Esa tarde, bastante después de que todo el mundo se haya marchado, llevo a Corr hasta la playa. Nuestras sombras son como las de alargados gigantes: en esta época del año oscurece a las cinco y la arena está fría. Dejo la silla y las botas de montar en la parte superior de la rampa para embarcaciones, donde la verde hierba crece entre la arena. Corr no aparta los ojos del océano a medida que la marea empieza a bajar.
Dejamos nuestras huellas en la playa virgen fruto de la bajamar. Voy descalzo y tengo los pies helados, especialmente cuando, en cada pisada, el agua del mar brota de la arena y entra en contacto con mi piel. Mis pies, llenos de ampollas, lo agradecen.
El primer día toca a su fin. La playa se ha cobrado algunas víctimas: un muchacho ha acabado con la cabeza ensangrentada por una caída, un hombre recibió un terrible mordisco (nada que una buena cerveza y unas cuantas horas de sueño no puedan remediar) y luego está lo del perro. No me extrañaría que lo hubiera mutilado la hembra pinta.
Pero hemos tenido inicios de temporada peores.
Esta noche tendrán lugar las inscripciones en Gratton’s. Escribiré mi nombre junto al de Corr, aunque a estas alturas ya me parezca una pura formalidad. Durante la semana que viene, isleños y turistas comprobarán si los caballos están preparados para correr y, de estarlo, si se atreven a montarlos.
La vida empieza ahora.
Corr levanta la cabeza, aguza el oído y tuerce el cuello, como si cortejara al mar de Escorpio. Le susurro y tiro de la cabezada. Quiero que me preste atención a mí, no a la canción que entonan las poderosas aguas. Contemplo los ojos, las orejas y la silueta de mi montura para ver qué voz tendrá más peso esta noche: la mía o la del océano.
Se vuelve hacia mí tan rápido que, casi sin tiempo para pestañear, ya he sacado una varilla de acero del bolsillo antes de que complete su giro. No tenía intención de atacarme, sino de estudiarme con su ojo bueno.
Confío en Corr mucho más que en cualquiera de los otros.
Aunque no debería confiar tampoco en él.
Tiene el cuello suave, aunque la piel que le contornea los ojos es muy tirante. Vamos hacia las olas. El contacto de mis tobillos con el agua helada me hace exhalar muy rápido el aire que tengo en los pulmones. Y allí nos quedamos los dos: lo miro una y otra vez para comprobar el efecto que tienen los remolinos mágicos que se le forman alrededor de las patas. Se estremece, pero no se tensa: lo hemos hecho antes y el mes acaba de empezar. Ahueco las manos para recoger un poco de aquel líquido salado y se lo echo sobre el hombro, sin dejar de apretar mis labios contra su pelaje para susurrarle unas palabras. Y él no se mueve un ápice. De modo que me quedo en esa posición, a su lado, mientras la arena actúa como un bálsamo sobre mis maltrechos pies.
Corr, rojo como el ocaso, contempla el océano. La orilla da al este, con lo que observa el cielo azul que pronto se teñirá de negro, imagen que reflejará en su inmensidad el mar. Nuestras propias sombras se sumergen en el océano y cambian de color en contacto con la espuma y las olas. En la sombra de Corr veo la de un elegante coloso. Por primera vez, veo a mi padre reflejado en la mía. No es exactamente idéntica, porque, a diferencia de él, no tengo la espalda ligeramente encorvada como si tuviera siempre frío. Y él tenía el pelo más largo. Pero en la postura firme y en la barbilla alzada sí lo reconozco: es la posición de un jinete, incluso estando en tierra firme.
El movimiento repentino de Corr me coge desprevenido y no hago nada. Está ya dando medio giro cuando me doy cuenta, pero, entonces, pisa con las dos patas exactamente en el mismo lugar en el que estaban y recibo un buen salpicón. Permanezco impasible y veo que Corr me mira con el cuello arqueado y las orejas apuntando en mi dirección.
Por primera vez en días, me río a carcajada limpia. Como respuesta a ese sonido, el animal agita la cabeza y el cuello como si fuera un perro que quiere secarse. Doy unos pasos atrás para alejarme del agua y él me sigue. Entonces lo persigo y lo mojo yo. Él responde con una mueca de dolor y, acto seguido, me salpica con los cascos. Y así estamos un buen rato. No le doy la espalda en ningún momento, ni cuando él me sigue ni cuando lo sigo yo. Finge beber agua y alza la cabeza, como si estuviera disgustado. Yo hago lo mismo, pero le arrojo el agua a él.
Cuando ya me he quedado sin aliento, me duelen los pies por los guijarros y no puedo soportar lo helada que está el agua, me acerco a Corr. Él baja la cabeza y la frota contra mi pecho: noto su calor a través de la empapada camisa. Con los dedos dibujo una letra detrás de su oreja para tranquilizarlo. Le paso los dedos por las crines para calmarme yo.
No demasiado lejos oigo un chapoteo. Podría ser un pez, aunque tendría que ser uno de tamaño considerable para escucharlo por encima de las olas. Miro hacia el mar, que ya se ha teñido de negro.
Dudo que sea un pez. Tampoco Corr, que ya está mirando de nuevo al horizonte, lo cree. Se estremece y, cuando doy unos pasos para alejarme del mar, se resiste a seguirme durante unos segundos. Da un paso y luego otro, hasta que el agua ya no le toca la piel. Entonces se queda quieto. Vuelve a mirar hacia el mar, alza la cabeza y tuerce el hocico.
Tiro con fuerza de la cabezada y presiono con decisión la varilla de acero contra su lomo, antes de que pueda iniciar su canto. Mientras esté conmigo, no entonará su canción.
Al subir por la pendiente, hacia la rampa para embarcaciones, veo unas siluetas en la parte superior de la carretera que lleva a Skarmouth. Están de pie en la rosada cresta, donde ésta se encuentra con el oscuro cielo. A pesar de estar lejos, reconozco sin dudarlo a una de ellas, de porte desgarbado: es Mutt Malvern. Parecen estar interesados en lo que hago, así que me mantengo alerta.
No tardo demasiado en darme cuenta de que Mutt Malver se ha meado en mis botas.
Los oigo reír. No pienso darle a Mutt la satisfacción de verme disgustado, con lo que vacío las botas (su orina es demasiado infecta para esta playa) y ato los cordones. Las dejo colgando a cada lado de la silla de Corr antes de subir por la pendiente. Aunque está oscuro, me queda mucho por hacer. Tengo que llegar a Gratton’s antes de las diez. El día se extiende ante mí, invisible entre tanta oscuridad.
Caminamos hacia el interior.
Las botas huelen a pis.