El primer día, Gorry me pide que baje a la playa antes que los demás para que le dé mi opinión sobre una yegua pinta que le robó al mar algún tiempo atrás. Está tan seguro de que la voy a querer para Malvern que la ha tasado por el valor de dos caballos. Observo como el hombre la hace trotar bajo la tenue luz del alba, cuando la arena empieza a ganarle terreno al mar. Los mitones me dejan al aire los dedos de la mano, que se me empiezan a congelar. Las huellas de la yegua son las primeras que se dibujan sobre la arena aquella mañana: la marea ha limpiado completamente la costa y no queda ni rastro de la chapuza que hizo Mutt la noche anterior.
La yegua es una belleza. Los caballos marinos tienen la capa del mismo color que los caballos normales, pero, al igual que éstos, suelen ser castaños o alazanes. Es menos habitual el pelaje cervuno, palomino, azabache o gris. Y es extremadamente raro hallar un caballo marino pinto, blanco y negro, con manchas blancas como nubes que sobrevuelan una pradera azabache. Aun así, una capa vistosa no garantiza que se gane una carrera.
La yegua pinta no se mueve nada mal. Tiene buenos hombros, como muchos de los capaill uisce. Contemplo imperturbable a los cormoranes que revolotean por encima de nosotros como pequeños dragones.
Gorry me acerca la yegua. Monto y bajo la vista.
—Es el capall uisce maj rápido que montaráj en tu vida—me dice con voz carrasposa y su acento peculiar.
Corr es el capall uisce más rápido que jamás he montado.
La yegua pinta huele a cobre y a algas casi putrefactas. Se vuelve y me mira con un ojo que llora agua marina. No me gusta la sensación que me transmite, es sinuosa y difícil de controlar, aunque puede deberse a que estoy acostumbrado a Corr.
—Date una vuelta —propone Gorry—, y dime si conoces caballo máj rápido que éjte.
La pongo al trote y se mueve insegura por la arena hacia el agua, con las orejas pegadas a la crin. Me saco las piezas de acero de las mangas de la chaqueta y las desplazo en el sentido contrario al de las agujas del reloj cerca del espinazo, en la cruz, justo donde se dibuja una mancha blanca en forma de corazón. Se agita y aparta el cuerpo. No me gusta lo poco equino que es su movimiento de cabeza ni tampoco que no despegue las orejas en ningún momento. No se puede confiar en ningún caballo, pero en esta yegua confío menos que en ningún otro capall uisce.
Gorry me insiste en que galope para que me dé cuenta de lo veloz que es. Dudo mucho que su galope pueda llamarme la atención si resulta tan inseguro como su trote. Pero aflojo las riendas y le espoleo los flancos.
Se mueve por la playa increíblemente rápido, como un halcón pescador en busca de su presa. Y en todo momento está pendiente del mar y escora hacia él con los movimientos sinuosos y escurridizos de antes. Tengo la impresión de que es más criatura marina que equina, aunque esté en tierra firme, en pleno mes de octubre. Y a pesar de que yo le susurre al oído.
Es rápida, eso sí es verdad. Con las zancadas se come la arena, y pasamos por la cala que señala el final de la zona practicable en cuestión de segundos. La sensación de velocidad me estalla en el cuerpo como las burbujas que explotan en la superficie del agua. No quiero reconocer que es más rápida que Corr, pero no le va a la zaga, aunque es imposible saberlo sin tener a Corr en aquel momento allí.
El terreno se ha vuelto pedregoso. Cuando le indico que baje el ritmo, la yegua, depredadora, se encabrita y lanza un mordisco al aire.
Noto que, de repente, el animal desprende un poderoso olor a mar. No es ese olor característico de la playa que suele asociarse a la sal, ni tampoco el olor a algas, sino el que te impregna el cuerpo cuando has metido la cabeza debajo del agua, has respirado y los pulmones se te han llenado de océano. El acero pierde todo su poder cuando nos acercamos al agua.
Con los dedos le hago nudos en las crines en series de tres y de sietes. Le canto al oído sin dejar de dibujar círculos con la mano, cada vez más pequeños y más apartados del agua. Pero no hay nada seguro.
A medida que avanzamos por la arena, su magia me seduce, maliciosa. Un pedacito de mi piel está en contacto con la yegua: quizá sea la muñeca que aprieto contra su cuello, o quizá la pierna, a pesar de que la tengo bien protegida por la bota. Aun así, siento sus latidos dentro de mí, pidiéndome que confíe en ella, obligándome a seguirla hasta el mar. Sin embargo, los diez años que llevo montando caballos marinos me devuelven la cordura un instante.
Apenas.
Mi cuerpo me pide que abandone la lucha y que vuele con ella hacia el océano.
Tres. Sietes. El acero que llevo en la palma de la mano.
Le susurro al oído: «No serás tú quien me ahogue».
Tardo lo que me parecen minutos en calmarla y regresar hacia donde está Gorry, aunque seguramente sólo han sido unos segundos. Y en ese breve instante, su cuello me sigue pareciendo traidor y su dentadura, amenazadora, en nada parecida a la de un caballo normal. Tiembla como una hoja.
Me cuesta olvidar lo rápida que es.
—¿Lo vej? ¿A que ej el caballo máj rápido que jamás hayas montado? —insiste Gorry.
Me bajo de la yegua y le entrego las riendas. El hombre las acepta con una mueca de extrañeza.
—Esta yegua un día matará a alguien —le digo.
—Bueno, oye —objeta Gorry—, todos han matado a alguien.
—No quiero tener nada que ver con ella —concluyo, a pesar de que una parte de mí lo desea.
—Ya la comprará otro —me dice Gorry—. Y entonces te arrepentiráj.
—Y ese «otro» morirá —le contesto—. Devuélvela al mar.
Le doy la espalda.
Oigo al mozo detrás de mí.
—Ej máj rápida que tu semental rojo.
—Devuélvela —le repito, sin darme la vuelta.
Sé que no lo hará.