63
PUCK

Cuando adelantamos a Privett y a Penda, Ian me mira y sé que no se lo cree.

Y entonces se acaba la carrera.

A pesar de que cruzamos la línea de meta las primeras y pasa medio segundo hasta que aparece Margot, y otro segundo más hasta que llegan Ake Palsson y el Dr. Halsal, al mismo tiempo, no puedo creérmelo.

Freno a Dove, dándole unas palmaditas en el cuello, sin dejar de reír y de secarme las lágrimas con el ensangrentado dorso de la mano. Todo el dolor que siento ha desaparecido de golpe, su recuerdo es un mero escalofrío. Me pongo de pie en los estribos, temblorosa, en un intento de apartarme de los demás capaill uisce que van cruzando la meta. Ante mis ojos desfilan caballos grises, negros, castaños y zainos.

Pero no veo a Sean por ninguna parte.

Noto un fuerte pitido en los oídos. Pasa un largo rato hasta que caigo en la cuenta de que son los gritos del público desde lo alto de los acantilados.

Vitorean mi nombre y el de Dove. Me parece oír la voz de Finn, pero quizá son imaginaciones mías. Y cada vez se arremolinan más capaill uisce en la meta; no dejan de encabritarse y de moverse en todas direcciones.

Pero no veo a Sean por ninguna parte.

Un comisario se acerca hasta mí y estira el brazo para agarrar a Dove por la cabezada. Las manos me tiemblan, descontroladas, y me embarga un terrible presentimiento.

—¡Felicidades! —exclama el comisario.

Lo miro largo rato hasta que descifro sus palabras, y entonces le pregunto:

—¿Dónde está Sean Kendrick?

Como no me responde, giro a Dove para dar media vuelta y regresar. La playa es en este momento un verdadero caos de sudorosos capaill uisce y exhaustos jinetes. No se parece en nada a la que veía cuando galopaba en dirección contraria. Cuando voy a lomos de Dove, no es más que una franja de arena, y el océano, un mar de tranquilas olas; jamás una oscura amenaza. Conduzco a mi yegua por el mismo camino en sentido inverso mientras escudriño la húmeda arena. Hay regueros de sangre en ella, testigos mudos de encarnizadas peleas, y un caballo de pelaje castaño muerto junto a la orilla. Hacia el interior, alguien tapa con una manta un cadáver. El estómago se me revuelve, pero no puede ser: aquel bulto es demasiado grande para ser Sean.

Y entonces veo a Corr, junto a la orilla. Su color rojo se refleja en la pálida y húmeda arena, tiñéndola de escarlata. Parece esconder una pata trasera bajo el cuerpo y descansa el peso sobre la punta de la pezuña. Tiene la cabeza cerca del suelo y, a medida que me acerco, veo que está temblando. Alguien ha tirado de su silla de montar, que ha quedado a medio descolgar en el flanco del capall.

Bajo su falda veo una sombra oscura y delgada. A su alrededor yacen las enmarañadas riendas. A pesar de que está muy sucia, reconozco perfectamente la chaqueta negra azulada. Y el color escarlata que tomé por un mero reflejo es sangre, que poco a poco desaparece por voluntad de las olas.

Recuerdo las palabras de Gabe: «No puedo soportarlo». No lo creí, porque claro que se pueden soportar las cosas si uno quiere.

Pero entonces entiendo perfectamente a mi hermano, porque si Sean Kendrick está muerto yo tampoco podré soportarlo. Me resulta imposible después de todo lo que ha pasado. Ya es bastante doloroso ver a Corr acurrucado, con una pata que parece rota. Pero Sean no puede haber muerto.

Desmonto a toda prisa. A mi lado hay otro comisario, y le doy las riendas. Me pongo a correr hacia Corr. Tengo que pararme un instante porque una gaviota me pasa demasiado cerca del rostro. Ya han empezado a congregarse en la playa para sacar provecho de aquella masacre. ¿Por qué nadie las detiene?

—Sean.

A medida que me acerco, me sorprende un movimiento brusco: es él. Estira un brazo a tientas. Cuando halla el estribo, lo usa para levantarse. Le cuesta tanto mantener el equilibrio como un potrillo recién nacido.

Me abalanzo sobre él para abrazarlo. No sé si tiembla él o tiemblo yo.

—¿Lo has conseguido? —me pregunta con una voz ronca.

No quiero decírselo, porque nuestro plan sólo se ha cumplido a medias.

Me aparta y me mira a la cara. No sé lo que ve en ella, pero afirma:

—Sí.

Penda ha quedado en segundo lugar. ¿Dónde estabais? ¿Qué ha pasado?

—Mutt —me dice Sean, entornando los ojos—. ¿Lo has visto? No, no creo que lo hayas podido ver. Se lo ha llevado mar adentro. La yegua lo ha arrastrado hacia el océano.

Las heridas empiezan a dolerme y tengo un nudo en el estómago.

—No quería ganar. Lo único que quería era hacerte…

Corr se ha quedado aquí, junto a mí —dice Sean vagamente—. Yo habría muerto. No tenía por qué quedarse aquí —veo en sus ojos, por un momento, que no le importa no haber ganado. La lealtad de Corr es más valiosa para él.

Entonces Sean observa a Corr: ve la inclinada cabeza, la sangre en los ollares y la torcedura en el cuarto trasero. Desde aquí, la herida tiene un aspecto tan terrible que se me revuelven las tripas. Sean da un paso adelante y toca con suma delicadeza la pata trasera del animal, acariciándosela. Veo el instante preciso en el que detiene la palma sobre la pendiente del cuarto trasero y entonces sé que se ha roto la pata.

Recuerdo su deseo: conseguir lo que necesita.

Y, en ese momento, no sé cómo voy a creer en la existencia de ningún dios o diosa de la isla. Si de verdad existen, su naturaleza es demasiado cruel.

Sean se aparta y sacude la cincha para que la silla caiga sobre la arena. A Corr ya sólo lo cubre su pelaje rojizo, por el que desliza la mano Sean.

En ese momento retuerce un mechón de su crin y apoya la frente con fuerza contra el hombro de Corr. No necesito que me diga que jamás volverá a correr.