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PUCK

La carrera ha empezado. No me gobierna el ritmo ni la razón: lo único que atino a pensar es que debo hacer que Dove corra por el interior. Nadie quiere estar cerca del agitado mar de noviembre a menos que les resulte imposible evitarlo. Dove roza con los cascos las olas que lamen la orilla, y noto el agua del mar en el rostro. La sal se me ha metido entre los dedos y las riendas, y los invisibles cristales me queman y rozan la piel.

Algo me presiona la pierna con fuerza; es la hebilla de cuero de mi estribo, que se me clava en el hueso. Me giro justo a tiempo de ver a un enorme capall uisce cerniéndose sobre mí. Aparto bruscamente a Dove y la guío hacia la orilla justo a tiempo para esquivar al caballo zaino, que nos enseña los dientes, agitado. Dove prácticamente entierra sus orejas en la crin y veo que el jinete que va a lomos del capall es Gerald Finney. Agarra con tal fuerza las riendas que tiene los nudillos blancos. No se vuelve para mirarme. Sé por el temblor que noto en el cuerpo de Dove que ha reconocido al capall. Le presiono los flancos con mis piernas, como diciéndole: «No tengas miedo todavía, Dove. Nos queda mucho que recorrer».

Recuerdo, demasiado tarde, que debo reservar la energía de Dove para el final e intento ajustar la velocidad. Los caballos nos adelantan: veo ahora los colores verdes de Ian Privett, el azul cielo del capall de Blackwell y el tono dorado de la manta que cubre la grupa de la yegua pinta. Pero no veo a ningún semental rojo con su manta azul. No sé si está ya tan adelantado que me resulta imposible verlo o si va detrás.

SEAN

Busco a Puck o a Dove, pero no veo nada entre la muchedumbre de caballos y jinetes. Noto la potencia de Corr bajo las riendas y los hombros me duelen a causa de su peso.

Me queman las pantorrillas por la fricción con los estribos de cuero. No sé cuánto debo retrasar a Corr por detrás del pelotón para buscarla. Éste es el peor lugar en el que quedarse: los capaill que se quedan rezagados no sólo no avanzan por su lentitud, sino porque pelean entre ellos o contra las olas del mar. Los cascos del caballo que tengo delante me arrojan arena a los ojos, que me pican intensamente. Pero no puedo soltar las riendas para frotármelos.

A mi izquierda hay un caballo gris y otro castaño, azuzándose el uno al otro. Intentan incorporar a Corr en su escaramuza particular. Lo sostengo con firmeza y lo presiono para que siga adelante, aunque no demasiado, porque si Puck está detrás de mí, no quiero perderla de vista. Tengo las manos enterradas en las crines de Corr, a la altura de la cruz. Siento el temblor de sus músculos al entrar en contacto con el mar de noviembre. Le susurro al oído para que se calme.

Miro por debajo del brazo, a la derecha, en busca de Puck. No la veo a ella, sino al caballo gris, que tiene casi todo el cuerpo metido en el agua. Es prácticamente una criatura marina: los ojos son meras rendijas en una cabeza cada vez más estirada. El caballo se retuerce y se agita, más preocupado por el jinete que porta en el lomo que por la carrera. Noto una sensación helada en el cuello: es el agua marina, que proviene de algún lugar que no alcanzo a ver.

Otro capall avanza por mi flanco izquierdo: me muerde la pierna antes de que su jinete logre apartarlo. No puedo quedarme aquí detrás. Tengo que buscar un claro y encontrar a Puck: si no ha logrado salir de aquí, puede que ya esté muerta.

Me inclino sobre el cuello de Corr para susurrarle algo, pero, por primera vez, no sé qué decirle.

Pero no importa: Corr ya sabe lo que quiero sin necesidad de decir nada, y avanza a toda prisa para separarse cuanto antes de los capaill que se han quedado rezagados.

A la derecha, hay un estrecho paso que me llevaría a la cabeza del pelotón, donde tres jinetes pugnan por llegar el primero a la meta. El año pasado yo estaba allí con Corr, y los demás tuvieron que limitarse a contar la distancia que separaba a Corr del pelotón durante el resto de la carrera.

Pero decido no actuar.

Espero.

PUCK

En menos de un minuto ya han mordido a Dove y, en apenas segundos, algo afilado me desgarra la carne. Es imposible que hayan sido los dientes de algún caballo. No tengo tiempo para observar la herida ni para preguntarme qué ha sucedido. Estamos atrapadas: a pesar del rugido del viento oigo perfectamente los chillidos, los chasquidos de lengua y los aullidos que emiten aquellas colosales criaturas.

Noto que de la herida mana un líquido caliente: mi sangre. No siento ningún dolor, el corte ha debido de ser bastante preciso y se trata de una herida limpia.

Dove empieza a estar muy asustada. A su derecha percibe que hay demasiado movimiento, por lo que mueve bruscamente la cabeza y las riendas me revientan una de las dolorosas llagas que se me han formado en la palma de la mano. Mi yegua tiene los ojos muy abiertos por el miedo.

Tengo que salir de aquí. Noto el aguijonazo de la arena en las mejillas y alrededor de los ojos, pero no puedo soltar las riendas para frotármelos. Es imposible que logremos avanzar, pero, de repente, el capall uisce que tengo a la derecha se zambulle de un salto en el mar y desmonta a su jinete con una espectacular cabriola.

Es Finney. Nos miramos apenas un segundo. Agita las manos en el agua hasta que su capall gris le muerde en el rostro con sus afilados dientes.

Nos alejamos y lo único que veo es una sombra oscura en el hombro de Dove: el reflejo de las agitadas aguas. Se me revuelve el estómago.

Inesperadamente se abre un camino ante mis ojos donde antes había un capall uisce. Si voy hacia la derecha, valiéndome de la preciada energía de Dove, puede que salgamos de ahí.

No tiene ningún sentido que mi yegua conserve su energía si morimos en la carrera. Aprieto con fuerza las pantorrillas contra sus costados y, de repente, todo cambia. Dove encuentra el paso justo y nos liberamos de la horda de caballos enloquecidos en la que habíamos quedado atrapadas. Y allí, detrás de los que van en cabeza, distingo al rojo semental de manta azul, y a Sean Kendrick perfectamente montado en él.

Limpio la sangre que tiene Dove en el costado. La herida no es profunda, pero la culpa me mortifica por dentro. Le dedico un «lo siento» y ella endereza una temblorosa oreja. Suelto un poco de rienda. Está aterrorizada, pero de momento logro recuperar su atención.

«Céntrate». Recuerdo la carrera sobre los acantilados. Logré que estuviera tranquila y siguiera un ritmo constante. Pienso en la yegua uisce que saltó desde el acantilado. El secreto es pensar siempre en la carrera y no pensar sólo en el océano, como los demás.

No perderé el control.

SEAN

Un recién llegado asoma por la derecha y Corr, enloquecido por el roce del mar, mueve la cabeza bruscamente para morderlo. Lo tranquilizo y el nuevo contrincante da un respingo pero no pierde el control. Tiene la punta de las orejas de color negro y es más pequeño que Corr. En realidad, es más pequeño que cualquier otro caballo de los que corren en la playa. Además, los músculos que se mueven bajo su piel tampoco son extraordinarios.

Es Dove, que se coloca ahora a nuestra altura. Un abanico de plumas revolotea bajo la silla de montar. Miro varias veces a Puck antes de dirigir la vista a su yegua. Alguien le ha dado una dentellada, pero no parece profunda. Puck también está sangrando, pero a diferencia de Dove, ella tiene un corte limpio y alargado; el cuero de su estribo ha parado parte del golpe. Es la herida producida por un cuchillo y no por un caballo. Alguien se ha sentido ofendido por su presencia en la playa. No puedo pensar demasiado en eso porque me pondré furioso y perderé la concentración. Y no puedo permitírmelo.

No puedo porque delante de nosotros se ha desatado el caos más absoluto. Lo peor de todo es el ruido: el resollar de los exhaustos capaill, sus gruñidos al pelearse, el batir furioso de los cascos y el rugido del mar. Por encima de ellos se oyen los chillidos y los gritos de la multitud. Incluso si un caballo lograra mantener la calma ante el mar de noviembre, ese ruido atronador lo volvería loco.

El capall que tenemos justo delante gira inesperadamente y se aleja del océano como alma que lleva el diablo. Otros dos se empujan y se pelean, ralentizando el ritmo, y podemos adelantarlos sin mayores complicaciones. Ante nosotros tenemos una pared de corvejones, rodillas y cascos; de huesos cuajados de sangre y de dientes afilados. Intentan incluirnos en su escaramuza, pero Corr se sitúa entre ellos y Dove, haciendo las funciones de tembloroso muro. La yegua, a su vez, representa una pared entre Corr y el mar.

Estamos a mitad del recorrido. Eso quiere decir que hemos logrado avanzar poco más de un kilómetro. Esa primera parte de la carrera sirve de criba: quienes no están preparados no pasan. Los caballos mal domados no llegan hasta aquí. Miro a Puck y ella me devuelve la mirada con expresión fiera.

La arena parece un borrón bajo nuestros pies y el océano es un remanso de silencio en comparación con el sonido que emiten nuestros pulmones al respirar. No hay nadie más en la arena, sólo nosotros dos.

Los caballos de Blackwell y de Privett pugnan por la primera posición: avanzan, retroceden, se enseñan los dientes, galopando flanco contra flanco… Justo detrás de ellos está Mutt Malvern con Skata, a la que no deja de fustigar. Puck avanza hacia ellos sin perder el ritmo ni la tranquilidad. Me coloco junto a ella para que Corr y Dove vayan al mismo paso. A cada zancada, ganamos más y más terreno.

Corr rebosa pura energía. Delante de nosotros se abre un camino por el que podría avanzar para colocarme delante de Blackwell y de Privett. Mutt no es un rival de peso porque se retrasa más y más a cada segundo, colocándose muy cerca de nosotros. Podríamos ser líderes y ganar con tanta facilidad como el año pasado. En apenas tres minutos Corr sería mío para siempre.

Es todo lo que siempre he querido: un techo que me cobije, unas riendas que sostener y Corr.

Siento el aliento de la diosa yegua en el rostro.

Le dije a Puck que me quedaría junto a ella hasta que decidiera actuar. Quizá Dove no pueda adelantar a los líderes de la carrera. Aunque puede que lo eche todo a perder si espero demasiado… Pero me repito que tengo tiempo. Que Corr todavía puede hacer un sprint.

En ese momento, Dove decide actuar.

Me doy cuenta entonces de que Mutt Malvern ha retrocedido con Skata intencionadamente.

Su intención no es ganar la carrera.

PUCK

El ataque de la yegua pinta me coge desprevenida.

Se encabrita y se sitúa entre mí y el mar, como si quisiera zambullirse en él, pero en ese momento ataca a Dove. Tiene los dientes muy cerca de su testuz, justo detrás de sus orejas.

Mi yegua se tambalea.

Me vuelvo y veo a Mutt Malvern, sonriendo con una diabólica mueca.

De repente, oigo un grito. Es su voz.

—¡Esto es algo entre tú y yo, Mutt!

Forzándome por no soltar los estribos, me inclino sobre el sudado cuello de Dove para agarrar a la yegua pinta por la oreja. Tiene una piel resbaladiza que no se parece a la de ningún otro caballo que jamás haya tocado. Dove presiona con fuerza su columna contra mi barriga y me duele la mano, pero intento ignorarlo mientras le retuerzo la oreja a la yegua uisce, que grita y se aparta.

—¡Sal de ahí, Puck! —apenas alcanzo a entender las palabras de Sean.

Pero Dove sí las comprende. A medida que se acerca Corr, sale disparada como una bala, abriéndose paso entre éste y la yegua pinta. Casi ni tengo tiempo de recolocarme en la montura: la silla de cuero está empapada; no sé si de sangre o de agua.

Skata se retuerce y se encabrita bajo el peso de Mutt, pero al fin nos libramos de ellos. Lanzo una mirada fugaz y sólo alcanzo a ver cómo Sean golpea con su hombro a la yegua pinta. Él me mira un instante apenas para comprobar que salgo de allí.

Quiero esperarlo. Sé que ha ganado en cuatro ocasiones la carrera sin mi ayuda, que no me necesita, pero no quiero dejarlo allí.

—¡Vete! —es la voz de Sean Kendrick.

Suelto las riendas de Dove.

SEAN

No hay escapatoria.

Corr podría librarse de Skata si pudiéramos avanzar, pero Mutt Malvern ha agarrado una de mis riendas. Tira de Corr hacia él, aproximándolo a los temibles dientes de su yegua pinta. Ése es el lado malo de Corr, por el que ve peor, y está muerto de miedo al no saber a qué se enfrenta. Tiene los ojos en blanco y levanta el hocico una y otra vez. Skata le lanza una dentellada tras otra, rozándole la mejilla. Mientras lucho por recuperar la rienda, mi rodilla choca contra la de Mutt, hueso contra hueso, y el dolor es insoportable.

Skata y Corr galopan el uno contra el otro. A cada paso nos adentramos más en las olas. Noto el sabor del agua salada; mi silla de montar está tan húmeda que resbala. Cada músculo del cuerpo de Corr se estremece y tiembla. Miro a Mutt y veo que tiene problemas para mantener el equilibrio. Descubro el cuchillo demasiado tarde.

Levanto el brazo, pero no puedo protegerme a mí mismo ni tampoco a Corr.

Sin embargo no me ataca a mí, sino a su yegua. Traza con el cuchillo un camino escarlata por su cuello y el animal se vuelve loco de dolor.

—A ver cómo te las apañas ahora, Kendrick —me grita Mutt.

Suelta las riendas.

Skata se abalanza sobre nosotros.

PUCK

Alcanzamos primero a Blackwell y a Margot, que es una enorme y enjuta yegua zaina, larga como un tren de mercancías. El jinete se las ve y se las desea para frenarla, y me doy cuenta de que con la boca abierta se le forma una mueca siniestra en la cara, parecida a la del capall uisce que nos acechaba en el cobertizo. Hace un instante iba rápida como una bala, pero veo que Blackwell tira ahora con fuerza de las riendas para no perder el control. Cuando le suelta un poco de rienda, la yegua sale disparada como una flecha.

Pero a Dove no le preocupa el mar. Me inclino sobre sus crines —tiene el cuello sudado y resbaladizo— y le pido más. Ella se impulsa y rebasa a Blackwell.

Ahora ya sólo queda Privett, a lomos de Penda, delante de nosotras. Avanza a buena distancia del mar, y podría superarlos por esa franja sin dificultad. Pero si pudiera atraer a Penda hacia el mar de noviembre, quizá lograría distraerlos el tiempo suficiente como para mantener con holgura la primera posición. Eso significaría que tendría que situarme muy cerca de un capall uisce, sin tener ningún plan alternativo… y, además, Dove está ya demasiado asustada.

La meta está cerca. Quedan apenas tres estadios. No quiero crearme falsas esperanzas, pero siento que es posible ganar.

Lo único extraño es que Corr ya debería estar aquí, junto a mí. No tendría que estar yo sola con Penda.

Miro hacia atrás y no lo veo. Margot sigue allí, avanzando a toda prisa para darnos caza. Las plumas de colores de la montura de Dove se agitan, enloquecidas por el viento.

Oigo la voz de Sean, me dice que puedo conseguirlo. Y también la de Peg Gratton, repitiéndome que debo demostrarles quién soy. Sé que lo importante no es que Dove lo haga por mí, sino que yo lo haga por ella, por mi mejor amiga en el mundo. Me inclino sobre su cuello y le pido que use toda su energía por última vez.

SEAN

Sostengo a Corr por una rienda, pero, de repente, mis manos están vacías. Oigo un grito que atraviesa el viento y después me caigo.

En mi descenso hacia la arena, pienso en las docenas de caballos que tenemos detrás y recuerdo la muerte de mi padre.

La única posibilidad de sobrevivir es apartarme como pueda. Espero que, al llegar al suelo, rebote con tanta fuerza que pueda impulsarme rodando y escapar. Si no pierdo el conocimiento, quizá lo logre.

Durante un instante, lo veo todo con gran claridad. Veo el desfigurado y ensangrentado rostro de Corr, con uno de los ollares desgarrados. Veo el horizonte, tan lejano, y el cielo de noviembre, de rabioso color azul.

La yegua pinta me golpea con la rodilla en la cabeza.

Cuando mi cuerpo cae sobre la arena, todo se vuelve borroso. La boca se me llena de agua y la arena tiembla por el batir de miles de cascos. Sobre mí, todo se ha vuelto rojo.