Diego La Matina, hijo de Vincenzo y Francesca di Gasparo, fue bautizado en la iglesia de la Anunciación de Racalmuto el 15 de marzo de 1622; ejercieron de padrinos un tal Sferrazza, cuyo nombre no logramos leer, y una tal Giovanna di Gerlando de Gueli. Ofició el sacerdote Paulino d’Asaro[21].

Por aquel entonces era señor de Racalmuto Girolamo II del Carretto, hombre despiadado y ambicioso; dos meses más tarde, el 6 de mayo, uno de sus siervos, un tal Antonio di Vita, lo enviaría a los infiernos de un tiro. Según parece, fue el prior del convento de los agustinos reformados el que encargó el acto mortal a dicho siervo, como venganza por una suma de dinero que el conde le había sustraído. De acuerdo con la tradición local, el prior habría recogido un buen montón de dinero con la pía intención de ampliar el convento y embellecer la contigua iglesia de san Julián. Sin embargo, el del Carretto logró apoderarse de los ducados. Como prueba de las intenciones del prior y de la rapaz intervención del conde, el pueblo señala las columnas que empezaban a levantarse al lado del viejo convento, no muy lejos del horno de cal.

Que existe un fondo de verdad en esta tradición nos lo confirma el epílogo mismo de la historia popular que dice que el siervo di Vita salió con vida del asunto gracias a doña Beatriz, de veintitrés años, viuda del conde, la cual no sólo perdonó a di Vita, alegando con firmeza que la muerte del criado no devuelve la vida al amo, sino que lo liberó y mantuvo escondido. En el epílogo se transparenta claramente la alusión a un conde del Carretto cornudo y tiroteado, pero ésta no es sino una causa secundaria de su muerte, dado que la principal sigue siendo el odio del prior hacia el conde. En fin, si no hubiera habido elementos reales para acusar al prior de los agustinos, el pueblo habría fabulado la historia de los cuernos del conde.

Es indudable que el prior no era un santo, pero todo el pueblo encomió ese tiro de escopeta que abatió al conde. Una memoria de finales del siglo XVII (hoy inencontrable, pero transcrita en forma resumida por Nicoló Tinebra Martorana, autor de una buena historia del pueblo[22]), habla de la vejatoria presión fiscal ejercida por los del Carretto y por don Girolamo II de un modo particularmente cruel y rufianesco. El terrazgo y el terrazguito, que eran cánones y tasas enfitéuticas, se aplicaban de un modo gravoso y arbitrario; no sólo las exigían a quienes eran efectivamente enfiteutas del condado de Racalmuto, sino también a los que vivían en dicho condado y tenían enfiteusis fuera de este territorio; y no debían ser pocos los que se hallaban en estas condiciones. En consecuencia, la fuga de campesinos de los dominios del Carretto fue continua durante siglos y, en determinados períodos, masiva; las repoblaciones forzadas o de franquicia no lograban cubrir el vacío que dejaban los fugitivos.

El documento resumido por Tinebra dice que durante la señoría de Girolamo II, los burgueses de Racalmuto, que ya habían prestado recurso por la abolición de las tasas, fueron vilmente engañados; el conde hizo como que condescendía a sus peticiones, dijo que estaba dispuesto a abolir para siempre estos impuestos, pero a condición de que pagaran una gran suma, o sea treinta y cuatro mil escudos. Sin embargo, la elevada suma nos hace pensar que no se trataba de la redención de ciertas tasas, sino de liberar de forma definitiva al municipio del dominio del barón, es decir, del tránsito de tierra baronesa a tierra patrimonial, real.

Para reunir esa ingente suma, el Tribunal Real autorizó una extraordinaria autoimposición de tasas, pero apenas fueron aplicadas, don Girolamo del Carretto declaró que las consideraba ordinarias y no redentoras. Los burgueses apelaron, como es obvio, pero esta dolorosa cuestión no pudo resolverse en su favor hasta 1784, durante el virreinato de Caracciolo.

El prior de los agustinos y el siervo di Vita se vengaron, pues, por todo el pueblo, sea cual fuere el lío del que, junto con el difunto y doña Beatriz, fueron protagonistas. (Es curioso lo que aparece escrito en un pergamino puesto, casi un año después, en el sarcófago de granito al que fueron trasladados los restos del conde: nos informa de la edad de doña Beatriz y nada dice de la del conde. Cierto es que no disponemos del original, sino de una copia del año 1705, pero no hay razón alguna para dudar de la fidelidad de la transcripción, realizada por el prior de los carmelitanos Giuseppe Poma, y el original había sido escrito por su predecesor Giovanni Ricci, que tal vez se permitió transmitir en forma de alusión una pequeña maldad.)

El padre Girolamo Matranga, autor del Auto de Fe del que fue víctima Diego La Matina, ignoraba esta historia, de no haber sido así habría podido extraer brillantes consideraciones del parricidio —del señor por parte del siervo— que se había llevado a cabo en el lugar y en la época en los que el parricida había nacido. Ignoraba asimismo que los mismos signos astrológicos habían presidido el nacimiento y la muerte del monstruo. La lectura del destino humano en las estrellas era la obsesión del sádico don Ferrante, y a nosotros nos honra constatar la falacia del horóscopo que le hizo al príncipe de las Españas, Próspero Felipe, al augurarle un destino lleno de grandes cosas, no sólo por el evidente favor de las estrellas, sino por el hecho de haber nacido el mismo día en que condenaron a fray Diego.

Desde 1622, año en que nació fray Diego, hasta 1658, en que murió en la hoguera, los condes del Carretto se sucedieron con rapidez: Girolamo II, Girolamo V, Girolamo III, Girolamo IV. Los del Carretto no gozaban de una larga vida. Si el segundo Girolamo había muerto a manos de un sicario (al igual que su padre), el tercero moría en las de un verdugo: culpable de una conjura en favor de la independencia del reino de Sicilia. Pero la Inquisición y los jesuitas velaban y, una vez descubierta la conjura, el conde tuvo la ingenuidad de quedarse en Sicilia, confiando quizás en amistades y protectores de la corte y el reino. Sin embargo, una conjura contra la corona española era algo mucho más grave que los puntillos criminales o las inflexibles venganzas a las que eran aficionados los del Carretto. Por ejemplo, Giovanni IV había hecho matar a un tal Gaspare La Cannita que, por temor al conde, se había trasladado de Nápoles a Palermo confiando en la palabra y la protección del duque de Alba, virrey a la sazón. Resulta fácil imaginar la ira del virrey, pero se encontró con la protección que el Santo Oficio otorgó al conde por ser familiar suyo. [A este mismo Giovanni IV lo encontramos en la crónica de la explosión del arsenal del Castillo del mar, el 19 de agosto de 1593: estaba desayunando con el inquisidor Paramo, porque en aquel tiempo la sede del Santo Oficio era ese Castillo, cuando ocurrió la explosión. Salieron con vida del incidente, aunque Paramo[23] sufrió una grave herida. Murieron, sin embargo, Antonio Veneziano y Argisto Giuffredi, dos de los más preclaros hombres del siglo XVI italiano, que se encontraban en la prisión.]

Tenemos otros ejemplos de la familiaridad de los del Carretto con el Santo Oficio. Pero aquí es suficiente subrayar que en Racalmuto la Inquisición debió ser muy activa contra la herética perversidad, sabemos muy poco sobre el tema, a pesar de la opinión de un ilustre historiador, quien afirma que nada o casi nada hay que añadir a los escritos de La Mantia[24] sobre la Inquisición de Sicilia. Garufi[25], por ejemplo, buscando en los archivos españoles, añadió mucho a las noticias publicadas por La Mantia, y todavía no se ha llegado a ninguna parte.

Gracias a los documentos publicados por Garufi sabemos que en Racalmuto, en 1575, había ocho familiares y un Comisario del Santo Oficio; dos años después, diez familiares, un Comisario y un maestro notario, sobre una población de unos cinco mil habitantes (el Maggiore-Perni anota 5279 habitantes en 1570, 3824 en 1583; por dudosas que puedan parecer estas cifras, son aceptables sin duda alguna como índices de tendencia). Cabe decir que el Santo Oficio tenía más fuerza de la que hoy tienen los carabinieri con el doble de población. Si luego añadimos los esbirros de la corte laical y los de la corte vicarial, y los espías, nos dan náuseas sólo con imaginar la vida de este pobre pueblo a finales del siglo XVI. Sin embargo, antes de fray Diego sólo encontramos un ejemplo de persona que haya caído en las zarpas del Santo Oficio: el notario Jacobo Damiano, acusado de opiniones luteranas pero reconciliado en el Auto de Fe que se celebró en Palermo el 13 de abril de 1563. Reconciliado: o sea absuelto por manifiesto y público arrepentimiento; pero con condena, como extraemos de la conmovedora instancia siguiente:

Revssimos Srs Inquisidores. El povre Notario Iacopus Damiano reconciliado por el Santo Oficio de la Inquisición, haze saver a sus S.V.R. que, como a pesar de las muchas maneras y possibilidades que ipso tiene buscado y busca, no tiene encontrado ni encuentra modo de poder alimentarse que no sea uoluiendo a su tierra de Racalmuto uvi cum la ajuda et subssidio de los sus parientes podríase sustentar y assi acauar los pocos dias de la su uida, considerada su uejez y enfermedad. Y dado que tanto el expositor como los dixos sus parientes an sido y son personas de honor, uiendo al peticionario con esta classe de auito de ningún modo lo recogerán, mas exaranlo y dexaranlo ir muerto de hambre y necessidad. Porello se arrodilla a los pies de S.V.R. para que se digne otorgarle la gracia de comutar el dicho auito por otra penitencia para la redençon de los christianos cautivos que están en tierras sarracenas, que este suplicante recogerá de los sus parientes ese dinero para dixo efecto, de no ser assi es fácil que muera de hambre y abandonado de todos[26].

El hábito al que alude el pobre notario es el llamado sambenito: un saco bendito, una especie de túnica corta, amarilla y marcada por dos pedazos de tela en forma de Cruz de san Andrés. Era el hábito de la infamia (y aunque hoy, en los pueblos sicilianos cada persona lleva su sambenito pirandellianamente, algo mucho más atroz debía ser en el pasado el hecho de llevar el sayo de la vergüenza).

Garufi piensa que la propuesta del notario de cambiar la pena del sambenito por una pena pecuniaria, no dejó insensible al inquisidor, que era Juan Bezerra de La Quadra, hombre cuya ambición corría parejas con su ferocidad.

Permítasenos dudar, sin embargo, de que dicho notario profesara opiniones luteranas y, asimismo, del efectivo luteranismo de todos aquellos que, acusados por el Santo Oficio de obstinados o sospechosos luteranos, pasaban al brazo secular o eran reconciliados con la fe mediante penas pecuniarias, corporales y detenciones más o menos graves. Aún hoy resulta fácil, al hablar de temas de la religión católica con un campesino, un minero e, incluso, un señor, considerar como proposiciones luteranas determinadas opiniones suyas sobre los sacramentos, la salvación del alma y el ministerio sacerdotal, por no hablar de sus juicios sobre los intereses temporales y el comportamiento mundanal de los curas. En realidad, tales opiniones ni siquiera pueden considerarse como proposiciones heréticas; son algo más y peor en lo referente a la religión: parten de un total y absoluto rechazo de la metafísica, el misterio y la invisible revelación del antiguo materialismo del pueblo siciliano.

En lo referente a la confesión, por ejemplo, no había necesidad alguna de Lutero para suscitar la desconfianza y el rechazo de los sicilianos: este sacramento ha sido considerado desde siempre como una especie de hallazgo boccaccesco, una forma creada por una clase socialmente privilegiada, o sea los curas, para gozar de libertad sexual en territorio ajeno y, al mismo tiempo, censurar esa libertad en los privilegiados; porque, para un siciliano, el privilegio no consiste tanto en la libertad de gozar de determinadas cosas, sino en el gusto de prohibirlas a los demás. Hasta el mismo celibato parecía una suerte de argucia, de fraude, para poder combatir con ventaja en el traidor terreno donde las mujeres disponen del honor de los hombres, para asegurarse la invulnerabilidad. Y de esta certidumbre provenía la prohibición de confesarse que maridos, padres y hermanos imponían a sus mujeres. Pero ni siquiera ellos hacían uso de dicho sacramento, porque no consideraban adecuado para un hombre el hecho de confesar a otro hombre los sentimientos, debilidades y ocultas acciones o intenciones, ni que Dios diera a un hombre como ellos el poder de perdonarles los pecados y ni siquiera admitían la existencia de éstos. La única noción que los sicilianos tienen del pecado se halla condensada en este proverbio: Cu havi la cummidità e nun si nni servi, mancu lu confissuri cci l’assorvi[27], que es la irónica y exacta contrarréplica no sólo del sacramento de la confesión, sino también del principio fundamental del cristianismo: el confesor no podrá absolver a quien no sepa aprovechar todas las comodidades y oportunidades que se le den, en particular los asuntos y las mujeres ajenas. Y es de ahí, o sea de esta actitud con respecto a lo ajeno, de donde surge ese sentimiento de incertidumbre e inseguridad hacia uno mismo, esa aguda y sospechosa vigilancia, esa ansiedad dolorosa, esa trágica aprensión que rodea a las mujeres y las cosas y que constituye una forma de religiosidad, si no de religión.

El susodicho inquisidor Juan Bezerra de La Quadra había comprendido (se lo habían hecho comprender, para ser más exactos) que la confesión era el punto flaco de los sicilianos:

Algunas personas de la diócesis que desean el favor de Dios Nuestro Señor nos han pedido que ordenáramos a los curas de las diversas parroquias que hicieran una lista de todos los que se confiesan y comulgan, para saber quiénes son los que olvidan observar ese deber, y son muchos…[28].

Lo cierto es que esta disposición no se aplicó con rigor, dado que tenemos suficientes pruebas para pensar que eran muchos los que eludían un deber tan esencial.

Era fácil, pues, acusar de luteranismo a cualquier persona si no se tenía en cuenta la fundamental indiferencia de los sicilianos para con la religión y un dato que sería decisivo para el rechazo del auténtico luteranismo, o sea, por decirlo con una expresión cara a Verga, la guerra de los santos, que era el único elemento del catolicismo que suscitaba la congénita inclinación del pueblo siciliano y por motivos claramente no cristianos.

No excluimos, como es obvio, que haya habido en Sicilia y sobre todo en la zona oriental de la isla, individuos o pequeños grupos que fueran claros partidarios de las ideas luteranas o calvinistas, pero es poco razonable hablar de una difusión de fermentos reformistas a partir de los hechos de Messina, Mandacini y Noto[29]. Pensamos que, con mayor razón, es extensible a Sicilia lo que Américo Castro dice de la Inquisición en España:

La existencia misma de un tribunal tan necio y todo lo contrario de santo, fue posible porque a su alrededor no hubo ningún tipo de fuerza mental. En realidad, no había herejía alguna que combatir…[30].

En esta isla había que combatir la irreligiosidad de todo un pueblo, pero para tal empresa al Santo Oficio no sólo le faltaba santidad sino también inteligencia para llevarla a cabo.