—El viento se te lleva las orejas —dice el bedel.
Por la ventana veo los árboles doblados como atletas al inicio de una carrera. Los chicos golpean el suelo con los pies y se calientan con el aliento las manos llenas de sabañones. El aula tiene cuatro grandes ventanas adamascadas de hielo, que tiemblan con el viento como las campanillas de un mulo que va al paso.
El bedel trae una circular. Los maestros vivimos diariamente a la espera de esa circular. Llegan comunicados del ministro, la delegación, el delegado regional, el inspector y el director; hay días que llegan una docena de cartas. La de hoy dice que tenemos que solidarizarnos «espontáneamente» con los damnificados por el mal tiempo, la cifra está fijada de antemano, no hay más que pagar y firmar. «Estoy seguro de que nadie querrá librarse del compromiso…» En efecto, nadie se salva. El mes pasado hemos pagado por los parados, esta vez por los damnificados. Este dinero llegará a quién sabe qué oficina de Roma o Palermo después de haber pasado por múltiples y jerárquicas etapas. Harán las sumas y comunicarán la cifra al diario hablado, luego el dinero volverá a fluir en pequeños arroyos. A finales de la primavera quizás dos o tres de estos chicos reciban un par de zapatos o una bufanda de lana. Mientras tanto, golpean el suelo con los pies y se calientan las manos con el aliento. En el mes de enero venían aún a la escuela sin abrigo, con un jersey de verano debajo de la chaqueta, alguno de ellos con los pies desnudos dentro de unas botas grandes y deformadas; ya hacía frío, pero parecía que no les afectara. Febrero ha traído helado viento y nieve, nunca había caído tanta nieve en este pueblo.
—Un invierno como éste no se recordaba desde 1909, después del terremoto de Mesina, pero entonces llovió más que nevó —dicen los viejos.
Los muchachos se han puesto toda la ropa que sus padres han podido encontrar: abrigos de mujer, pantalones largos, viejos pañuelos de seda en forma de lazo en torno al cuello y gorros de lana o hule. Sin embargo debajo de la chaqueta sólo llevan el jersey; y los grandes zapatos que llevan escupen agua por la suela y los descosidos.
Hace más de un mes que los campesinos no trabajan, los de las salinas hacen turnos de dos o tres días por semana; pasan las horas muertas en sus círculos, blasfemando y escupiendo, fuman un poco de tabaco negro y escuchan la radio. Oyen las donaciones que llegan de todas partes, dinero, víveres, mantas, y están convencidos que nada de todo eso llegará hasta ellos.
—Estas cosas —dicen— pasan por tantas manos… Y en Italia hay gente que tiene liga en las manos, todo lo que toca se le pega.
—Es como el tazón de vino que dan a los soldados —me cuenta un campesino—. El comerciante que se lo vende al ejército ya lo ha bautizado, luego, por cada mano que pasa, va perdiendo en vino y ganando en agua; el último golpe lo da el cabo, y al soldado sólo le llega un tazón de agua de la fuente.
El círculo de la Federación de obreros de la tierra es una gran habitación en una planta baja, húmeda y oscura. La radio está siempre encendida, a todo volumen, desde las músicas de la mañana hasta el último diario hablado. Cuando apagan la radio, ponen el fonógrafo; música para bailes, y a menudo los campesinos se ponen a bailar, la música se ahoga en medio de un pesado pataleo, como si se tratara de una manada furiosa. Bailan entre sí en parejas, con la cara seria y atenta, como si hicieran un gran esfuerzo para mover los pies al ritmo de la música. De vez en cuando, una pausa, y cantan Bandiera rossa o el Inno dei lavoratori. Al lado de este local se encuentra el círculo de los señores; salas luminosas, butacas cómodas: los señores que discuten encuentran de mal gusto el ruido que hacen los de la Federación.
—Vaya por Dios —dicen—, a ésos no se les pasan nunca las ganas de armar jarana.
En realidad, bastaría con que les dieran trabajo a todos para terminar con ese ruido; pero es un hecho que no se ha comprobado nunca; incluso cuando hace buen tiempo, y hay trabajo en el campo, siempre hay un numeroso grupo de braceros en el círculo de la Federterra. Los señores dicen que se trata de gente que no tiene ganas de trabajar, pero no es cierto; en todo momento existe un amplio margen de parados. Dado que se sigue ignorando la existencia de la oficina de empleo, la contratación de mano de obra se realiza mediante el viejo sistema de «hacer hombres»: el propietario sale a la calle por la noche, escoge los braceros que mayor confianza le merecen por su juventud o fortaleza, probada docilidad y buen rendimiento (el mayor elogio que un propietario puede hacer de un bracero es el siguiente: «Un hombre que nunca levanta la espalda del suelo»).
El cura del Carmen ha retirado las campanas de su iglesia, y ahora las trombas de los altavoces apuntan amenazadoras desde las esquinas del campanario. Hace poco ha ido a América y ha hecho una buena colecta entre los emigrantes regalpetrenses en Nueva York; todos ellos han dado dólares para la iglesia del Carmen. Al cura le ha gustado tanto el sonido del carillón de las iglesias americanas que ha comprado todos los aparatos para su iglesia. Ahora el Salve Regina, la llamada para la misa, las vísperas, la exposición del Santísimo durante cuarenta días y las dos horas de noche se deshojan en el aire como grandes crisantemos blancos. Los parroquianos del Carmen, en su mayoría campesinos, dicen que el carillón ha atraído la nieve.
—¡Oh! ¡aquellas bonitas campanas! —deploran.
El cura del Carmen, sin embargo, se siente feliz. Como una mujer que viste estrambóticamente, camina al ritmo de los sones del carillón. Sabe que ha suscitado la envidia de los demás curas, incluido el arcipreste. Pero éstos no saben que toda novedad, sustitución o modificación crea en el pueblo escepticismo e irrisión, o rencor á secas. El decreto (cuyo nombre no sé con exactitud) que ha supuesto la novedad de la misa del domingo por la tarde, por lo que un católico puede comulgar tres horas después de haber comido, ha levantado irónicos comentarios; pese a que lo haya comunicado el Papa, la gente no cree que comulgar a las cuatro de la tarde sea válido «para todos los efectos», como se dice en lenguaje burocrático. El pueblo quiere una iglesia inmóvil y firme como una roca, al margen del tiempo humano, lejana.
A causa del frío, un chico de mi clase se ha puesto una chaqueta larga y negra de fustán consumido y reluciente, con las mangas tan largas que tiene que arremangárselas para sacar las manos. Arrugadas y oscuras, por la acción del que llaman viento-nieve, las manos salen de las mangas como cabezas de tortugas. Además, ha encontrado un par de pantalones acampanados que le llegan hasta la rodilla; los calcetines rojos salen de unos viejos zapatos de cuero blanco. Cuando se vuelve parece un payaso, sus compañeros se ríen cuando lo llamo a la tarima. Pero si uno le mira a la cara, se siente dolorosamente afectado por su forzada sonrisa y su mirada de animal acorralado. Si me acerco a él para hacerle notar un error o para señalarle algo del libro, me mira con ojos de terror, parpadea como si sobre él cayera la amenaza de un golpe. Es algo que me pone nervioso. Hace dos años que está conmigo y sabe que no castigo nunca, sin embargo, siempre tiene miedo. Después pienso que un día me contó que el maestro de los primeros cursos, viejo y enfermo, le escupía en la cara cada vez que descubría un error en los ejercicios, y entonces se me diluye todo posible resentimiento, porque yo sufro sólo con pensar que alguien me tiene miedo. Inmerso en esta condición de miedo —y quizá nunca en la vida logre sacársela de encima si no es en algún momento de extrema rabia y vileza—, él busca como es obvio los caminos de la adulación servil, la mentira y el soplo. Actitud que también me molesta; quisiera castigarle de alguna manera, pero me freno al pensar en toda la genealogía de servidumbre y miseria de la que proviene, en el maestro que le escupía en la cara, en la madre que friega los suelos de los ricos, en el padre parado; y reflexiono sobre lo que pedagogos, periodistas y hombres de gobierno llaman «misión»: mi misión de maestro, aquí, en medio de estos niños. Y me pregunto qué otra cosa puedo hacer a parte de enseñar, como se decía antes sin las modernas hipocresías, a leer, escribir y hacer cuentas. Que vengan los señores y los hombres de gobierno, los pedagogos y los periodistas aquí a hacerse sus hombres y ciudadanos del futuro. Tal vez bastara con que vinieran a ver el efecto de una semana de viento y nieve sobre un pueblo como éste: cuánta miseria remueve y revela, cuánto sufrimiento.
Mi vida en la comunidad se desarrolla entre la escuela y el círculo, todos los días igual; el domingo un poco peor. Durante estos días el círculo de los señores también está más lleno que de costumbre a causa del mal tiempo. En la sala de tertulias hay una buena calefacción, la mejor que pueda haber; cuando uno sale fuera tiene la sensación de ser un bistec cocinado sólo por un lado.
Ha llegado una novedad que en las conversaciones de los señores ha suplantado los consabidos temas de las contribuciones unificadas y la estabilidad del gobierno Segni («¿Pero qué tipo es? ¿Se entiende con los comunistas?»). El propietario de la casa contigua al círculo ha puesto un pleito a este local porque parece que los tubos de desagüe del retrete, viejos tubos de barro cocido de medio metro de longitud y metidos uno dentro de otro, pierden por varios sitios, y los cimientos del vecino se pudren. Frente a este hecho, que hay que considerar en su ambivalencia de ofensa inaudita y deleitable recreación, cualquier otro tema desaparece. Hay, es cierto, un aumento del 4,6 por ciento de ciertas tasas —por los daños aluvionales del año pasado—, dicen; pero después del grito de protesta, que ahora ya es todo un ritual, de don Carmelo Mormino: «¿Y tenemos que pagar precisamente nosotros porque Calabria ha sufrido una inundación? ¿Pero qué nos importa a nosotros Calabria?», después de semejante comentario, el tema queda cerrado y se vuelve a los retretes. Porque la cosa tiene su miga y requeriría muchos testigos. En efecto, el dueño de la casa de al lado afirma que los retretes estaban hace años en otra parte, donde ahora está la sala de lectura y que el partido fascista, cuando se adueñó del círculo llamándolo «recreativo 3 de enero», con la debilidad que tenía por los retretes, los cambió de ubicación. Entonces no se podía hablar, el dueño de la casa prefería vivir en una casa mojada como una cloaca antes que ser exiliado; hubiese sido una locura ponerle un pleito al partido fascista. Pero los tiempos han cambiado; el círculo ya no se llama recreativo y hace pocos días llegó el tribunal, acompañado de peritos y abogados de ambas partes, para decidir sobre el asunto de los retretes. Don Ferdinando Trupia, socio del círculo desde hace cincuenta años, declara solemnemente:
—Siempre he meado aquí, ¿cómo queréis que no me acuerde? Yo no me olvido de nada.
Sin embargo, parece que otros socios viejos no están tan seguros de ello. Don Ferdinando utiliza todas las artimañas posibles para que sus coetáneos recuerden la topografía que, en su opinión, tenía el círculo. Se levanta de la butaca y arrastra tras sí a un puñado de socios; parece un guía de museo dispuesto con el bastón, a construir y derribar paredes, para explicar cómo era la antigua distribución del círculo. Llega a los retretes y, apuntando con el bastón, concluye:
—Y aquí ha estado siempre el retrete; antes estaban las tinajas, luego pusieron el lavabo a la inglesa; en los tiempos de la guerra de Libia ya era como el de los ingleses.
Llegados a este punto, se apela a los acontecimientos de la historia patria para convalidar la inmutable ubicación de los retretes. Durante la guerra de 1915-1918, había un socio que, habituado a poner los pies sobre la taza, rompió tres o cuatro. Más tarde se hicieron innovaciones en las instalaciones. Luego, al aumentar el número de socios, los retretes pasaron a ser dos. Los soldados de la división «Texas» los destrozaron y fueron reconstruidos. Poco tiempo después vino el agua corriente y se impusieron nuevas modificaciones. La memoria de don Ferdinando es admirablemente rápida: los nombres de Giolitti, Vittorio Emmanuele Orlando, Facta, Mussolini y Badoglio; hechos como la marcha sobre Roma, la expedición al Polo, el Concordato, la guerra de Abisinia y la llegada de las tropas americanas, aparecen apenas un instante y se esfuman.
—Con semejante memoria —dice uno en broma— podría usted presentarse a Un millón para el mejor para el tema de historia contemporánea.
Don Ferdinando se siente adulado, pero esquiva con modestia:
—No siempre me acuerdo de todas estas cosas. ¿Creéis que hubiera pensado en todas estas cosas de no ser por el asunto del retrete?
Con el frío los viejos se van. Quagliano, dicen aquí. Quagliare quiere decir callar, el inadvertido callar de la vida, la muerte que lentamente se coagula en el cuerpo de un hombre, se transforma en helada forma. Es una expresión que se usa para las personas que llegan a la muerte sin dolor, pero a mí me gusta darle un sentido pirandelliano y universal.
Hoy ha muerto un viejo loco, se va dentro de un ataúd de madera blanca con bajorrelieves de ángeles que parecen medusas. El carro marcha lentamente sobre la nieve que chirría como vidrio, el cielo criba aún espesa nieve. Era un loco pacífico; paseaba siempre por la plaza de la Matriz, arriba y abajo, con furia, como algunos animales en las jaulas del jardín zoológico; tenía los ojos tan desencajados que parecía bizco, hablaba siempre, desarrollaba en un murmullo como de rosario sus consideraciones políticas, se detenía un momento y decía con voz clara:
—Cornudos éstos y cornudos aquéllos —reemprendía el paseo, se volvía a parar y hacía un gesto de desprecio que envolvía todo el horizonte de las casas, todo el pueblo—: Raza de bueyes.
De vez en cuando alguien se le acercaba y le preguntaba su opinión o el horóscopo de algún ciudadano que pasaba por la calle. El loco miraba a la persona en cuestión, de tal manera que parecía que se hubiera olvidado de la pregunta, y luego sentenciaba:
—¿Don Carmelo Mormino? El primer ladrón del pueblo. —O bien—: ¿El caballero Pecorilla? No os preocupéis, seguro que muere asesinado.
Me entero por la radio de que Regalpetra está bloqueada por la nieve, no sé qué otras cosas dicen sobre las dificultades de abastecimiento y la altura de la nieve, cosas de las que los regalpetrenses ni siquiera se han dado cuenta. Hay mucha nieve, es verdad, pero las tiendas están llenas, los trenes llegan y las carreteras están abiertas al tráfico.
Un amigo me escribe diciendo que a un pueblo de la costa oriental ha llegado una columna de socorro, el pueblo no había visto caer ningún copo de nieve. Los de la columna han distribuido mantas y víveres; la gente se ha quedado muy sorprendida por esos inesperados Reyes Magos. Estoy casi seguro de que ningún pueblo está bloqueado y de que gracias a la nieve ha surgido una especie de comedia a la italiana. Es cierto que los hombres no trabajan y que los pobres sufren a causa del frío, pero quizás sea un poco exagerado acuartelar a los bomberos decretando el estado de emergencia y enviar impávidas columnas a los pueblos. Me parece oír boletines de guerra: los gobernadores civiles, los oficiales de carabinieri y los jefes de policía conducen las expediciones; la radio anuncia dramáticamente que una columna con víveres, mantas y medicinas, a las órdenes de no sé qué pez gordo, se dirige a un pueblo de las Madonie: los oyentes se imaginan un paisaje de Siberia, la columna como una hilera de hormigas negras en medio del blanco remolino de la tempestad. ¿Lograrán los heroicos socorristas llegar al pequeño pueblo aislado en el pliegue de la montaña? ¿No les frenará la tormenta, no se perderán en la blanca muerte? En fin, algo de cine.
De manera que, a falta de desgracias, hemos inventado una calamidad extraordinaria. Si esta nieve dura un poco más, quizá los pobres de Regalpetra consigan mantas y su escudilla de pasta.
Como cada año, los chicos me cuentan en una hojita cómo han pasado la Navidad: todos han jugado a las cartas, al sacanete, siete y medio y ti viti (te he visto: un juego que no permite la más mínima distracción); han ido a misa del gallo, han comido capón y han ido al cine. Alguno afirma que ha estudiado desde el alba, al volver de misa, hasta mediodía, pero es una mentira evidente. En general, todos han hecho lo mismo. Alguno lo cuenta con aires de antigua crónica: «Pasé la Nochebuena jugando a las cartas, luego fui a la Matriz. Estaba llena de gente y todo iluminado, y a las seis nació Jesús.»
Tres chicos, sin embargo, no han hablado de la misa del gallo, han escrito, sin amarga conciencia, cosas muy amargas. «El día de Navidad jugué a las cartas, gané cuatrocientas liras y con este dinero primero me compré los cuadernos y el bolígrafo y, luego, con el resto fui al cine y le pagué la entrada a mi padre para que no se gastara su dinero y, una vez dentro, él me compró seis caramelos y una gaseosa.» El chico se ha sentido feliz. Ha hecho de su padre un amigo al pagarle la entrada del cine y después ha obtenido los seis caramelos y la gaseosa; y ya había comprado los cuadernos y el bolígrafo. Ha pasado una buena Navidad. Pero hubiera deseado una Navidad distinta, más despreocupada. Y a continuación la Navidad, aún más triste, de otro muchacho: «El día de Navidad jugué con mis primos y compañeros. Había ganado doscientas liras y cuando volvía a casa mi padre me las cogió y se fue a divertir.» Nunca leí nada tan triste en las redacciones, a menudo desoladoras, que los niños hacen de sus jornadas. Veo la casa, húmeda y oscura, en aquel barrio de San Nicola que es el más pobre del pueblo; el chico que llora (y quizás ha recibido un bofetón y alguna palabrota) por esas doscientas liras que ganó en el juego y que quería emplear quién sabe cómo, quizá comprando cuadernos y un bolígrafo; y el padre que se va a tomar una copa, a emborracharse con el pobre dinero de su hijo. Nunca, como a través de este pequeño hecho, la miseria ha aparecido ante mí en toda su esencia de ciega y maldita bestialidad. En última instancia (si bien se mira) en este episodio están todos los elementos que conforman la tragedia de nuestra vida: al menos de la vida que se hace aquí, en este pueblo. Y el día de la fiesta cristiana, que hace de telón de fondo y condiciona el episodio, parece convertirse en una blasfema parodia detrás de este niño que llora en su casa oscura.
«La mañana del día de Navidad —escribe otro— mi madre hizo que me metiera en agua caliente para lavarme del todo.» El día de fiesta no le trajo nada mejor. Una vez lavado, secado y vestido, salieron con su padre «a comprar». Después comieron arroz caldoso y el capón. «Así pasé la Santa Navidad.»