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PUCK

No hay tanta gente en la playa como esperaba. Estamos en un intermedio entre dos de las carreras menores, y sólo los capaill uisce que participarán a continuación están en la playa. Todos los espectadores que estaban antes en la arena se han desplazado a los acantilados, acercándose tanto al borde como el valor se lo permite. El cielo se ha aclarado y ha adquirido esa tonalidad azul intensa tan característica del mes de noviembre. El océano extiende a mi derecha su negro manto.

No puedo pensar que en breve voy a competir porque se me paraliza el cuerpo.

Enseguida localizo la mesa de los comisarios de la carrera, situada al abrigo del acantilado. Dos hombres con bombín están sentados detrás de una mesa repleta de mantas y telas de vivos colores. Aprieto el paso y acerco el rostro a la mesa para no tener que gritar.

—Vengo a recoger mi manta —anuncio. Reconozco al hombre que está a la derecha: se suele sentar cerca de nosotros en Santa Columba.

—No hay ninguna para ti —me contesta el otro comisario, que está cruzado de brazos sobre un montón de telas de colores.

—¿Perdone? —le pregunto, con educación.

—Que no quedan más. Hasta luego —se vuelve hacia el comisario que tiene al lado—: Qué buen tiempo hace hoy, ¿verdad?

—Señor —insisto.

—No es por quejarme del calor, pero luego tendremos mosquitos —le responde el otro comisario.

—No pueden fingir que no estoy aquí —grito.

Pero sí que pueden. Siguen hablando de tonterías y ninguneándome hasta que me trago mi orgullo y mi rabia y me doy por vencida, no sin antes decirles que son unos hijos de mala madre. Al volver por el camino del acantilado me cruzo con Gabe. Va muy despeinado por culpa del viento.

—¿Y tu manta? —me pregunta.

No quiero decirle lo que ha pasado, pero lo hago.

—Se niegan a dármela.

—¿Cómo?

Me cruzo de brazos.

—Da igual. Correré sin ella —pero sí que me importa. Un poco.

—Voy ahora mismo a hablar con ellos —declara Gabe. Me alegra ver que se enfada por aquella injusticia, aunque no creo que vayamos a conseguir nada. A veces lo que ayuda es compartirlo con otra persona—. Serán idiotas.

Lo veo bajar por el camino, pero por las caras de los comisarios entiendo que la respuesta es la misma. Me repito que no importa, que no tengo por qué parecerme a los demás. No necesito pertenecer a ningún grupo.

—Que les den a esos carcamales —espeta mi hermano, ya de regreso.

Cerca de nosotros, alguien dice a voz en grito que sólo los participantes en la siguiente carrera pueden estar en la playa, porque falta muy poco para que empiece la carrera final.

La nuestra.