ROSAOSCURA Y DIAMANTE
Una canción marinera del oeste de Havnor
Hacia donde va mi amor
hacia allí iré yo.
Hacia donde navega su barco
hacia allí navegaré yo.
Nos reiremos juntos,
juntos lloraremos.
Si vive, también viviré,
si muere, moriré con él.
Hacia donde va mi amor
hacia allí iré yo.
Hacia donde navega su barco
hacia allí navegaré yo.
AL OESTE DE HAVNOR, entre colinas cubiertas de robles y castaños, se encuentra la ciudad del Claro. Hace algún tiempo, el hombre rico de aquella ciudad era un comerciante llamado Áureo. Áureo era el dueño y señor de la fábrica que cortaba las tablas de roble para los barcos que se construían en el Puerto Sur de Havnor y en el Gran Puerto de Havnor; era dueño de los más grandes bosques de castaños; era dueño también de las carretas, y contrataba a los carreteros que llevaban la madera y las castañas por las colinas para venderlas. Vivía muy bien de los árboles, y cuando nació su hijo, la madre dijo:
—¿Podríamos llamarlo Castaño, o Roble, tal vez?
Pero el padre le contestó:
—Diamante. —Ya que para él los diamantes eran lo único más precioso que el oro.
Y así fue como el pequeño Diamante creció en la mejor casa del Claro, un bebé robusto y de ojos claros, un niño coloradote y alegre. Tenía una dulce voz cantarina, un oído privilegiado, y tal amor por la música que su madre, Tuly, lo llamaba Gorrión Cantarín y Alondra Celestial, entre otros nombres cariñosos, puesto que en realidad nunca le había gustado Diamante. Trinaba y canturreaba por toda la casa; aprendía cualquier melodía apenas la escuchaba, e inventaba melodías cuando no escuchaba ninguna. Su madre consiguió que la mujer sabia, Maraña, le enseñara La Creación de Éa y La Gesta del joven Rey, y en la fiesta del Retorno del Sol, cuando tenía once años, cantó el Villancico del Invierno para el Señor de la Tierra Occidental, quien estaba de visita en sus dominios de las colinas que se elevan sobre el Claro. El Señor y su Dama alabaron el cantar del niño y le dieron una pequeña caja de oro con un diamante incrustado en la tapa, lo cual les pareció a Diamante y a su madre un gentil y hermoso regalo. Pero Áureo era un poco impaciente con las canciones y las baratijas.
—Hay cosas más importantes que puedes hacer, hijo —le decía—. Y cosas mucho más valiosas que puedes ganar.
Diamante pensaba que su padre se refería al negocio, los leñadores, los aserradores, el aserradero, los bosques de robles, los recolectores, los carreteros, las carretas, todo aquel trabajo, y las conversaciones y los planes, aquellos complicados asuntos de adultos. Nunca sintió que todo aquello tuviera mucho que ver con él, entonces ¿cómo llegaría a hacerse cargo de todo ello como su padre esperaba? Tal vez lo averiguaría cuando creciera.
Pero de hecho el negocio no era lo único que Áureo tenía en mente. Había observado algo en su hijo que lo hacía no precisamente posar sus ojos más allá del negocio, sino echar un vistazo allí arriba de vez en cuando, y luego cerrar los ojos.
Al principio pensaba que Diamante tenía un don, al igual que muchos niños lo tenían y después lo perdían, una chispa aislada de magia. Cuando era un niño pequeño, el propio Áureo había sido capaz de hacer que su propia sombra brillara y centelleara. Su familia lo elogiaba por el truco y hacía que se lo mostrase a los invitados; y luego, cuando tenía siete u ocho años, perdió el don y nunca más pudo hacerlo de nuevo.
Cuando vio a Diamante bajar las escaleras sin tocarlas, pensó que sus ojos lo habían engañado; pero unos días más tarde, vio cómo el niño subía las escaleras flotando, sólo un dedo deslizándose por la barandilla de roble.
—¿Puedes hacer eso también para bajar las escaleras? —le preguntó Áureo, y Diamante le respondió—: Oh, sí, así. —Y se deslizó nuevamente hacia abajo, suave como una nube en el viento del sur.
—¿Cómo aprendiste a hacerlo?
—Simplemente lo descubrí —dijo el niño, aunque no parecía muy seguro de si su padre lo aprobaría o no.
Áureo no elogió al niño puesto que no quería que éste se cohibiera o sintiera vanidad por lo que podría ser un don pasajero e infantil, como su dulce voz. Ya había demasiado alboroto por eso.
Pero aproximadamente un año más tarde vio a Diamante fuera, en el jardín de atrás con su compañera de juegos, Rosa. Los niños se habían puesto en cuclillas, las cabezas juntas, riendo. Algo intenso o extraño alrededor de ellos hizo que se detuviera frente a la ventana del rellano de la escalera y los observara. Había algo entre ellos que saltaba de arriba abajo, ¿una rana?, ¿un sapo?, ¿un grillo grande? Salió al jardín y se acercó, moviéndose tan sigilosamente, a pesar de que era un hombre grande, que ellos, absortos, no lo oyeron. Lo que daba saltitos de arriba abajo sobre la hierba entre los dedos de sus pies desnudos era una roca. Cuando Diamante levantaba la mano, la roca saltaba y se elevaba en el aire, cuando sacudía un poco la mano, la roca se sostenía en el aire, y cuando giraba los dedos hacia abajo, ésta caía de nuevo al suelo.
—Ahora tú —le dijo Diamante a Rosa, y ella empezó a hacer lo que él había hecho, pero la roca sólo se movió un poquito.
—Oh —exclamó ella—, ahí está tu papá.
—Eso es muy ingenioso —dijo Áureo.
—Se lo inventó Di —dijo Rosa.
A Áureo no le gustaba aquella niña. Era tan abierta y franca como recelosa, tan osada como tímida. Era un año más pequeña que Diamante, y era hija de una bruja. Hubiera deseado que su hijo jugase con niños de su misma edad, de su misma clase, con niños de las respetables familias del Claro. Tuly insistía en llamar a la bruja «la mujer sabia», pero una bruja era una bruja y su hija no era una buena compañía para Diamante. Sin embargo, le divertía un poco ver a su hijo enseñándole trucos a la niña de una bruja.
—¿Qué más puedes hacer, Diamante? —le preguntó.
—Tocar la flauta —contestó Diamante rápidamente, y sacó de su bolsillo el pequeño pífano que su madre le había regalado para su duodécimo cumpleaños. Lo acercó a sus labios, sus dedos danzaban, y tocó una dulce y conocida melodía de la costa occidental: «Hacia donde va mi amor».
—Muy bonito —dijo el padre—, pero cualquiera puede tocar el pífano, ¿sabes?
Diamante miró a Rosa de reojo. La niña movió la cabeza, mirando hacia abajo.
—Lo aprendí bastante rápido —dijo Diamante.
Áureo gruñó, poco impresionado.
—Puedo hacer que se toque solo —dijo Diamante, y alejó el pífano de sus labios. Sus dedos danzaban sobre las llaves, y el pífano tocó una breve giga. Sonaron algunas notas falsas y un chirrido en la última nota alta—. Todavía no la he sacado toda —dijo Diamante, molesto y avergonzado.
—Bastante bien, bastante bien —dijo su padre—. Sigue practicando. —Y siguió adelante. No estaba seguro de lo que debería haber dicho. No quería alentar al niño para que le dedicara aún más tiempo a la música, o a aquella niña; ya les había dedicado demasiado, y ninguna de las dos cosas le ayudaría a llegar a ningún lado en la vida. Pero ese don, ese innegable don, la roca que saltaba, el pífano que sonaba sin ser tocado… Sería un error hacer demasiado alboroto por ello, pero probablemente tampoco debería desanimarlo.
Según las creencias de Áureo, el dinero era poder, pero no el único poder. Había otros dos, uno igual, uno más grande. Estaba el nacimiento. Cuando el Señor de las Tierras Occidentales llegó a sus dominios cerca del Claro, Áureo se dio el gusto de demostrar su lealtad. El Señor nació para gobernar y para mantener la paz, así como Áureo nació para tratar con el comercio y la riqueza, cada uno en su lugar; y cada uno, noble u hombre común, si servía correcta y honestamente, merecía honor y respeto. Pero también había señores menores a quienes Áureo podía comprar y vender, prestarles dinero o permitir que mendigaran, hombres nacidos nobles que no merecían ni lealtad ni honor. El poder del nacimiento y el poder del dinero eran contingentes, y debían ser ganados para no ser perdidos.
Pero más allá de los ricos y los señores estaban aquellos llamados hombres de poder: los magos. Su poder, aunque poco ejercitado, era absoluto. En sus manos yacía el destino del ya antiguo reino sin rey del Archipiélago.
Si Diamante había nacido con esa clase de poder, si ése era su don, entonces todos los sueños y los planes de Áureo de introducirlo en el negocio, y de hacer que lo ayudara a ampliar la ruta de las carretas hacia un comercio regular con el Puerto Sur, y a comprar los bosques de castaños sobre Reche, todos aquellos planes quedaban reducidos a migajas. ¿Podría Diamante ir (como había hecho el tío de su madre) a la Escuela de Magos en la Isla de Roke? ¿Podría (como había hecho aquel tío) ganarse la gloria para su familia y sus dominios sobre el señor y el hombre común, convirtiéndose así en un mago en la Corte de los Señores del Regente en el Gran Puerto de Havnor? El propio Áureo casi subía las escaleras flotando al albergar semejantes visiones.
Pero no le dijo nada al niño ni a la madre del niño. Era un hombre conscientemente discreto, desconfiado de las visiones hasta que pudieran ser convertidas en actos; y ella, sin embargo una esposa obediente y cariñosa, y madre y ama de casa, ya hacía demasiado alboroto por los talentos y los dotes de Diamante. Y también, como todas las mujeres, tenía tendencia a hablar y a cotillear, y era indiscriminada en sus amistades. La niña Rosa se juntaba con Diamante porque Tuly animaba a la madre de Rosa, la bruja Maraña, a que fuera a visitarlos, consultándola cada vez que Diamante tenía una pequeña molestia, y contándole más de lo que ella o cualquiera debería saber acerca del hogar de Áureo. Sus negocios no eran en absoluto cosa de la bruja. Por otro lado, Maraña podría ser capaz de decirle si su hijo realmente prometía algo, si tenía un talento para la magia… pero apartaba de su mente la idea de preguntarle a ella, de pedirle a una bruja su opinión acerca de lo que fuera, y menos aún un juicio sobre su hijo.
Decidió esperar y observar. Puesto que era un hombre paciente, con una gran fuerza de voluntad, lo hizo durante cuatro años, hasta que Diamante cumpliera los dieciséis. Joven fornido y maduro, a quien se le daban bien los juegos y las lecciones, todavía tenía el rostro colorado y los ojos claros, y era alegre. El cambio de su voz no había sido algo fácil, el dulce tiple se había convertido en un sonido desafinado y áspero. Áureo había esperado que aquel sonido fuera el final de sus canciones, pero el muchacho siguió cantándolas, juntándose con músicos itinerantes, cantantes de baladas y otros, aprendiendo toda su basura. Aquélla no era vida para el hijo de un comerciante que iba a heredar y administrar las propiedades y los aserraderos y los negocios, y Áureo se lo dijo. «Hijo, se acabó lo de cantar. Debes pensar en ser un hombre».
A Diamante le habían dado su verdadero nombre en los manantiales del Amia, en las colinas que se elevaban sobre el Claro. El hechicero Cicuta, quien había conocido a su tío abuelo el mago, vino desde el Puerto Sur a darle su nombre. Y Cicuta fue invitado el día de su Fiesta del Nombre, el año siguiente, una gran celebración, cerveza y comida para todos, y ropas nuevas, una camisa o una falda, o algunas monedas para cada niño, lo cual era una vieja tradición en el oeste de Havnor; eso y bailar en los jardines de la aldea en una cálida noche de otoño. Diamante tenía muchos amigos, todos los muchachos del pueblo de su misma edad y todas las muchachas también. La gente joven bailaba, y algunos de ellos habían bebido demasiada cerveza, pero nadie se comportó demasiado mal, y fue una noche feliz y memorable. A la mañana siguiente, Áureo le dijo a su hijo otra vez que debía pensar en ser un hombre.
—He pensado algo sobre eso —dijo el muchacho, con su voz ronca.
—¿Y bien?
—Bueno, yo… —dijo Diamante, y se detuvo.
—Siempre he contado contigo para que lleves los negocios de la familia —le dijo Áureo. Su tono de voz era inexpresivo, y Diamante siguió callado—. ¿Has pensado alguna vez en lo que quieres hacer?
—A veces.
—¿Has hablado con el Maestro Cicuta?
Diamante dudó un segundo y luego le contestó:
—No.
—Yo hablé con él anoche —prosiguió Áureo—. Me dijo que hay ciertos dones naturales que no sólo son difíciles, sino que de hecho está mal y es dañino reprimirlos. —La luz volvió a los ojos oscuros de Diamante—. El maestro dijo que tales capacidades o dones, cuando no son entrenados, no sólo son desperdiciados, sino que pueden ser peligrosos. El arte debe aprenderse y practicarse, dijo. —El rostro de Diamante brillaba—. Pero también dijo que debe ser aprendido y practicado para su propio bien.
Diamante asintió con la cabeza, entusiasmado. Su padre prosiguió:
—Si es un verdadero don, una capacidad poco común, eso debe tomarse aún más seriamente. Una bruja con sus pociones de amor no puede hacer mucho daño, pero incluso un hechicero de aldea, dijo, debe tener cuidado, ya que si el arte se utiliza con fines viles, se convierte en débil y nocivo… Por supuesto, hasta un hechicero recibe su merecido. Y los magos, como tú bien sabes, viven con los señores, y tienen todo lo que desean. —Diamante escuchaba atentamente, frunciendo un poco el ceño.
—Así que, bueno, para ser claros, si tienes este don, Diamante, no nos sirve de nada en nuestro negocio. Tiene que ser cultivado en sus propios términos, y deber ser controlado, aprendido y dominado. Sólo entonces, dijo, pueden tus maestros comenzar a decirte qué hacer con él, qué bien puede traerte. A ti o a otros —agregó a conciencia.
Hubo una larga pausa.
—Yo le he dicho —continuó Áureo— que te he visto, con un simple movimiento de tu mano y una única palabra, convertir la talla de madera de un pájaro en un pájaro que voló y cantó. Te he visto hacer brillar una luz en el aire. Tú no sabías que yo te estaba viendo. He observado y no he dicho nada durante mucho tiempo. No quería hacer demasiado alboroto por simples juegos infantiles. Pero creo que tienes un don, tal vez un gran don. Cuando le dije al Maestro Cicuta lo que vi que puedes hacer, él estuvo de acuerdo conmigo. Dijo que puedes ir a estudiar con él al Puerto Sur durante un año, o tal vez más.
—¿A estudiar con el Maestro Cicuta? —preguntó Diamante, su voz casi media octava más arriba.
—Si quieres.
—Yo, yo, yo nunca he pensado en ello. ¿Puedo pensarlo? ¿Durante un rato, un día?
—Por supuesto —dijo Áureo, encantado con la cautela de su hijo. Había pensado que Diamante no dejaría escapar la oferta, lo cual habría sido natural, tal vez, pero doloroso para el padre, el búho que había, tal vez, empollado un águila.
Puesto que Áureo observaba el arte de la magia con verdadera humildad, como a algo bastante más allá de él. No como un mero pasatiempo, como la música o los cuentos, sino como un asunto práctico de inmenso potencial que sus negocios nunca podrían llegar a igualar. Y aparte, aunque él no lo diría nunca de esa forma, le tenía miedo a los magos. Menospreciaba un poco a los hechiceros, con sus escamoteos y sus ilusiones y sus palabrerías, pero a los magos les temía.
—¿Madre lo sabe? —preguntó Diamante.
—Lo sabrá cuando llegue el momento. Ella no juega ningún papel en tu decisión, Diamante. Las mujeres no saben nada de estos asuntos y no tienen nada que ver con ellos. Debes tomar la decisión tú solo, como un hombre. ¿Lo entiendes? —Áureo estaba siendo franco, veía llegado el momento de destetar al muchacho de su madre. Ella, como mujer, se aferraría a él, pero él, como hombre, debía aprender a desprenderse de las cosas. Y Diamante asintió con la cabeza bastante enérgicamente como para satisfacer a su padre, aunque tenía una mirada pensativa.
—¿El Maestro Cicuta dijo que yo, dijo que pensaba que yo tenía, podría tener un, un don, un talento para…?
Áureo le confirmó que el mago verdaderamente había dicho eso, aunque por supuesto todavía había que ver qué tipo de don. La modestia del muchacho fue un gran alivio para él. Había temido medio inconscientemente que Diamante triunfara sobre él, imponiendo de inmediato su poder. Aquel misterioso, peligroso, incalculable poder contra el cual la riqueza y el dominio y la dignidad de Áureo serían impotentes.
—Gracias, Padre —le dijo el muchacho. Áureo lo abrazó y se fue, satisfecho consigo mismo.
SU LUGAR DE ENCUENTRO ERA en los sauces cabrunos, los matorrales de sauces río abajo junto al Amia justo cuando pasaba bajo la herrería. Tan pronto como Rosa llegó, Diamante le dijo:
—¡Quiere que vaya a estudiar con el Maestro Cicuta! ¿Qué voy a hacer?
—¿A estudiar con el mago?
—Cree que tengo un gran talento. Para la magia.
—¿Quién?
—Mi padre. Vio algunas de las cosas que estuvimos practicando. Dice que Cicuta cree que debería ir a estudiar con él porque podría ser peligroso no hacerlo. Oh. —Y Diamante se golpeó la cabeza con las manos.
—Pero es cierto que tienes un talento.
Se quejó y se frotó el cuero cabelludo con los nudillos. Estaba sentado en el suelo, en su viejo lugar de juegos, una especie de cenador entre los sauces, desde donde podían oír el arroyo fluyendo sobre las piedras cercanas y el clang-clang de la herrería un poco más allá. La muchacha se sentó frente a él.
—Mira todo lo que puedes hacer —le dijo—. No podrías hacer nada de todo eso si no tuvieras un don.
—Un pequeño don —dijo Diamante quitándole importancia—. Apenas para hacer algunos trucos.
—¿Cómo lo sabes?
Rosa tenía la piel muy oscura, una mata de cabellos enmarañados, una boca fina y un rostro atento, serio. Sus pies, sus piernas y sus manos estaban desnudos y sucios, su falda y su chaqueta eran vergonzosas. Los dedos de sus pies, aunque sucios, eran delicados y elegantes, y un collar de amatistas brillaba bajo la rasgada chaqueta sin botones. Su madre, Maraña, se ganaba bien la vida curando y sanando, uniendo huesos y ayudando en los partos, y vendiendo hechizos de encuentro, pociones de amor y para dormir. Podía darse el lujo de vestirse ella y vestir a su hija con ropas nuevas, comprar zapatos y mantenerse limpia, pero no se le ocurría hacerlo. Ni tampoco eran los cuidados del hogar algo que le interesara demasiado. Ella y Rosa comían principalmente pollo hervido y huevos fritos, ya que solían pagarle con aves de corral. El patio de su casa de dos habitaciones era una jungla de gatos y gallinas. Le gustaban los gatos, los sapos y las joyas. El collar de amatistas había sido el pago por el feliz nacimiento del hijo del jefe de los guardabosques de Áureo. La propia Maraña llevaba los brazos cubiertos de brazaletes y de pulseras que destellaban y sonaban cuando agitaba impacientemente las manos para realizar un hechizo. A veces llevaba un gatito pequeño sobre el hombro. No era una madre muy atenta. Rosa le había preguntado, cuando tenía siete años:
—¿Por qué me tuviste si no me querías?
—¿Cómo puedes ayudar a niños a nacer bien si no has tenido uno? —le contestó su madre.
—Así que fui sólo práctica —gruñó Rosa.
—Todo es práctica —dijo Maraña. Nunca era maliciosa. Pocas veces pensaba en hacer algo más por su hija, pero nunca la lastimaba, nunca la regañaba, y le daba todo lo que ella le pedía, la comida, un sapo propio, el collar de amatistas, lecciones de brujería. Le habría dado ropas nuevas si Rosa se las hubiera pedido, pero nunca lo hizo. Rosa había cuidado de sí misma desde que era muy pequeña; y ésta era una de las razones por las que Diamante la quería. Con ella, sabía lo que era la libertad. Sin ella, podía alcanzarla sólo cuando estaba escuchando y cantando y tocando música.
—Sí que tengo un don —dijo por fin, frotándose las sienes y tirando de sus cabellos.
—Deja de destrozarte la cabeza —le dijo Rosa.
—Sé que Tarry piensa que lo tengo.
—¡Por supuesto que lo tienes! ¿Qué importa lo que crea Tarry? Ya tocas el arpa como nueve veces mejor de lo que él nunca lo hizo.
Ésta era otra razón por la que Diamante la quería.
—¿Hay algún mago músico? —preguntó él, mirando hacia arriba.
Ella lo pensó.
—No lo sé.
—Yo tampoco. Morred y Elfarran se cantaban el uno al otro, y él era un mago. Y creo que hay un Maestro Cantor en Roke, que enseña las trovas y las historias. Pero nunca oí de un mago que fuera músico.
—No veo por qué un mago no podría ser músico. —Nunca entendía por qué algo no podía ser. Otra razón por la que él la quería.
—Siempre me han parecido cosas similares —dijo él—. La magia y la música. Los hechizos y las melodías. Al menos, ambas cosas tienen que salir perfectas.
—Práctica —dijo Rosa, algo amargamente—. Yo lo sé —le lanzó un guijarro a Diamante. Se convirtió en mariposa en el aire. Él hizo lo mismo, y las dos revolotearon y aletearon unos segundos antes de caer de nuevo al suelo como guijarros. Diamante y Rosa habían inventado algunas variaciones como aquella del viejo truco de las piedras saltarinas.
—Tienes que ir, Di —le dijo ella—. Aunque sólo sea para descubrirlo.
—Lo sé.
—¡Mira que si llegas a ser mago! ¡Oh! ¡Piensa en todo lo que podrías enseñarme! Cambios de forma… Podríamos ser cualquier cosa. ¡Caballos! ¡Osos!
—Topos —dijo Diamante—. Sinceramente, tengo ganas de esconderme bajo tierra. Siempre pensé que mi padre intentaría hacerme aprender sus negocios, después de que me dieran mi nombre. Pero durante todo el año ha estado como manteniéndose alejado. Supongo que tendría ya esto en mente durante todo este tiempo. Pero ¿qué pasará si voy allí y resulta que sirvo tan poco para ser mago como para la contabilidad?
Cuando ella reía, su delgado rostro se aclaraba, su fina boca se agrandaba, y sus ojos desaparecían.
—Oh, Rosaoscura —dijo Diamante—, te quiero.
—Claro que me quieres. Más te vale. Te embrujaré si no lo haces.
Se acercaron arrodillados, cara a cara, los brazos colgando y las manos juntas. Se besaron el uno al otro toda la cara. Para los labios de Rosa, el rostro de Diamante era terso y sabroso como una ciruela, con tan sólo un toque de escozor sobre el labio y la mandíbula, donde había comenzado a afeitarse recientemente. Para los labios de Diamante, el rostro de Rosa era suave como la seda, con tan sólo un toque arenoso en una mejilla, la que se había frotado con una mano sucia. Se acercaron un poco más de manera que sus pechos y sus vientres se tocaron, pero sus manos permanecían a los lados. Siguieron besándose.
—Rosaoscura —susurró él en su oído, el nombre secreto que él le había puesto.
Ella no dijo nada, sólo respiró cálidamente en su oreja, y él gimió. Sus manos apretaron las de ella. Él se alejó un poco. Ella también.
Volvieron a sentarse sobre sus tobillos.
—Oh, Di —dijo ella—, será horrible cuando te vayas.
—No me iré —dijo él—. A ninguna parte. Nunca.
PERO POR SUPUESTO SE FUE al Puerto Sur de Havnor, en una de las carretas de su padre, conducida por uno de los carreteros, junto con el Maestro Cicuta. Como regla general, la gente hace lo que los magos le aconsejan que hagan. Y no es poco honor ser invitado por un mago a ser su alumno o su aprendiz. Cicuta, quien había obtenido su vara en Roke, estaba acostumbrado a que los muchachos se acercaran a él suplicándole que los examinara y, si tenían el don para ello, que les enseñara. Sentía un poco de curiosidad por este muchacho cuyos alegres buenos modales escondían algo de desgana e inseguridad. Que tenía un don era idea del padre, no del muchacho. Eso era algo inusual, aunque tal vez no tan inusual entre los ricos como entre los plebeyos. De cualquier forma, el padre había ofrecido una muy buena paga de antemano en oro y marfil. Si tenía talento para ser mago, Cicuta lo prepararía, y si tenía, como Cicuta sospechaba, un mero don infantil, entonces sería enviado de regreso a casa con lo que quedara de su paga. Cicuta era un mago honesto, honrado, erudito, y sin sentido del humor, con poco interés por los sentimientos y las ideas. Su don era el de los nombres. «El arte comienza y termina con los nombres», decía, lo cual ciertamente es verdad, aunque puede haber un buen trecho entre el comienzo y el fin.
Así fue como Diamante, en vez de aprender hechizos e ilusiones y transformaciones y todos aquellos trucos vulgares, como los llamaba Cicuta, se sentaba en una estrecha habitación en el fondo de la estrecha casa del mago, que se encontraba en una estrecha callejuela de la vieja ciudad, memorizando largas, largas listas de palabras, palabras de poder en la Lengua de la Creación. Plantas y partes de plantas, y animales y partes de animales, e islas y partes de islas, partes de barcos, partes del cuerpo humano. Las palabras nunca tenían sentido, nunca formaban oraciones, sólo listas. Largas, largas listas.
La mente se le iba a otras cosas. En el Habla Verdadera «pestaña» es siasa, leyó, y sintió pestañas acariciando sus mejillas como el beso de una mariposa, pestañas oscuras. Levantó la vista asustado sin saber qué lo había tocado. Más tarde, cuando intentó repetir la palabra, se quedó mudo.
—Memoria, memoria —le decía Cicuta—. ¡El talento no sirve sin memoria! —No era severo, pero era inflexible. Diamante no tenía ni idea de qué opinión tenía Cicuta sobre él, y le parecía que era bastante mala. A veces el mago lo llevaba con él cuando realizaba algún trabajo, generalmente consistía en pronunciar sortilegios de seguridad en barcos y casas, purificar pozos, y participar en las juntas de la ciudad, raras veces hablando, más bien siempre escuchando. Otro mago, que no se había preparado en Roke pero que poseía el don de la curación, cuidaba a los enfermos y a los moribundos del Puerto Sur. Cicuta se alegraba de dejarlo hacer aquello. Su único placer residía en el estudio y, hasta donde Diamante podía ver, en no obrar ningún tipo de magia.
—Mantén el equilibrio, todo depende de ello —le decía Cicuta, y—: Conocimiento, orden y control. —Pronunciaba tan a menudo aquellas palabras que se hicieron melodía en la cabeza de Diamante y se cantaban a sí mismas una y otra vez: conocimiento, orden y controoooooool…
Cuando Diamante ponía las listas de nombres en melodías que se había inventado, las aprendía mucho más rápidamente; pero entonces la melodía salía como parte del nombre, y él la cantaba tan claramente, puesto que su voz se había transformado en la de un fuerte y oscuro tenor, que Cicuta se estremecía al escucharla. La de Cicuta era una casa muy silenciosa.
Generalmente, se suponía que el alumno debía estar con el maestro, o estudiando las listas de nombres en la habitación en la que se encontraban los libros del saber y los libros de palabras, o durmiendo. Cicuta era un maniático a la hora de levantarse y ponerse en marcha para comenzar el día. Pero de vez en cuando Diamante tenía una o dos horas libres. Siempre bajaba al muelle y se sentaba en el paseo marítimo, sobre un peldaño junto al agua y pensaba en Rosaoscura. Tan pronto como salía de la casa y se alejaba del Maestro Cicuta, comenzaba a pensar en Rosaoscura, y seguía pensando en ella y en muy poco más. Le sorprendía un poco. Pensaba que tendría que extrañar su casa, pensar en su madre. De hecho pensaba en ella bastante a menudo, y bastante a menudo extrañaba su casa, acostado sobre el catre en su desnuda, estrecha y pequeña habitación después de una cena insuficiente que consistía en una papilla fría de guisantes —puesto que este mago al menos, no vivía con los lujos que Áureo había imaginado que vivían los magos—. Diamante nunca pensaba en Rosaoscura durante las noches. Pensaba en su madre, o en habitaciones en las que entraba el sol y en comidas calientes, o en una melodía que acudía a su cabeza y él la practicaba mentalmente en el arpa, y entonces se quedaba dormido. Rosaoscura aparecería en su mente únicamente cuando estaba en el muelle, mirando fijamente el agua del puerto, el paseo marítimo, los barcos de pesca, únicamente cuando estaba al aire libre y lejos de Cicuta y de su casa.
Así que apreciaba sus horas libres como si fueran realmente encuentros con ella. Siempre la había querido, pero no había entendido que la quería más que a nada ni a nadie. Cuando estaba con ella, incluso cuando estaba abajo en el muelle pensando en ella, estaba vivo. Nunca se sentía enteramente vivo en la casa del Maestro Cicuta y en su presencia. Se sentía un poco muerto. No totalmente muerto, sino un poco muerto.
Algunas veces, sentado sobre un peldaño, el agua sucia del puerto chapoteando en el peldaño siguiente, los chillidos de las gaviotas y las voces de los trabajadores del muelle coronando el aire con torpes y desgarbadas melodías, cerraba los ojos y veía a su amor tan claramente, tan cerca, que estiraba la mano para tocarla. Si estiraba la mano sólo en su mente, como cuando tocaba el arpa mental, entonces realmente la tocaba. Sentía su mano en la de él, y su mejilla, cálida y fría, sedosa y arenosa, rozando su boca. En su mente le hablaba, y en su mente ella le respondía, su voz, su voz ronca diciendo su nombre: «Diamante…».
Pero en cuanto emprendía el regreso, calle arriba desde el Puerto Sur, la perdía. Juraba mantenerla con él, pensar en ella, pensar en ella aquella misma noche, pero ella se desvanecía. Cuando abría la puerta de la casa del Maestro Cicuta ya estaba recitando listas de nombres, o pensando qué le esperaría para la cena, ya que tenía hambre casi todo el tiempo. Hasta que no podía tomarse una hora y correr nuevamente hacia el muelle, no podía pensar en ella.
Así que comenzó a sentir que aquellas horas eran verdaderos encuentros con ella, y vivía para ellos, sin saber que estaba vivo hasta que sus pies se posaban sobre los adoquines, y sus ojos sobre el puerto y la distante línea del mar. Entonces recordaba lo que valía la pena recordar.
Pasó el invierno, y el frío comienzo de la primavera, y con el cálido final de ésta llegó una carta de su madre, traída por un carretero. Diamante la leyó y se la llevó al Maestro Cicuta, diciendo:
—Mi madre pregunta si puedo pasar un mes en casa este verano.
—Probablemente no —dijo el mago, y luego, pareciendo notar la decepción de Diamante, bajó su pluma y añadió—: Jovencito, debo preguntarte si deseas seguir estudiando conmigo.
Diamante no sabía qué decir. La idea de que eso dependiera de él no se le había ocurrido nunca.
—¿Creéis que debería? —preguntó por fin.
—Probablemente no —le contestó el mago.
Diamante esperaba sentirse aliviado, liberado, pero se dio cuenta de que se sentía rechazado, avergonzado.
—Lo siento —dijo, con tanta dignidad que Cicuta levantó la vista otra vez.
—Podrías ir a Roke —dijo el mago.
—¿A Roke?
La mirada boquiabierta del muchacho irritó a Cicuta, a pesar de que sabía que no debería. Los magos están acostumbrados a una seguridad desmesurada en los jóvenes de su clase. Esperan que la modestia llegue más tarde, si es que llega.
—He dicho Roke, sí. —El tono de voz de Cicuta revelaba que no estaba acostumbrado a tener que repetir lo que decía. Y entonces, puesto que este muchacho, este muchacho tonto, mimado, distraído, se había hecho querer por Cicuta por su resignada paciencia, se compadeció de él y le dijo—: Deberías ir a Roke y encontrar un mago que te enseñe lo que necesitas aprender. Por supuesto que necesitas lo que yo puedo enseñarte. Necesitas los nombres. El arte comienza y termina con los nombres. Pero ése no es tu don. No tienes muy buena memoria para las palabras. Debes entrenarla diligentemente. Sin embargo, está claro que tienes capacidades, y que necesitan cultivarse y hacerlo con disciplina, cosas que otro hombre puede darte mejor que yo. —Así es como la modestia alimenta a la modestia, a veces, incluso en lugares inverosímiles—. Si llegas a ir a Roke, te daré una carta para que te dirijas particularmente al Maestro Invocador.
—Ah —dijo Diamante, desconcertado. El arte de la invocación es tal vez la más misteriosa y peligrosa de todas las artes de magia.
—Tal vez esté equivocado —dijo Cicuta con su seca y monótona voz—. Tu don puede ser para las Formas. O tal vez es un don común y corriente para dar forma y transformar. No estoy seguro.
—Pero vos estáis… yo, en realidad…
—Oh, sí. Eres inusualmente lento, jovencito, para reconocer tus propias capacidades —lo dijo severamente, y Diamante se puso un poco a la defensiva.
—Yo creía que mi don era para la música —dijo.
Cicuta desechó aquello con un gesto de la mano.
—Estoy hablando del Arte Verdadero —le dijo—. Ahora seré honesto contigo. Te aconsejo que le escribas a tus padres, yo también lo haré, informándoles de tu decisión de ir a la escuela de Roke, si eso es lo que decides; o al Gran Puerto, si el Mago Inquieto te acepta, lo cual creo que hará, con mis recomendaciones. Pero no te recomiendo que visites tu hogar. El lío emocional de la familia, los amigos, etcétera, etcétera, es precisamente de lo que necesitas liberarte. Ahora, y de aquí en adelante.
—¿Acaso los magos no tienen familia?
A Cicuta le alegraba ver un poco de fuego en el muchacho.
—Son familia unos de otros —le contestó.
—¿Y no tienen amigos?
—Ellos pueden ser amigos. ¿Te he dicho acaso alguna vez que era una vida fácil? —Cicuta calló un instante y miró directamente a Diamante—. Hay una muchacha —le dijo.
Diamante lo miró un instante, luego bajó la vista, y no dijo nada.
—Tu padre me lo dijo. La hija de una bruja, una compañera de juegos de la infancia. Él creía que tú le habías enseñado algunos hechizos.
—Ella me enseñó a mí.
Cicuta asintió con la cabeza.
—Eso es bastante comprensible, entre niños. Y ahora bastante imposible, ¿lo entiendes?
—No —dijo Diamante.
—Siéntate —le dijo Cicuta. Después de unos segundos, Diamante cogió la rígida silla de respaldo alto que estaba frente a él.
—Aquí puedo protegerte, y así lo he hecho. En Roke, por supuesto, estarás completamente seguro. Las propias paredes, allí… Pero si vas a casa, debes estar dispuesto a protegerte a ti mismo. Es algo difícil para un muchacho joven, muy difícil, la prueba de fuego para una voluntad que aún no se ha armado de valor, para una mente que aún no ha divisado su verdadero objetivo. Te recomiendo muy encarecidamente que no corras ese riesgo. Escríbele a tus padres, y ve al Gran Puerto, o a Roke. La paga de la mitad de este año, la cual te devolveré, cubrirá tus primeros gastos.
Diamante permanecía sentado, muy erguido y quieto. Últimamente había comenzado a heredar algo de la altura y la complexión robusta de su padre, y ya parecía un hombre, aunque uno muy joven.
—¿A qué os referíais, Maestro Cicuta, cuando habéis dicho que me habíais protegido aquí?
—Simplemente como me protejo a mí mismo —le contestó el mago; y después de un momento, malhumoradamente—: El pacto, muchacho. El poder que damos por nuestro poder. El estado menor del ser al que renunciamos. Seguramente sabes que todo verdadero hombre de poder es célibe.
Se hizo un silencio, y Diamante finalmente dijo:
—Así vos decís… que yo…
—Por supuesto. Era mi responsabilidad como tu maestro.
Diamante asintió con la cabeza. Y dijo:
—Gracias. —Después de unos instantes se puso de pie—: Disculpadme, Maestro —dijo—. Tengo que pensar.
—¿Adónde vas?
—Voy a bajar al muelle.
—Mejor quédate aquí.
—Aquí no puedo pensar.
Cicuta podría haberse dado cuenta entonces de con qué estaba enfrentándose; pero puesto que le había dicho al muchacho que ya no sería su maestro, no podía dominarlo conscientemente.
—Tienes un don verdadero, Essiri —le dijo, utilizando el nombre que le había dado al muchacho en los manantiales del Amia, una palabra que en el Habla Antigua significa sauce—. No acabo de entenderlo. Y creo que tú no lo entiendes en absoluto. ¡Cuídate! Utilizar indebidamente un don, o rechazarlo, puede provocar grandes pérdidas, puede hacer mucho daño.
Diamante asintió con la cabeza, sufriendo, contrito, sumiso, inconmovible.
—Adelante —le dijo el mago, y Diamante se fue.
Más tarde, Cicuta supo que nunca debería haber permitido que el muchacho abandonara la casa. Había subestimado la fuerza de voluntad de Diamante, o la fuerza del hechizo que la muchacha había obrado sobre él. Su conversación había tenido lugar durante la mañana; Cicuta regresó a la antigua lista que estaba confeccionando; no fue sino hasta la hora de la cena cuando se acordó de su alumno, y no hasta que hubo comido la cena sólo cuando admitió que Diamante se había escapado.
Cicuta era reacio a practicar cualquiera de las artes menores de la magia. No urdió un sortilegio para encontrarlo, como cualquier hechicero hubiera hecho. Ni tampoco llamó a Diamante de ninguna manera. Estaba enfadado; tal vez herido. Tenía una buena opinión del muchacho, y se había ofrecido a escribirle al Invocador acerca de él, y luego ante la primera prueba de carácter, Diamante se había quebrado. «Cristal», masculló el mago. Al menos esta debilidad probaba que no era peligroso. Algunos talentos era mejor no dejarlos completamente libres, pero este muchacho no representaba ningún peligro, no tenía malicia. Ni ambición. «No tiene temple», le dijo Cicuta al silencio de la casa. «Dejemos que regrese gateando a casa con su mamá».
Sin embargo, le dolía que Diamante lo hubiera defraudado rotundamente, sin siquiera una palabra de agradecimiento o de disculpa. Se acabaron los buenos modales, pensó.
MIENTRAS SOPLABA EL FAROL y se metía en la cama, la hija de la bruja escuchó la llamada de un búho, el breve y líquido hu-hu-hu-hu que hacía que la gente los llamara búhos risueños. Lo escuchó con el corazón afligido. Ésa había sido su señal, en las noches de verano, cuando salían a escondidas de sus casas para encontrarse en la arboleda de sauces allí abajo en la ribera del Amia, cuando todos los demás estaban durmiendo. Ella no pensaría en él durante la noche. Durante el invierno se había enviado a él noche tras noche. Había aprendido el hechizo de envío de su madre, y sabía que era un hechizo verdadero. Le había enviado su tacto, su voz diciendo su nombre, una y otra vez. Se había encontrado con un muro de aire y silencio. No tocaba nada. Él se había rodeado de muros para mantenerla alejada. No podía escucharla.
Algunas veces, de repente, durante el día, había habido un instante en el cual había sabido que él estaba cerca mentalmente, y había podido tocarlo si estiraba la mano. Pero durante la noche sólo conocía su vacía ausencia, su rechazo. Había dejado de tratar de alcanzarlo hacía ya meses, pero su corazón todavía estaba muy dolorido.
—Hu-hu-hu —repitió el búho, bajo el sauce, y luego dijo—: ¡Rosaoscura! —Ésta, asustada, saltó de la cama y abrió los postigos.
—Sal —susurró Diamante, una sombra bajo la luz de las estrellas.
—Mi madre no está en casa. ¡Entra! —Fue a recibirlo a la puerta.
Se abrazaron muy fuerte, sin soltarse, en silencio durante un buen rato. Para Diamante era como si tuviera allí su futuro, toda su vida, entre sus brazos.
Finalmente ella se movió, besó su mejilla y susurró:
—Te he echado de menos, te he echado de menos, te he echado de menos. ¿Cuánto tiempo puedes quedarte?
—Todo el tiempo que quiera.
Ella cogió su mano y lo condujo hacia el interior de la casa. Él siempre estaba poco dispuesto a entrar en la casa de la bruja, un sitio desordenado con un olor penetrante, lleno de los misterios de las mujeres y la brujería, muy distinta de su pulcro y confortable hogar, incluso más distinta de la fría austeridad de la casa del mago. Se estremeció como un caballo cuando estuvo allí de pie, demasiado alto para aquel techo engalanado con hierbas. Estaba muy nervioso, y agotado, puesto que había caminado cuarenta millas en dieciséis horas y sin comida.
—¿Dónde está tu madre? —le preguntó en un susurro.
—Acompañando a la vieja Ferny. Murió esta tarde, mi madre estará allí toda la noche. Pero ¿cómo has llegado hasta aquí?
—Caminando.
—¿El mago te dejó que visitaras tu casa?
—Me he escapado.
—¡Te has escapado! ¿Por qué?
—Para poder seguir estando contigo.
La miró, aquel vívido, feroz y oscuro rostro en medio de la áspera maraña de cabellos. Llevaba únicamente su camisa, y pudo ver la infinitamente delicada y tierna curva de sus pechos. La atrajo hacia él una vez más, pero a pesar de que ella lo abrazó volvió a alejarse, frunciendo el ceño.
—¿Para seguir estando conmigo? —repitió ella—. No pareciste preocuparte demasiado por no haberme visto durante todo el invierno. ¿Qué te ha hecho volver ahora?
—Quería que fuera a Roke.
—¿A Roke? —lo miró fijamente—. ¿A Roke, Di? Entonces es cierto que tienes el don. ¿Podrías ser un hechicero?
Encontrarla del bando de Cicuta fue un duro golpe.
—Para él los hechiceros no valen nada. Piensa que puedo ser un mago. Hacer magia. No sólo brujerías.
—Oh, ya veo —dijo Rosa después de unos instantes—. Pero no entiendo por qué te has escapado.
Se habían soltado las manos.
—¿Es que no lo entiendes? —le preguntó él, exasperado con ella por su falta de comprensión, porque él no la había entendido—. Un mago no puede tener nada que ver con las mujeres. Con las brujas. Con todo eso.
—Oh, lo sé. Es indigno de ellos.
—No solamente es indigno de ellos…
—Oh, pero lo es. Apuesto a que has tenido que olvidarte de todos los hechizos que te he enseñado, ¿no es así?
—No son el mismo tipo de cosas.
—No. No son las Altas Artes. No es la Lengua Verdadera. Un mago no debe ensuciar sus labios con palabras comunes. «Débil como magia de mujer, maligno como magia de mujer», ¿crees que no sé lo que dicen? Así que, ¿por qué has vuelto?
—Para verte a ti.
—¿Para qué?
—¿Tú qué crees?
—Nunca te has enviado a mí, nunca me has permitido enviarme a ti, durante todo el tiempo que no has estado aquí. Simplemente se suponía que tenía que esperar hasta que tú te cansaras de jugar al mago. Pues, me he cansado de esperar. —Su voz era casi inaudible, un áspero susurro.
—Alguien ha estado viniendo por aquí —dijo él, incrédulo de que ella pudiera rechazarlo—. ¿Quién ha estado persiguiéndote?
—¡No es asunto tuyo si es que hay alguien! Tú te marchas, me das la espalda. Los magos no pueden tener nada que ver con lo que yo hago, con lo que hace mi madre. Pues bien, yo no quiero tener nada que ver con lo que tú haces, tampoco, nunca. ¡Así que vete!
Famélico, frustrado, incomprendido, Diamante estiró los brazos para abrazarla una vez más, para hacer que el cuerpo de ella comprendiera al suyo, repitiendo aquel primer, profundo abrazo que había abarcado todos los años de sus vidas. Se encontró de pie a más de medio metro de distancia, las manos le escocían, los oídos le zumbaban y tenía los ojos deslumbrados. El relámpago estaba en los ojos de Rosa, y sus manos centellaban mientras las apretaba.
—Nunca más hagas eso —le susurró.
—Nunca tengas miedo —le contestó Diamante, que se dio la vuelta y salió de la casa. Una hebra de salvia se enganchó en su cabeza y salió con él.
PASÓ LA NOCHE EN SU antiguo lugar entre los sauces. Tal vez esperaba que ella apareciera, pero no lo hizo, y en seguida se quedó dormido presa de un profundo cansancio. Despertó con la primera luz fría de la mañana. Se incorporó y pensó. Observó la vida bajo aquella luz fría. Era algo diferente a lo que él se había imaginado. Bajó al riachuelo en el cual había recibido su nombre. Bebió de sus aguas, se lavó las manos y el rostro, se arregló lo mejor que pudo, subió al pueblo y lo atravesó hasta llegar a la magnífica casa que estaba en lo más alto, la casa de su padre.
Después de las primeras exclamaciones y abrazos, los sirvientes y su madre lo sentaron inmediatamente a desayunar. Así que fue con comida caliente en la barriga y cierto coraje frío en el corazón como se enfrentó a su padre, quien había estado afuera antes del desayuno despachando una serie de carretas de madera para el Gran Puerto.
—¡Bueno, hijo! —se rozaron las mejillas—, ¿así que el Maestro Cicuta te ha dado unas vacaciones?
—No, señor. Me he ido.
Áureo lo miró fijamente, luego llenó su plato y se sentó.
—Te has ido —dijo.
—Sí, señor. He decidido que no quiero ser un mago.
—Hmm —dijo Áureo, masticando—. ¿Te fuiste por decisión propia? ¿Completamente? ¿Con el permiso del Maestro?
—Completamente por decisión propia, sin su permiso.
Áureo masticaba muy lentamente, sus ojos fijos sobre la mesa. Diamante había visto a su padre así cuando uno de sus guardabosques lo informaba de que había una plaga en el bosque de castaños, y cuando descubrió que un vendedor de mulas lo había engañado.
—Quería que fuera a la Escuela de Roke para estudiar con el Maestro Invocador. Iba a mandarme allí. Y he decidido que no quiero ir.
Después de un rato Áureo le preguntó, todavía con la mirada fija en la mesa:
—¿Por qué?
—No es la vida que yo quiero.
Otra pausa. Áureo levantó la vista para mirar a su esposa, quien estaba de pie junto a la ventana, escuchando en silencio. Luego miró a su hijo. Lentamente, la mezcla de enfado, desilusión, confusión y respeto en su rostro dejó paso a algo más simple, una mirada de complicidad, casi pareció que le guiñaba el ojo.
—Ya veo —dijo—. ¿Y has decidido qué quieres?
Tras una pausa Diamante le contestó.
—Esto. —Su voz era clara. No miraba ni a su padre ni a su madre.
—¡Ja! —exclamó Áureo—. ¡Bien! Te diré que me alegro de ello, hijo. —Se comió una pequeña empanada de cerdo de un bocado—. Ser un mago, ir a Roke, todo eso nunca me pareció algo real, no exactamente. Y contigo allí lejos, no sabía para qué sería todo lo de aquí, para serte sincero. Todos mis negocios. Si estás aquí, todo tiene sentido, ¿sabes? Todo tiene sentido. ¡Bien! Pero escúchame bien, ¿simplemente te escapaste del mago? ¿Él sabía que te marcharías?
—No. Le escribiré —contestó Diamante, con su nueva voz.
—¿No estará enfadado? Dicen que los magos tienen genio. Son muy orgullosos.
—Está enfadado —dijo Diamante—, pero no hará nada.
Y así fue. De hecho, sorprendentemente para Áureo, el Maestro Cicuta envió escrupulosamente la parte sobrante de la paga del aprendizaje. Con el paquete que fue entregado por uno de los carreteros de Áureo que había llevado un cargamento de varas al Puerto Sur, había una nota para Diamante. Decía: «El verdadero arte requiere un solo corazón». La dirección en el exterior del sobre era la runa hárdica para Sauce. La nota estaba firmada con la runa de Cicuta, que tenía dos significados: el árbol de cicuta y el sufrimiento.
Diamante se sentó en su soleada habitación en el piso superior de la casa, sobre su confortable cama, escuchando a su madre cantar mientras se paseaba por la casa de aquí para allá. Cogió la carta del mago y releyó el mensaje y las dos runas muchas veces. La fría y aturdida mente que había nacido en él aquella mañana allá en los sauces aceptaba la lección. Nada de magia. Nunca más. Nunca le había entregado su corazón. Para él había sido un juego, un juego que jugar junto con Rosaoscura. Incluso los nombres de la Lengua Verdadera que había aprendido en la casa del mago, a pesar de reconocer la belleza y el poder que yacía en ellos, podría dejarlos ir, dejar que se esfumaran, olvidarlos. Ésa no era su lengua.
Podía hablar su lengua únicamente con Rosaoscura. Y la había perdido, la había dejado ir. El corazón doble no tiene una lengua verdadera. De ahora en adelante podría hablar solamente la lengua del deber: obtener y gastar, inversiones e ingresos, las ganancias y las pérdidas.
Y más allá de todo eso, nada. Había habido ilusiones, pequeños hechizos, guijarros que se convertían en mariposas, pájaros de madera que volaban con alas vivas durante uno o dos minutos. Nunca había habido una elección, en realidad. Sólo había un camino que seguir.
AUREO SE SENTÍA INMENSAMENTE feliz y era bastante consciente de ello. «El viejo ha recuperado su joya», le decía el carretero al guardabosques. «Está dulce como la mermelada». Áureo, inconsciente de ser dulce, pensaba únicamente en cuán dulce era la vida. Había comprado el bosque Reche a un precio muy elevado, pero por lo menos el viejo Bajarrama de la Colina del Este no se lo había quedado, y ahora él y Diamante podrían explotarlo como debía ser explotado. Entre los castaños había muchos pinos, los cuales podrían ser talados y vendidos para mástiles y vergas y pequeños troncos, y luego replantar allí semillas de castaños. Con el tiempo se convertiría en una plantación pura, como la Gran Arboleda, el corazón del reino de sus castaños. Con el tiempo, por supuesto. Los robles y los castaños no crecen de la noche a la mañana como los alisos y los sauces. Pero había tiempo. Ahora había tiempo. El muchacho apenas tenía diecisiete años, y él mismo tan sólo cuarenta y cinco. Estaba en la flor de su vida. Había estado sintiéndose viejo, pero eso eran tonterías. Estaba en la flor de su vida. Los árboles más viejos, después de florecer, deberían talarse junto con los pinos. Podía sacarse de ellos algo de madera buena para muebles.
—Bueno, bueno, bueno —le decía a su esposa, frecuentemente—, todo parece ir bien otra vez, ¿eh? Tienes a la luz de tus ojos otra vez en casa, ¿eh? No más lloriqueos, ¿eh?
Y Tuly sonreía y le acariciaba la mano.
Una vez, en lugar de sonreír y mostrarse de acuerdo con él, le dijo:
—Es hermoso tenerlo aquí otra vez, pero… —y Áureo dejó de escuchar. Las madres nacieron para preocuparse por sus hijos, y las mujeres nacieron para no estar nunca contentas. No había razón alguna por la que debiera escuchar la letanía de ansiedades con la que Tuly se arrastraba por la vida. Por supuesto, ella pensaba que la vida de un comerciante no era lo suficientemente buena para el muchacho. Ella pensaba que ser rey en Havnor no sería lo suficientemente bueno para él.
—Cuando consiga una muchacha —decía Áureo, en respuesta a lo que fuera que ella le estuviera diciendo—, se tranquilizará. El hecho de vivir con los magos, ya sabes, cómo son y todo eso, lo ha hecho retroceder un poco. No te preocupes por Diamante. ¡Sabrá lo que quiera cuando lo vea!
—Eso espero —dijo Tuly.
—Al menos no está viendo a la hija de la bruja —dijo Áureo—. Eso se acabó.
Más tarde se le ocurrió que tampoco su esposa estaba viendo ya a la bruja. Durante años habían sido uña y carne, contra todas sus advertencias, y ahora Maraña ya no se acercaba a la casa. Las amistades de las mujeres nunca duraban. Él le tomaba el pelo acerca de eso. Al encontrar sus hierbas desparramadas por las pecheras y en los armarios para combatir una plaga de polillas, le dijo:
—Parece que tendrás que traer a tu amiga la mujer sabia para que las ahuyente con un maleficio. ¿O es que ya no sois amigas?
—No —le contestó su esposa con su suave y monótona voz—, ya no lo somos.
—¡Otra buena noticia! —exclamó Áureo rotundamente—. ¿Y qué ha sido de su hija? Se ha ido con un malabarista, según he oído, ¿verdad?
—Un músico —le contestó Tuly—. El verano pasado.
—UNA FIESTA DE NOMBRE —dijo Áureo—. Tiempo para algunos juegos, un poco de música y bailes, muchacho. Diecinueve años. ¡Celébralo!
—Pensaba ir a la Colina del Este con las mulas de Sul.
—No, no, no. Sul puede arreglárselas solo. Quédate en casa y ten tu fiesta. Has estado trabajando mucho. Contrataremos una orquesta. ¿Cuál es la mejor del país? ¿Tarry y su pandilla?
—Padre, no quiero una fiesta —dijo Diamante y se puso de pie, sacudiendo los músculos como un caballo. Ahora era más grande que Áureo, y cuando se movía abruptamente era asombroso—. Iré a la Colina del Este —dijo, y salió de la habitación.
—¿De qué va todo esto? —preguntó Áureo a su esposa, una pregunta retórica. Ella lo miró pero no le dijo nada, la suya no fue una respuesta retórica.
Después de que Áureo saliera de casa, Tuly encontró a su hijo en el escritorio revisando algunos libros mayores. Observó las páginas. Largas, largas listas de nombres y números, deudas y créditos, ganancias y pérdidas.
—Di —le dijo, y él levantó la vista. Su rostro aún era redondo y del color de un melocotón, aunque los huesos eran ahora más pesados y sus ojos melancolía.
—No he querido herir los sentimientos de mi padre —dijo él.
—Si quiere una fiesta, la tendrá —dijo ella. Sus voces eran parecidas, las dos se encontraban en el registro más alto pero tenían una tonalidad oscura, y se aferraban a un silencio llano, contenido, controlado. Se sentó en un taburete que estaba junto al alto escritorio.
—No puedo —dijo él, y se detuvo, luego prosiguió—: Realmente no quiero ningún baile.
—Está tratando de conseguirte pareja —le dijo Tuly, escueta, afectuosa.
—Eso no me interesa.
—Ya sé que no.
—El problema es…
—El problema es la música —dijo su madre finalmente. Él asintió con la cabeza—. Hijo mío, no hay razón alguna —continuó ella, de repente apasionada—. ¡No hay razón alguna por la cual debas renunciar a lo que quieres!
Él le tomó la mano y se la besó. Estaban sentados juntos.
—Las cosas no se mezclan —dijo él—. Deberían, pero no lo hacen. Ya me he dado cuenta de eso. Cuando abandoné al mago. Creía que podía hacerlo todo. Ya sabes, magia, tocar música, ser el hijo de mi padre, amar a Rosa… Pero las cosas no funcionan así. Las cosas no se mezclan.
—Sí se mezclan, claro que sí —le dijo Tuly—. ¡Todo está vinculado, entrelazado!
—Tal vez lo está, para las mujeres. Pero yo… no puedo duplicar mi corazón.
—¿Duplicar tu corazón? ¿Tú? Renunciaste a la magia porque sabías que si no lo hacías, la traicionarías.
Estas palabras le causaron una evidente impresión, pero no lo negó.
—Pero ¿por qué —le preguntó ella—, por qué renunciaste a la música?
—Tengo que tener un solo corazón. No puedo tocar el arpa mientras estoy negociando con un criador de mulas. ¡No puedo hacer baladas mientras estoy dilucidando cuánto tenemos que pagarles a los recolectores para impedir que los contrate Bajarrama! —En ese momento su voz tembló un poco, un vibrato, y sus ojos ya no estaban tristes, sino furiosos.
—Así que has obrado un hechizo sobre ti mismo —le dijo ella—, al igual que aquel mago obró uno sobre ti. Un hechizo para mantenerte a salvo. Para mantenerte cerca de los criadores de mulas, y de los recolectores de nueces, y de todos ésos. —Golpeó el libro mayor lleno de listas de nombres y números, un leve golpe seco y despreciativo—. Un hechizo de silencio —le dijo.
Después de una larga pausa, el muchacho le preguntó:
—¿Qué otra cosa puedo hacer?
—No lo sé, cariño mío. Claro que quiero que estés a salvo. Claro que quiero ver a tu padre feliz y orgulloso de ti. Pero no puedo soportar verte infeliz a ti, ¡sin orgullo! No lo sé. Tal vez tengas razón. Tal vez para un hombre haya una sola cosa en la vida. Pero echo de menos oírte cantar.
Dijo aquello último con lágrimas en los ojos. Se abrazaron, y ella acarició sus espesos y brillantes cabellos y se disculpó por haber sido cruel. Él volvió a abrazarla diciéndole que era la madre más buena del mundo, y luego ella se fue. Pero cuando se estaba retirando del salón se dio la vuelta un momento y le dijo:
—Deja que tenga su fiesta, Di. Déjate a ti mismo tenerla.
—Lo haré —le contestó él, para consolarla.
Áureo consiguió la cerveza y la comida, y hasta fuegos artificiales, pero Diamante se ocupó de contratar a los músicos.
—Por supuesto que traeré a mi orquesta —le dijo Tarry—, ¡no me lo perdería por nada del mundo! Tendrás a todos los músicos del oeste del mundo aquí para una de las fiestas de tu padre.
—Puedes decirles que la tuya es la orquesta a la que van a pagarle.
—Oh, vendrán por la gloria —dijo el arpista, un tipo de cuarenta años, delgado, de cara alargada y ojos incoloros—. Entonces ¿tal vez toques algo con nosotros? A ti se te daba muy bien, antes de que te dedicaras a hacer dinero. Y tu voz tampoco estaba nada mal, si hubieses trabajado con ella.
—Lo dudo —le contestó Diamante.
—Aquella muchacha que te gustaba, la hija de la bruja, Rosa, he oído que está por ahí con Labby. Estoy seguro de que vendrán.
—Hasta el día de la fiesta —dijo Diamante, corpulento, apuesto e indiferente, y se fue.
—Demasiado importante y poderoso estos días como para detenerse a conversar —dijo Tarry—, aunque fui yo quien le enseñó todo lo que sabe hacer con el arpa. Pero ¿qué significa eso para un hombre rico?
LA MALICIA DE TARRY HABÍA DEJADO los nervios de Diamante a flor de piel, y la idea de la fiesta le pesaba tanto que perdió el apetito. Pensó esperanzado durante un tiempo que estaba enfermo y que podría entonces perderse la fiesta. Pero llegó el día, y él estaba allí. No tan manifiesto, tan eminente, tan deslumbrante como su padre, sino presente, sonriendo, bailando. Todos los amigos de su infancia estaban allí también, la mitad de ellos ya casados con la otra mitad, según parecía, pero todavía había mucho flirteo por aquí y por allá, y varias muchachas hermosas estaban siempre revoloteando cerca de él. Bebió una buena cantidad de la excelente cerveza de la Cervecera Gadge, y descubrió que podía soportar la música si bailaba siguiendo el compás y hablaba y se reía mientras bailaba. Y así fue como bailó con todas las muchachas hermosas, una tras otra, y luego otra vez con cualquiera que volviera a aparecer, lo cual todas hicieron.
Era la fiesta más grandiosa que Áureo jamás había dado, con una pista de baile construida sobre los jardines del pueblo, junto al camino de la casa de Áureo, y había una carpa para que los más viejos comieran y bebieran y cotillearan en ella, y ropas nuevas para los niños, y malabaristas y titiriteros, algunos de ellos que habían sido contratados y otros que simplemente se habían acercado para ver qué podían recoger en calderillas y cerveza gratis. Cualquier festividad atraía a artistas ambulantes y músicos; así se ganaban la vida, y a pesar de no haber sido invitados, eran bienvenidos. Un cantor de cuentos con una voz y una gaita bastante monótonas estaba cantando La Gesta del Señor de los Dragones ante un grupo de personas debajo del gran roble que se encuentra en la cima de la colina. Cuando la orquesta de Tarry, compuesta por un arpa, un pífano, una viola y un tambor, hizo una pausa para tomarse un descanso y unos tragos, un nuevo grupo se colocó de inmediato en la pista de baile.
—¡Eh, ahí está la orquesta de Labby! —gritó la muchacha que estaba más cerca de Diamante—. ¡Vamos, son los mejores!
Labby, un muchacho de piel clara y de aspecto un tanto ostentoso y vulgar, tocaba una trompa de madera de doble lengüeta. Con él había un muchacho que tocaba la viola, otro que tocaba el tamborín, y Rosa, que tocaba el pífano. Su primera melodía fue un éxito, rápida y brillante, demasiado rápida para algunos de los bailarines. Diamante y su pareja se quedaron en la pista, y la gente los vitoreó y los aplaudió cuando terminaron de bailar, sudando y jadeando.
—¡Cerveza! —gritó Diamante, y fue llevado en andas por un remolino de hombres y mujeres, todos riendo y parloteando.
Escuchó detrás de él cómo comenzaba la siguiente melodía, la viola sola, fuerte y triste como la voz de un tenor: «Hacia donde va mi amor».
Bebió una jarra de cerveza de un trago, y las muchachas que estaban con él miraban los músculos de su fuerte garganta mientras tragaba, y se reían y parloteaban, y él se sacudió como un caballo molesto por las moscas. Y entonces dijo:
—¡Oh!, ¡no puedo…! —Salió disparado en el crepúsculo hacia los faroles colgados alrededor del puesto de la cervecera.
—¿Adónde va? —preguntó una, y otra dijo:
—Volverá. —Y se rieron y siguieron parloteando.
La melodía terminó.
—Rosaoscura —dijo Diamante, detrás de ella en la oscuridad. Ella volvió la cabeza y lo miró. Sus cabezas estaban a la misma altura, ella estaba sentada con las piernas cruzadas sobre la plataforma de la pista, él, arrodillado sobre la hierba—. Ven a los sauces —le dijo él.
Ella no dijo nada. Labby, que la miraba de reojo, se puso la trompa de madera sobre los labios. El tambor dio un triple golpe sobre su tamborín, y comenzaron una giga de marineros.
Cuando volvió a mirar a su alrededor, Diamante se había ido.
Tarry regresó con su orquesta después de aproximadamente una hora, de mal humor por la intromisión y mucho peor por la cerveza. Interrumpió la melodía y el baile, diciéndole a gritos a Labby que despejara la pista.
—Ah, ve a rascarte la nariz, rascador de arpas —le contestó Labby, y Tarry se ofendió, y la gente se puso del lado de uno y de otro, y mientras la pelea estaba en su breve pero más álgido punto, Rosa metió el pífano en su bolsillo y se escabulló.
Lejos de los faroles de la fiesta estaba oscuro, pero ella conocía el camino en la oscuridad. Él estaba allí. Los sauces habían crecido en aquellos dos años. Quedaba sólo un pequeño espacio para sentarse, entre los retoños y las largas y colgantes hojas.
La música volvió a comenzar, distante, desdibujada por el viento y el murmullo del agua del río.
—¿Qué querías, Diamante?
—Hablar.
Eran sólo voces y sombras el uno para el otro.
—¿Y bien? —dijo ella.
—Fui a pedirte que te vinieras conmigo —dijo él.
—¿Cuándo?
—Entonces. Cuando discutimos. Lo dije todo mal. Pensé que… —Se detuvo unos momentos—. Pensé que podía seguir huyendo. Contigo. Y tocar música. Ganarnos la vida. Juntos. Eso era lo que quería decirte.
—No lo dijiste.
—Lo sé. Lo dije todo mal. Lo hice todo mal. Traicioné todo. A la magia. Y a la música. Y a ti.
—Yo estoy bien —dijo ella.
—¿Lo estás?
—En realidad no soy muy buena con el pífano, pero sí lo suficiente. Lo que tú no me enseñaste puedo llenarlo con un hechizo, si es que tengo que hacerlo. Y la orquesta, está bien. Labby no es tan malo como parece. Nadie juega conmigo. Nos ganamos la vida bastante bien. Durante el invierno, me quedo en casa de mi madre y la ayudo. Así que estoy bien. ¿Qué hay de ti, Di?
—Todo mal.
Ella fue a decirle algo, pero no lo dijo.
—Supongo que éramos apenas unos niños —dijo él—. Ahora…
—¿Qué es lo que ha cambiado?
—Tomé la decisión equivocada.
—¿Una vez? —le preguntó ella—. ¿O dos veces?
—Dos veces.
—La tercera es la vencida.
Ninguno de los dos dijo nada durante un rato. Ella apenas podía reconocer su contorno bajo las sombras de las hojas.
—Estás más alto —le dijo—. ¿Todavía puedes hacer una luz, Di? Quiero verte.
Él sacudió la cabeza.
—Ésa era la única cosa que tú podías hacer y yo no. Y nunca pudiste enseñarme cómo hacerlo.
—No sabía cómo lo estaba haciendo —le contestó él—. A veces funcionaba y a veces no.
—¿Y el mago del Puerto Sur no te enseñó cómo hacer que funcionara?
—Solamente me enseñó nombres.
—¿Y por qué no puedes hacerlo ahora?
—Renuncié a todo aquello, Rosaoscura. Tenía que hacer eso y nada más, o bien no hacerlo. Uno tiene que tener un único corazón.
—No veo por qué —le contestó ella—. Mi madre puede curar una fiebre y ayudar a un niño a nacer y encontrar un anillo perdido, tal vez eso no sea nada comparado con lo que pueden hacer los magos y los señores de dragones, pero no es que no sea nada, de todas formas. Y no renunció a nada por ello. El hecho de tenerme a mí no la detuvo. ¡Ella me tuvo para aprender a hacerlo! Al igual que yo aprendí a tocar música gracias a ti. ¿Acaso tuve que renunciar a urdir hechizos? Ahora yo también puedo bajar una fiebre. ¿Por qué debes dejar de hacer una cosa para poder hacer otra?
—Mi padre… —dijo, y se detuvo, casi riéndose—. No van juntos. El dinero y la música.
—El padre y la hija de la bruja —dijo Rosaoscura.
Otra vez hubo silencio entre ellos. Las hojas de los sauces se agitaban.
—¿Volverías conmigo? —le preguntó él—. ¿Te irías conmigo, vivirías conmigo, te casarías conmigo, Rosaoscura?
—No en la casa de tu padre, Di.
—En cualquier sitio. Escapémonos.
—Pero no puedes tenerme sin la música.
—Ni a la música sin ti.
—Lo haría —dijo ella.
—¿No quiere Labby un arpa en su orquesta?
Ella pensó unos instantes; luego se rió.
—Sí quiere un pífano —dijo.
—No he vuelto a practicar desde que me fui, Rosaoscura —le contestó él—. Pero la música siempre estuvo en mi cabeza, y tú… —Ella estiró las manos para alcanzarlo. Se arrodillaron uno frente al otro, las hojas de los sauces se agitaban entre sus cabellos. Se besaron, tímidamente al principio.
DURANTE LOS AÑOS QUE SIGUIERON a la marcha de Diamante, Áureo hizo más dinero que nunca. Todos sus negocios eran provechosos. Era como si la buena fortuna se hubiera pegado a él y no pudiera sacársela de encima. Se hizo inmensamente rico.
No perdonó a su hijo. Hubiera sido un final feliz, pero él no lo quiso así. Irse de aquella manera, sin una palabra, la noche de la Fiesta de su Nombre, irse con la muchacha bruja, dejando todo el trabajo honesto sin hacer, para convertirse en un músico errante, en un arpa vibrando y cantando y sonriendo por unas monedas. Para Áureo no había en eso nada más que vergüenza y dolor y furia. Y ésa fue su tragedia.
Tuly la compartió con él durante mucho tiempo, puesto que podía ver a su hijo únicamente mintiéndole a su esposo, lo cual le resultaba muy duro. Lloraba al imaginarse a Diamante pasando hambre, durmiendo mal. Las noches frías de otoño eran un martirio para ella. Pero a medida que fue pasando el tiempo y oía que se hablaba de él como de Diamante, el dulce cantor del oeste de Havnor, Diamante, que había tocado el arpa y cantado para los grandes señores en la Torre de la Espada, su corazón se fue tranquilizando. Y una vez, cuando Áureo estaba en el Puerto Sur, ella y Maraña cogieron una carreta tirada por un burro y condujeron hasta la Colina del Este, donde escucharon a Diamante cantar La Trova de la Reina perdida, con Rosa sentada a su lado, y la pequeña Tuly sobre las rodillas de Tuly. Y aunque no fuera un final feliz, aquello fue un verdadero placer y, después de todo, mucho más no se puede pedir.
Hacia donde va mi amor. / Hacia donde va mi amor, hacia allí iré yo. Hacia donde navega su barco, hacia allí navegaré yo. / Nos reiremos juntos, juntos lloraremos. Si vive yo también viviré, si muere, moriré con él.