El mar de noviembre es una joya que refulge, oscura, más allá de los rojizos peñascos de la costa. Corr y yo nos alejamos de los blancos acantilados que tenemos detrás en nuestro recorrido hacia la orilla. No lleva puesta más que una cabezada hecha con una cuerda, como cuando lo saqué por primera vez del agua. Hace ya tiempo que le he quitado el vendaje que llevaba en la pata trasera, que no se le cura. Holly me dice que en California tienen unos métodos novedosos para fijar bien el hueso, pero que aun así no podrá volver a correr jamás. Me dice que sólo a mí se me ocurriría comprarlo para después devolvérselo al mar.
Que Corr vaya a California es tan improbable como que aprenda a volar y, de todos modos, no sé qué clase de vida le esperaría como capall uisce. Él ama el mar y galopar: mientras pude darle una de las dos cosas fuimos felices.
De modo que ahora lo llevo hasta la orilla a paso lento. En el mar, su torpeza desaparecerá, compensado el peso de su cuerpo por el agua, y no se dará apenas cuenta de que su pata trasera ya no es lo que era.
No quiero despedirme.
En los acantilados me esperan Puck Connolly y George Holly. Los dos cruzan los brazos sobre el pecho, en idéntica postura. Me han dejado a solas con Corr y yo se lo agradezco.
El semental avanza penosamente hacia la orilla y aun así apunta con las orejas hacia el mar. El océano de noviembre le canta, dulce; seduciéndolo y acariciándolo, acelerándole el pulso. Entramos en el mar juntos. El agua está helada. Bajo esta luz, Corr tiene el color rojo del atardecer; es un gigante, un dios. Echa la oreja hacia atrás cuando el océano juguetea con su maltrecha pierna antes de volverla a apuntar hacia el horizonte. El mar es en este punto oscuro y profundo. Oculta en su seno, tal vez, más maravillas que las aguas de Thisby…
No hace mucho, Corr y yo chapoteábamos aquí mismo, en la base de los acantilados.
Ahora ni siquiera podría dar un paso sin pensarlo bien antes.
Le paso la mano primero por el cuello y luego por la cruz hasta llegar al hombro. Siempre había dado por supuesto que estaríamos juntos. Descanso la mejilla sobre su hombro y cierro los ojos un segundo antes de susurrarle: «Encuentra la felicidad».
Y ya no puedo quedarme allí más tiempo porque las piernas empiezan a fallarme. Parpadeo para no ver borroso y estiro el brazo para quitarle la cabezada.
Retrocedo hacia la arena sin dejar de mirarlo. Sigue apuntando al horizonte con las orejas, y no a mí. El océano es ahora su amante y por fin lo tendrá en sus brazos.
Me subo el cuello de la chaqueta y le doy la espalda para irme hacia las rocas del acantilado. No puedo verlo desaparecer entre las aguas. Me rompería el corazón.
Puck se frota los ojos afanosamente, como si tuviera arenilla. George Holly se muerde el labio. Los altos acantilados se extienden sobre mí, y me digo para consolarme: «Encontraré otro capall uisce. Volveré a galopar, me mudaré a casa de mi padre y seré libre». Pero no hallo consuelo.
Detrás de mí, el océano canta con su rumor marino.
Se oye un delicado y largo lamento. Sigo avanzando con los pies descalzos sobre las irregulares piedras.
El lamento se oye de nuevo, grave y quejumbroso. Puck y Holly miran hacia el mar, de modo que me vuelvo yo también. Corr sigue en la orilla. Se ha dado cuenta de que me he marchado, y se ha quedado quieto allí donde lo he dejado, mirándome. Levanta de nuevo la cabeza y me llama.
El irresistible océano lo arrastra con fuerza, pero aun así me mira por encima de la cruz sin dejar de llamarme, una y otra vez. Se me eriza el vello de los brazos al oírlo. Sé que quiere que me acerque a él, pero no puedo seguirlo allí donde va.
Corr se queda en silencio al ver que no acudo junto a él. Mira al infinito horizonte y lo veo levantar una pata antes de volver a posarla en el suelo. Comprueba que aguanta su peso.
Entonces se da la vuelta y sale del agua. Levanta la cabeza bruscamente al tocar el suelo con la pata herida, pero vuelve a dar otro paso con dificultad antes de volver a llamarme. Da otro paso más en dirección hacia mí. Y otro más.
Va despacio, y el mar nos canta a los dos, pero vuelve a mí.