7
PUCK

No pensé que pasaría tan mal rato.

Me da la sensación de que la isla al completo se ha congregado en la playa. Finn me acabó convenciendo para que fuéramos con el Morris, que se averió como de costumbre, con lo que llegamos después de que lo hiciera todo el mundo. Ante nuestros ojos aparecen dos océanos: uno, lejano y azul oscuro y otro, formado por una marea de hombres y caballos. Sí, de hombres, porque aquí no hay una sola chica, a menos que cuentes a Tommy Falk porque tiene unos labios muy bonitos. El rumor del océano queda enmudecido por el griterío que hay en la playa. No me explico cómo aciertan a moverse o a respirar. Se gritan unos a otros y también a los caballos. Parece que discutan, pero no sé quién está enfadado con quién.

Finn y yo nos quedamos plantados en el largo camino que lleva a la playa, de pronunciada pendiente. El suelo está lleno de los baches que han ido dejando los cascos de los caballos. Finn frunce el ceño al ver al grupo de personas y animales. Pero yo me he fijado en uno de los caballos. Tiene el pelaje de un rojo muy vivo, como el de la sangre. A sus lomos cabalga agazapada una pequeña figura oscura. Cada vez que da unas zancadas, roza con los cascos la ola que llega a la orilla, salpicando montura y jinete.

La visión de aquel caballo que galopa cortando el viento, extendiéndose hacia el infinito, es tan hermosa que siento un repentino escozor en los ojos.

—Parece como si hubieran pegado dos caballos en uno —dice Finn mientras señala a uno de los equinos.

Su comentario me saca de mi ensimismamiento. Aparto la vista de aquel semental rojo antes de mirar hacia los acantilados.

—Es un ejemplar pinto —le contesto. La yegua a la que señala tiene el blanco pelaje salpicado de grandes manchas negras. Cerca de la cruz tiene una mancha blanca que parece un corazón sangrante. Un hombre minúsculo como un gnomo, con la cabeza coronada por un bombín, aparta a la yegua de los demás caballos.

—«Es un ejemplar pinto» —repite Finn, imitándome. Le doy un manotazo y vuelvo a mirar hacia la playa, donde vi al caballo rojo y a su jinete, pero ya no están.

Siento un raro desánimo.

—Bueno, supongo que deberíamos bajar —propongo.

—¿Está todo el mundo en la playa? —pregunta Finn.

—Eso parece.

—¿Y cómo vamos a hacernos con un caballo?

Como no sé qué contestarle, la pregunta me irrita. Me molesta mucho más cuando me doy cuenta de que estamos los dos de pie, en idéntica posición. O bien yo imito a mi hermano o él a mí. Me saco las manos de los bolsillos.

—¿Es el día de las adivinanzas o qué? ¿Vas a pasarte todo el rato preguntándome cosas? —le digo, con brusquedad.

Finn pone la boca y las cejas en paralelo. Se le da muy bien poner esa cara, aunque no sé exactamente qué significa. Cuando era pequeño, mamá le decía que con esa cara parecía una rana. Ahora, como a veces se afeita, su rostro no tiene tanto de anfibio como antes.

Bueno, el caso es que pone cara de rana y da unos pasos hacia la multitud. Pienso en seguirlo pero, de repente, los pies se me quedan como pegados al suelo al oír un chillido muy agudo.

Es la yegua pinta. Se ha apartado de los demás caballos y no se sabe si los mira a ellos o al mar. Echa la cabeza hacia atrás, pero no gime: grita.

Aquel aullido se abre paso por encima del rumor de las olas y del alboroto de la playa. Ese grito es el de un antiguo depredador: nada tiene que ver con el de un caballo normal.

Y es horroroso.

En la cabeza sólo tengo un pensamiento: «¿Es ése el último sonido que oyeron mis padres?».

Tengo que bajar a la playa ahora mismo o no me voy a atrever: lo sé. Estoy temblando como una hoja. Hasta me he tropezado con uno de los surcos que han dejado los cascos de los caballos y casi me tuerzo el tobillo. Cuando la yegua pinta deja de aullar me siento aliviada, pero me cuesta pasar por alto el olor que emana de los capaill uisce a medida que me acerco más a ellos: aquellos efluvios nada tienen que ver con el olor natural de un caballo. Dove huele a paja, a hierba y a melaza: es un aroma suave. Los capaill uisce huelen a sal, a carne, a desperdicios y a pescado.

Intento apartar esa idea de mi cabeza y respirar por la boca. Los perros corren veloces a mi alrededor y la gente pasa sin mirar adónde va. Los caballos se encabritan y los hombres les venden a los jinetes a voz en grito seguros y protección. Están más entusiasmados que un perro en una carnicería. Me alegra que Finn se haya ido, porque no soportaría que me viera tan desconcertada.

Más o menos sé cómo puedes conseguir un caballo antes de la carrera sin adelantar dinero, pero este conocimiento se basa en las cosas que les oí decir a los chavales en la escuela; cuando presumían de que participarían en las carreras cuando fueran mayores. Cosa que nunca hicieron: casi todos se fueron al continente; los que se quedaron se hicieron granjeros. Aquellos delirios de grandeza, sin embargo, resultaron ser una buena fuente de información, especialmente porque mi familia era una de las pocas que no seguía las carreras.

—¡Oye, niña! —gruñe un hombre que tira de un caballo de pelaje ruano que piafa sin moverse un milímetro—. ¡Mira dónde pones los pies!

Bajo la vista y me doy cuenta demasiado tarde de que había un círculo dibujado en la arena, sobre el que mis botas han trazado una línea. Me aparto.

—¡Ahora ya da igual! —me grita el hombre, al ver que intento dibujar el círculo de nuevo. El caballo ruano avanza hacia la línea que ha roto el círculo. Me aparto y de nuevo alguien me grita: dos hombres cargan con un muchacho que sangra por la cabeza y que me lanza un exabrupto. Me aparto y casi me tropiezo con un perro pulgoso que tiene el pelo lleno de arena.

—¡Maldito perro! —le suelto al animal sin más, porque no puede contestarme.

—¡Puck Conolly! —es Tommy Falk, el de los labios bonitos—. Pero ¿se puede saber qué haces aquí? —o por lo menos eso es lo que creo que me dice. El jaleo es tal que las conversaciones ajenas apagan casi todas sus palabras y el viento se lleva las demás.

—Busco bombines —le respondo. En la isla, quienes portan estos curiosos sombreros, siempre negros, son comerciantes. A veces también los llevan los chavales que quieren parecer rebeldes, que suelen resultar bastante patéticos.

—No te oigo bien —grita Tommy.

Pero sé que me ha entendido. Lo que pasa es que no se cree lo que acaba de oír. Papá me dijo una vez que el cerebro de las personas es duro de oído. Me da igual que Tommy esté sordo como una tapia o que finja estarlo: acabo de ver un bombín a lo lejos; el que descansaba sobre la cabeza del gnomo que tiraba de la yegua pinta de antes.

—Gracias —le digo a Tommy, aunque no me ha ayudado en nada. Zigzagueo entre la multitud hasta llegar al hombrecillo. De cerca, no es tan bajo. Pero de tan chata que tiene la cara, se diría que alguien le ha dado un par de ladrillazos: uno, para chafársela y el otro, porque sí.

Está discutiendo con alguien.

—Sean Kendrick —le espeta a su interlocutor. Ese nombre me resulta familiar, especialmente dicho en aquel tono tan desdeñoso, pero no sé por qué. El gnomo del bombín no tiene voz de duendecillo, sino de fumador empedernido. Además, a veces cambia las eses por las jotas al hablar—: Ejque este chaval parece que sea un pejcao de tan llena de agua que tiene la cabeza. ¿Qué te ha dicho de mij caballos?

—Preferiría no tener que repetirlo —responde educadamente el otro personaje. Se trata del doctor Halsal. Tiene el pelo negro y brillante, y lleva la raya perfectamente marcada a un lado. Me cae bien: es muy sensato y pulcro. Parece el dibujo de una persona. Cuando tenía seis años quería casarme con él.

—Ej imprevijible, como el océano —añade el comerciante—. Vamoj, si apuejtas por ella, la querrás.

—Aun así tendré que pasar —le responde el doctor Halsal.

—Ej rápida como el rayo —sigue diciendo el gnomo, a pesar de que el doctor empieza a retirarse de allí y le da la espalda.

—Perdone —intervengo con un tono de voz demasiado agudo. El gnomo se da la vuelta. Esa cara tan peculiar, acompañada de una mueca de irritación, impone bastante. Intento poner orden en mis pensamientos y formular una pregunta digna—. ¿Acepta quintos?

A los chavales de la escuela les había oído hablar de los quintos. Es un modo de apostar, más o menos. A veces, un comerciante te deja un caballo sin que le tengas que adelantar dinero, a condición de quedarse con cuatro de las quintas partes de lo ganado en la carrera. La verdad es que la cantidad es irrisoria, a menos que seas el primero. Entonces sí que puedes comprar la isla entera, si te apetece. Bueno, por lo menos la parte de Skarmouth que no le pertenece a Benjamin Malvern.

El gnomo me mira.

—No —me contesta. Pero sé que lo que quiere decir de verdad es: «En tu caso, no».

Siento que me abandonan las fuerzas, porque no se me había pasado por la cabeza que podrían decirme que no. ¿Acaso había tanta gente que quisiera subirse a un capall uisce? ¿Podía permitirse ser tan selectivo? Me oigo decir:

—Vale. ¿Puede indicarme quién estaría interesado…? —y añado de inmediato—: ¿Señor? —papá me dijo una vez que llamarle «señor» a un villano hace de él un caballero.

—Pregunta a loj del bombín —me responde el gnomo.

Hay villanos que siempre lo serán, y así se quedarán. Hace unos años, le habría lanzado un escupitajo en los zapatos. Pero mamá me había librado de aquel mal hábito con ayuda de un pequeño taburete azul y montones de jabón.

Así que me voy sin despedirme. Me ha sido incluso de menos ayuda que Tommy Falk. Serpenteo entre la multitud en busca del siguiente bombín. Pero obtengo el mismo resultado. A la chica pelirroja se le dice que no. Ni siquiera se lo piensan. Uno frunce el ceño, otro se ríe e incluso hay quien no me deja ni acabar la frase.

Es ya la hora de comer y el estómago me ruge. Algunas personas venden comida a los jinetes, pero es demasiado cara y todo huele a sangre y a pescado rancio. No veo a Finn por ninguna parte. La marea empieza a subir y los menos valientes ya se han marchado de la playa. Me aparto un poco y aprieto la espalda contra la pared calcárea del acantilado. Extiendo la palma sobre la fría superficie, que se vuelve más suave unos metros más arriba, donde se encuentra la marca que señala dónde llegará el agua en apenas unas horas. Me imagino allí, quieta, aguardando la llegada de la marea y siendo engullida lentamente por el agua.

Unas lágrimas de frustración me recorren las mejillas. Lo peor de todo es que casi me alegro de que me hayan dicho que no. Esos monstruos aterradores no se parecen en nada a mi Dove, y no puedo ni imaginarme subida a uno de ellos. Y mucho menos dándole piezas de carne carísimas que no puedo permitirme para mí. En verano, los niños suelen atrapar libélulas y atarles un hilito detrás de los ojos, para llevarlas como si fueran mascotas. Pues bien, el mismo aspecto tienen los hombres que aquí se congregan con sus capaill uisce. Los caballos tiran de ellos como si no pesaran nada… Me aterra pensar lo que podrían hacerme a mí.

Miro hacia el mar. Cerca de la orilla, el agua se vuelve turquesa alrededor de las rocas blancas que se han desprendido de los acantilados. En algún lugar de esta infinidad azul están las ciudades que me arrebatarán a mi hermano Gabe. Sé que nunca volveré a verle. Me dará igual pensar que está vivo en alguna parte: será igual que lo de papá y mamá.

A mamá le gustaba decir que todo pasa por un motivo, que a veces los obstáculos están ahí para evitar que hagas algo de lo que puedas arrepentirte. Solía repetírmelo muchas veces. Pero cuando se lo decía a Gabe, papá añadía que los obstáculos te obligan a intentar las cosas con más determinación.

Respiro hondo y me dirijo al único tipo con bombín que no me retira la mirada: el gnomo. Sólo le queda un caballo, la yegua pinta que lanzó el terrible aullido antes.

—¡Oye! —me grita, como si pensara que iba a pasar de largo.

—Creo que tenemos una conversación pendiente —le contesto. Me noto desaliñada y con pocas ganas de ser amable. Cualquier asomo de cordialidad ha desaparecido.

—Eso mijmo pensaba yo. Me marcho. Prefiero no tener que volver mañana y tú necesitaj un capall. ¿Qué me daj por ella?

Lo primero que hago es pensar en cuánto dinero tengo. Entonces entro en razón y recuerdo lo antipático que ha sido conmigo antes.

—Por adelantado, nada —le contesto. Tengo que cuadrarme. Si Gabe se va de verdad y nos deja solos, no tendremos ni un céntimo—. Sólo estoy interesada en una quinta parte.

—Esta yegua ej sensacional —alardea el gnomo—. El ser maj rápido que existe sobre la faz de la tierra —se aparta para que vea mejor a la yegua, que está intranquila al otro extremo del ramal, una cadena que queda unida a la brida. Es una verdadera preciosidad de animal y su tamaño es descomunal. Quizá si colocara a Dove encima de otra Dove y me subiera podría mirar a aquel ejemplar salvaje a los ojos, que hiede a cadáver arrastrado por la tempestad. Acaba de fijarse en uno de los perros que corretean sueltos por la playa. Aquella yegua tiene un modo de mirar que me perturba.

—Entonces no le importará apostar por ella —le respondo. No me gusta lo petulante que parezco, pero me tengo que esforzar por parecer seria. No es nada fácil que te traten como a un adulto, y menos cuando la perspectiva de poder negociar con éxito te abruma y te marea.

—No me apetece tener que volver para recaudar lo ganado —me dice el comerciante.

Me cruzo de brazos y finjo que soy Gabe. Tiene una habilidad especial para parecer desinteresado y poco convencido cuando realmente sí lo está. Me esfuerzo por parecer aburrida.

—Si dice que es el ser más rápido que existe sobre la faz de la tierra no le importará apostar para ganar mucho más de lo que sacaría vendiéndola.

El gnomo me mira.

—No ej la montura la que me hace desconfiar.

—Exactamente lo mismo pienso yo —le espeto con una mirada desafiante.

El hombrecillo sonríe.

—Anda, súbete —acaba cediendo—. Veamoj de lo que eres capaz —señala con la cabeza la silla de montar, que descansa sobre la arena apoyada en el borrén delantero.

Respiro hondo e intento olvidar el aullido aterrador de antes. Me esfuerzo por quitarme de la cabeza cómo murieron mis padres y pienso en la cara que puso Gabe cuando nos dijo que se marchaba. Tengo la sensación de que me tiemblan las manos; sin embargo están quietas a los costados.

Puedo hacerlo.