En 1923, el Giornale di Sicilia publicaba una novela por entregas titulada Fray Diego La Matina[38]. Su autor, oculto bajo el seudónimo de William Galt, era el profesor Luigi Natoli, hombre de vasta cultura y minuciosa erudición en lo referente a la historia de Sicilia, e inagotable escritor (con seudónimo) de novelas «históricas». Al igual que sus otras novelas (I Beati Paoli, Coriolano de la Floresta, Calvello il bastardo, por sólo recordar las más famosas), publicadas en el diario y luego en folletines o libros que se distribuyeron en Sicilia y los Estados Unidos, también tuvo un enorme éxito esta última, dedicada a la vida de fray Diego; y en Racalmuto particularmente. Así que lo poco que quedaba de la leyenda de este fraile sufrió la contaminación irremediable de la obra de Natoli, y no sólo entre las personas de cultura media o capaces de leer, sino también entre los analfabetos; como por aquellos tiempos no había ni cine ni radio, en los talleres de los artesanos, las minas y los campos siempre había alguien que sabía contar historias.

La novela de Natoli es una mezcla de acontecimientos y personajes históricos disparatados, que, en realidad, no tienen más relación entre sí que el hecho de vivir en el período que va de 1641 a 1658; y las ocurrencias e invenciones salen, muy como en un teatro de títeres, una después de otra, como si fuesen cajitas chinas. Fray Diego, novicio agustino y sobrino de un agustino que acaba en la hoguera de la Inquisición, dedica su vida a proteger a una joven, fruto de un juvenil y tempestuoso amor de su tío. Dicha joven, huyendo de la despiadada vigilancia de un cura tutor, se enamora y tiene un hijo de un joven guantero francés: ese Giovan Battista Vernon que fue condenado realmente por alquimista y quemado vivo en el Auto de Fe que se celebró en Palermo el 9 de setiembre de 1641. Al morir su tío y también Vernon, fray Diego emplea toda la astucia y la fuerza de que es capaz en la lucha contra el cura tutor. Pero no estaba solo, porque en esa batalla contra la prepotencia y la injusticia le apoyaba una especie de camarilla mañosa: Antonino La Pelosa, Antonio del Giudice y Giuseppe d’Alesi. Nada diremos de este último, cuya rebelión viene incluso en los manuales escolares junto con la de Masaniello; pero de Antonino La Pelosa y Antonio del Giudice digamos que, el primero (molinero en la realidad y mozo de cuerda en la novela) fue, en los primeros días de la rebelión de d’Alesi, violento caudillo y acabó ahorcado por la autoridad virreinal, después de pasar por tremendos tormentos, mientras la rebelión seguía en pie y sin que ni el pueblo ni el mismo d’Alesi reaccionaran en su favor; y del segundo, abogado de gran fama, que apoyó la revuelta del 47 y fue uno de los protagonistas de aquella conjura que en el 49 le costó la vida a él y al conde Girolamo III del Carretto[39].

El núcleo del novelesco hecho tramado por Natoli consiste en que el ambicioso e impío cura tutor es pariente del inquisidor De Cisneros y se sirve de la Inquisición para mantener en su poder a la joven y al niño y para perseguirlos cuando fray Diego logra quitárselos. Al final, la muchacha muere, pero el niño se salva al precio de la vida de su protector.

Fray Diego no es, pues, un hereje en la novela, sino tan sólo un hombre puro que lucha por redimir a una mujer y a su hijo, con los que tiene vínculos de sangre y afecto, de la esclavitud del tutor. Pero de lo particular llega en cierta manera a una más alta visión de las cosas, a un sentimiento de aversión contra el dominio español del que la Inquisición es muestra y a la conciencia de que la rebelión del pueblo es justa y necesaria. Esta es la más viva intuición que tuvo Natoli con respecto a este personaje, sólo que queda un poco cubierta por un fárrago novelesco y devastada por el carácter gratuito de la intriga. El novelista William Galt era el gran enemigo del historiador Luigi Natoli, le quitó personajes y hechos de la historia siciliana que nosotros hacemos todo lo posible por recuperar (y no dudamos en confesar nuestra deuda para con William Galt: personajes como Francesco Paolo di Blasi y fray Diego La Matina se siguen sugestivamente desde la lejana lectura de sus novelas).

En la actualidad, si preguntáis en Racalmuto por fray Diego La Matina (y en el territorio hay un lugar que lleva su nombre, que consta incluso en el catastro, y en dicho lugar una gruta llamada fray Diego). La mayoría os cuenta los hechos de la novela como si fuesen reales, o sea como algo que de verdad ocurrió en tiempos pasados, sin saber que se trata de una novela, o, si lo saben, sin dudar en ningún momento de que una cosa escrita, y más si se refiere al pasado, no puede ser sino verdadera, nunca imaginada. Sin embargo, en la memoria de algunos sobrevive la leyenda anterior a la populachera creación de Natoli, que hemos logrado restaurar en los siguientes términos.

Diego La Matina tenía una hermana joven y muy bonita, a la que acechaba un hombre de confianza del conde del Carretto, una especie de superintendente del condado y el feudo. Una noche, al volver a casa, Diego (que hacía vida de ermitaño y sólo de vez en cuando visitaba a la familia) encontró a los suyos postrados en la vergüenza y el dolor: aquel hombre poderoso había ultrajado y raptado a la muchacha. Diego no dijo nada. Pero a la mañana siguiente, apenas despuntó el alba, salió de casa armado con una escopeta. Por aquel entonces era costumbre celebrar en la Matriz una misa de maitines por los campesinos, a la que asistía el hombre de confianza del conde, que al final del oficio repartía el rebaño de siervos de acuerdo con los trabajos del día. Diego le disparó mientras se celebraba la misa; el hombre que le había deshonrado hermana y casa cayó al suelo rodando. Cumplida la venganza, no le quedaba más que echarse al monte definitivamente, pero no como ermitaño sino como bandolero: fue acumulando el fruto de los robos en el interior de la gruta que lleva su nombre; el tesoro aún debe de estar ahí, pues hasta ahora nadie ha tenido suficiente valor para entrar a buscarlo.

Es evidente que esta leyenda es la adaptación de otras leyendas de bandoleros. Pero hay un particular, un elemento de autenticidad que nos hace reflexionar: la misa de maitines por los villanos, que es la missa cantus galli que efectivamente se celebraba en las tierras feudales. Y nos preguntamos si en verdad no ocurrió durante aquella misa celebrada un día de 1644, algún incidente dramático, del que ha salido la dolorosa historia de fray Diego. Lo cierto es que no hubo ningún asesinato, ni del superintendente del condado ni de ninguna otra persona. Pero Diego La Matina, diácono, un día de 1644 cometió un delito cuya naturaleza requirió la intervención de la justicia ordinaria, de la policía criminal. Arrestado, en seguida fue remitido al Santo Oficio: ya sea después de uno de esos conflictos de competencia entre foro laical y foro privilegiado, que casi siempre daban la razón a este último, ya mediante un pacífico reconocimiento de incompetencia por parte de la justicia ordinaria. En cualquier caso, tuvo que tratarse de un delito en el que la corte laical se consideraba con derecho a intervenir, al menos de forma inmediata, pese al diaconato del acusado. Por otra parte, este delito debió de tener características tales que la corte laical, de manera espontánea o a petición del Santo Oficio, o sea sin afirmar su propia competencia, se avino a entregar al culpable.

Entonces era enorme el lío de las jurisdicciones, pero no hasta el punto en que lo lleva Matranga cuando dice que fray Diego, antes de caer en manos del Tribunal en tanto que fugitivo y salteador de caminos, con ropa de seglar, ya la corte laical lo había encarcelado: fue la primera vez que se acusó a sí mismo; pero se sospechó que la penitencia era tan falsa como veraz la confesión, porque en lugar de enmendarse volvió a meterse en delitos peores.

El problema que plantea este fragmento de Matranga, problema que proponemos a los historiadores y, en particular, a los historiadores de la legislación, es el siguiente: si en el año 1644, en Sicilia, un individuo que había llegado al segundo grado de las órdenes mayores, pero que se dedicaba a recorrer los campos vestido de seglar y a robar y asaltar caminos, podía apelar al foro del Santo Oficio, una vez capturado por la justicia ordinaria, o ser remitido de esta última al Santo Oficio, en tanto que foro más adecuado a su persona, o, lo que viene a ser más o menos lo mismo, que el Santo Oficio lo sustrajera a la justicia ordinaria. Por nuestra cuenta (pero sin muchas pruebas) respondemos que no, a menos que en su delito se entreviera una especie de ambivalencia que afectara, con igual legitimidad, a ambas jurisdicciones. Pero vayamos por orden.

El Santo Oficio actuaba por lo común contra cinco clases de personas: los herejes y sospechosos de herejía, los hechiceros y brujas, los blasfemos, y los contrarios al Santo Oficio y sus oficiales, y de forma extraordinaria (pero con trágica frecuencia) contra judíos, moros y fieles de otras sectas. En cuanto a los bígamos, perseguidos con asiduidad, es posible que entraran en la categoría de los blasfemos y fuesen juzgados por la Inquisición o la corte vicarial, indistintamente[40]. Un salteador de caminos, un bandolero, podía ser transferido del foro ordinario al de la Inquisición en un solo caso, creemos: que gozara del privilegio de ser un familiar. Sin embargo, aparte de los nobles ricos, los familiares eran delincuentes, según escribió Marco Antonio Colonna, pertenecientes al gremio de mesoneros, taberneros, carniceros, gallineros o de oficios semejantes relacionados con las vituallas[41], pero no al estamento religioso. Podemos decir, incluso, que no hemos encontrado ningún caso de un familiar que fuera cura o fraile. Pero aun admitiendo que fray Diego fuera familiar, esto no explica qué tipo de abjuración se le puede pedir a un criminal común o a un salteador de caminos. Sabemos, además, que el Santo Oficio, al procesar por delitos comunes a los familiares, dictaba penas bastante moderadas pero semejantes a las que infligía la justicia ordinaria, de modo que si fray Diego hubiese sido juzgado por un delito que no fuera herejía, le habrían condenado a una pena —aunque mínima— de reclusión, pecuniaria o de destierro (exilio o traslado). No obstante, le bastó abjurar para obtener el perdón: se presentó y abjuró formalmente, y fue absuelto, como lo confirma Auria.

En consecuencia, la única hipótesis sostenible es la del delito ambivalente, o sea una acción que fuera al mismo tiempo herejía y quebrantamiento de las leyes ordinarias. Por ejemplo: una idea u opinión contra la propiedad o contra determinadas formas de propiedad; o, para no llevar la cosa demasiado lejos, y teniendo en cuenta el carácter político de la Inquisición y su función policíaca en los dominios españoles (y en la propia España), una opinión o protesta contra la presión fiscal que en esos momentos se ejercía con gran ferocidad sobre el pueblo siciliano, porque no hay que olvidar que estamos en el ambiente en el que estallará la rebelión de d’Alesi.

A la luz de esta hipótesis podemos considerar a Matranga como a un hombre de buena fe, en cuya mente y concepción de la sociedad debía de ser invisible la diferencia entre el «ladrón de paso» y el hombre que ataca la propiedad feudal, las gabelas o los diezmos (y no es de extrañar, pues, que en el pueblo aún haya señores que no distingan a un comunista de un «ladrón de paso»).

Por escrupulosidad y para no olvidar nada, queremos añadir que quizás haya algo de verdad tanto en la leyenda popular que hemos transcrito como en la novelesca invención de Natoli, pero un algo muy remoto, vago e improbable, que se deduce de un documento hallado en el Archivo de la Curia Episcopal de Agrigento. En dicho documento está escrito que el 6 de noviembre de 1643, el obispo de Girgenti ordenó (a un magistrado de la curia episcopal, probablemente) que fuera a la tierra de Racalmuto para excomulgar (servatis servandis), arrestar y trasladar a Girgenti con todas las precauciones a don Federico La Matina, recogiendo a la vez toda la información posible sobre su persona, además de inventariar y secuestrar sus bienes. Cuando los testigos de cargo no quieran confesar o se muestren reticentes, dice el obispo, proveeréis a encarcelación, a destierro, y a otros remedios que oportunos creáis, previa excomunión y embargo de bienes; y ordena actuar asimismo contra los que perturban vuestro oficio, por la gracia de Monseñor Ilustrísimo[42].

Al parecer, la causa de la ira del obispo residía en una denuncia del vicario de Racalmuto, pero no sabemos qué culpa recaía en la persona de Federico La Matina. Sólo podemos asegurar que era cura, porque quince años después, el 10 de abril de 1658, lo encontramos confesando a una monja, María Maddalena Camalleri[43]; lo que indica que había sido plenamente integrado a su ministerio, después de haber aclarado su caso y cumplido la pena. Y tal vez este caso esté relacionado con el de fray Diego, que aparecerá un poco más tarde, de manera que la historia de este último haya sido originada, como quiere la leyenda y como imagina Natoli, por un acontecimiento familiar (pero Natoli no conocía este documento, porque de no ser así al tío agustino de fray Diego lo habría llamado Federico y no Gerlando). De todos modos, no deja de ser curioso que dos hombres con el mismo nombre, en el mismo pueblo y ambos religiosos, se vieran envueltos con pocos meses de diferencia en tan graves problemas.