Paciencia,

Pan, y Tiempo.

Estas palabras, escritas en la pared de una celda del palacio Chiaramonte, sede del Santo Oficio desde 1605 hasta 1782, las descifró Giuseppe Pitré en 1906, junto con otros testimonios de desesperación, miedo, advertencia y oración; entre imágenes de santos, alegorías, recuerdos o sueños.

Pyensa en la muerte

No ay remedio para nada en el mundo

Atençion que aqui dan trato de cuerda y…

Ten por seguro que aqui dan la cuerda…

Adviertos que aqui primero dan mancuerda

Az como si huvieses llegado aora

Inocens noli te culpare; 

Si culpasti, noli te excusar;

Verum detege, et in D. no confide.

Az el asno

Mors, ubi est victoria tua?

Tres celdas repletas de inscripciones y dibujos, en dos o más capas superpuestas. Pitré tardó seis meses en descifrarlos, interpretarlos y darles atribución. Aún no estaba del todo acabada su obra Del Sant’Ufficio a Palermo e di un carcere in esso, cuando murió, diez años más tarde (y la edición póstuma del libro, a cargo de Giovanni Gentile, contiene, entre otras cosas, muchos errores de imprenta)[11]. Ya viejo, hizo un conmovedor trabajo sobre una conmovedora materia; sobre un oscuro, anónimo drama del que con paciencia y estudio lograba sacar algún rostro, algún nombre: el docto Francesco Baronio o Barone, el poeta Simone Rao. Atribuía al primero ciertas imágenes de santos acompañadas de breves y exactas declaraciones hagiográficas y oraciones en dísticos latinos; al segundo, determinadas octavas en dialecto, llenas de desconsuelo y desesperación, como la siguiente:

Quien entra nesta orrenda sepultura

ve que nella reina la gran crueldad

que esta escrita en las sus secretas paredes

dexaros la esperança vosotros los que entrays

que no se save si es dia o noche

porque no se save nunca cuando llega la ora

de la deseada libertad

Al parecer, ni Simone Rao ni los demás prisioneros que dejaron testimonio de sus sentimientos en esas paredes (a estos escritos y dibujos Pitré denomina palimpsestos de la cárcel) apreciaban con exactitud las comodidades que el Santo Oficio les ofrecía; es más, si hemos de hacer caso al fragmento que transcribimos a continuación, aquéllos eran maníacos, igual que los que ahora escriben sus nombres y pensamientos en las paredes de los monumentos famosos y en los retretes públicos:

Las prisiones inquisitoriales no fueron nunca los oscuros calabozos que la gente se imagina: estaban formadas por celdas espaciosas, luminosas, limpias y amuebladas. Casi siempre los prisioneros llevaban consigo sus propios muebles y, al que lo pidiera, se le concedía el uso de libros, papel y todo lo necesario para escribir.

Palabras que no fueron escritas por el último inquisidor o por un familiar suyo, sino por un contemporáneo nuestro, el escritor español Eugenio D’Ors, en un libro titulado Epos de los destinos[12]: épicos e individuales destinos que confluyen en el épico destino español, que conforman y constituyen el destino de España. Uno de estos destinos es el del cardenal Jiménez de Cisneros, regente de Castilla a la muerte de Fernando el Católico, gran inquisidor y fundador de la Universidad de Alcalá de Henares; mano, dice D’Ors en su lenguaje, que ha ahogado a España salvándola al mismo tiempo. Esa forma de ahogar y salvar algo constituye un misterio de la prosa (toda vez que no podemos decir del pensamiento) de D’Ors. Una mano que ahoga no salva sino cadáveres, a menos que le falte la fuerza para llevar a cabo dicha acción. Sin embargo, nos parece que Américo Castro explica mucho mejor este concepto de ahogamiento:

La Inquisición fue una larga calamidad, hizo aún más miserable la curiosidad intelectual de los españoles, pero no logró ahogar ningún pensamiento que hubiera surgido de lo más profundo de la vida de aquel pueblo[13].

No logró, ésta es la palabra justa. Pero volvamos a Pitré, que tenía una idea muy distinta de la de D’Ors en lo referente al Santo Oficio y sus cárceles. Comenta el escrito Paciencia, Pan, y tiempo del siguiente modo:

Tres cosas indispensables para no desesperarse, para poder vivir y esperar, en las que no hace falta buscar un significado menos que sincero de resignación, dado que cualquier idea de desquite o venganza hubiera sido el sueño de una mente enferma. Semejantes pensamientos podrán pertenecer a esta época, pero no al lugar en cuestión.

Con todo, Pitré ha recordado en la introducción a su estudio a un hombre capaz de alimentar, en ese lugar, pensamientos de desquite y venganza: el racalmutés fray Diego La Matina. Capaz no sólo de alimentar tales pensamientos, sino de llevarlos a cabo sobre el inquisidor en persona, el ilustrísimo señor don Juan López de Cisneros.

Miércoles, 4 (abril, 1657). Fue enterrado en la iglesia de Santa María de los padres recoletos, llamada la Gangia, el ilustrísimo señor D. Juan López de Cisneros, inquisidor de este reino que habiendo ido a visitar a unos prisioneros que se hallaban encerrados en las cárceles del palacio de los inquisidores, se le puso delante un religioso de nombre fray Diego La Matina, de la tierra de Regalmuto y la orden de la Reforma de Agustín, llamados también los padres dé la Virgen de la Roca, y el dicho fraile, con espíritu verdaderamente diabólico y rompiendo los grilletes que llevaba en las muñecas, con esos mismos hierros le dio muchos golpes, dos de ellos mortales, uno en la frente y otro más grave en la cabeza, a causa de los cuales murió. Toda la ciudad se compadeció de esta muerte con lágrimas y pesares, porque era cosa harto rara, dado que fue la mano de un hombre tan bárbaro y cruel la que trajo la muerte al señor. Acudieron muy y muchas gentes a besarle las manos y los pies, ya que todo el mundo creía que había muerto mártir por la Fe en Cristo Nuestro Señor, pues había ido a visitar a ese hombre facineroso, que allí se encontraba por hereje, para amonestarle de sus errores y conducirlo a la verdadera penitencia para el beneficio de la su alma, además de su cuerpo, en lo que toca a la alimentación y otras cosas que necesitaba. Pero él, obstinado en su perdición y movido por las furias del infierno, puso sus manos sobre la persona que representaba el defensor y extirpador de los enemigos de Dios, de tal manera que si no hubiese sido por la intervención de otras personas, hubiéralo matado. A pesar de todo, el beato señor, con un espíritu verdaderamente insuperable, no sólo no quiso oír hablar de venganza para dicha injuria, mas durante el tiempo que estuvo convaleciente en cama siempre dio maravillosas pruebas no sólo de perdón con respecto a ese impío, sino de extraordinario amor, pues rogaba a todos que no lo maltrataran y lo trataran bien, para obligarlo a arrepentirse de sus errores. Hechos estos que fueron para el inquisidor una alabanza tan excelsa que universalmente lo consideraban muerto como mártir, con el espíritu alegre y jovial, por haber recibido de aquellas manos la muerte, que le ha dado inmortal vida en el cielo, donde subió con la bella aureola de los mártires, coloreada con su propia sangre…

Esta noticia está sacada del diario del doctor Vicenzo Auria[14], hombre tan metido en el Santo Oficio y tan bien visto por los inquisidores que había logrado convertir en herética la afirmación de que el beato Agostino Novello hubiera nacido en Termini; afirmación que se oponía a su decisión de donar (la expresión es suya) las navidades del beato a la ciudad de Palermo[15]. Pero, a decir verdad, cuando Auria escribía esta nota la cuestión del beato aún no había salido a la luz; en cualquier caso, seguro que hubo vivos motivos de gratitud para con el Santo Oficio del que, como tantos otros, era familiar [en 1577, el virrey Marco Antonio Colonna calculaba que en Sicilia había veinticuatro mil familiares todos los ricos, nobles, y los ricos delinquientes[16].

El doctor Auria, pues, hace lo posible para dejarnos entrever, detrás de la indudable santidad de monseñor de Cisneros, un lugar parecido al que más tarde describiría Eugenio D’Ors: una cárcel en la que los prisioneros paseaban con cierta libertad, y con esa misma libertad se acercan al inquisidor que viene a informarse de cómo comen y de si tienen quejas o deseos que expresar. Pero el detalle de los grilletes, o sea de las esposas, diluye la idílica visión. Tal vez se hayan olvidado de quitárselas, quizás el inquisidor estaba pensando en hacerlo en ese preciso instante; la realidad es que fray Diego llevaba grilletes en las manos. Para desgracia de monseñor de Cisneros. Al parecer, los siervos, o sea los que tienen el alma servil, acostumbran ser más innobles y necios que sus patronos; por esta razón, quizá, el informe del padre Girolamo Matranga[17], teatino consultor y calificador del Santo Oficio, es un poco más serio que la nota que el director Auria dedicó a la cuestión. En efecto, cuenta Matranga que el inquisidor fue a las cárceles secretas a la hora de costumbre para llevar a cabo la habitual obra en favor de los reos, expresión que posee un contenido muy amplio que va desde la persuasión mediante palabras hasta el trato de cuerda. Dice también que llevaron a fray Diego ante el inquisidor y no que aquél se había acercado a éste. De estos dos elementos podemos deducir indudablemente que iba a ser interrogado mediante torturas.

En lo referente a la santa muerte de monseñor de Cisneros, Matranga sólo dice que no pronunciaba otras palabras que de resignación a la voluntad divina, y así voló hacia la eterna patria para rejuvenecerse. Nada de perdón para el impío, nada de amor extraordinario.

No hemos logrado saber, ni por el diario de Auria ni por el informe de Matranga, cuántos días estuvo en agonía monseñor de Cisneros; pocos, dice el teatino; poquísimos, si tenemos en cuenta que Auria pone en la misma nota la noticia de la herida y la del funeral. Sea como fuere, se celebraron unas solemnes exequias: todas las campanas de la ciudad tocaron a muerto, y ese día se paró el reloj del palacio Chiaramonte. Aquel reloj que ha pasado al pueblo en forma de refrán: Lu roggiu di lu Sant’Ufficiu nun cunzigna mai, es decir, no lleva nunca a la libertad, no toca nunca la hora de la liberación[18].

En la capilla española de la Gangia aún está la tumba de monseñor de Cisneros. En la lápida reza esta inscripción:

Aquí yace el licenziado D. Juan López de Zisneros, natural de Castromoncho en Castilla la Vieza, provvisor y vicario general del obispado de Orense, collegial mayor del insigne colegio de San Ildefonso, universidad de Alcalá de Henares, y pariente de su fundador, fiscal y inquisidor apostólico en este reyno de Sicilia. Murió en el mismo exercitio de inquisidor a 4 de abril 1657, a los 71 de su edad. Fundó una capillania perpetua en esta capilla de que son patrones los inquisidores deste reyno[19].

Encima de la inscripción hay un escudo, un blasón, en cuyo interior dos líneas verticales y cuatro horizontales forman una especie de celosía, símbolo apropiado de su caridad y la de su pariente, que no es otro que el cardenal Jiménez de Cisneros por el que D’Ors entona épico canto. La mano que ahoga, salva. Pero la mano de Diego La Matina no tenía este don, y el pariente del gran Cisneros moría en el mismo exercitio de inquisidor. A golpes de grillos: accidente de trabajo que sólo puede ocurrirle a un esbirro, a un tirano. En 1485, había muerto un poco mejor, en Aragón, el Inquisidor Pedro Arbues: de noche, víctima de un atentado por parte de los conversos, o sea de los judíos convertidos que el ojo de la Inquisición nunca abandonaba[20]. Y éstos son, por las noticias que tenemos, los únicos casos de inquisidores asesinados.