron y levantaron contra el santo tribunal. Pero lo permitió Dios, ahí está el «busilis». Es muy probable que el Dios de don Girolamo Matranga, superintendente y director de sus Autos de Fe, hubiera destinado para la celebración del Auto de Fe al ilustrísimo don Luis Alonso de los Cameros, arzobispo de Monreale, que de inquisidor general pasó a inquisidor de Sicilia al morir Cisneros y un poco antes de que muriera Escobar.
De los Cameros tenía experiencia en el oficio, porque había sido inquisidor en 1641 (o desde 1641), como ayudante de don Diego García de Trasmiera, hombre al que si su santo ministerio no nos lo prohibiera, tacharíamos de diabólico por su gran intuición política y su sutil y despiadada inteligencia; su obra maestra fue la ruina de Giuseppe d’Alesi y de la rebelión popular capitaneada por éste en 1647[48]. Cameros, pues, se dispuso con presteza a despachar el proceso de fray Diego La Matina y los otros treinta y un reos, y a preparar la gran fiesta del Auto de Fe. Esta última tarea era la más pesada, pese a estar repleta de mundanales satisfacciones y cosas bonitas. Pero todo este gran peso, que para muchos fue excesivo, don Luis de los Cameros, asistido e iluminado por Dios, lo llevaba él solo con mucho ánimo.
El 2 de marzo de 1658, Matteo Perino, pregonero de la «feliz» ciudad de Palermo, por orden y mandato del muy Ilustre y Reverendo Señor Inquisidor Arzobispo de Monreale, anunciaba finalmente a todos los fieles cristianos de la ciudad que en el día de Domingo, que cae en 17 del corriente mes, se celebrará el Espectáculo General de Fe, en el llano de la Madre Iglesia, los que se hallaren presentes obtendrán la Indulgencia que seráles concedida por los Sumos Pontífices.
Empezaron los trabajos, a expensas, claro está, del fisco real, como dispone la religiosa liberalidad de los Reyes Católicos. En la plaza de la catedral se construyó un amplio anfiteatro de madera, compuesto por una gradería de nueve escalones, cuatro grandes palcos altos, un pequeño palco para los músicos y un altar. En el proscenio se preparó, con ocho bancos de madera de igual medida, el infame escenario para los reos; el fondo negro, como es obvio, para que se asemejara a la oscuridad de sus mentes. Detrás de los palcos se levantaron cinco grandes habitaciones, para que los ministros del Santo Oficio, el capitán de la justicia y sus familiares, el senado y las damas, tuvieran un lugar donde reposar y comer durante el transcurso de la larga ceremonia. Es decir, se instalaron una especie de buffettes. Colgaduras de terciopelo violado y carmesí, de seda y de oro; ricos tapetes; sillas tapizadas de damasco y terciopelo; cojines recamados; ramas de ciprés y mirto; jarrones y candelabros de plata, todo ello se dispuso con arte conforme a la material arquitectura. Los padres dominicos tuvieron el honor de adornar el altar.
El día 16 de marzo se descubrió esa maravilla al pueblo. Pero monseñor los Cameros aún tenía que hacer la labor más ingrata: establecer las precedencias. Los calificadores teólogos habían discutido con los consultores jurídicos; los primeros consideraban que tenían prioridad porque, ante todo, lo que se juzgaba de un reo era su error teológico, y luego intervenían los juristas, pero éstos por su parte definían al Auto de Fe público como un acto jurídico. Los consultores eclesiásticos contendían con los consultores laicos, y el partido de estos últimos estaba a su vez dividido entre togados, abogados normales y abogados del secreto. El nuncio del secreto se oponía al notario civil y los comisarios y familiares andaban a la greña. Y lo mismo ocurría con los curas de san Antonio, san Giacomo de la Marina y san Nicoló de la Kalsa. Un infierno. Pero monseñor el arzobispo, con la singular prudencia y circunspección mediante la cual solía juzgar, rápidamente rechazó, o definió o dispuso. No tan rápidamente, en nuestra opinión, de considerar lo mucho que duró la protesta de la corte, humillada en asientos forrados de damasco descolorido en lugar de verse exaltada en asientos de terciopelo carmesí.
Así se llegó, como Dios quiso, a la noche del día 16. De occidente soplaba un fuerte viento y nubes cargadas de lluvia colmaban el cielo, pero no por una especial y divina disposición, según dice Matranga, apenas fue la hora de la procesión, los amenazadores nimbos desaparecieron. Una gran multitud iba del palacio del Santo Oficio a la plaza de la catedral; soldados alemanes formaban cordón para que pasara el cortejo. Una larga hilera de carrozas, ocupadas por nobles damas, aumentaba la confusión.
El estandarte del Santo Oficio lo llevaba don Giovanni Ventimiglia, marqués de Geraci; y las cintas carmesí que bajaban de ambos lados del estandarte las cogían, don Domenico Graffeo, príncipe de Partanna, la del lado derecho, y don Blasco Corbino, príncipe de Mezzoiuso, la del lado izquierdo; los tres eran familiares, al igual que los más de doscientos titulares que les seguían. Detrás, un centenar de nobles de la compañía de la Asunción, que llevaban un sayal blanco con capucha, capa de paño y una antorcha encendida en la mano. Luego, los músicos, las dos congregaciones de los huérfanos, los capuchinos, los reformadores de la Merced, los reformadores de san Agustín (sobre los que pesaba la vergüenza de su cofrade), los terciarios, los mínimos, los de la Redención de los Cautivos, los carmelitas, los agustinos, los recoletos y los dominicos. Faltaban los franciscanos, porque la singular prudencia y circunspección de monseñor el arzobispo no había logrado solventar su antigua pugna con los dominicos a causa del ceremonial. Un desfile interminable. Cuando la cabeza de la procesión llegaba a la plaza de la catedral, de la puerta del Santo Oficio salían los últimos del cortejo; llevaba la cruz verde del Tribunal el padre benedictino Giovanni Martínez, vestido con una capa pluvial violeta, seguido del arzobispo inquisidor, el príncipe de Trabia, el alcaide de las cárceles secretas y una retahíla de autoridades y señores.
Al llegar al anfiteatro, pusieron la cruz en el altar, donde montaron guardia toda la noche una treintena de guardias. El resto de la procesión se disolvió, mientras una parte seguía hacia la plaza de san Erasmo, lugar en el que se había erigido la pira. También aquí pusieron una cruz, pero blanca, y encendieron cuatro velas en sendos fanales de vidrio, porque el viento seguía soplando. Y ahí se quedaron asimismo algunos fervorosos congregantes. Eran ya las tres de la noche y cada uno se fue a su casa por el camino más corto en busca de comida, reposo y afecto. Pero para fray Diego empezaba una larga noche.
Pero dejemos que hable Matranga, directamente:
El pérfido Reo había sido llevado al pasillo bajo de las cárceles; vestido con el hábito sagrado de su Venerable y no merecida Religión. Lo encadenaron, más que sentaron, en una fuerte silla de madera, fabricada a propósito, con cadenas y ataduras de hierro que le apretaban por todas partes, a causa de su indomable voluntad que amenazaba con causar heridos, y masacres. A las tres horas de la noche, conforme a la tradición, D. Giovanni di Retan nos comunicó la última sentencia y nos dijo que dentro de poco lo pasarían al brazo secular. Monseñor el Arzobispo Inquisidor le asignó, a fin de que le asistieran, el Doctor D. Francesco Vetrano, cura de S. Nicoló la Kalsa, consultor, el P.F. Angelo, Recoleto, consultor y calificador, y el P. Melchor Balducci, de la compañía de Jesús, consultor y calificador y otrosí yo, los cuales otras veces en el transcurso de su causa había disputado y contendido muy y mucho con el acusado, y vueltos a llamar para que de nuevo intentaran, al extremo de su vida, la desesperada conversión. A ellos se sumaron el Bachiller Fr. Vincenzo Muta, prior de S. Domingo de los Padres Predicadores, el P.D. Giuseppe Cicala, prepósito de la Casa de S. José, teatino y consultor, el P. Placido Agitta, crucífero y consultor y dos consagrantes de la Compañía de la Asunción. No se siguió lo ordenado, o sea que le asistiéramos por turnos durante toda la noche, porque ninguno de los citados lo quiso abandonar y todos ahuyentaban el sueño de sus ojos, confiando en que la conjunta persuasión de muchos lograra despertar aquella mente infernal del largo letargo en que estaba. Forzados, no obstante, por la amable liberalidad del alcaide, reposaron en habitaciones un poco separadas, y repusieron fuerzas ante mesas llenas de espléndidos y exquisitos manjares.
Es una de las más atroces y alucinantes escenas que nunca la intolerancia humana haya representado. Así como estos nueve hombres imbuidos de doctrina teológica y moral, que se desvivían en torno al condenado (pero de vez en cuando iban a comer a los aposentos del alcaide), perviven en la historia del deshonor humano, Diego La Matina afirma la dignidad y el honor del hombre, la fuerza del pensamiento, la firmeza de la voluntad y la victoria de la libertad.
No sabemos de qué manera fray Diego respondió a tanta caridad y cómo quebrantó las agudas preguntas y los sutiles argumentos de los teólogos. Lo cierto es que no cedió. Lo cierto es que el padre Matranga y sus colegas, pese a los exquisitos alimentos que con tanta liberalidad les ofreció el alcaide, pasaron una noche toledana, y quizás la mañana siguiente no gozaron plenamente del espectáculo por estar inmersos en las nieblas del sueño.
Cuando los padres comprendieron que no había nada que hacer y decidieron abandonarlo a su destino infernal, era ya el alba del domingo, 17 de marzo de 1658. Llovía. Se habló de si había que aplazar la fiesta, toda vez que era una lástima que, después de tantos preparativos y gastos, la solemnidad y los efectos más bonitos del acto quedaran deslucidos por el agua, sin hablar ya del problema —casi una cuestión doméstica o de merienda campestre— de pegar fuego al montón de leña en la plaza de san Erasmo. Pareció más oportuno tomarse un poco de tiempo, mientras se celebraban misas, una detrás de la otra.
Antes del mediodía, el cielo aclaró. La procesión volvió a adquirir su forma ordenada, en la que ahora destacaban las justicieras autoridades, inquisitoriales y laicas: don Antonio Cabello, alcaide, acompañado por una hilera de nobles y por los oficiales del secreto a los que poco antes, en su casa, había ofrecido un opulento almuerzo, y don Francesco Coppero, capitán de justicia, seguido asimismo de muchos nobles y con don Octavio Lanza, príncipe de Trabia, al lado. Entre la justicia del Santo Oficio y la laica, iban los reos.
Fueron esta vez treinta y dos. Todos ellos llevaban ropas sueltas, sin cinturón, y una mitra vil en la que se reflejaba la calidad y gravedad del delito cometido. Los que no llevaban adornos en la cabeza iban desgreñados. Los condenados a Galeras Reales o a azote público exhibían grandes sogas alrededor de sus cuellos y los Blasfemos fuertes bozales. El último de todos, el centro de atención de los ojos del Reino, el Monstruo de nuestra era, con vestimenta indigna y mitra teñida de negra pez, en la que, por si no bastara, habían pintado horribles llamas, fue llevado en la susodicha silla rodeado de mozos y gente armada. Lo acompañaban asimismo otros Religiosos y los Hermanos de la Asunción, que procuraban convertir tan obstinada mente a la Católica verdad.
De los treinta y dos reos, nueve eran mujeres: brujas, hechiceras o invocadoras de demonios; y entre ellas una, llamada Domenica La Matina, que no era pariente del penado. (En la lista de los condenados encontramos otros dos La Matina: Isabel, quemada viva el 16 de julio de 1513 y Francisco quemado en efigie el 14 de setiembre de 1525, ambos de Girgenti y judaizantes neófitos.)
Un detalle que nos sorprende en la lista de los reos que nos suministra Matranga es que la pena más moderada le tocó a un tal don Celedonio Ruffino: tres años de prisión a asignarle y el sambenito. Es curiosa esta condena que aún no había sido asignada, o sea que estaba como en suspenso o condicionada: la explicación de ello quizá debamos buscarla en el calificativo vive de renta que Matranga deja caer después de muchas generalidades.
Antes de que la procesión saliera del Palacio del Santo Oficio, el marqués de Geraci y el príncipe de la Trabia se acercaron a fray Diego y con una energía increíble, insuflada verdaderamente por Dios, las cosas que le dijeron y prometieron, lo mucho que le gritaron; pero fray Diego rechazó con dureza esta nueva oleada de caridad, por lo que la compasión de los dos señores se transformó en desdén, y hubiesen deseado arrancarle la sacrílega lengua con sus propias manos. Y no hubiera sido el primer caso en Palermo de nobles que usurparan el oficio del verdugo: unos diez años antes, don Alessandro Platamón, viejo noble español, descendiente de un virrey, había gozado del placer y el honor de decapitar a Giuseppe d’Alesi.
Contenido por los alabarderos alemanes y los mosqueteros españoles, el pueblo veía una vez más el Santo Oficio a caballo: espectáculo que sólo se daba en las celebraciones de los Autos de Fe; acto que, dado el terrible significado que adquiría, lo había cristalizado el sentimiento popular en un refrán amenazador: Ti Fazzu vidiri lu Sant’Ufficiu a cavaddu, te hago ver el Santo Oficio a caballo, que significaba (hasta hace pocos años) hacerle ver a uno las estrellas o enseñarle lo que es bueno.
Todos iban montados en corceles ricamente ensillados y engualdrapados, desde el inquisidor, con capa de armiño y tocado pontificio, hasta los frailes. Al parecer, los frailes a caballo fueron una novedad, una innovación que conmovió al pueblo hasta saltar las lágrimas, según dice Matranga, dado el contraste que había entre los elegantes ornamentos de los caballos y la rudeza de los gruesos paños y las cenicientas lanas que llevaban los frailes. Sabido es que el pueblo siciliano nunca se ha sentido inclinado a conmoverse por la humildad y pobreza de los frailes; además, en aquellos tiempos, éste tenía muchas otras cosas por las que llorar. No queremos decir con eso que tuviera que llorar por esa trágica bufonada, por esos pobres condenados que llevaban la cuerda al cuello y por Diego La Matina, que iba a ser quemado vivo, porque pensamos que semejante pensamiento era ajeno a la plebe de esa época, supersticiosa y feroz; y si alguien hubiese experimentado genérica o solidaria piedad para con los reos y la hubiera expresado sin prejuicio, las orejas de los espías que vagaban por entre la multitud, como águilas, habrían dado buena y rápida cuenta de ello. Era cosa sabida.
En consecuencia, el pueblo censuraba a fray Diego y le exhortaba a arrepentirse, y fray Diego contestaba. Se hizo mayormente audaz y multiplicó las maldiciones; tuvieron que ser maldiciones bastante fuertes, toda vez que fue necesario muchas veces ajustarle el freno y el bozal. Tremenda y grotesca escena la de los esbirros preparados en todo momento a taparle la boca a la víctima: con el freno (una especie de bocado de caballo, posiblemente) y la mordaza, porque las precauciones nunca son bastantes.
La procesión llegó al anfiteatro de la plaza de la catedral. Don Pedro Martínez Rubio, arzobispo de Palermo y presidente del Reino, se asomó al balcón del palacio arzobispal, radiante de satisfacción por la belleza y el orden con que se desarrollaba la fiesta. Como siempre ocurre, en los palcos se asomó más gente de la prevista; aún hoy, en Sicilia, durante las fiestas públicas o privadas, las autoridades y sus amigos superan toda previsión y no es raro el hundimiento de palcos y tarimas. El duque de Alba, que llegaba a Palermo con el cargo de virrey, tuvo fama de hechicero, porque el puente dispuesto para recibirlo se hundió en el mar un momento antes de que éste lo pisara; hubo muchas víctimas, monseñor de los Cameros, recordando quizá la fatal fama de su compatriota, hizo apuntalar en seguida los palcos. Se perdió mucho tiempo, pero al final el inquisidor pudo dar vía libre al dominico Pietro Martire Lupo, que era el orador elegido para la ocasión. Sin embargo, era tal y tan grande el vocerío de la multitud indiscreta que sólo los que estaban cerca del orador gozaron del sermón.
Empezó la lectura de los procesos. Los reos, uno por uno, daban un paso al frente y escuchaban, casi todos sin comprender nada, sus culpas y la sentencia. Mientras, en el palco, a las damas se les servía un adecuado refrigerio; no sabemos si era adecuado a la liberalidad y grandeza de ánimo del inquisidor que lo ofrecía o a la calidad de las damas o a la hora, lugar o ceremonia. Las buvettes funcionaban a frenético ritmo para los señores. Pero se hacía tarde y monseñor de los Cameros ordenó que dejaran de lado los procesos de los reos menores y se pasara al más importante.
Unos bastasi, o mozos, llevaron a fray Diego al centro de la escena, tal y como estaba atado en una silla. El ruido de la muchedumbre cesó de golpe. Fue increíble la atención de todos los presentes para escuchar sus sacrílegas perversidades y heréticas afirmaciones, que confirmaban claramente el carácter bellaco, obstinado y desvergonzado del reo. Imagen, ésta, que nos conmueve y enorgullece en tanto que hombres libres y tardíos conciudadanos de fray Diego. Es indudable que en ese momento el condenado llevaba el bozal puesto, porque de lo contrario habría manifestado y gritado su desprecio para con el lector, el tribunal y los espectadores.
Llegados a este punto, es preciso explicar que la lectura del proceso consistía en una lista genérica de las culpas según prescribían las disposiciones del Supremo consejo de la Inquisición española. Precaución que un abogado del Santo Oficio, experto en procesos, explicaba del siguiente modo.
Hay que advertir que en las sentencias no se digan los motivos y las razones que da el reo y por las que se afirma en sus errores, ni las que declaran los herejes, ni otras cosas que ofender pudieran los oídos católicos, ni que sean o puedan ser ocasión para enseñar o aprender algo de esas ideas o para dudar de alguna cosa; y esto hay que tenerlo muy en cuenta, porque dícese que algunos han aprendido al oír estas sentencias[49].
Los presentes, pues, sólo supieron que fray Diego era hereje, apóstata, calumniador y parricida, dado que había matado a monseñor de Cisneros, que era su padre dentro de la jerarquía eclesiástica, y además en amor y caridad.
Una vez pronunciada la sentencia, el reo fue llevado ante el arzobispo inquisidor. La gente se movía para no perderse la escena y el entarimado estuvo a punto de desplomarse; monseñor hubiera evitado la fama de hechicero a costa, sin embargo, de su propia e inevitable caída. Se logró restablecer el orden y se pasó a la secularización. Primero le quitaron al condenado la mitra y después el sambenito; le pusieron como mejor pudieron el hábito de su orden y todos los paramentos que un diácono, como era, lleva al oficiar. La cosa fue harto complicada, porque no es fácil desnudar y vestir a un hombre encadenado a una silla. Al término de la operación, le quitaron uno tras otro, los cabos mediante los cuales lo habían trabajosamente atado. A cada cabo que le arrancaban, monseñor recitaba una fórmula, y entre uno y otro tirón le acercaba, retirándolos en seguida, los libros sagrados, las vinajeras, el cáliz, la toalla y la mitra a sus manos atadas.
Fray Diego hubiera tenido que ser secularizado de bruces o de rodillas, pero la prudencia aconsejó pasar por alto este detalle, dudando de que, libre de hierros, el impío no quisiera rubricar el infame final de sus días con un nuevo y atroz delito. Es evidente que monseñor de los Cameros no tenía sed de martirio.
El caso de fray Diego había dejado de ser competencia del Santo Oficio, bastó ponerlo ante el palco del capitán de justicia y la última sentencia de muerte le fue comunicada: que vivo le quemaran y sus cenizas dispersaran al viento.
Cuando abjuraron los otros treinta y un reos, se volvió a formar la procesión que tenía que pasar por delante del palacio del Santo Oficio, donde se encarcelaría de nuevo a los reos, para proseguir hasta la plaza de san Erasmo.
Esta vez pusieron a fray Diego en un carro tirado por bueyes. Ya era de noche, pero velas y antorchas daban suficiente luz. Sin embargo, para los vendedores de vino, fritos y cacharros que habían montado sus puestos en tomo a la valla de la hoguera, fue una desdicha aquella lluvia que obligó a retrasar la ceremonia. Y también para las señoras, cuyos tocados y galas no alcanzaban el debido esplendor bajo aquellas luces vacilantes. No obstante, había que contar con la luz de la hoguera.
Al ver la hoguera, fray Diego no se alteró, ni asustó, ni mostró signo alguno de temor o miedo. Lo situaron encima de la pira, atado a la silla, que a su vez estaba ligada a un palo. Los dos doctos sacerdotes que habían intentado persuadirle durante el trayecto de la plaza de la catedral a la de san Erasmo, se alejaron de él. Ultimo intento de persuasión: dos veces seguidas se fingió prender fuego a la leña. Por fin fray Diego dijo que quería hablar con el teatino Giuseppe Cicala, uno de los curas que le habían acompañado en el carro. El teatino, quién sabe por qué, presa tal vez de cierta emoción (y ésta puede ser la razón por la que fray Diego pidió que le asistiera él), se había perdido entre la muchedumbre y quizás estaba a punto de renunciar al espectáculo cuando los gritos del gentío le llamaron.
—Cambiaré de opinión y Fe y me someteré a la Iglesia Católica —dijo fray Diego— si me dais vida corporal.
El teatino le dijo que la sentencia era inmutable.
—Entonces —adujo fray Diego— ¿para qué dijo el Profeta: Nolo mortem peccatoris, sed ut magis convertatur, et vivat? —Y contestándole el teatino que el profeta entendía la vida espiritual y no la corporal, fray Diego sentenció—: Pues Dios es injusto.
Al oír estas sacrilegas palabras, pegaron fuego a la leña; pronto el cuerpo del inmundo hereje fue ahumado, ahogado, abrasado e incinerado y su alma rabiosa e infernal pasó a penar y a calumniar para siempre. Ordenó Monseñor el Arzobispo Inquisidor, impulsado por justas causas, que a la mañana siguiente las sórdidas cenizas fuesen recogidas y dispersadas al viento.
El doctor Auria creyó que era justo por su parte añadir una pincelada sobrenatural para concluir el breve informe de este Auto de Fe que nos da en el diario:
Todos vieron, incluso yo, que aún me encontraba presente, mientras el infame y perverso penado estaba en la citada plaza de S. Erasmo, una gran multitud de cuervos que gritaban y graznaban en voz alta en tomo a su persona y no lo dejaron en paz hasta que murió. La gente creyó que eran los demonios que lo habían asistido en vida y que ahora se lo llevaban a las perpetuas penas del infierno.
Resulta extraño que el padre Matranga, tan atento a todos los signos naturales y sobrenaturales que se dieron cita en ese Auto de Fe, no se fijara en estos cuervos demonios, y más cuando todos los vieron. (En realidad, sin embargo, el cronista presenció este vuelo de cuervos unos años después, en la página dedicada al caso de fray Diego escrita por el dominico Giovanni Maria Bertino, en ese curioso libro que se titula Sacratissimae Inquisitionis Rosa Virgínea, publicado en Palerno en 1660-1662.) Para compensar, a don Vincenzo Auria se le escapó las discusiones entre fray Diego y el padre Cicala, discusiones que no hay que considerar como signo de entrega y miedo por parte del condenado, sino como la última manera de dar prueba al pueblo de la inflexible ferocidad de una fe que proclama inspirarse en la caridad, la piedad y el amor.